martes, 22 de diciembre de 2009

En el refugio de los sueños:Cuento de Navidad

Repetimos:

Marga tenía la mirada extraviada en el bombo de la lavadora y sus pensamientos perdidos en alguna parte entre su cabeza y su corazón. Amaba a su novio más que a cualquier otra persona en el mundo, pero sentía que últimamente se habían distanciado lo suficiente como para hacerla dudar de él. Quizás la culpa –se decía- no sea enteramente de Nicolás, yo he podido ser algo egoísta.

En la calle había comenzado a nevar. La ciudad comenzó a perder sus sonidos diarios sin apenas percatarse de ello y se fue instalando un silencio dulce y de vez en cuando apetecible. Los coches circulaban más despacio y el ruido de sus motores bajó de intensidad. La gente caminaba arropada ciñéndose los cuellos de los abrigos para evitar que la ventisca se introdujera en sus cuerpos. Dentro de la lavandería hacía calor y eran pocas las máquinas que a aquellas horas se hallaban en funcionamiento.

Junto a Marga, en un banco corrido y pegado a la pared, estaba sentado un anciano de fuerte complexión. La chica se había separado, con el disimulo que le concedía su educación, unos centímetros de aquel, a su criterio, mendigo. El hombre de vez en cuando miraba a la muchacha y sonreía por encima de su barba canosa. Sus ojillos bailarines parecían denotar, también a juicio de nuestra protagonista, un exceso de alcohol.

-Pronto dejará de dar vueltas –comentó el hombre, sin apartar, ahora, los ojos de la lavadora. Le deben quedar un par de minutos –añadió.

-Sí, ya falta poco –dijo Marga, sorprendiéndose de su propia respuesta.

-¿A una chica tan guapa como usted le estará esperando su novio o un buen amigo? –preguntó afirmando el viejo.

-Pues sí, mi novio o lo que queda de él –contestó la chica fastidiada con la situación.

-Seguro que la quiere, es usted una preciosa muchacha y parece una agradable compañía.

-Verá, señor…

-Si yo fuera él la invitaría esta misma noche a cenar.

-Lo ha hecho, quiere decirme ¡no se qué!... ¿Pero que hago yo contándole a usted mi vida?

-Y seguro que tiene un agradable regalo para usted.

-¡Lo que no entiendo es por qué demonios me invita el día anterior a nochebuena a cenar con lo que se come en estos días!

-Lo que yo le digo: porque tendrá un buen regalo para usted y una agradable sorpresa, hágame caso y no falte a la cita se arrepentiría de ello –terció el anciano.

-¿Cómo se llama?

-Marga.

-No, digo su novio.

-Nicolás, pero ¿a usted qué le importa?

-Hombre, Nicolás, como yo. ¡Qué casualidad!

El tambor de la lavadora fue adquiriendo una gran velocidad y a los pocos segundos acabó de centrifugar y se detuvo. Marga y aquel hombre se levantaron al mismo tiempo y sus manos tropezaron al intentar abrir la pequeña puerta redonda del aparato.

-Disculpe –dijo el anciano-, usted primero.

-No, si esta es mi lavadora –respondió sorprendida Marga.

-Nuestra lavadora. Me sorprendió cuando introdujo su ropa en ella. Pero, bueno, así nos sale más barato. Lo pagamos a medias y listo. Yo sólo tenía mi ropa de trabajo y….-dijo mientras extraía una especie de abrigo de color verde y una camiseta blanca y unos calzoncillos largos del mismo color-. Es que donde yo vivo hace mucho frío señorita –añadió al ver la cara de Marga y sus ojos fijos en los calzones.

-Pero…pero, ¿me quiere usted decir que he lavado mi ropa junto a la suya? –preguntó Marga tartamudeando y señalando su ropa interior y sus dos camisas aún en la lavadora.

-Sí, pero a mi no me importa en absoluto. Además ya le he dicho que así pagamos la mitad cada uno. Me viene muy bien el dinero en estos días.

-No me lo puedo creer –terminó por decir Marga mientras retiraba a toda prisa su fina ropa- ¿Y que hago yo ahora con esto?

-¡Pues llevarlo a casa y plancharlo! –exclamó sorprendido el anciano mientras se volvía para decir adiós con la mano a Marga que salía del establecimiento a toda prisa- ¡Ah y no olvide su cita con su novio, es importante! –añadió el anciano mientras recogía del suelo los dos euros que había arrojado Marga al marcharse.

-No puedes creer lo que me ha pasado esta tarde en la lavandería –comenzó a contar Marga a su Nicolás, mientras éste enlazaba las manos de la chica con las suyas-…¡Pues no sacó un jubón de color verde desteñido y una camiseta y unos calzoncillos largos de entre mi ropa! El muy … no sé ni como llamarle.

-Pero, ¿era un mendigo? `-preguntó Nicolás.

-Lo parecía al menos. Era grande, gordo, con barbas canosas…¡Ah, y se llamaba como tú, Nicolás, para más guasa!

-Oye, ¿no sería San Nicolás? –dijo el chico mientras deslizaba una mano en el bolsillo de su chaqueta y colocaba una pequeña caja entre las manos de Marga.

-¿Quién es San Nicolás?

-Santa Claus, Papá Nöel, San Nicolás…son el mismo.

-¡Papá Nöel! –dijo indiferente la chica-. Además ese gordinflón va de rojo.

-Desde que cogió la patente Coca-Cola. El auténtico vestía de verde –dijo Nicolás mientras reía y miraba a los ojos de su novia que en aquel momento abría la caja que el chico le había entregado.

-Y, ¿esto qué es? –preguntó abriendo la boca sorprendida y mirando sin parpadear el anillo de brillantes.

-Marga, ¿te quieres casar conmigo?

En el refugio de los sueños:Cuento de Navidad

Marga tenía la mirada extraviada en el bombo de la lavadora y sus pensamientos perdidos en alguna parte entre su cabeza y su corazón. Amaba a su novio más que a cualquier otra persona en el mundo, pero sentía que últimamente se habían distanciado lo suficiente como para hacerla dudar de él. Quizás la culpa –se decía- no sea enteramente de Nicolás, yo he podido ser algo egoísta.

En la calle había comenzado a nevar. La ciudad comenzó a perder sus sonidos diarios sin apenas percatarse de ello y se fue instalando un silencio dulce y de vez en cuando apetecible. Los coches circulaban más despacio y el ruido de sus motores bajó de intensidad. La gente caminaba arropada ciñéndose los cuellos de los abrigos para evitar que la ventisca se introdujera en sus cuerpos. Dentro de la lavandería hacía calor y eran pocas las máquinas que a aquellas horas se hallaban en funcionamiento.

Junto a Marga, en un banco corrido y pegado a la pared, estaba sentado un anciano de fuerte complexión. La chica se había separado, con el disimulo que le concedía su educación, unos centímetros de aquel, a su criterio, mendigo. El hombre de vez en cuando miraba a la muchacha y sonreía por encima de su barba canosa. Sus ojillos bailarines parecían denotar, también a juicio de nuestra protagonista, un exceso de alcohol.

-Pronto dejará de dar vueltas –comentó el hombre, sin apartar, ahora, los ojos de la lavadora. Le deben quedar un par de minutos –añadió.

-Sí, ya falta poco –dijo Marga, sorprendiéndose de su propia respuesta.

-¿A una chica tan guapa como usted le estará esperando su novio o un buen amigo? –preguntó afirmando el viejo.

-Pues sí, mi novio o lo que queda de él –contestó la chica fastidiada con la situación.

-Seguro que la quiere, es usted una preciosa muchacha y parece una agradable compañía.

-Verá, señor…

-Si yo fuera él la invitaría esta misma noche a cenar.

-Lo ha hecho, quiere decirme ¡no se qué!... ¿Pero que hago yo contándole a usted mi vida?

-Y seguro que tiene un agradable regalo para usted.

-¡Lo que no entiendo es por qué demonios me invita el día anterior a nochebuena a cenar con lo que se come en estos días!

-Lo que yo le digo: porque tendrá un buen regalo para usted y una agradable sorpresa, hágame caso y no falte a la cita se arrepentiría de ello –terció el anciano.

-¿Cómo se llama?

-Marga.

-No, digo su novio.

-Nicolás, pero ¿a usted qué le importa?

-Hombre, Nicolás, como yo. ¡Qué casualidad!

El tambor de la lavadora fue adquiriendo una gran velocidad y a los pocos segundos acabó de centrifugar y se detuvo. Marga y aquel hombre se levantaron al mismo tiempo y sus manos tropezaron al intentar abrir la pequeña puerta redonda del aparato.

-Disculpe –dijo el anciano-, usted primero.

-No, si esta es mi lavadora –respondió sorprendida Marga.

-Nuestra lavadora. Me sorprendió cuando introdujo su ropa en ella. Pero, bueno, así nos sale más barato. Lo pagamos a medias y listo. Yo sólo tenía mi ropa de trabajo y….-dijo mientras extraía una especie de abrigo de color verde y una camiseta blanca y unos calzoncillos largos del mismo color-. Es que donde yo vivo hace mucho frío señorita –añadió al ver la cara de Marga y sus ojos fijos en los calzones.

-Pero…pero, ¿me quiere usted decir que he lavado mi ropa junto a la suya? –preguntó Marga tartamudeando y señalando su ropa interior y sus dos camisas aún en la lavadora.

-Sí, pero a mi no me importa en absoluto. Además ya le he dicho que así pagamos la mitad cada uno. Me viene muy bien el dinero en estos días.

-No me lo puedo creer –terminó por decir Marga mientras retiraba a toda prisa su fina ropa- ¿Y que hago yo ahora con esto?

-¡Pues llevarlo a casa y plancharlo! –exclamó sorprendido el anciano mientras se volvía para decir adiós con la mano a Marga que salía del establecimiento a toda prisa- ¡Ah y no olvide su cita con su novio, es importante! –añadió el anciano mientras recogía del suelo los dos euros que había arrojado Marga al marcharse.

-No puedes creer lo que me ha pasado esta tarde en la lavandería –comenzó a contar Marga a su Nicolás, mientras éste enlazaba las manos de la chica con las suyas-…¡Pues no sacó un jubón de color verde desteñido y una camiseta y unos calzoncillos largos de entre mi ropa! El muy … no sé ni como llamarle.

-Pero, ¿era un mendigo? `-preguntó Nicolás.

-Lo parecía al menos. Era grande, gordo, con barbas canosas…¡Ah, y se llamaba como tú, Nicolás, para más guasa!

-Oye, ¿no sería San Nicolás? –dijo el chico mientras deslizaba una mano en el bolsillo de su chaqueta y colocaba una pequeña caja entre las manos de Marga.

-¿Quién es San Nicolás?

-Santa Claus, Papá Nöel, San Nicolás…son el mismo.

-¡Papá Nöel! –dijo indiferente la chica-. Además ese gordinflón va de rojo.

-Desde que cogió la patente Coca-Cola. El auténtico vestía de verde –dijo Nicolás mientras reía y miraba a los ojos de su novia que en aquel momento abría la caja que el chico le había entregado.

-Y, ¿esto qué es? –preguntó abriendo la boca sorprendida y mirando sin parpadear el anillo de brillantes.

-Marga, ¿te quieres casar conmigo?



sábado, 19 de diciembre de 2009

Opinión: Los toros.

Jamás pensé que iba a escribir sobre toros, toreros, apoderados, empresarios taurinos y todo aquello que rodea ese espectáculo. Simplemente porque nunca me ha gustado esa fiesta y por lo tanto no entiendo casi nada sobre ella.

El diario El Mundo publicaba hoy un artículo sobre lo acontecido ayer en el parlamento catalán a propósito de toros sí o toros no. Al parecer se han recogido 180.000 firmas pidiendo el cese de las corridas taurinas en Cataluña. La portada del rotativo del señor Pedro J. Ramírez me ha llenado de indignación y ha sido esto motivo más que suficiente para que ahora esté escribiendo este post, en lugar de estar haciendo mil y una cosas más interesantes. Se decía en dicha portada (no lo recuerdo palabra por palabra) más o menos esto: “El Gobierno de Cataluña vota a favor de prohibir las corridas de toros, en un intento más de separarse de España”. Señor Ramírez: ¿los que no vamos a los toros porque no nos gustan o nos parece que hay maltrato hacia los animales, no tenemos derecho a ser españoles? ¿Saben ustedes señores de El Mundo, que las corridas en Cataluña no se celebran desde hace ya años, exceptuando alguna que otra en Barcelona? ¿Qué ya sólo es un reclamo para turistas, pues a la gente joven ya casi no le interesa ni lo más mínimo?

Creo que en España se están empezando a prohibir demasiadas cosas. Si la gente quiere toros pues que vaya a las corridas y las pague. Lo que resulta lamentable, y esto si que debiera prohibirse, es que con dinero público se financien espectáculos taurinos. Que sean los empresarios los que arriesguen su dinero. No entiendo por qué con mis impuestos pueden ir casi gratuitamente las “peñas” a ver corridas de toros; personas, por cierto, que si tuvieran que pagar su entrada no acudirían casi con total seguridad.

Los toros no son, bajo mi punto de vista, un arte, por más que a algún torero se le haya impuesto, el ministerio de cultura lo hizo, la medalla de las bellas artes. No puedo negar que las corridas resultan estéticamente bellas, que el colorido sea fotogénico y que la bravura de los morlacos sea engañada por el buen hacer de los toreros. Pero somos muchos los que pensamos que esto no es suficiente para que un animal sufra y un hombre se juegue la vida. Yo me siento español a pesar de no haber ido nunca a los toros señor Ramírez.

jueves, 17 de diciembre de 2009

El refugio de los sueños: Bendita enfermedad

No había forma de aflojar aquella dichosa tuerca. Siempre sucede lo mismo - pensé-, debe ser el principio de Peter. Cuando de tornillos, tuercas, llaves de calefacción o cualquier otro elemento se trata, siempre hay alguno que se rebela, como si tuviera vida propia. Estaba revisando, uno por uno, los radiadores de todo el complejo. Notaba el sudor de mi cuerpo y aquel maldito dolor que me perseguía desde hacía meses se iba aposentando en mi espalda. La forzada postura en la que me encontraba realizando mi trabajo también contribuía. Me puse en pie y el malestar fue remitiendo a medida que me estiraba y daba a mis riñones un suave masaje con las palmas de las manos. Mientras el dolor se iba aliviando me entretuve en observar a las personas que se encontraban en aquella sala.

Habían llamado de la Diputación de la ciudad solicitando, para examinar la calefacción del centro asistencial de ancianos que al parecer no funcionaba correctamente, un fontanero. El centro situado a las afueras de la ciudad, en un lugar de privilegio dentro de un bosque de abetos, más parecía un lugar de vacaciones que una residencia. Esa era la impresión que producía el exterior del edificio; en su interior, por el contrario, mandaba la cruda realidad. Numerosos ancianos parecían dormitar en aquella estancia. En una hilera de sillas, junto a las paredes, vivían en otro mundo. El silencio era brutal; tan sólo algún carraspeo rompía la monotonía. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido y únicamente se esperara a la muerte desde la abulia, sin desesperación. Algunas monjas transitaban por las salas; iban de una a otra, también en silencio. El ruido que producían las zapatillas se confundía con el eco que devolvía hasta mis oídos aquel caminar lento. De vez en cuando aquellas monjas de cofia, delantal y medias blancas, que más parecían enfermeras, susurraban, en el oído de alguno de los ancianos, palabras que aparentaban dar ánimos y que alegraban, momentáneamente, el semblante de quien las escuchaba o parecía escucharlas. Entonces fue cuando le vi.

Junto a una de las ventanas y en una mesa, estaban cuatro hombres jugando a las cartas. Ninguno de ellos levantaba la mirada fijada sobre los naipes. En un principio dudé que fuera él, pues el contraluz con el exterior no me permitía apreciar con claridad su rostro, que se encontraba frente a mí y de espaldas al amplio ventanal. Aunque sentado, y una vez constado que se trataba de mi padre, comprobé que estaba mucho más delgado. Le temblaban las manos cada vez que depositaba una carta en el tapete verde. Los ojos parecían perdidos y el labio inferior, ligeramente caído, sujetaba el palillo que desde siempre llevó entre los labios. Antes de acercarme, y mientras le seguía observando, intenté recordar cuándo había sido la última vez que había estado con él. ¿Veinte años? Sí, yo tenía entonces treinta y tres, lo recordaba porque fue a la edad que me casé con Julia, y fue aquel mismo año; el año que mi padre me echó de casa gritando por el hueco de la escalera que no quería volverme a ver jamás. Y todo porque yo amaba a aquella mujer y él nunca entendió que pudiera querer a alguien que ya había estado con otra persona y que tenía un hijo, al que no deseaba tener por nieto. Más tarde comprendí que fue una mezcla de orgullo y egoísmo lo que le llevó a tomar aquella actitud; sin duda no deseaba quedarse solo. Mi madre había fallecido el año anterior y su único hijo le abandonaba. Lo entendí tiempo después cuando quizá ya no tenía solución. Veinte años, y ahora lo encontraba en una residencia de ancianos, mucho más mayor a como le recordaba, jugando a la baraja (recordé que siempre había odiado los juegos de azar). Seguro que él pensaba lo mismo de mí; solemos ver el paso del tiempo en el espejo de los demás. Pero no, Ignacio, mi padre, no me reconoció. Levantó la cabeza, al igual que sus compañeros de juego, cuando les saludé. Buenas tardes, respondieron los cuatro al unísono y volvieron a centrarse en el juego. Tras dudar busqué la ayuda de una de las monjas que me informó que don Ignacio padecía de alzheimer. Me quedé mirándole desde lejos. Al poco rato me percaté que yo también tenía la mirada perdida.

Al día siguiente, una vez concluida mi jornada, me acerqué a él:

-Buenas noches, don Ignacio –saludé.

-Buenas días –respondió mirándome pero sin verme-. Aquí siempre es de día, señor, ¿no ve la luz que hay? –añadió desviando la mirada hacia la sala iluminada, con gesto malhumorado.

Estaba sentado en una silla, al igual que el resto de residentes, junto a la pared que comunicaba con el comedor. Era curioso observar como al ir acercándose la hora de la cena, los ancianos, ellos y ellas, se iban colocando en las sillas más próximas a la puerta del mismo. No creo que fuese el hambre los que les hacía obrar de esa manera, sino la costumbre que provoca la monotonía. Permanecían en silencio a la espera. Miré el reloj: eran las ocho y cinco de la tarde; sin duda no cenaban hasta y media. Tenía aún tiempo para intentar hablar con él.

-Don Ignacio, ¿no me conoce? –me atreví a preguntar.

-Sí, le he visto arreglar un radiador –contestó mirándome con fijeza por primera vez.

-Claro, se aproxima el invierno y hay que ponerlos todos a punto, para que no pasen frío usted y todos sus compañeros.

-Invierno ya. Sí, en invierno hace frío. En mi pueblo hacía mucho cuando yo era pequeño.

-¿Lleva aquí mucho tiempo?

-No me acuerdo, desde después del “subastao”, supongo.

-No, me refiero en esta residencia. En esta casa –rectifiqué para ayudarle en la respuesta.

-Desde chico, al venir del pueblo –contestó alzando los hombros en un gesto de resignación.

Desvió de nuevo la mirada, para fijarla en ninguna parte. Comprendí que debía dejarle en su mundo particular. Jugaba con un bastón. Me fijé en sus manos; aquéllas que alguna vez me habían abrazado, y no pude por menos que recordar aquellos momentos felices que había pasado con él. Las tenía largas y delgadas, como si el tiempo se hubiera posado en ellas más que en el resto de su cuerpo. Venas oscuras las surcaban y el vello se confundía con las manchas negras de la vejez.

-Tengo que irme, don Ignacio, si no le importa, mañana, después de arreglar otro radiador –dije para que me recordara mejor- vendré a verle.

-Me miró y no dijo nada.

El televisor daba las noticias. Mis ojos fijos en la pantalla estaban perdidos entre aquella batalla de imágenes: escenas sangrientas de guerra o de algún atentado se mezclaban con países remotos donde la población se moría de hambre y sed, para pasar al segundo siguiente a mostrarnos la impudicia de la publicidad de los cosméticos o el bienestar de nuestro mundo. Julia se acercó por mi espalda y me abrazó tendiendo los brazos sobre mis hombros; me besó en el cuello. Volví la cabeza buscándole los labios. Sus besos seguían siendo apasionados.

-¿Te preocupa algo, Luis? –preguntó-. No has dicho nada desde que entraste en casa.

Le comenté el encuentro con mi padre. Tras su sorpresa inicial preguntó:

-¿Y que piensas hacer?

-No sé.

-Siempre opiné que debías haber intentado reconciliarte con él. Te lo dije desde el primer día.

-No me sermonees, Julia. Era tarde para hacerlo.

-¡Ahora, es demasiado tarde!

-Tienes razón, lo reconozco, pero ya no se puede hacer nada.

-No te apenó verlo así.

-Claro. Hasta recordé los buenos momentos, no creas. El orgullo, el jodido orgullo.

-También tú lo tuviste.

-Sí, pero yo traté de explicarle que te amaba; y él no lo entendió. Creo que nos hemos demostrado a nosotros mismos que teníamos razón, ¿no crees?

-Por supuesto, sólo que eso nosotros ya lo sabíamos entonces, y jugábamos con ventaja.

-¿Qué quieres decir?

-Nada; que éramos jóvenes y no dudábamos de lo nuestro, y él se quedaba sólo. Tú mismo me lo has dicho.

Hablé, en el transcurso de los días siguientes, con el médico que atendía a mi padre y me confirmó que su enfermedad se encontraba en un estado intermedio. Olvida las cosas y no tiene recuerdos cercanos, pero sí es capaz de evocar su niñez o hechos concretos que deambulan por su cabeza y a veces, sin que se sepa el mecanismo, salen a la luz - me explicó-. Por lo demás –añadió- su salud es buena; estable sería la palabra. Puede estar así muchos años o agravarse de forma repentina. Como sabrá no conocemos todas los manifestaciones de esta enfermedad. Cuando llegó aquí vino voluntariamente y se encontraba bien. Nunca nos dijo que tuviera hijos ni ningún familiar. No indagamos pues su pensión cubría los gastos de atención. Lleva aquí varios años; al principio era muy activo. Creo que no necesitaba estar en esta residencia, pero él insistió en quedarse. Sí, parecía temer la soledad.

La tarde que mantuve la conversación con el médico, encontré a mi padre de mejor humor. Estaba de pie junto a una ventana y miraba al exterior. Había hecho un día luminoso y el sol en su declive comenzaba a alargar las sombras de los abetos. Una especie de tenue neblina azulada comenzaba a envolver el parque. Don Ignacio, como todo el mundo le llamaba en la residencia, no pareció oír mis pasos al acercarme. Me situé junto al cristal del ventanal, a su lado. Giré la cabeza y mis ojos se encontraron con los suyos en el reflejo del cristal. No parecían perdidos. Miraba intensamente el paisaje, como si algo le interesara de verdad.

-Hoy no es de día –dijo sin apartar su mirada del exterior.

-Pronto anochecerá –contesté.

-¿Cómo lo sabe?

-Siempre ocurre.

Retiró la mirada del cristal y clavó sus ojos en los míos; por un momento creí que me reconocía. Estuvo así unos instantes. Confieso que me costó mantener su mirada. Volvió a sus ensoñaciones colocando las palmas de las manos sobre el cristal.

-Hace frío- dijo-, y las metió en los bolsillos del pantalón.

-Sí –contesté haciendo el mismo gesto de complicidad.

Permanecimos así unos minutos unidos por el vaho que se iba formando en el ventanal y que nos apartaba del paisaje exterior. Aquella neblina me servía de pantalla donde recrear mi niñez junto a mi padre. Caí en la cuenta de que, cuando rompimos, en realidad hacía ya mucho tiempo que nos habíamos distanciado, quizás no de forma premeditada, pero mi alocada juventud seguro que incidió en que mi padre no viese con buenos ojos mi forma de vivir por aquellos años. Y ahora estaba allí, junto a mí, sin reconocerme. ¿Le habría dado yo el cariño que él debía haber necesitado por aquellos años? La conciencia me dictaba que no. Lo de mi madre fue diferente, estuve más unida a ella. Había más calor en sus brazos, en su mirada, en sus consejos, que aunque nunca seguí, tampoco nunca olvidé. La relación con mi padre sólo existió en mi niñez. Ahora, al verlo ahí ensimismado con el exterior, dudo si él la quiso tener conmigo. Pero algún poso debió quedar de todo aquello, pues ahora quisiera romper aquel cendal que cubrió mi juventud y poder darle lo que necesitó en aquellos primeros años de nuestra separación.

-Don Ignacio, ¿ha tenido usted hijos? – le dije extrañándome de mi propia y repentina pregunta.

-¿Hijos? –preguntó a su vez volviéndose de costado, mientras me miraba de arriba abajo.

-Sí, ya sabe, mujer, familia, hijos…

-Creo que tuve uno…pero se fue. Mujer, seguro que no; estaría aquí conmigo…¿ No cree?

-Seguro que sí. Y su hijo, ¿por qué se fue, se acuerda?

-No sé, debimos discutir. Pero de eso hace mucho tiempo. Yo era muy pequeño no paraba de corretear por el pueblo; era lo que más me gustaba: correr y subirme a los árboles del abuelo Damián, el de los aceiteros. Claro que usted no debía de conocerlos. No recuerdo haberle visto nunca por el pueblo. Además allí no se usaban las calefacciones como aquí; todo lo hacíamos con leña en la chimenea. Por eso no estaba usted allí.

-No me trate de usted don Ignacio, tráteme de tú; ya nos conocemos.

-Sí, te veo arreglar radiadores todos los días. ¿Es que no sabes hacer otra cosa?

-La verdad es que no –contesté asombrándome yo mismo de mis incapacidades.

-Vaya aburrimiento, todo el día dándole a las tuercas. ¿Es que tu padre no te enseñó algo más divertido?

Recordé que esta era su forma de aleccionarme cuando era pequeño: creando una situación de duda o negativa en mi cabeza. Pero quién era yo para echarle en cara nada. A nadie nos preparan para ser padres. Yo creo haber educado a Roberto lo mejor que he podido y pienso que le he querido, desde el principio, como si fuera hijo mío. Pero todo ha sido de una forma intuitiva, sin que nadie me explicara, me enseñara nada. Era más culpa mía que de mi padre el que no nos hubiéramos llevado bien; ahora comenzaba a entenderlo. Cuando nos fuimos separando, ya tenía capacidad suficiente para darme cuenta. ¡Veinte años perdidos, por no ceder, por mantener mi ego por encima del suyo! ¿No hubiera valido más tratar de convencerle de mis razones, que abandonar su casa, mi casa al fin, de un portazo? ¿Era aún tarde para reconciliarme con él, me preguntaba? Quizás no.

-Ignacio.

-¡Don Ignacio! - protestó mirándome con fijeza a los ojos.

-Don Ignacio, ¿y si le dijera que usted y yo nos conocemos desde hace muchos años? Cincuenta y tres, bueno quizás algunos menos.

-¿Había guerra entonces? –preguntó no sé si sorprendido por el número de años o por qué.

-No, había terminado muchos años antes.

-Yo estuve en la guerra; tenía una escopeta.

-Entonces usted era muy pequeño, era un niño.

-Pero estuve en la guerra. En el pueblo hubo una guerra. Venían camiones llenos de soldados con escopetas. Yo tuve una escopeta.

-Estaría usted jugando con sus amigos del pueblo.

-Y, usted de qué pueblo es –me preguntó.

-Del mismo que el suyo. De Marmolar del Monte.

-No, tú eres el que arreglas los radiadores. ¿Te crees que soy tonto? En mi pueblo nadie arreglaba radiadores.

Era difícil hablar con él, pero intuí que no me rechazaba, que le gustaba mi compañía.

-Ignacio, don Ignacio –rectifiqué a tiempo-, yo conocí a Teresa, una mujer muy guapa que vivía en Marmolar del Monte. Le quería mucho a usted. Iba por su casa. Le hacía la comida. Yo le vi, alguna vez, bailar con ella el día de la fiesta de su pueblo.

-Alguna fresca sería, si iba mucho por mi casa. Raro es que padre no la echara –dijo con vehemencia.

-Ya le he dicho que le quería. Le gustaba estar a su lado. Yo a veces también estaba con ella. Pero ¿se acuerda usted de su padre?

-No me voy a acordar: Ramón, el abuelo Ramón le llamaban en el pueblo.

-Tiene usted buena memoria para algunas cosas, don Ignacio.

-Sí, menos para las que no me acuerdo –añadió sin dar importancia a tan certero comentario- ¡Ah!, déjate ya de tanta conversación que me está empezando a doler la cabeza.

-Tiene usted razón, mañana seguiremos hablando.

-Adió, hijo, adiós – se despidió sacando la mano del bolsillo y moviéndola en el aire a modo de saludo.

-Me volví, mientras me alejaba, con los ojos vidriosos: aquel “hijo” me había llegado al alma.



lunes, 14 de diciembre de 2009

La cuñada de M.L. :Sospechas (1)

Para cuando Ángela regresó al hotel aquella noche, junto a su marido, Alberto ya había abandonado el establecimiento llevándose con él el conocimiento de las personas que le interesaban: Ángela, su hermano Roberto y el cuñado de éste y dueño del hotel, Ildefonso. Los lazos que les unían ya no eran secretos para él. No había más que ser generoso con las propinas para lograr ciertas informaciones, sobre todo si sabían hacerse de forma sutil, y para eso los argentinos siempre fueron unos maestros. Le faltaba la conexión entre Leonor y Roberto pero estaba seguro de que eran pareja. El recuerdo del beso en la casa de Ángela así lo sugerían. Las cosas empezaban a encajar aunque sospechaba, sus celos así se lo decían, que había algo en todo aquello que debía salirse de la normalidad; parecía todo demasiado sencillo para ser real. Por otro lado estaba Nuria, su hija, menor de edad aún y una baza a su favor si sabía jugarla. En ocasiones los remordimientos acudían a su mente pero algo más fuerte le hacía continuar por el camino que se había trazado: deseaba volver con Leonor y sólo Nuria podía ayudarlo. Nuria o esa sospecha que anidaba en su cuerpo. Alberto encaminó sus pasos hacia el video-club de Leonor.

Las luces del establecimiento estaban encendidas. Leonor no lo vio entrar, estaba atendiendo a unos clientes. Alberto disimulaba su presencia caminando entre los pasillos de los estantes. Su mirada saltaba de un título a otro. Por un momento perdió la sensación de encontrase allí, en aquel lugar que hacía ya muchos años había montado junto a la que entonces era el amor de su vida. Algunas de las películas le hicieron recordar momentos de su matrimonio; debía de reconocer que había sido feliz con aquella mujer. Siempre lo había sabido.

Leonor comenzó a apagar las lámparas del video-club. Vio la sombra de una persona al fondo del local al que ya no llegaba la luz

-Disculpe –dijo-, creí que no había nadie. ¿Ha escogido ya su película o vuelvo a encender la luz? –preguntó mientras la sombra se iba acercando hacia ella.

Alberto se detuvo bajo uno de los focos aún encendidos. La luz cenital cayó sobre su cabeza, distorsionando su demacrado rostro; aún así Leonor le reconoció de inmediato.

-¿Qué haces aquí si puede saberse, boludo de los cojones? –preguntó sin pararse a pensar si sus expresiones procedían del argentino más excitado o eran propias del español más advenedizo? ¡La concha de tu madre, vaya susto que me diste! (esto sí lo expresó, enterito, de su querida patria).

-Sos tan bella cuando te excitas… Sólo vine a hablar con vos, eso es todo.

-Yo no tengo nada que hablar contigo, ¿me entendiste? ¡Te lo puedo decir más alto, pero no más claro, Albertito! ¡Vete de aquí, no quiero volverte a ver nunca más!

- No te irrites, que te va dar un mal. No puedes impedirme ver a Nuria.

-Es ella la que te impide verla. No lo sentiste en sus ojos esta mañana, Ánge… digo Nuria me la contó todo.

-¿Ángela? ¿Qué tienes que ver tú con esa mujer que pasáis tanto tiempo juntas?

-¡Lo que a un tipejo como a vos no le importa! –exclamó Leonor.

-Sí me importa, sí. Ya lo creo que me importa. En cuanto a Nuria, aún no es mayor de edad y bien puedo recuperarla.

-¡Ni se te ocurra acercarte a mi hija!

Alberto se había ido aproximando a Leonor a medida que se gritaban. Ella no había retrocedido ni un paso; no era miedo lo que sentía por él, sino desprecio e indiferencia. Alberto no podía contener el deseo de abrazar a Leonor, quien intuyéndolo se hizo a un lado.

-¡Vete de aquí, Alberto, vete!

-Me voy, pero volveré a hablar con nuestra hija.

-A tu hija la perdiste hace ya muchos años, catorce para ser exactos, cuando decidiste abandonarnos…, cambiarnos por otra mujer.

-¡Se cree que soy una estúpida ! –exclamó Ángela, con el rostro enrojecido por la indignación-. ¿Así que viene usted a interesarse por los estudios de su hija, aquí en el instituto, después de no haberse preocupado por ella los últimos trece años?

-¡Yo tengo derecho a saber de mi hija, soy su padre! ¿Me entiende? –contestó Alberto a quien Ángela le seguía irritando cada vez más-. Y además –continuó- ¿usted que sabe si me ocupé de mi hija o no? ¿Sos adivina vos o qué?

-En esta ciudad las noticias vuelan, querido –añadió con ironía, Ángela- Tengo la suerte de conocer a Mario Leo, es mi cuñada. Pero, ¿eso ya lo sabía usted, verdad?

-Ya veo que la conoce. ¡Mari Leo, la llamó! Muy íntimo parece –arguyó Alberto mirando directamente a los ojos de la profesora.

Ángela no se ruborizaba con facilidad pero el comentario de Alberto cambió el rictus de su rostro, lo cual no pasó desapercibido para el hombre, y trató de ponerse a la defensiva.

-Mi relación con Leonor a usted no le incumbe –contestó Ángela mientras se levantaba de la silla y apoyando ambas manos sobre la mesa de su despacho miraba a Alberto fíjamente.

-¡Pero sí la educación de mi hija!

-Si por educación se refiere a sus estudios en este instituto, hasta ahora no tengo ninguna queja de ella. Es una chica aplicada y respetuosa; sin duda debe a su madre su forma de comportarse ante la vida –contestó Ángela dando por terminada la conversación.

Cuando Alberto abandonó su despacho, Ángela miró a través del amplio ventanal hacia el patio del instituto. La temperatura fría del exterior ocasionaba el empavonado de los cristales. De forma intuitiva hizo un círculo sobre la superficie del vidrio con la mano derecha. Vio alumnos y alumnas que charlaban entre clase y clase; entre ellas estaba Nuria. Observó como se parecía a su padre: alta, delgada, con el pelo muy negro y ese aire de superioridad que en su caso no pretendía, pero que la naturaleza le había entregado. No podía sacudirse de la cabeza la ingerencia de aquel hombre en algo que ya no le correspondía. Recordó sus ojos y sintió miedo de ellos. Le vio pasar por entre los alumnos y buscar con la mirada perdida a su hija. No la encontró ya que le vio perderse por la puerta principal. Enlazó los brazos por debajo de su pecho y se puso a pensar en Leonor; una duda atravesó su cuerpo desde el instante en que Alberto salió de su despacho. ¿Habría pecado de ingenua hablando de intimidad con aquel hombre? Tenía que hablar con Leo esa misma tarde.

jueves, 10 de diciembre de 2009

En el refugio de los sueños: el nicho.

Carlos apoyaba su brazo izquierdo sobre el hombro de Pilar que vestía rigurosamente de negro. Caminaban con la cabeza gacha detrás del féretro de Carmen Urrutia.

El cortejo llegó junto al nicho donde iban a descansar los restos de Carmen. El sepulturero parecía discutir con un hombre que vestía un traje gris. El cura se adelantó al ataúd de la finada, que era llevado en andas por cuatro miembros de la funeraria. Al parecer algo inusual sucedía.

Hay dos cuerpos en el nicho –decía el sepulturero- No se puede meter un tercero. Hay que hacer la reducción de uno de ellos. El hombre del traje gris, empleado del cementerio, asentía con la cabeza. El cura se acercó a Pilar y Carlos y les comunicó este hecho. Serán sólo unos minutos de espera –añadió.

-¡Pero cómo que hay dos cuerpos; ahí solo debía estar nuestro difunto padre! –exclamó Carlos mientras Pilar observada sin decir nada.

-No sé hijo –contestó D. Froilán-, pero no podemos dejar a Carmen sin enterrar. Hagamos la reducción de uno de los cuerpos y luego ya indagarán ustedes en las oficinas del ayuntamiento.

Muertos por el dolor de la pérdida de su madre, Carlos y Pilar asintieron con un movimiento afirmativo de la cabeza.

Carlos y Pilar siempre se habían querido. Desde pequeños habían sentido una atracción el uno por el otro que iba más allá del amor entre hermanos. A medida que se fueron haciendo mayores este amor no había desaparecido, por el contrario se iba afianzando cada vez más. Conscientes de su situación no se atrevían a dar ningún paso, pero algo superior a ellos mismos les atenazaba. Carmen Urrutia fue la primera en darse cuenta de aquella circunstancia, pero callaba. El amor tenía demasiados cauces por donde transitar y era difícil de comprender. Ella misma había sido “víctima” de él. La población donde vivían era pequeña, y pronto se hizo evidente que el cariño que se profesaban Carlos y Pilar, era el que existe entre un hombre y una mujer. Pasada su adolescencia los dos hermanos tomaron la determinación de abandonar el pueblo donde habían vivido y buscaron un lugar donde nadie les conociera y se preocupara de sus vidas.

Ahora habían vuelto a enterrar a Carmen y se habían encontrado con que al parecer había alguien extraño en el nicho de su padre. Supusieron que se trataba de un error. Al día siguiente del funeral fueron a informarse. El funcionario que les atendió en el ayuntamiento les indicó que en el nicho propiedad de doña Carmen Urrutia había dos cuerpos que se correspondían con dos hombres: Luis González Arancibia y Pablo González Arana. Carlos y Pilar se miraron, desconocían la identidad del primero de ellos. El funcionario les indicó que no había error posible que ambos habían sido allí depositados por mandamiento de Carmen Urrutia. La madeja se enrollaba más, pero había que desenredarla.

Luis González Arancibia, de padre castellano y madre vasca, vivía y trabajaba en el País Vasco –les hizo saber Piedad, amiga íntima de Carmen que había guardado durante muchos años su secreto-. Poseía una pequeña granja ganadera en un caserío junto a una pequeña aldea. Allí había conocido y se había casado con Clara Urrutia. De este matrimonio naciste tú Carlos, fuiste hijo póstumo, ya que Clara falleció en el parto. Sólo y con un hijo al que apenas podía atender, Luis decidió volverse a casar. Las oportunidades en aquella aldea perdida en el monte eran escasas, pero surgió Carmen, su cuñada, y se casó con ella. Fueron la comidilla de la aldea, hasta tal punto que optaron por emprender una nueva vida en otro lugar. Yo me carteaba con ella y conozco su vida y la vuestra. Me la contó y me rogó que nunca la desvelara. Creo que ahora esa pequeña historia os pertenece.

Por desgracia Luis murió a los pocos meses de casarse con Carmen. En aquellos años la muerte llamaba con mucha frecuencia a las puertas. Los tiempos no eran como ahora. La guerra había dejado muchas secuelas. Carmen, al igual que antes le había sucedido a Luis, se vio sola y con un niño de corta edad, debías tener no más de dos años. Carmen compró el nicho y enterró a Luis. Asistimos muy poca gente. Yo y otras dos o tres vecinas que la querían bien. Sólo yo estoy viva.

Carmen siempre fue una mujer hermosa, con una cabellera rizada y dorada, que has heredado tú Pilar, que la hacía ser una mujer llamativa. Apareció entonces Pablo, algo mayor que ella, pero un buen partido, al que no importó que Carmen tuviera un hijo. Naciste tú Pilar. Nunca conocí, por lo que ella me contaba nadie tan feliz como Pablo y Carmen. Años después falleció Pablo, y Carmen, no me digáis el porqué, le trajo a enterrar a este pueblo. Ahora a la muerte de Carmen habéis conocido su secreto. La coincidencia de los apellidos de Luis y Pablo os han llevado, durante toda vuestra vida, al equívoco. En realidad no sois hermanos.



domingo, 6 de diciembre de 2009

En el refugio de los sueños: Bédar

Bédar(Almería)

Esta mañana coincidí con un amigo al que hacía mucho tiempo no veía. Llovía y entramos a un bar a tomar un vino que al final se convirtieron por mor del tiempo que hacía en el exterior en cuatro o cinco. Y ya se sabe cuando se está en agradable compañía suelen afloran recuerdos. Le comenté, entre otros asuntos más domésticos, que al final de este verano habíamos estado en Bédar, pueblo de su padre. Se emocionó (supongo que también influyeron los caldos de la ribera del Duero, pues me confesó que apenas había estado un par de veces).

Bédar se encuentra en medio de una fantástica sierra virgen de su mismo nombre. Es un pueblo pequeño, blanco, luminoso, acogedor… y que contiene tantos cuantos adjetivos le queramos poner. Similar en su construcción al turístico Mojacar, pero más puro, más limpio. Desde sus calles empinadas se divisa el mar en la lejanía. Los ojos hasta llegar a posarse en el mediterráneo deben transitar por tierras de apariencia desértica pero de gran valor ecológico e incluso agrícola, pues al tratarse de un valle que comienza en la propia sierra se nota la existencia de humedad.

Allí conocí a Luis, que resultó ser primo carnal del amigo con el que coincidí esta mañana pero sobre el que yo en aquel momento, lógicamente, desconocía tal parentesco. Fue la charla la que me llevó a desvelar aquella casualidad. Luis, personaje gracioso donde los haya, me contó una historia que nos hizo reír una buena parte de aquella tarde y de aquella noche y que de forma somera relato:

“Soy periodista, me dijo. Trabajo en La Vanguardia de Barcelona, y me envió mi redactor jefe, aprovechando que soy de aquí, para que investigara cierto rumor que había llegado al periódico. Los vecinos de Bédar siempre han comentado que en su pueblo existen ciertas corrientes “magnéticas” que hacen que durante las noches sucedan cosas extrañas. Se dice que de hecho hay una mujer que camina por las calles del pueblo durante las horas nocturnas para comprobar estos fenómenos. Los lugareños, desde siempre, han comentado que se debe a las corrientes de viento que suben desde el mar atravesando el valle. Yo soy bastante miedoso (todo esto lo comentaba Luis con ese deje andaluz que tan graciosos les hace), pero el hecho de venir a mi pueblo unos días, prácticamente con vacaciones pagadas, me sedujo. Y aquí me vine. Durante el día preguntaba a los vecinos y ellos me ponían al corriente. Una noche, sobre las tres o las cuatro de la mañana, me desperté sobresaltado al escuchar unos extraños ruidos por la calle donde está mi casa. El sonido desapareció y volvió a los pocos minutos. Yo, lo juro, estaba asustado y me escondía debajo de las sábanas para no escucharlo. Pero el rumor, como de cadenas arrastradas regresaba con una periocidad pasmosa. Agudizaba el oído y estaba claro que eran ruidos de cadenas al ser frotadas sobre las piedras de las calles. Pasé una noche horrible. Asustado fui incapaz de levantarme y salir a investigar, que para eso me había enviado allí. La noche transcurrió entre sobresaltos. Tempranos me levanté cuando ya los ruidos habían cesado. Fui al bar a desayunar, como todos los días, y comenté lo sucedido. Los parroquianos se morían de risa. Resulta que se había escapado “la benita”, una cabra de un vecino. Había arrancado el clavo con que su propietario la sujetaba con una cadena al suelo y se había pasado toda la jodida noche deambulando por las calles del pueblo”.



viernes, 4 de diciembre de 2009

En el refugio de los sueños: El somnífero

Se llamaba Sara. Era una mujer atractiva, más debido a su juventud que a una auténtica belleza, aunque tampoco pudiese decirse de ella que no fuera guapa. Los empleados de la empresa acabaron comentando de su aspecto físico que tenía el perfil del tordo, ya saben:” la carita fina y el culo gordo”. No era machismo, ya que las que dieron con el chascarrillo fueron las chicas. Llegó avalada por un impresionante corriculo para su edad, y fue nombrada jefe de personal de la multinacional. Era rompedora, destilaba sexualidad a cada paso, vestía para atraer las miradas masculinas, y éstas se producían a diario (pero que tontos somos los hombres –confieso que a mí también se me iban los ojos-). Eran constantes las visitas de clientes masculinos a su despacho y las risas se escuchaban a menudo. Cuando pasaba por entre las mesas de los trabajadores de la oficina, llevaba tal cadencia en las caderas que los papeles volaban y caían rendidos a sus pies. Llamaba la atención, vaya. Además de estos adornos era inteligente y sobre todo lista.

Innovadora como era en todos los aspectos del trabajo, un buen día no se le ocurrió más que, para lograr que los empleados produjesen más, echar en el tanque del agua de la máquina del café un estimulante; al ver que surgía efecto se fue animando y llegó a hacerlo a diario, logrando incrementar la productividad de los empleados e, indirectamente, viendo como su sueldo iba aumentando en la misma proporción.

El presidente del comité de empresa, sindicalista las veinticuatro horas del día, extrañado de la inusitada actividad de sus compañeros, y de la suya propia, dio en sospechar que algo extraño ocurría. Empeñado en descubrir el motivo de aquella eficacia laboral, ocasionada por la alteración de su organismo, decidió hacerse unos análisis clínicos y descubrió que se había convertido en un drogadicto. Buscó la causa y la encontró al descubrir que su jefa, pillándola con las manos en la masa, vertía una sustancia en el agua del café.

Decidido a tomarse la justicia por su mano, le devolvió la moneda echando en la cafetera que la jefa tenía en su despacho un somnífero. Los resultados fueron inmediatos: la jefe se daba de cabezazos contra las paredes y permanecía largas horas en estado de letargo. Sorprendida, en más de una ocasión, por el director de la empresa, fue despedida.



miércoles, 2 de diciembre de 2009

En el refugio de los sueños: Dos de diciembre

¡Felicidades Nico!

La primera vez que la vi iba vestida de verde, con el paso del tiempo me di cuenta que era el color que más le gustaba: hacía juego con el de sus ojos profundos, transparentes. Podías divisarle el alma a través de ellos. Tenía el pelo liso, rubio y largo, muy largo, casi le llegaba hasta la cintura. Cubría toda su espalda. No era alta pero lo parecía, debido a su delgadez. Su rostro, alargado, poseía la belleza de un Modigliani. Sus manos eran también finas y largas, cuando las movía soy consciente que el aire las acariciaba y bailaba con ellas. Parecía tímida y seductora al mismo tiempo. A mí me sedujo nada más verla.

Aparentaba ser una alumna más, pero desde el primer momento supe que no lo sería para mí. Observaba todos sus movimientos: eran armónicos desde un principio. Se fijaba en los míos poniendo toda su atención. Era perfecta, al menos en mi enamoramiento.

Así fue como la conocí.: desde la distancia.

Al terminar la clase la veía marcharse con sus amigas, siempre sonriente, y con la terrible duda de volverla a ver al día siguiente. Nunca faltó; su compromiso era total.

A los pocos días de darle clases me atreví a acercarme a ella, quería compartir con aquella mujer el resto de mis días, pero en el camino mi frustración se hizo evidente. No podía conquistarla más que con la mirada. No me hubiera permitido hacerlo de otra manera, la palabra me estaba vedada: era su profesor de mimo.


martes, 1 de diciembre de 2009

En el refugio de los sueños: el teclado

"Hoy: desde mi ventana".

Aquel hombre se estaba volviendo loco, no podía entender el teclado del ordenador. Quién demonios había diseñado colocar las letras en el orden en el que aparecían. Los números estaban bien, todos seguiditos; incluso los signos de puntuación podían tener su lógica; además pocas veces se usaban; al menos él pocas veces los usaba. Figuraban allí porque tenían que ponerlos para la gente que sabía escribir sin faltas de ortografía, y que eran conocedores de los signos de puntuación. A él la verdad es que esto le daba lo mismo, hubiera sido capaz de rellenar un libro del grosor del Quijote, sin apenas utilizar esos dichosos puntos. Eso sí, consideraba que el punto redondo, ese que se pone al final de cada frase y que sirve, normalmente, para finalizar un relato, era imprescindible. Pero hubiera bastado con ese punto, y con los números eso sí.

Pero las letras, que son capaces de contar, por sí solas, una historia u otra, un relato u otro, quién demonios dispuso que estuvieran colocadas de esa manera tan arbitraria. Cuando se levantaba por la mañana y se duchaba y acicalaba, se iba sobre el teclado para escribir .Se había levantado de buen humor y sin embargo al releer lo que el pensaba haber escrito se encontraba con una historia muy distinta, llena de amargura, como si alguien hubiera llevado su mano sobre el teclado, y hubiera escrito por él. Y la culpa era de esas malditas teclas que no tenían un orden debidamente establecido. Cuando esto le sucedía recordaba su infancia con los hermanos maristas. Ellos le habían enseñado, en tardes inacabables, el alfabeto: a, b, c, d…, para qué le servía ahora ese aprendizaje. Las letras del teclado no estaban en su sitio. Decidido a solucionar esta situación optó por poner en práctica una atrevida idea. Observó, dando la vuelta al plástico que contenía las teclas, que estas podían desprenderse sin gran dificultad de las sujeciones que las prendían a aquellas especie de pletina. Fue quitándolas una a una y ordenó las teclas alfabéticamente como le habían enseñado aquellos frailes en tardes interminables. El resultado fue maravilloso: en la primera línea de la parte superior iban los números, debidamente dispuestos, en la segunda línea las letras, empezando por la A, como Dios manda, seguía la B, la C… hasta la J. La tercera y cuarta línea fueron compuestas en el mismo orden. Y resultó. Desde aquel día si escribía una historia de amor, salía la historia que el quería contar; si escribía un artículo para un periódico, pues nada lo mandaba al rotativo sin ningún problema. ¡Con lo fácil que era! –exclamó sin que nadie le oyera.