jueves, 19 de diciembre de 2013

En el refugio de los sueños: Las navidades de Ana.

       -¡Ana, Ana! –gritó Elvira, su profesora- ¡Ven, cariño, que aún no ha llegado tu papá!
       La mujer cogió a la niña de la mano, mientras miraba hacia la puerta por donde Jesús entraba todas las tardes, puntual, a recoger a su hija. Es raro, nunca se retrasa;  algún contratiempo en el trabajo –pensó-. Sin dejar de mirar hacia la puerta del patio fue llevando a Ana hacia el interior del colegio. Hacía frío en la calle , pues aunque aquel día hubiera sido soleado, el mes de diciembre estaba allí, y se acercaba la navidad.
       El patio había quedado solitario. Los últimos familiares de los niños en llegar habían marchado ya para sus casas. Ningún escolar quedaba ya en el centro. Sólo Ana, que miraba con los ojos acuosos a su seño.
       -No llores, Ana, papá vendrá enseguida. ¡No se va a olvidar de ti precisamente hoy el último día del cole! ¡Ya verás como viene corriendo y le vemos entrar por la puerta! Mira, mientras tanto toma este cuaderno de pinturas y acaba de colorear el portal de Belén.
      Elvira miraba la puerta exterior del recinto desde el aula.  El olor a tiza y a los batines de los niños, colgados en sus perchas, invadía la habitación. Era ese olor a colegio el que arrastraba la cabeza de la profesora hasta que, ya en su casa, trataba de olvidarse de los quehaceres diarios. Pero sus pequeños siempre estaban ahí, revoloteando dentro de su interior.
       Sonreía con estos pensamientos que le llenaban de felicidad, aunque siempre hubiera echado en falta alguna compañía más íntima. Jesús volvió a su mente. Ya se iba haciendo tarde y era raro en aquel hombre el retraso. Desconocía su número de teléfono y la secretaría del centro ya estaba cerrada. De hecho, al ser la última tarde de aquel primer trimestre, nadie quedaba en el colegio salvo ella y la pequeña Ana. Claudio, el bedel,  estaría haciendo su habitual ronda para cerrar todas las puertas. Decidió esperar; tampoco le quedaban más opciones.
       Continuó mirando hacia la calle. El sol, en su declive, comenzaba a alargar las sombras de los árboles, volviendo azulados el contorno de sus formas. Este hombre dónde estará –se preguntó-. Pensó en él, en la tristeza que envolvía su rostro desde que falleció Carmen, su esposa. Fue en la última  primavera, en mayo. Hacía siete meses. Desde entonces la vida de Jesús era sólo su hija. El amor hacia la niña se le notaba en sus ojos. Aquella niña le hacía vivir.
       Y hoy, ¿por qué no viene? Ni siquiera ha llamado para avisar del retraso. ¿Le habrá ocurrido algún percance? Las preguntas se iban acabando para Elvira mientras el sol se ocultaba ya tras los bloques de casas. En unos minutos se hará de noche –dijo Elvira en voz alta haciendo que Ana le mirase con aquellos ojos azules, que le regaló su madre, y que ahora recordaban a la tristeza que Elvira veía en los de Jesús, sin duda la niña añoraba a su padre-.
        Elvira cogió  el móvil y marcó el 112. La policía tomó los datos que la mujer conocía de Jesús y Ana. Quedaron en llamarle, aunque le insistieron que en las primeras veinticuatro horas no se podía dar por desaparecida a ninguna persona. Le comunicaron que debía ponerse en contacto con servicios sociales para que se hicieran cargo de la pequeña.  Elvira se asustó. No le parecía la opción más acertada para Ana, y en un impulso, quizás maternal, decidió llevársela a su propia casa. Una vez allí recapacitó y marcó el número de los servicios a menores. Tardaron en atender su llamada. Repitió los datos que había facilitado a la policía.
        Fue la policía la primera en llamar. Le comunicaban que sobre las cinco de la tarde había habido un accidente de tráfico, próximo a su centro escolar, y que una de las personas implicadas era Jesús Álvarez Pretomén. Elvira conocía aquellos apellidos. Le indicaron que Jesús Álvarez había sido ingresado en el Hospital Divino Vallés, pero que nada sabían de su estado. La mujer no dudó, puso el abrigo a Ana, le enfundó el gorro y las manoplas y salió en busca de un taxi. ¡Vamos a ver a tu papá! –dijo a la niña que mostraba síntomas de sueño en su rostro.
      Aún en el taxi le llamaron de los servicios sociales. Le indicaron que sólo una persona en toda la ciudad tenía aquellos apellidos, por lo que creían que ningún familiar cercano podría hacerse cargo de Ana, que deberían ser ellos, ante ese vacío legal –pareció escuchar Elvira- quienes tendrían que atenderla. Elvira dudó… al otro lado del teléfono le indicaron que era difícil a aquellas horas dar con la persona que pudiera solucionar el problema. Próximas las navidades los servicios estaban bajo mínimos. Parecieron sugerir que fuese ella quién continuase con la niña hasta que se restableciera correctamente la atención social. Los recortes –pensó Elvira-. Maravilloso -casi gritó-. Yo me hago cargo. Pasadas las fiestas le llamaremos para ver cómo va todo –y colgaron-. Maravilloso –volvió a repetir Elvira, pero esta vez con ironía-. Antes de llegar al Divino Vallés había comprendido que Jesús, Ana y ella estaban solos en aquella ciudad.   Ana dormía plácidamente a su lado.
       Jesús estaba en coma. El fuerte golpe sufrido en la cabeza le había producido un derrame interno del que acababa de ser operado. Se hallaba en la UCI. El médico que habló con Elvira le comunicó que las primeras cuarenta y ocho horas eran vitales.  Elvira regresó a su casa. La niña, dormida ahora en sus brazos,  pesaba, pero su relajada expresión le hizo sonreír.
      Los días siguientes Elvira y Ana no se separaron de la cama de Jesús esperando el milagro de verle abrir los ojos. Los médicos se mostraban pesimistas ante la posible recuperación; sus caras así parecían indicarlo.
      Ana, apoyada en la cama, le hablaba a su padre de los juguetes que iba a pedir a los reyes magos. Elvira, sin perder la esperanza, miraba a Jesús. Pasaban las horas y nada parecía ir a cambiar. La mujer sólo abandonaba la habitación al anochecer. Ana comenzó a acostumbrarse a su nueva vida; no parecía sufrir. El cariño con que Elvira le trataba y las continuas visitas al hospital a ver a su padre obraban en ella el pequeño milagro de la felicidad infantil. La sonrisa siempre estaba en su cara.
      -¡Papá, papá, despierta! –entró gritando la pequeña en la habitación-. Era el quinto día después del accidente. Ana se había arrojado sobre su padre mientras gritaba con alegría reclamando su atención. Elvira parecía llorar desde la puerta mientras se acercaba a la cama. Jesús abrió los ojos y miró los de su hija, sonrió como si nada hubiera pasado aquellos días; luego vio los de Elvira y no dejó de sonreír. Apretó a la niña contra su pecho y tendió la mano a la mujer…quizás comprendiendo. Era el día de navidad.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

En el refugio de los sueños: El Niño Jesús

        Cuando llegan estas fechas próximas a la navidad,  en nuestra casa se prepara una pequeña revolución. Mi esposa toca a zafarrancho general y cada miembro de la familia ya sabe  lo que ha de buscar. Se trata de encontrar al Niño Jesús que hace unos años, quizás ya media docena,  se perdió.
       Se trata de una imagen sencilla de unos treinta centímetros que reposaba en un pequeño pesebre hecho de troncos de madera y acostado sobre paja; vamos lo normal para un Niño Jesús. Llegadas estas fiestas quedaba instalado, en el vestíbulo de entrada,  en el mueble auxiliar que otrora sirvió de acomodo al teléfono fijo de nuestra casa. ¿Recuerdan?: aquellos aparatos de baquelita que tenían los números en una esfera y que cuando sonaba todos sabíamos que se trataba del teléfono, y que nadie preguntaba a gritos y con fieros aspavientos: ¡quién ha visto mi móvil! 
        Mi esposa lo colocaba sobre un paño inmaculado y repleto de encajes. El pesebre con el recién nacido era rodeado de adornos navideños al uso. Allí pasaba aquellos días de finales de diciembre y de primeros de año, sonriendo a todos los miembros de la casa y a cuantos nos visitaban aquellos días. Raro era quien al cruzar la puerta de entrada no se quedaba prendado del candor de aquel niño.
        Cuando acababan las fiestas, cada siete de enero, la imagen era envuelta en el papel de seda en el que había dormido todo un año y guardado en el armario de nuestro dormitorio.
       Pero, ¡hete aquí! que hace seis o siete años (quizás más, que el tiempo vuela), por estos días tan señalados, el Niño Jesús no estaba en el lugar que le correspondía. Mi esposa debió volverse loca buscándolo, pero por más que sacó toda la ropa del armario, abrió y limpió cajones, no pudo encontrarlo. Simplemente se había esfumado. Lógicamente revolvimos de arriba abajo toda la casa, que es lo que venimos haciendo año tras año desde entonces,  cada vez con menos esperanzas de encontrarlo he de confesar. No hemos tenido en estos años ningún traslado, sí alguna obra que nos ha obligado a mover muebles de sitio, pero fuera de eso resulta inexplicable el hecho en sí. Un misterio más del “Misterio”.
        Yo, medio en broma, suelo comentar, y mi esposa se cabrea, que a lo mejor no le caíamos en gracia y se marchó con alguno de los amigos o familiares que nos visitan, eso sí con cuna y todo. 

¡¡¡ FELIZ NAVIDAD ¡!!

Nota: todos los años, por estas fechas, publico este relato por ver si el Niño Jesús lo lee y regresa.