miércoles, 25 de noviembre de 2009

El refugio de los sueños: Especiales

Se encontraba haciendo cola para entrar al teatro. Era alto, moreno, delgado. Estaba acostumbrado a que le miraran; hacia años que no le inquietaba, que no prestaba atención a la gente por este motivo. El accidente que tuvo de adolescente y la posterior operación le habían destruido el rostro. Una gran cicatriz parecía dividir su cara en dos y hundía su pómulo derecho de forma brutal. Cuando se miraba en el espejo para peinarse o afeitarse, se asombraba de que la mayoría de las personas tuvieran un rostro simétrico. Vivía resignado con su fealdad, pero habiendo superado el trauma inicial.

Sin percatarse debió dar un pequeño paso hacia atrás y su zapato pisó uno de los pies de la persona que se hallaba a su espalda. Al volverse para dar disculpas su mirada se encontró con unos ojos cegados; la cortina blanquecina que los cubría les hacía desaparecer casi por completo. Contrariado se disculpó por su torpeza. Una sonrisa de aceptación brilló en la hermosa cara de la mujer ciega.

-¿Va al teatro? –se atrevió a preguntar el hombre.

-Sí, me encanta. Es de las pocas cosas que puedo disfrutar –contestó ella.

-Si lo desea puedo ayudarla; hay mucha gente.

-Gracias, es muy amable –respondió apoyando su mano en el brazo del hombre.

Se sentaron juntos, en el patio de butacas. A menudo la observaba de reojo. El interés de la joven hacia la obra era máxima. Nada desviaba su atención del escenario aunque no pudiera verlo. La función terminó. La gente puesta en pie aplaudió. La cara de los actores denotaba que toda había ido bien. Ella no las vio, pero podía intuirlo. El aplauso además de general era afectuoso, ese que llega a los actores.

El la ayudó de nuevo a desenvolverse entre el público. Recogieron los abrigos del guardarropa y salieron a la calle. Había caído ya la noche y el frío burgalés se hacía sentir. Ella seguía apoyada en su abrazo. El se atrevió a invitarla a un café en un local contiguo al teatro. Ella aceptó. Entraron en el café en el que había bastante gente, algunos, sin duda, habían entrado directamente después de disfrutar de la obra. Ambos notaron que les miraban y que la gente se apartaba para dejarles paso. Estaban acostumbrados. Se sentaron junto a la única mesa que había libre, al fondo del café.

-¿Cuál es tu nombre?-preguntó la chica.

-Alberto, ¿y el tuyo?

-Clara –contestó ella mirándole sin verlo.

-He notado que al entrar en el café la gente nos franqueaba el paso pero también callaban; no me había sucedido nunca.

-Es por mí, soy muy feo. Sin duda el vernos juntos les ha sorprendido.

-A mí no me pareces feo. Yo nunca he visto cosas bellas, pero si he descubierto la fealdad en ciertas personas, y te puedo asegurar que, aunque te conozca poco, no me pareces una persona fea. Tu voz transmite tranquilidad y confianza. Y tu trato es delicado, además en ningún momento he sentido que te comparecieras de mí, lo cual me halaga. Y, ¿por qué dices que eres feo?

-Un accidente que tuve de niño me destrozó la cara. Tú, sin embargo, eres preciosa, nunca he visto rasgos más delicados en un rostro.

El le preguntó por la obra:

-¿Qué te pareció? ¿La entendiste bien?

-Creo que sí. Todos los personajes giraban en torno a la madre, como si fuera la abeja reina de un panal de miel. Era la que mandaba aunque estuviera emboscada en una fingida ternura que no tenía.

-La has entendido mejor que yo, sin verla.

-La ceguera me agudiza mis otros sentidos. Me pasa contigo, cuando te digo que no creo en tu fealdad.

Pasó el tiempo en aquel café. El se atrevió a coger las manos de ella. Clara no las rechazó. Salieron a la calle. El frío se había instalado definitivamente sobre la ciudad. Alberto le acompañó a casa y ella le invitó a subir. Ninguno de los dos estaba preparado para un encuentro amoroso; para ambos era la primera vez. El desabotonó la blanca blusa de ella, mientras Clara se dejó llevar. Al fin se encontraron. Ella deslizó su mano por el pecho de hombre; sus dedos dibujaron una tierna caricia ascendente y se atrevieron a posarse en la terrible hendidura del rostro. Mientras tanto Alberto sentía el cálido y alterado cuerpo de la mujer. Besó sus labios con deseo. Los suyos fueron ascendiendo hasta posarse en los blanquecinos ojos de Clara llenándolos de vida.



2 comentarios:

  1. Cuanta delicadeza en en este relato amoroso. Denota una gran sensibilidad Rafa. Es todo poesía.
    Un abrazo, da gusto leerte.

    ResponderEliminar
  2. Katy:
    Gracias por acercarte una vez más. Me alegra que te gusten mis pequeñas historias. Un abrazo

    ResponderEliminar