martes, 30 de noviembre de 2010

En el refugio de los sueños: el zapato derecho


Busqué el que hacía par levantando las hojas otoñales y no lo encontré. No es que lo necesitara, ni para componer otra fotografía, era simplemente curiosidad. El hecho de entender cómo había llegado hasta allí no era fácil.

Estábamos en la finca de unos amigos, en un pueblecito gallego y precioso llamado Valongo (creo escribirlo bien). Apareció bajo un enorme carballo; mis amigos dicen que es un árbol centenario. La verdad es que ocupa con su tronco, que no logramos abarcar entre cuatro personas, y con sus robustas ramas, una gran extensión.

Podría tratarse de un hombre cojo que lo hubiera abandonado allí, pero parecía poco probable. Además cómo habría salido de allí andando. No parecía que nadie hubiese saltado la cerca, pues no había indicios para creer en ello. Ninguno de mis amigos lo había tirado allí, también era impensable. Además el zapato no presentaba un estado de deterioro, era simplemente un zapato más, todavía en uso. Sin duda había sido arrojado hasta allí por encima de la valla que rodea la finca. Pero debía de ser una persona poderosa ya que el cercado además de alto dista lejos del lugar que ocupaba el zapato.

La hojarasca lo envolvía como si fuera una cama donde reposara. Había pertenecido a un hombre pues el tamaño de número era de un cuarenta y dos o cuarenta y tres. Difícil saber cuándo había quedado allí abandonado; no parecía haber transcurrido mucho tiempo, pues las hojas caídas del carballo y castaños que también ocupan la zona lo hubieran cubierto por completo.

La primera sensación que producía su contemplación era que el cuerpo de una persona debía de estar sepultado por aquella maraña de hojas ocres, y que tan sólo su pie había quedado a descubierto. Pero no, el cuerpo no estaba, hubiese sido demasiado novelesco. La imaginación no da para tanto. Pero extraño, sí que era. Nadie lo dio demasiada importancia. Pero quién se deshace sólo de un zapato. Hay mil sitios dónde tirar el otro, pero por qué molestarse. De la persona que es desaprensiva y le importa poco el medio ambiente es lógico pensar que hubiera arrojado el par. El otro, si es que existía, casi con seguridad no estaba allí.

Nos habíamos sentado en el zaguán de la casa a tomar un aperitivo. El lugar, entre tranquilo y bello, ofrecía todos los acondicionamientos para pasar una agradable velada: el lugar como digo, la amistad, el empanada de zamburiñas, el vino blanco bien frío…, en fin para que seguir. En medio de la animada charla, inconsciente de mí, se me ocurrió preguntar:

-¿En este pueblo no hay ningún cojo? La carcajada que recogió mi pregunta fue general. Ya estás con tus fantasías -me dijeron mientras seguíamos comiendo y bebiendo-. También yo sonreí pero mi cabeza seguía dando vueltas; no me podía evadir del dichoso zapato.

-Pues sí había un cojo en el pueblo, al menos lo hubo -el cantinero del pueblo disipó mis dudas-. Se llamaba Herminio, “el mancado” le llamábamos. Creo que era su pierna izquierda la que le faltaba a partir de la rodilla. Pero es curioso tampoco tengo la seguridad, tal vez fuera la derecha. Hace ya varios años que Herminio murió –añadió.

-La derecha le faltaba – intervine.

-¿Por qué lo sabes? -preguntó uno de mis amigos, que ya se iban interesando en el asunto.

-Porque el zapato encontrado es el derecho y está prácticamente nuevo; supongo que habrá estado en casa de ese hombre hasta que alguien decidió deshacerse de él y arrojarlo a vuestra finca. Con el derecho le enterrarían al bueno de Herminio.

-Así debió de ser –continuó Manuel el cantinero- Se mancó la pierna mientras pastoreaba con las vacas por el monte. La versión oficial es que un animal resbaló y cayó sobre Herminio. Éste pasó dos días con sus noches en el monte hasta que la familia dio con él; se encontraba en un estado lamentable, como imaginarán. La pierna, ante la posibilidad de gangrena, tuvieron que amputársela.

-¿La versión oficial, dice? –pregunté extrañado.

-Bueno ya sabéis como es la gente en los pueblos. Habladurías. Nunca se supo a ciencia cierta.

-¿Qué comentaba la gente? –preguntó otro de los amigos, ya totalmente entregados a la causa.

-No sé si debiera de contarlo. Creo que pasados ya tantos años no importará. Tan sólo vive una hija de Herminio y está ya mayor. Se dijo que al pastor le quebró la pierna, intencionadamente, la familia de una moza del pueblo a la que el pastor pretendía. Nunca se logró saber la verdad pues el cojo calló. Le lisiaron y le abandonaron a su suerte; supongo que hubo más amenazas. Eso es lo que se contó por aquellos años, recién acabada la guerra. A nadie, en aquellos años, le gustaba meterse en líos y todos lo dejaron correr. Pero la verdad es que Herminio nunca más se volvió a acercar a Mercedes, la moza de la que hablaba. Guapa, por cierto, que era, y con la que tantas veces había bailado en las fiestas del pueblo. Me figuro que de ser cierta esta historia, todo se debió a que no era un hombre con posición y la familia de la chica buscaba para ella un pretendiente de más nivel. Mala gente. Cosas de aquellos tiempos que a unos les vinieron bien y que la mayoría tuvo que sufrirlos.

Aclarado el asunto continuamos hablando de los años de infancia de mis amigos en aquel valle, pero esa ya es otra historia.

PD. La historia del cojo y los personajes son totalmente inventados, pero la belleza de aquel valle es auténtica, y el zapato seguirá debajo del enorme roble, degradándose poco a poco.

martes, 23 de noviembre de 2010

En el refugio de los sueños: La piedra.

El escritor no sabe qué camino seguir. Sus historias pueden hablar de victorias o de fracasos, ser graciosas o simplemente tristes, pueden hablar de soledad, de amor, de dinero, o simplemente de fabulaciones que le vienen a la mente.

El escritor aún no sabe que va a encontrar el amor de la forma más simple. El amor viaja con él; allí a donde vaya encontrará el amor sin apenas darse cuenta. Es como una lotería en la que jugase todos los números.

“Últimos días de abril de mil novecientos setenta y dos, el escritor pasea con su novia por una playa de Málaga, no recuerda si fue en Marbella, en Torremolinos o alguna pequeña cala que por aquellos años de la década de los setenta aún existían.

Se iban a haber casado ese mismo año pero, por esas cosas que a veces tiene el destino o la vida sin más, no pudieron hacerlo hasta el año siguiente: el setenta y tres. Por otro lado eran también años en los que trabajaban muchas personas en las empresas, pues no existía la informatización ni los tecnicismos de ahora, lo cual motivaba que no hubiera manera de hacer cambios en las vacaciones que habían solicitado. Así que como no pudieron casarse se fueron de viaje de novios, nunca mejor dicho, ante la “alegre consternación” de familiares de ambos. ¡Qué tiempos, madre! Era, por otro lado la época de los hippies, y algo debía de pegarse.

A lo que iba, paseaban por la playa y se chocaron con ella: con la piedra…, con la piedra de la foto, que a poco que se observe tenía auténtica forma de corazón, vamos todo un presentimiento. El se agachó, el agua del mar mojó sus rodillas, la cogió del suelo; hubo de apartarla de las que la rodeaban. Pesa le dijo a ella. Su novia la tomó entre sus manos y a poco se le cae. Ya lo creo que pesa. Al menos dos kilos –dijo-. Y, ¿qué hacemos con ella? ¿Te has fijado la forma que tiene? Es un corazón casi perfecto –dijo el chico-. Es cómo si el mar la hubiese ido modelando para nosotros, y ahora nos la entregara. Si es así deberíamos guardarla. ¡Pesa dos kilos o más! No importa –sentenció la chica-, nos la llevaremos a casa.

Fueron pasando los años y la piedra siempre estuvo allí. Lo mismo sujetó una puerta para evitar que las corrientes de aire la cerraran, que se utilizó para adorno de macetas con flores. Durmió muchas noches, años enteros a la intemperie, en la terraza de ambos…casi abandonada; pero allí estuvo, y allí continúa todavía; nunca quisieron desprenderse de ella. Lo sé de buena tinta.”

jueves, 18 de noviembre de 2010

En el refugio de los sueños: Los tres marcadores

Las puertas de cristal se abrieron de forma automática al incidir el sensor en la masa corporal de Miguel. El vestíbulo presentaba un aspecto de extrema pulcritud. El suelo de mármol blanco hacía de espejo en donde rebotaba hacia arriba la luz blanca y potente que caía del alto techo. El reflejo ascendente se perdía tras las lámparas y los cables de las que pendían. Miguel buscó con la mirada a alguna persona que le informase. Al no hallarla intentó localizar, en aquel gran espacio, la típica máquina expedidora de números que las nuevas tecnologías habían acabado por instalar en todos los lugares en donde hubiera que ir a efectuar una reclamación o simplemente a informarse de cualquiera de las contrariedades que nos traía la vida cotidiana. La máquina no existía ante la extrañeza de nuestro hombre. Caminó a través de la luz y una nueva puerta de cristal se abrió a su paso para darle acceso a un nuevo vestíbulo, mayor que el anterior, donde se alineaban en hileras sillas de plástico rojo colocadas y fijadas al suelo de seis en seis. Formaban una especie de “U” mayúscula. Miguel no se entretuvo en mirar si en aquel espacio existía alguna máquina como la que buscó en la entrada del edificio. Se sentó, no sin sentir cierto desamparo, al lado de otras personas que allí se hallaban haciendo turno.

Por más que observabó a su alrededor no veía a ningún funcionario que pudiera informarle. Suspiró profundamente, lo que motivó que la persona que acababa de sentarse junto a él le mirase.

-¿Lleva mucho tiempo esperando, señor? –preguntó el recién llegado- Lo pregunto porque he sentido que suspiraba como quejándose.

-No, no es por eso –contestó Miguel-, en realidad acabo de llegar pero no veo quién pueda informarme.

El vecino que le miraba con fijeza, desde un principio, tenía la barba canosa y la tez morena; los ojos pequeños, negros y saltarines parecían bailar de inquietud en la sonriente cara. Su escaso pelo hacía mucho que había mudado de color. Se le veía alto y fuerte. Los brazos delataban esa fuerza así como sus enormes manos callosas. Miguel se había fijado en ellas desde un principio. Llevaba una cachaba por bastón y vestía de forma deportiva.

-Normalmente la gente espera mucho tiempo aquí, así que sí me permite yo puedo informarle en lo que guste. Mi nombre es Pedro, se lo digo por tutearnos ya que imagino que a nosotros también nos tocará aguardar.

-Miguel, me llamo Miguel, mucho gusto Pedro, gracias por su amabilidad. Es que me gustaría saber a dónde tengo que ir para…

-Es muy sencillo –le interrumpió Pedro-, no tienes más que mirar a los marcadores; están allá arriba, ¿los ves?

Miguel alzó la vista y efectivamente vio tres enormes pantallas en fondo negro por la que iban deslizándose de abajo a arriba una lista de nombres, en letras de color blanco y mayúsculas. Se fijó más y comprobó que eran nombre y apellidos.

-¿Qué significa, Pedro?

-¿Cuál, los marcadores dices? Son nombres de gente. Te explico, ¿cómo te llamas?

-¡Miguel!, ya te lo dije antes.

-No, hombre, tu nombre y apellidos.

-Miguel Acebedo Martínez –contestó un confuso Miguel.

-Verás Miguel Acebedo. Arriba hay tres marcadores. ¿Los ves, verdad? Por ellos van ascendiendo una serie de nombres, tan sólo tienes que fijarte a que salga el tuyo.

-Pero, no entiendo. ¿Cómo saben mi nombre?

-Tu nombre lo saben porque eras uno de los que tenías que venir, y en esos listados figuran todas aquellas personas que las tocaba llegar hoy.

-Sigo sin entender una palabra –respondió un escéptico Miguel.

-Ya lo comprenderás, no te preocupas. Dime, Miguel, ¿de dónde eres? Lo pregunto para que el tiempo se nos haga más corto, ya sabes…

-De un pueblo de Zamora, no lo habrás oído nombrar: Manganeses de la Polvorosa.

-Sí que es raro el nombre, sí. Yo soy de mucho más lejos, no nací en España, aunque sí soy español, de hecho me considero ciudadano del mundo entero. He viajado mucho. Soy pescador; ya sabes los barcos esos que faenan en caladeros.

-Ya, yo soy simplemente agricultor.

- Duro trabajo también el tuyo. ¿Casado?, Miguel –quiere saber Pedro.

-Casado y con cinco hijos.

-La familia, los hijos, una bendición de Dios.

-No creas, Pedro. No todo son bendiciones como dices. Mucho trabajo para sacarlos adelante. Y a veces ni te lo pagan. En cuanto a Dios, mejor no tocarlo.

-Comprendo. Bueno, ¿pero tu vida no se circunscribirá sólo a la familia, imagino?

-Hombre, como todos, alguna canilla al aire ya ha habido.

-Como todos, fanfarroneas.

-¡Qué no hombre, qué no! Que alguna cosilla sí ha habido en mi vida, y no sólo de faldas. Lo que ocurre es que a medida que te vas haciendo mayor, repasas tu existencia y te das cuenta que no merecieron la pena y te arrepientes de ello.

-Dicen que arrepentirse y pedir perdón es de sabio –indica Pedro.

-Algunas de las personas a las que hice daño ya no viven, no podría pedirlas perdón aunque quisiese.

-Basta, en estos casos con el arrepentimiento. Tú te arrepientes con sinceridad, Miguel.

-¡Joder, Pedro!, pareces mi confesor. Pues claro que me arrepiento, hombre de Dios.

-Te veo sincero. A propósito, ¿te has fijado si ha salido tu nombre en alguno de los marcadores?

-La verdad es que con la cháchara me he despistado. Pero explícame como va esto, Pedro, que antes no me lo aclaraste.

-Pues mira, Miguel. Como ves hay tres marcadores y debajo de ellos tres puertas. Las personas que tenían que venir hoy figuran en las listas de esos marcadores. Observarás que por encima de cada uno de ellos hay un color: el verde, el azul y el rojo. ¿Los ves? Estate atento creo que tu nombre saldrá bajo el color azul. Bueno, ya está bien de cháchara como dices, tengo que ir a hablar con otro visitante. Hasta luego Miguel, ha sido un placer conocerte.

-Pero Pedro, que significan esos colores, qué demonios de lugar es este.

-Es muy fácil Miguel, verás el color verde es para las personas que tienen acceso directo al cielo; el azul, el tuyo, es para los que deberán purgar sus penas durante algún tiempo en el purgatorio; y el rojo supongo que ya lo adivinas. No pierdas de vista tu marcador, si se te pasa la vez tendrás que esperar a que salgan todos los nombres otra vez y comenzarás más tarde a purgar. Un abrazo y hasta siempre.

sábado, 13 de noviembre de 2010

En el refugio de los sueños: El magnetófono.

El “Sanyo Graphic Equalizer” hacía girar la cinta magnetofónica. Los últimos compases de la ópera Dido y Eneas iban reflejando el engaño de los dioses al cantar la historia del amor sensual de los protagonistas mientras tejían la trampa, cuidadosamente preparada, hacia la mentira, hacia la victoria del mal. La danza de Cupido al final del tercer acto llegaba a su terminación. El caset emitió un “clak” y dejó de producir ruido alguno.

Los hijos de Carlos habían dejado por imposible a su padre, ante la negativa de éste de utilizar cedes digitales y equipos de música actuales. Desde siempre Carlos compró sus vinilos y, la primera vez que les escuchaba, los grababa directamente en una cinta de caset. Decía que de esta forma conservaba los discos en buen estado.

Carlos, sentado en el sofá de cuero marrón, había mantenido los ojos cerrados, concentrado, durante la emisión de la ópera que escuchaba con cierta frecuencia. Bajo los párpados, ahora entornados, se deslizaron, sobre sus mejillas, dos finas lágrimas. Rosa había muerto. Su esposa había fallecido quince días antes, después de casi treinta años de convivencia.

Le sobresaltó el sonido del teléfono. Abrió los ojos y tomó el auricular con la mano izquierda, mientras que con la derecha levantaba el pequeño magnetófono rojo y negro que sostenía sobre sus piernas y lo posó sobre la blanca piedra de mármol de la mesita del salón. Era Paula, su cuñada. Le invitaba a salir aquella tarde de primavera. A tomar algo y dar un paseo –le dijo-. Gracias, Paula –respondió Carlos- no estoy de humor, quizás dentro de algunos días. Gracias por tu interés –añadió y colgó el aparato-. El silencio se hizo en el pequeño y solitario salón. Carlos cerró de nuevo los ojos y se quedó colgado de sus pensamientos.

No recordaría, después, el tiempo que transcurrió desde que dejó de escuchar la voz de Paula, a través del teléfono, y el levantarse hasta el cajón donde guardaba, minuciosamente ordenadas, las cintas de caset. Tomó la primera de la hilera, detrás del hueco que habían dejado los amantes ingleses. La miró con curiosidad y extrañeza; no parecía una de sus cintas pues nada tenía escrito en las bandas de papel que se pegaban en su exterior. Le movió la curiosidad y se acercó de nuevo a aquel sillón, ajado por el buen uso, en el que solía sentarse para leer, escuchar música o simplemente ver la televisión mientras Rosa tejía aquellas bufandas interminables o le acompañaba en tantas horas de lectura, durante las cuales nada se decían, pero en las que con relativa frecuencia cruzaban sus miradas, al levantar la vista al unísono y el uno hacia el otro; mera casualidad, quizás, pero sin duda la coincidencia se producida demasiado a menudo como si algo en el interior de ambos delatase su amor de tantos años.

Carlos introdujo la cinta, se colocó los cascos y apretó la tecla del triángulo tumbado, como él llamaba al símbolo del “play” ante la incredulidad de sus dos hijos. El magnetófono emitió un sonido de arranque, luego un ruido metálico parecido a un chisporroteo eléctrico seguido de un gran silencio. Carlos dirigió su dedo índice hacia el botón del cuadrito, el stop, pero antes de que lo pulsara el sonido del caset cambió de tonalidad, se hizo un vacío y Carlos pudo escuchar: “Carlos, cariño, soy yo, Rosa”… Carlos apretó, sobresaltado, el stop.

El corazón de Carlos comenzó a galopar, las manos le temblaban y la respiración agitaba su pecho. Un sudor frío acudió a sus sienes y se quedó mirando la pared, hacia donde el haz de luz de la pequeña lámpara de la mesilla no alcanzaba en su luminosidad. Miró con fijeza y recelo el caset y acercó de nuevo su dedo índice, aún sin calmar, hacia la tecla de puesta en marcha…”no te asustes, mi amor, nada me dañaría más… perdona ya sé que nada puede ya hacerme daño; es una forma de hablar. Nada me dañaría más que hacerte sufrir. Tomé la decisión de grabar esta cinta hace meses, cuando sólo yo intuía que mi enfermedad no la iba a poder superar. Saqué fuerzas de donde no las tenía para decidirme a dar este paso. Te preguntarás el porqué de mi acción. Para mí era sencillo: no quería decirte en aquellos momentos, para que no te inquietaras, lo que en esta cinta sí me atrevo a comentarte. Antes que nada te diré que tras grabarla la coloqué en el lugar idóneo, si no estoy segura de que aún no la estarías escuchando. La ópera de Dino y Eneas era tu favorita, también acabó siendo la mía. Sabía que cuando yo faltara tú la seguirías oyendo, por eso la puse a continuación. Acerté. Seguro que la encontrarías con facilidad y te movería la curiosidad de escuchar lo que contenía; siempre fuiste un poco maniático con tus cosas, perdóname pero creo que es la verdad. No podía, en aquellos días, decirte lo que te he amado. Mis ojos sí te lo decían, y tu mirada me correspondía. Te lo había dicho en infinidad de ocasiones, pero aquellos eran otros momentos de nuestras vidas: el largo noviazgo, el enamoramiento. No recuerdo cual fue primero, quizás tú si lo sepas. La boda, clásica como casi todo en aquel tiempo, los primeros años que fueron sólo para los dos; no veíamos más allá de nosotros mismos. Luego vinieron los hijos, sus estudios, sus problemas, su independencia, y otra vez tú y yo solos. Bueno solos no, nuestro amor siempre estuvo presente. No creerás que pienso que todo fue bello y hermoso hasta el final. También tuvimos nuestros bajones: seguro que más por culpa mía: siempre fui más temperamental. Tú en cambio apenas dejabas que brotaran tus sentimientos. Te costaba mucho más que a mí decir las cosas. Pero siempre me dijiste que me amabas. No sabes como te agradezco, ahora que soy consciente de lo que he vivido, tu ternura, tu continua compañía, tu sensatez, el estar siempre ahí cuando te necesitaba, el no reprocharme nunca nada, tu amor en fin. Ya me he ido, siento haberte dejado en esa soledad de la que es difícil salir. Carlos, cariño, no estés triste. Tu vida continúa, no tienes derecha a desaprovechar lo que te resta. Sólo somos lo que nos queda, no lo olvides nunca. Sé que me harás caso y reharás tu vida, además lo tienes muy fácil. Soy mujer, todavía soy una mujer. Sé que nunca me engañaste: la mentira nunca fue contigo. Nos queríamos demasiado para no ser honrados con nosotros mismos. Pero también sé que estuviste enamorado de Paula, mi hermana: al menos ella sí lo estaba de ti. No te sorprendas, ya te dije que soy mujer, y a las mujeres no se nos pasan esas cosas. Soy consciente del sufrimiento a que os llevó vuestro amor. Os agradezco en el alma que no me hicierais daño. Fue una muestra de gran valentía por vuestra parte. Estoy segura de que no lo buscabais pero el amor ronda como Cupido en nuestra ópera favorita. Cuando una persona ha querido tanto como yo te he amado a ti, no puede sino desear lo mejor para la persona amada. Y yo te he amado tanto, tanto… Carlos, te deseo toda la felicidad del mundo, te exijo que seas feliz. Habla con Paula, si es que ella aún no te ha llamado, y seguid vuestro camino. Me haréis muy dichosa. Qué más puedo desear que tu felicidad y la de ella. No pienses, ni por asomo, que estoy haciendo un enorme esfuerzo para decirte todo esto o un acto de modestia, no. Creo, desde la claridad que me da mi situación, que es lo que os debéis el uno al otro. Adiós, Carlos, sigue siendo feliz, es tu vida. La mía fue muy hermosa a tu lado”. Stop

Carlos rebobinó la cinta varias veces y escuchó el monólogo de Rosa. Ya de noche se decidió a llamar a Paula.

-Paula –dijo al escuchar la voz de su cuñada al otro lado del teléfono-soy Carlos, lo he pensado mejor, si quieres podemos quedar mañana por la tarde para dar ese paseo. Hasta mañana, entonces.

martes, 2 de noviembre de 2010

En el refugio de los sueños: Quien llega tarde al baile...

Apareció buscando unas carpetas. Estaba tras de ellas. La cogí como quien recupera algo perdido u olvidado. La verdad es que no era tan antigua aquella máquina fotográfica: podría tener unos diez años a lo sumo, quizás menos; pero como este mundo de las instantáneas ha cambiado y evolucionado tan deprisa, ya parecía una antigualla, pero no lo era en absoluto. Recordé haberla usado hacía relativamente poco, pero no logré saber el cuándo y el para qué. Es más esa antigua cámara analógica, ya olvidada, compartió algún tiempo con la flamante digital que ahora no se separaba de mi hombro. La miré sonriendo y acaricié la carcasa de aluminio bruñido que seguía siendo fría y suave al tacto. La iba de nuevo a abandonar, quizás definitivamente, cuando en un movimiento instintivo accioné el “open” y la pequeña pantalla se iluminó; ante mi sorpresa comprobé que estaba cargada y marcaba el número de fotos realizadas: treinta y cinco. Quizás quedase una pues los carretes solían ser de doce, veinticuatro o treinta y seis. Me acerqué a la ventana y disparé. Efectivamente al hacer la última foto el carrete comenzó a rebobinarse. Sonreí pues no recordaba qué demonios de escenas podía haber en su interior; por más que busqué en mi memoria no encontré la respuesta. La solución era sencilla: revelarlas. La solución sí era sencilla, pero el hecho en sí de hacerlo resultó bastante más complicado.

Al día siguiente me acerqué a la tienda de fotografía donde solía llevar a hacer algunas ampliaciones. Sonrieron; ya no trabajaban el revelado de negativos y no supieron indicarme en que lugar podrían atenderme. ¡Quizás en Madrid! – me dijeron-. ¡Toma ya, en Madrid! –respondí a la interjección con otra-. Más por curiosidad que por algún otro motivo recorrí varios de aquellos comercios, sin salir de mi ciudad claro. A la cuarta o quinta visita, y ya cuando pensaba llevarlas a la capital del reino en alguna visita, en un laboratorio se comprometieron a revelarme los negativos y a hacerme las copias.

Cuando fui a recogerlas, a los cuatro o cinco días, y al irlas pasando una a una, no reconocí a ninguna de aquellas personas; gente joven, de la edad de mis hijos. Se trataba de una boda sin duda. Era fácil averiguarlo: salía una pareja vestidos de novios y con gente “guapa” a su alrededor. Aquellas fotos no eran ninguna maravilla, pues he de confesar, sin ánimo de ser pedante, que yo hacía mejores fotos con aquella “Sony”. No lo entendía hasta que en una de ellas apareció el novio de mi hija. ¡Táte! –me dije- ¡La niña que cogió aquella cámara ya olvidada y se la llevó de bodas! Y, claro, también olvidó revelarlas. Todo aclarado.

Cuando la mostré la carpeta plastificada con las fotos en su interior, soltó una carcajada nada más verla, para a continuación exclamar: ¡Anda, pero si es la boda de Juanillo y Marta!

-Hace mucho –pregunté más que nada por saber-

-En junio pasado, pero ya se han separado –contestó y de nuevo soltó una carcajada- No creo que sea muy oportuno enseñárselas.

Y es que ya lo dice el refrán: “El que llega tarde al baile, baila con la coja!