lunes, 24 de octubre de 2011

En el refugio de los sueños: El Retablo de las Maravillas

Enrique jugaba a ser mayor antes de tiempo. A partir de los trece años comenzó a fumar con sus amigos de escuela. Los cigarrillos desaparecían de la pitillera de oro que su padre guardaba en el bolsillo interior de su chaqueta; Enrique tan sólo debía esperar para efectuar el pillaje a que su padre se echase la diaria cabezada después de cada comida.

Don Enrique, que así se llamaba también el padre, era por aquella época de finales del siglo veinte, el alcalde de Quintanilla del Ronzal, localidad colindante con las finas arenas de Levante. Hombre más necesario que querido por sus convecinos, -algunos de los cuales le debían más de un favor y ayuda-. Las inclinaciones y halagos ante su presencia constituían una rutina en aquel pueblo seco y polvoriento pero cercano a la costa y por lo tanto abierto a los desmanes urbanísticos tan proclives por aquellos años. Don Enrique siempre estaba rodeado de acólitos, como “cariñosamente” los llamaba en la intimidad de su casa.

Enrique, el vástago, pasó, un buen día, de los cigarrillos al alcohol. Descubrió en la alacena del hogar familiar, una botella de buen coñac que su padre tenía guardada para una buena ocasión: el casamiento de Elvira, la única hija de su matrimonio con Ángela, o, como bien decía con jactancia: “Cuando mi hijo Enrique, el mayor de los chicos, apruebe con sobresalientes sus aún incipientes estudios”. Como quiera que lo del enlace de Elvira se demorase y que las destacadas notas de Enrique tardaran en llegar, la botella de aquel coñac, de apellido Peinado, dormía su sueño eterno en las profundidades de la despensa. Enrique osó un buen día hacerse con ella y para que no se echase en falta su pérdida, vertió aquel aromático licor en el primer envase que encontró vació y rellenó la botella ultrajada con vinagre, eso sí de buen vino. Salió de casa escondiendo el resultado de su hurto, y con la alegría fijada en el rostro una vez traspasada la cancela del hogar familiar. Le aguardaba, a él y sus amigos, una tarde de gloria.

Debían de haber pasado tres o cuatro años desde aquel apropiamiento indebido, que Enrique ya no guardaba en su memoria ni nadie de la casa había dado muestras de apercibir el desmán, cuando una buena tarde entró el muchacho en el comedor de su casa, una vez acabadas las clases del instituto. Se sorprendió al encontrar a su padre, junto a media docena de sus “acólitos”, de pie alrededor de la gran mesa que dominaba aquella habitación. La sonrisa con que saludó a su padre al cruzarse sus miradas se borró y mudo en preocupación al ver que la botella de coñac ultrajada y reconocida presidía la mesa junto a las finas copas llevadas por doña Ángela. ¡La catástrofe estaba servida!

-Enrique, hijo, ya que has llegado quiero que brindes tu también con mis a…amigos del pueblo. ¡Hijo, vamos a construir cientos de viviendas junto al mar! ¡Va a ser un negocio redondo! –exclamó mientras abría la botella de coñac y servía a cada uno de los presentes y adalides del proyecto, como don Enrique les llamaba ahora- Beban, amigos, beban este espléndido coñac que lleva en mis bodegas no menos de diez años; siento no poder acompañarles pero don Benito, mi médico aquí presente, me lo tiene prohibido. Todos tomaron la copa y se echaron al coleto el preciado líquido. Enrique, el vástago, hizo ademán pero se quedó con la copa tocando sus labios mientras observaba las reacciones de los allí presentes.

-¡Ah! –exclamó con satisfacción y disimulo, Arsenio, al sentir el bebedizo bajando por su gaznate- ¡Qué buen coñac, don Enrique! ¿Y dice usted que es francés?

- No, es catalán.

-Ya me parecía –añadió Arsenio.

-Sí que es bueno, sí -el que hablaba ahora era Felipe el ganadero de Quintanilla, temeroso de que se viniera abajo el negocio si tan siquiera una muestra de desagrado se notaba en su rostro.

- Y de muy buena y alta graduación –espetó el médico, para añadir -: ¡qué gran bouquet! Peinado, buena marca, sí señor –añadió alzando la botella hasta sus ojos por ver de descubrir como aquello podía saber tan horrible.

Enrique, el vástago, había alejado la copa de sus labios y no salía de su asombro.

-Me alegro de que les guste, ya les dije que la tenía guardada para una gran ocasión. Creo que ésta que les brindo y que puede hacernos ganar mucho dinero a todos merece la pena. Beban, beban otra copita hasta que se termine la botella

-Magnífico coñac, señor alcalde, dijo Emeterio, agricultor y a la sazón concejal de urbanismo del consistorio. Mañana –habló ahora dirigiéndose a los asistentes- podemos empezar con el papeleo, pero ahora brindemos con este exquisito licor por don Enrique y su familia –añadió levantando su copa y llevándosela de nuevo a los labios, los asistentes hicieron lo mismo, sentían que aquella pócima les iba a hacer millonarios a todos ellos.

miércoles, 19 de octubre de 2011

El significado de las frases hechas (8)

Hacía tiempo, desde principios de verano, que no me acercaba a esta carpeta. Vamos con otras tres:

- Gilipollas

Quien no conoce el término madrileño castizo : ¡Oye, pollo!, dirigiéndose a un jovencito.

Pues bien, en tiempos del Duque de Osuna(1814-1882), hubo un alcalde en Madrid que se apellidaba Gil Imón; personaje de relieve puesto que tiene calle a su nombre en la capital del reino. El citado duque organizaba bailes para la alta sociedad de su tiempo, al que acudían las jovencitas de buena cuna. En aquellos años a estas jóvenes en edad de merecer se las conocía como “pollas” (para nada con el significado obsceno que hoy se le da al vocablo).

Don Gil Imón, padre tenía de dos hijas sin gracia y poco inteligentes. Este alcalde iba acompañado de sus dos pollas a los bailes sociales por ver si conseguían marido. Nadie se les acercaba. Con el transcurrir de unos pocos bailes el humor madrileño castizo unió el apellido del padre con la voz pollas , y de Gil + pollas, salió el conocido Gilipollas para expresar la idea de mentecato integral.

(P.D. me lo hizo saber mi buen amigo Ignacio)

- La casa de Tócame-Roque.

Hasta hace poco existían en Madrid casas de vecindad con servicios comunes y en las que habitaba varias familias(es posible que aún exista alguna). Los continuos alborotos que en ellas se daban fueron tema para muchos de los sainetes en aquellos años. La llamada Tócame-Roque, estaba situada en la calle de Barquillo. Don Ramón de la Cruz la inmortalizó en el sainete:”La Petra y la Juana, o el buen casero”. Las riñas y trifulcas de aquella casa eran la comidilla de Madrid, y cuando el propietario del inmueble notificó a los vecinos que iba a derribar el edificio pues no podía soportar las continuas algarabías, aquellos le amenazaron de muerte. La citada expresión pasó entonces a perpetuarse como lugar de gran confusión, desorden y alboroto.

- Más feo que Picio.

Picio fue un zapatero granadino que vivió a mediados del siglo XIX. Confeso de graves delitos se le condenó a muerte, pero a poco de ir al patíbulo se le conmutó la pena. Tal noticia hizo que por la impresión se le cayera en pocos días el pelo, las cejas y las pestañas, además de poblársele el rostro de enormes bultos. Horrorizado por su aspecto buscó refugio en la villa de Lanjarón, donde es fama que no acudía a la iglesia por no quitarse el pañuelo con el que ocultaba su fealdad. De este suceso brotó el dicho, al que los andaluces, tan dados a la exageración, suelen añadir:”…Al que le dieron la Unción con una caña para no asustar al cura”.

Y así lo cuento, pues así lo escuché.

lunes, 17 de octubre de 2011

En el refugio de los sueños: Consolación

¡Qué hacía en aquel lugar! Rodeada de campos de cereal en extensión interminable, sin un solo árbol donde refugiarse cuando el sol caía desde lo más alto, sin lluvia que bendijera su existencia y que la hiciese recordar el lugar donde nació.

La vida le había llevado a aquella situación que ni humanitariamente soportaba ya, después de un año de convivencia con aquella anciana aquejada de Alzheimer. No es que no sirviera para cuidarla, es que la situación se estaba haciendo insostenible. Tan sólo cada quince días abandonaba su trabajo para viajar a la ciudad y reencontrarse con su familia y abrazar a su nieta pequeña. Las horas de aquel día de asueto se le escapaban haciendo carantoñas a Carolina y jugando con las risas de la niña.

Consolación había nacido en el departamento de Tachira en Colombia, hacía cincuenta y dos años, y llevaba tres años y medio alejada de su país y de parte de su familia: tan sólo su hijo y la esposa de éste vivían con ella. Vivir con ella era un decir pues estaba alejada de ellos desde que había aceptado, por exigencias de la vida, cuidar a aquella anciana en aquel pueblo seco, viejo, triste y apartado; tan alejado en sus costumbres a su auténtica realidad.

Pero necesitaban tanto el dinero que no tenía alternativas. Soportar el día a día, más bien cada minuto con aquella anciana, a la que había tomado cierto cariño al principio, pues hasta le hacían gracias sus continuos dislates y repeticiones. Pero cuando se dio cuenta de que Mercedes le preguntaba cada minuto por las mismas cosas: ¿Qué día es hoy, Consolación? Lunes, Mercedes. Entonces ¿hoy es lunes? Ayer domingo claro. ¿Y qué día me has dicho que es hoy? Lunes…Mercedes… Y así hasta la hora de la comida, la cena o el sueño, que afortunadamente llegaba un par de veces al día, le proporcionaba algunas horas de sosiego en aquella vivienda. La noche transcurría unas veces tranquila y otras llenas de inquietud y temor por cualquier insulso motivo. Y así pasaban los meses. En días bonancibles, en el corto paseo que aún podía dar la anciana, las horas transcurrían más plácidamente pues siempre encontraban a alguna vecina, amigas de infancia de Mercedes, que conversaba con ellas, aunque Consuelo notaba que cada vez eran menos frecuentes aquellas pequeñas charlas. Lo peor llegaba con el mal tiempo. El estar todo el día encerradas en casa hacía insoportable la convivencia. Consuelo, ¿ya has hecho las camas? Sí, Mercedes, esta mañana. Hace malo en la calle no podemos salir a dar un paseo. ¿Has hecho ya las camas? ¡Qué, sí, Mercedes, qué, sí! – le gritaba, ya sin miramientos- Lo digo porque ya sabes que yo soy tu dueña y tienes que hacer las camas todos los días. Si no las hacer se lo diré a mis hijos y te pondrán de patitas en la calle; por cierto, ¿hoy es lunes? Los hijos, tus hijos –pensaba Consuelo meneando la cabeza- me tienen a mí día tras día, hora tras hora, porque ellos no pueden soportar esta situación ni media hora cuando vienen a verte; y supongo que te quieren –le decía ahora abiertamente mirándole a la cara, mientras Mercedes andaba perdida contemplando la pantalla del televisor-. A veces pienso que no quieren a la persona en la que te has convertido, que seguirán añorando y esperando, ingenuamente, a que regrese aquella madre que una vez tuvieron y que les trató con tanto esmero y cariño. Pobrecitos, me pongo en su lugar, quizás su vida sea peor que la mía; al menos yo tengo alguien que me espera cada quince días.

lunes, 10 de octubre de 2011

En el refugio de los sueños: Diez de octubre

A veces, sólo a veces porque el dinero no abundaba en casa, mi madre me enviaba a comprar “lenguas de gato”; no sé si aún seguirán llamándose de esa singular manera a aquellos bizcochos que iban como pegados en tiras de papel. Recuerdo su blanda textura, su sabor dulce. Hasta el papel lo relamía cuando le despegaba los bizcochos. El obrador se hallaba situado en el sótano de una casa de la calle de Madrid, próxima a la esquina con la calle Del Progreso, en aquellos años llamada General Mola ( los chicos del barrio siempre decíamos que molaba más Capitán General. El chiste ha corrido hasta estos días). Pues bien, me encantaba bajar aquellas escaleras y sentir el ambiente azucarado y cálido que desprendían las marmitas y cacerolas. A veces veía escurrir el almíbar por los bordes de alguno de los pucheros y sentía la imperiosa necesidad de lamerlos; menos mal que el juicio ya había entrado en mi cabeza, pues era quien me prohibía tal atrevimiento, pero por ganas, juro, no hubiera quedado. Recuerdo enormes mesas cubiertas del fino manto de la harina, espolvoreada para que la masa no se quedara adherida a la madera. Y recuerdo los pliegos de papel, quizá de estraza, sobre los que el pastelero vertía con un cazo la masa de los bizcochos. Las papilas gustativas no son ajenas a aquellos recuerdos y aún hoy se me hace la boca agua. Subía a casa con el encargo de mi madre, el cual, seguro, no llegaba completo a su destino. Mi madre lo sabía, claro, y sin embargo me enviaba a mi y no a mis otros hermanos. Amor de madre, sin duda; ella siempre dijo que su hijo Rafa a veces se comía la galleta del canario. Debe ser verdad ya que mi golosinear aún no tiene límites. Las propinas de los domingos se me iban en comprar bollos en La Madrileña, a ochenta céntimos la unidad (hablo en pesetas de las del año 50), pastelería colindante con el portal de nuestra vivienda y que confeccionaba estos bollos con auténtica sabiduría. Deleitarse con un pastel, que nosotros llamábamos de pajarito, era algo fuera de lo normal. Era un hojaldre suave con un leve sabor a miel, crema entre sus dos tapas en forma de oblea y con una figura de sabrosa mantequilla en la parte exterior en forma de pájaro, de ahí nuestra singular denominación, que incluso debió sorprender al pastelero, Ibáñez, si no recuerdo mal su nombre. Lo que si recuerdo es que en alguna ocasión la persona que regentaba La Madrileña llamó a mi madre para decirle que su hijo se iba a poner malo de la cantidad de bollos que llevaba en una sola jornada. No recuerdo me sucediese tal cosa. Lo que sí recuerdo con cariño es que, en mis primeros años de vida, cada diez de octubre mi madre no me llamaba para ir al colegio y cuando me despertaba me llevaba a la cama un pastel; era mi cumpleaños. ¡Qué recuerdos más dulces!

lunes, 3 de octubre de 2011

En el refugio de los sueños: El botijo

Habíamos ido de Burgos hacia Madrid el pasado catorce de agosto. El motivo no era otro que el presenciar el partido de fútbol entre el Madrid y el Barça. La capital nos recibió con un caluroso día de verano. A la hora del encuentro, las diez de la noche, en el Barnabéu no habría menos de treinta y cinco grados. Disfrutamos; el partido fue bueno y aunque el Madrid mereciese ganar, el resultado final reflejó un empate.

A la salida del estadio el calor seguía siendo angustioso; los bares de las calles colindantes estaba abarrotados; no había forma de acercarse hasta ninguna barra a pedir unas cervezas - aprovecho aquí para comentar, y creo haberlo ya escrito con anterioridad, que quien no haya tomado una caña en Madrid ha perdido una buena parte de su existencia -. Desistimos y fuimos a buscar un taxi que nos acercara a casa. Mientras lo conseguíamos topamos con un tenderete donde vendían las típicas copias de camisetas de los equipos, bufandas, bubucelas y todo tipo de tormentos para entrar al campo. También vendían botellines de agua: no pudimos resistirnos.

Aquel negocio estaba regentado por un chaval de rostro agitanado: ojos negros, pelo negro –brillante y ensortijado- y nariz ganchuda. No tendría más de veinte años.

-Nos das dos botellines de agua, por favor.

-Ahora mismo caballero. Tenga, son seis euros.

-¿Seis euros?,- pregunté perplejo- ¿Por dos botellines de treinta y tres centímetros? (creo que esto del volumen no lo entendió).

-Sí –me contestó el chaval- A tres euros, caballero.

(Educado sí era el chaval)

-Entre tanto me había caído simpático. ¿Sabes el dinero que me estás pidiendo? –le dije sonriendo-. ¡Nos estás vendiendo el agua siete veces más cara que la gasolina! ¿No te parece un porcentaje desproporcionado?

- Yo no entiendo de porcentajes, señorito –dijo frunciendo el ceño- (el chaval había cogido confianza y me había rebajado la categoría). Pero el agua está elá (juro que lo dijo sin hache).

-Vale, vale, no te enfades. Mira te contaré una pequeña historia: “Tendría yo unos quince o dieciséis años cuando venía al fútbol con cierta frecuencia; de esto hace casi cincuenta años. Aquí en el mismo sitio en el que has plantado tu tenderete, había un señor que traía un burro con cuatro botijos –grandes, de color grisáceo y transpirando frescura- en las albardas, dos a cada lado del jumento. ¿A lo mejor era tu bisabuelo?

- Mi abuelo sí tiene un borriquillo –comentó el chico contento con la historia.

-Por una peseta –continué-, es decir por menos de diez céntimos de ahora, nos dejaba beber de sus botijos el trago más largo que fuéramos capaces de ingerir.”

El chaval no supo que decir. Seguro que se nos quedó mirando mientras bajábamos por la Castellana buscando un taxis y bebiéndonos los botellines que por cierto estaban helados.