miércoles, 27 de enero de 2010

En el refugio de los sueños: La orla

Hacía muchos años que no entraba en el desván de aquella casa de mis padres. Se amontonaban por todos los rincones: muebles desvencijados, enseres inservibles, juguetes rotos que me hicieron recordar mi niñez y la de mis hermanos, y un sinfín de artilugios de escaso valor; el polvo se había adueñado de todo aquel espacio. Rayos de luz se filtraban por cada una de las rendijas que tenía el viejo tejado, dando a aquel lugar un aspecto teatral. Estuve un buen rato revolviendo todo aquello que había pertenecido a nuestra familia y que ahora dormía, desde hacía ya años, el sueño del olvido. Buscaba con afán la orla de mi graduación en medicina, en ella se debía encontrar aquel rostro que el recuerdo de los últimos días había habitado en mi memoria. Evocaba su cara y me parecía verla con claridad: el pelo castaño, los ojos negros, el mentón prominente…, por mucho que hubiera cambiado sabía que lo reconocería en cuanto lo viese. No se me había olvidado su nombre, Raúl, pero sí sus dos apellidos. Fuera como fuese tenía que intentarlo.

Sí, allí estaba la orla, enmarcada y con el cristal roto en una esquina. Apenas se nos veían las caras a través de la opacidad del polvo. Mi madre había insistido en comprarla –alguna vez te puede servir, me dijo-, ahora comprendo que tenía razón, como casi siempre. La fotografía yo no la quería, me parecía inservible. Todos trajeados, con la corbata anudada, y ellas con el pelo cardado y sonrisa de falsete, y todos con veinte años menos. Compañeros de promoción. Busqué algo con lo que limpiar aquel cristal. No lo encontré y bajé hasta la planta baja de la casa con el gran marco en la mano.

A media que iba sacudiendo el polvo del cristal las caras comenzaron a hacerse visibles. En primera fila aparecían los profesores, algunos de ellos suponía que habrían fallecido ya, pero ahí estaban: serios, con el rostro enjuto la mayoría, dando solemnidad a aquel apergaminado papel que empezaba ya a cuartearse. Los alumnos dispuestos en orden alfabético, quizás el único sistema jerárquico que no hiere a nuestro orgullo. Al pasar el trapo por el rostro que buscaba me detuve. Allí estaba Raúl, Raúl Claramunt Pellicer. El primer apellido me sonó a valenciano. Yo no recordaba de qué localidad era Raúl. Lo necesitaba; debía dar con él. No guardo en la memoria si seguí limpiando el cristal de la orla hasta el final. Lo que sí que es cierto es que volvió a quedar olvidada en aquella casa quizás para siempre.

En la búsqueda llamé a la Universidad en la que habíamos estudiado juntos por ver si tenían algún rastro de aquella época. Afortunadamente no habían roto los archivos y la ficha de Raúl acabó por aparecer. Era natural de Onteniente. Me dieron los datos domiciliarios. Más tarde caí en la cuenta, tonto de mí, que el Colegio de Médicos podía tener más información y con detalles más actuales. En el Colegio me indicaron que ejercía en Alicante. Le llamé –se acordaba de mí-, habíamos coincidido bastante en el último curso. Le expliqué los motivos que me habían llevado a localizarlo y que era urgente que nos viéramos.

Raúl se había especializado, al igual que yo, en cirugía cardiovascular. Ya en las prácticas de la universidad tomó fama en la extracción de tumores. Lo recordé y sin saber el porqué me dio un pálpito: se me había presentado un caso, en el hospital donde ejercía, en el que el tumor de uno de mis pacientes estaba localizado en una parte del cerebro muy complicada de operar. Necesitaba de sus consejos y quizás de su ayuda en la operación.


Hice el viaje ese mismo día y me presenté en su domicilio media hora antes de lo acordado. Un soplo de aire fresco me abrió la puerta: Raquel -esposa de Raúl- según me dijo; la verdad es que no recuerdo sus palabras exactas, tal fue mi azoramiento, fueron algo así como que no pidiera disculpas por haberme presentado antes de la hora. Sabía de mi llegada y aunque Raúl no estaba aún en casa me esperaban. Raquel y yo no nos reconocimos, eso vendría más tarde.

Estuve con Raúl el resto de aquella tarde, explicando el problema y presentándole el informe detallado del paciente, así como el protocolo que íbamos a activar para intentar extraer el tumor. Trabajamos horas hasta llegar a un acuerdo de cómo había de seguirse el proceso. Yo no estaba del todo tranquilo y Raúl prometió ayudarme en la operación, si yo por mi parte hacía los trámites administrativos ante las comunidades autónomas correspondientes. Como la situación lo requería quise volver a Madrid aquella misma tarde. Raquel al enterarse se opuso, aduciendo que era demasiado tarde y que me quedara en su casa a pasar la noche. Convinimos en que a la mañana siguiente podía hacer, por internet, las primeras diligencias, y regresar a media mañana a la capital.


Durante la cena noté que Raquel no paraba de mirarme, mientras hablábamos de nuestros años en la universidad. Estábamos ya en los postres cuando se dirigió a mí:

-Javier he estado mirándote, ¿cuántos años han pasado desde entonces?: veinte, veintidós...

-Veintidós –contesté.

-Es que verás, empiezo a recordarte mientras hablamos, pero más por tu voz y por tus gestos, que por tu cara. Quizás sea el pelo que me hace…

-Será la alopecia –sonreí-. Por aquellos años llevaba melena y bien larga. Raúl también la llevaba. Pero a mi me sucede lo mismo contigo, será también por el pelo. Aquellos horrorosos cardados que llevabais. Por dios, eran horribles.

Los tres reímos de buena gana. Raúl terció:

-Es fácil de explicar: Raquel, tu eres un año menor que nosotros, empezaste por tanto un año después los estudios de medicina. No recuerdo que coincidiéramos en ningún curso y además en tercero nosotros optamos por cardiología y tú te inclinaste por medicina general. Entonces era así. Nosotros dos con las prácticas y el laboratorio estuvimos un año más por lo que acabamos la carrera al mismo tiempo. Además os lo voy a demostrar: en la orla estamos los tres.


Nos levantamos y fuimos hasta el despacho de Raúl y estuvimos recordando a alguna de las personas retratadas. Fue curioso no teníamos noticias de prácticamente ninguna de ellas. Yo me detuve en la cara de Raquel Conrado Fernández. Era ella, sí. Con aquella chica yo había soñado muchas veces sin atrever a acercarme. Raúl sin duda había sido más decidido. Vino a mi memoria la orla del desván; efectivamente había dejado de limpiarla al llegar a la cara de Raúl, ya que Raquel estaba a continuación de la imagen del ahora su esposo.

Después de la cena Raquel se retiró a acostar pues tenía que comenzar su trabajo en el hospital a primera hora. Raúl me llevó a su despacho y nos sentamos tranquilamente a tomar una copa de un buen coñac.

-Raúl –dije en un momento de la conversación-. ¿Sabes que yo no he reconocido a Raquel hasta que la he visto en la orla, y que estuve colado por ella?

Me miró con extrañeza como si no entendiera mi pregunta.

-No, no te incomodes. Hace muchos años de eso. Además yo nunca le dije nada. Pero si es cierto que sentía por ella algo especial. La veía por la universidad, siempre rodeada de gente, pero creo que tenías razón cuando comentaste, durante la cena, que no habíamos coincidido nunca en las aulas. Pero y tú, ¿cómo es que llegaste a casarte con ella? Nunca te vi salir con ninguna chica durante aquellos años de estudios.

-Sí, hace muchos años de aquello. ¡Ah! Y no me incomodaste. Yo por entonces no salía con ella. Fue en la fiesta de graduación cuando me acerqué y la pedí bailar, sin más pretensiones. Ya sabes en aquellos años era difícil ir más allá –dijo mientras sonreía- Luego me dio su dirección y nos carteamos durante meses. Al final triunfó el amor o el destino, quién sabe, la vida a veces es muy rara.

-Sí, el destino –dije mientras bajaba la cabeza y miraba la copa sujeta entre mis manos.

-A veces el destino lo creamos nosotros mismos. Quizás si tú te hubieras decidido a abordarla antes que yo, todo sería ahora distinto. El libre albedrío, Javier.

-Yo creo más en el destino, en la predestinación si quieres –dije-. Pero en este caso hay una tercera persona a la que afecta nuestra vida: mi paciente. Independiente o no de nuestra situación, él la enfermedad la llevaría consigo.

-Sí, la enfermedad sí, pero no es tan seguro que tú y yo hubiéramos vuelto a coincidir si las cosas acerca de Raquel hubieran sido distintas.

-A qué te refieres.

-Javier, tú insinuaste que yo me había podido sentir ofendido… ¿cómo dijiste?: ¿incomodado?, por tus sentimientos hacia mi esposa. Yo no podía sentirme ofendido puesto que desconocía tus pensamientos. Pero ponte en otra situación. Imagina que fueras tú el que se hubiera enamorado de Raquel perdidamente, y yo el mal amigo que quise quitarte ese amor. ¿Crees que ahora estaríamos juntos? Tu paciente seguro que tendría un destino distinto, para bien o para mal, pero distinto.

-Quizás tengas razón –dije apurando mi copa.



domingo, 24 de enero de 2010

La cuñada de M.L. :Sospechas (3)

-Alberto, ¿pero tú qué aprendiste del general Videla y sus secuaces? ¿Pero, que conclusiones sacaste de todo aquello? Te has convertido en un auténtico hijo de puta, so boludo. Un hijo de puta sin escrúpulos, como ellos. ¡La concha de tu madre! ¡Por Dios, cómo has podido caer tan bajo!


Leonor, desnuda, secaba su hermoso y largo cabello con la toalla mientras trataba de verse la cara en el espejo, empavonado por el agua caliente de la ducha. Canturreando y con la blanca toalla sujeta sobre su pecho iba por el pasillo peinándose el pelo. Al bajar la cabeza, solía desde niña balancearla con rapidez para expulsar el agua aunque supiera que no debía hacerlo y menos en el pasillo, sus ojos tropezaron con aquel sobre blanco junto al televisor. La extrañó: no recordaba haberlo dejado allí. Será de Nuria –pensó-. Llegó al salón y después de frotar sus piernas con la toalla que había deslizado de su cuerpo tomó el teléfono. Marcó el número de Roberto. Esperó… -debe de estar aún en el hotel, entre unas cosas y otras cada vez nos vemos menos, pensó para sí- Volvió a marcar, ahora el número de El Molino. Contestaron en la recepción. Mientras le pasaban la llamada sus ojos volvieron a posarse sobre el sobre blanco. Leonor alargó el brazo y lo alcanzó. Se abanicó con él pues el calor de la ducha seguía instalado en su cara. Le extrañó que no llevase ningún nombre ni dirección. La solapa no estaba pegada, sino introducida en el sobre. La sacó de su interior…

-Sí, dígame –sonó la voz de Roberto en el otro extremo del aparato.

-Hola mi amor, ¿qué tal has pasado el día? –dijo Leonor mientras introducía la mano derecha en el sobre.

-Con mucho lío, como te podrás imaginar. Tengo que poner en orden demasiadas cosas. Ildefonso tiene numerosos frentes abiertos: el hotel con toda la complejidad que conlleva, la finca… En fin, estoy empezando a darme cuenta del lío en el que me he metido, pero me gusta. Mi anterior trabajo era tan tedioso que casi estoy contento con el trabajo que me espera, ya sabes que todos los comienzos son duros, pero creo que es un buen cambio para mí… Leonor, ¿estás ahí?

Silencio.

-¿Leonor? – preguntó Roberto-. ¡Leonor! –gritó ahora preocupado-. ¡Contesta! ¿Estas ahí?

-Sí,…sí, perdona Roberto. ¿Qué decías? –pregunto Leonor con voz angustiada mirando las fotos que había dejado caer sobre la alfombra.

-¿Te sucede algo? Ildefonso nos ha invitado esta noche a cenar en el hotel, quiere hablar con nosotros. ¿Te encuentras bien?

-Sí,…sí, no te preocupes. ¿A la noche…?

-Claro, esta noche. Llama a Ángela y venid juntas, así me ahorro el irte a buscar.

-Vale, Roberto –dijo Leonor colgando el auricular y arrodillándose en el suelo.

No podía dar crédito a lo que habían visto sus ojos. Las fotografías eran lo suficientemente nítidas para saber quienes eran las dos mujeres retratadas. Arrodillada en la alfombra, aún con el teléfono en su mano izquierda, removía las instantáneas incrédula. Se sentó encima de la toalla, dos lágrimas se deslizaron por sus mejillas y llegaron a caer sobre la fotografía que tenía entre sus manos humedeciéndola. Se vio besando a Ángela. Tenía los ojos cerrados y una sensación de bienestar en su rostro. Su cuñada estaba de medio lado y apenas se veía su cara, ligeramente tapada por el pelo ensortijado. El resto de las fotos, hasta un total de seis, recogían escenas similares. Arrojó la foto junto a las demás y se tapó los ojos con ambas manos. Lloró como hacía casi veinticinco años en su huida de Buenos Aires. Sus recuerdos le llevaron a volver a maldecir a aquellos malparidos, pero el causante ahora de su llanto era aquel que la había acompañado en aquella huída y que se había convertido más tarde en su esposo y en el padre de su hija.


-Leo estás muy callada –dijo Ángela mientras conducía su mercedes hacia el hotel- ¿Te sucede algo? –preguntó-. Vaya cara que tienes, por dios. ¡Leo, me escuchas!

-Sí, perdona, estaba distraída. Creo que tenemos que hablar –dijo Leonor cuando ya el coche atravesaba la puerta del jardín del establecimiento- Mañana, ahora nos esperan Roberto y tu marido.

-Como quieras, pero me dejas intrigada. Si quieres doy media vuelta y me lo cuentas.

-No, mejor mañana, Ángela.

Hacía frío cuando bajaron del coche y subieron las escaleras de entrada al hotel Ildefonso y Roberto estaban ya sentados en una de las mesas reservadas del restaurante apurando una copa de vino. Se levantaron al ver acercarse a las dos mujeres. Leonor disimulaba su tristeza -marcada en su cara- bajo el ala de su sombrero, mientras Ángela se adelantaba a abrazar a su esposo. El comedor era sobrio, pero con gusto. Grandes ventanales rasgaban las paredes inundándolo de luminosidad durante el día. Ahora la iluminación era tenue. Las cuatro grandes lámparas de cristal que tendían de lo alto estaban apagadas y únicamente unos halógenos adosados a las paredes, en forma de columnas, proyectaban su luz sobre el techo que las difuminaba sobre las mesas. Había pocos comensales en aquellos días de principios de diciembre en el hotel. Las dos mujeres tomaron asiento. El primero en hablar fue Ildefonso:

- ¿Para cuando la boda? –preguntó sonriendo y mirando a Roberto y Leonor.

-Estamos en ello –contestó Roberto mirando a su vez a Leonor.

Ángela observaba el enjuto rostro de su amiga. También ella estaba pensativa. El aviso de Leonor le había preocupado, sabía que algo importante sucedía pero, como bien había dicho Leo, no era el momento de comunicárselo. Quizás cuando estuvieran a solas.

-Bueno, ya nos diréis –continuó Ildefonso-. Quería que estuviéramos los cuatro juntos para haceros una proposición; más bien una invitación. Me gustaría celebrar la despedida de año, de este año tan importante para mí –puntualizó-, con vosotros, y me apetece que los cuatro nos vayamos a Berlín: a la Puerta de Brademburgo. ¿Qué os parece? Empieza un nuevo siglo y que mejor lugar que ese para celebrarlo.

Roberto, Ángela y Leonor se miraron, la proposición era tentadora. Roberto y Ángela asintieron con la mirada. Ángela se inclinó hacia su esposo y le beso en la boca. Únicamente Leonor no esbozó ninguna sonrisa, sus pensamientos viajaban por otros lugares más escabrosos. Quizás no sea el momento más oportuno –se atrevió a insinuar-

-El momento es el único posible: fin de año, fin de siglo, Berlín…-Leonor, ¡cómo puedes dudarlo! –exclamó una alegre Ángela.


Eres un hijo de puta, retumbaba la cabeza de Leonor.

jueves, 21 de enero de 2010

En el refugio de los sueños: Plagio

Plagiar no es sino hacer, decir o escribir lo mismo que otra persona, solo que más tarde.

Hablábamos hace unos días sobre cantautores españoles: cuales eran nuestros preferidos. Yo apuntaba a los más conocidos: Serrat, Sabina, Víctor Manuel, Silvio Rodriguez… gente más o menos de mi edad. Mi hija y Nicolás apuntaban, lógicamente, a gente más acorde con su generación, pero también les gustaban Joan Manuel y Sabina.

Durante la conversación surgió la duda de quién era mejor de estos dos últimos. Llegamos a la conclusión de que ambos son únicos cada uno en su forma de hacer poesía. Les decía de la dificultad de escribir como ellos. Mi hija comentaba que Serrat era más complicado, pues aunque ambos creaban una historia en cada una de sus canciones, el catalán además le añadía una buena dosis de romanticismo, mientras que Joaquín era más directo, mas “barriobajero” le denominó. Me dijo que yo sería capaz si me lo proponía de escribir un poema como los de Sabina. Me reí, y aún me río. Pero sí escribí unos versos, que en el fondo son un plagio de la forma de hacerlo del cantante, y como todo plagio digno de ser arrojado a la hoguera. Pero ahí va:

“ Te propongo escribir una canción a la luz de la luna,

que no sólo hable de amor y de buena fortuna,

sin contar familiares, vecinos, amantes y amigas,

y todas aquellas que fueron mi ruina.

Las citas de entonces no son las de ahora,

sorbemos la vida casi hasta la aurora,

ayer no es mañana ni el día siguiente,

borrachos de besos entre tanta gente.

Sabes como soy,

si me pides doy.

Te propongo un bis en el puente Besón,

sin nadie a la vista que hable de amor,

comernos la boca, quemarnos la piel,

hay noches que sueño con tu amiga Raquel.

No pido disculpas, ya todo da igual,

la loe, la logse, el fracaso escolar,

las monjas, los frailes, el jodido pp,

sardá, buenafuente, y el puto corsé.

Y tú de qué vas,

si se entera papá.

No me podrás negar que te gusta bratpit.

a mi me ocurre igual con la angelajolí,

más todo termina y de decir “au revoir”

no me esperes mañana en la esquina del bar “.

Mis disculpas más sinceras por el atrevimiento.



miércoles, 20 de enero de 2010

En el refugio de los sueños: Compañeros de viaje

Me gusta montar en bicicleta; en verano lo hago a diario. En mi ciudad el tiempo es muy frío y durante parte del año me tengo que conformar con practicar encima de un rodillo. Monto mi bicicleta de carreras y ¡hala! a pedalear sin salir del salón.

Suele ser en estos ratos que paso a solas conmigo cuando pienso en alguna historia que más tarde verá la luz en este blog.

Confieso que llevo un par de días que no se me ocurren, nada inquietante por otro lado ya que mi capacidad inventiva es más bien limitada. Hoy, rodando a cuarenta kilómetros por hora, se me ocurrió que a quién podía dedicar la colección de relatos que trataré, algún día, de publicar. Al menos esa es mi intención.

Mary, mi esposa, es sin duda la persona que más me ha ayudado en esta vida en todo. Su comprensión hacia mí supongo que la habrá costado más de un esfuerzo. A ella pues dedicaría en primer lugar esos relatos. A mi hija Susana, claro, cascada de risas que tantas horas de felicidad me ha dado. A Rafa, mi hijo mayor, que fue el pequeño de la casa justamente hasta el día en que nació su hermana (Les Luthiers), por su raciocinio, por su sensatez y por su bondad. A Nicolás, compañero de Susana, por haber compartido conmigo tantas cervezas y tantas horas de fútbol, y también por su enorme corazón. A Sonia compañera de Rafa, la última en llegar y a la que menos conozco todavía, pero que me parece una mujer muy paciente. A mi madre, la abuela Isabel, por su sabiduría y amor, y a mi padre Rafael que me enseñó el secreto de la verdadera elegancia. A mis hermanos Adita y Javi por su fraternidad. A Gonzalo, Raúl, Esther y Cristina, y a Carlota e Inés sus pequeñas hijas, por su complicidad en tantas cosas. A Mario y Marco, los sobrinos pequeños, por su confianza con nosotros.

Lo normal sería haberme quedado ahí, pero creo que uno es como es gracias a las personas con las que convive o ha convivido; a esos, también, compañeros de viaje:

A Milagros, que me presentó a mi esposa hace casi cincuenta años, y a Maxi su compañero por la generosidad de ambos. A los hijos de Mila: Samuel, Davi y Julia ”la muñe”. A Pilar y Edesio, los gallegos, que sin ellos ya no podría vivir. A Aurora y Julio, sus hermanos, con quien hemos compartido tantas horas de alegría y amistad. A Javi y Dorita, abuelos recientes, por su amistad desde hace años. A Miguel por ser capaz de alcanzar aquellos balones que le lanzaba. A los de Villafruela: Raimunda, Satur, Tere, Iñaki, Marga, Rick, Gloria… A Marivi y Kiki por su siempre maravillosa y alegre compañía.

A Fernando por su amistad reciente y quizás la persona que más ha influido en que yo escriba. A Katy por asomarse día a día en mi blog. A Gerardo y Eva por saber que siempre están, y a sus dos hermosas hijas. A Javier y Marisol; al primero por sus tertulias y a su esposa por ser la madre que se preocupa por todos nosotros. A Luis y Olvido por su compañía de los jueves. A Carlos, ya fallecido, por tantos y tantos recuerdos que de él guardo. A Miguel, a Crist, a Carlos, a Conchi, a Encarna, a Ana, a Pedro, a Félix, a Irene por las tardes de los viernes . A Carmen por su ayuda.

También recuerda uno a los primeros compañeros de viaje, pero sería ocioso citarles a todos y además seguro que se me olvidaría alguno: a Paco, a Carmelo, a Jóse, a Luis, a Antonio, a Nebreda, a Felipe, a Suazo, a Cote…

A todos ellos debo ser como soy.



martes, 19 de enero de 2010

Opinión: "Escultoricidas"

La gente escribe en las paredes, normalmente la gente joven. Supongo que será una forma de expresión que no tiene cabida en sus cuadernos escolares. No estoy de acuerdo en que se pintarrajen nuestras calles de forma indiscriminada. Debieran existir lugares para ese tipo de manifestaciones. Algunos podrían argüir que no debe haberlos. Creo que forma parte de nuestro tiempo: la propia moda femenina va por esos derroteros. ¿Qué son si no esos vestidos, camisetas, abrigos…de tanto colorido y tan, a mi modo de ver, vistosos cuando menos? La ciudad inglesa de Bristol es modélica en este sentido; allí nacieron los grafitos y algunos, en lugares destinados para ello, embellecen la ciudad.

Viene a cuento lo anterior, porque ayer me tope con un escrito (que no grafiti) en una pared próxima a mi domicilio, por el que llamaban a nuestro alcalde, y a modo de insulto no permisible: “Escultoricida”. La frase calificando a nuestro edil municipal ya ha sido borrada, más por lo que dictaba que por lo que ensuciaba, ya que con otras no lo hacen con tanta celeridad.

Escultoricida, sí. Y creo que quien la escribió no anduvo lejos de la realidad. Efectivamente nos están llenando la ciudad de ¿esculturas? La calle es la prolongación, entiendo, de mi hogar; ya lo he comentado alguna vez. Y con mi dinero (se habla en los mentideros que cada figura cuesta diez millones de las antiguas pesetas) están llenando mi salón de pasear de figuras que quieren representar a nuestros mayores en algunas ocasiones o a personajes populares: la castañera, el tetín, el danzante, los dulzaineros, etc…

No entraré en los gustos de cada cual, que colores hay, pero si me indignan dos cosas: la primera que a mi juicio sean tan malas de calidad artística ( hieráticas sin movimiento alguno, volúmenes equivocados, desproporción en las medidas…) Las tildan de realistas cuando distan mucho de serlo. El realismo es bello cuando todo encaja, por eso se llama así, y horrendo en el caso que nos ocupa; pero ya digo que cada uno tiene su forma de ver las cosas. Qué poco aprendieron de la maravillosa exposición itinerante de Manolo Valdés, por poner un ejemplo claro; porque ¿mira que hay buenos escultores en este país? La segunda es mucho más indignante: en una época en la que hay tanta falta de trabajo, repartir el dinero público (imagino que buena parte de él puesto por el propio gobierno para incentivar el trabajo en los grupos más necesitados) entre dos o tres ¿escultores”, en lugar de mejorar: aceras, calles, colegios, infraestructuras y un largo etcétera de posibilidades; es decir adornar la ciudad en lugar de dar prioridad a las obras que cito, me parece estrafalario señores del ayuntamiento. Es como si en mi casa habiendo necesidad imperiosa de comer nos gastáramos el dinero en adornar la mesa con flores. Espabilen y no se extrañen que les tilden de “escultoricidas”.



viernes, 15 de enero de 2010

Opinión: Albert Cohen.

Llevo, en mi cartera, desde hace muchos años un pequeño recorte de periódico que por muchos años que vayan pasando siempre ha vivido conmigo. Cambio de cartera y el papel como por arte de magia permuta también de lugar y viaja a su nuevo hogar.


En ese trozo ya desgastado en el que las letras comienzan a ser ilegibles pero que sé de memoria, por lo que no hay que preocuparse por su pérdida definitiva, hay escrita una frase de Albert Cohen que para mí es uno de los pensamientos más bellos y sabios que pueden escribirse:

El hecho de que esta atroz aventura de los hombres, que llegan, se ríen, se mueven y de repente no se mueven más; el hecho de que esta catástrofe que los espera no los haga más tiernos y comprensivos los unos con los otros: eso es lo increíble”


Ha venido hoy a mi memoria por el desastre sufrido en Haití. Pasar de la vida a la muerte, de la risa a la desolación, en cuestión de un minuto ha de ser sin duda terrible. ¡Qué se puede hacer ante un hecho de tal magnitud! Ayudar, claro. Europa se vuelca, Estados Unidos y el resto de los países del mundo envían ayuda inmediata. ¡Qué menos!

Nosotros, los de a pie, pondremos nuestro granito de arena a través de un donativo en forma de dinero, alimentos, ropas… Y, ¿luego?, quizás nos olvidemos como tantas otras veces. Suele ocurrir. También habrá quien rece, hasta los agnósticos lo harán. Pero el tiempo dejará a los unos casi en el permanente olvido y a los otros – a nosotros – viviendo nuestras cómodas vidas. Por eso el pensamiento de Cohen es tan coherente y certero.



martes, 12 de enero de 2010

En el refugio de los sueños: Corazón loco.

La mujer se quedó quieta tras el espasmo que recorrió todo su cuerpo. Sus ojos quedaron abiertos mirando, sin ver ya, el techo del coche. El cuello, hacia atrás, sobre el reposa-cabezas. Los brazos agarrados, en un último refugio, al cuello de él. El hombre separó su cuerpo y vio a la muerte en la cara de Pilar.

“”No te puedo comprender, corazón loco// y ellas tampoco”” susurraba “el Cigala” en el aparato de música del automóvil que conducido por Roberto iba a toda velocidad por la carretera.

El teléfono había sonado por la mañana. El sabía casi con seguridad, eran las once en punto, que se trataba de ella. Sus citas a escondidas comenzaban siempre de la misma manera; una llamada de teléfono, y, si les iba bien aquel día, quedaban en el aparcamiento de un hotel a las afueras de la ciudad. Cada vez sus citas se dilataban más en el tiempo; las ocupaciones de ambos apenas si les permitían verse. Se querían desde hacía varios años, pero nunca habían optado por cambiar sus vidas, al menos él.

-Eres un cobarde –le decía Pilar-, pero te quiero.

-Ya lo sé –respondía Roberto-. Yo también te quiero.

Aquella tarde de principios de otoño el sol empezaba a declinar cuando Roberto llegó con su coche. Como siempre buscó un lugar solitario en el amplio aparcamiento. Aún era pronto. Pilar siempre se entretenía en la oficina. Las hojas de los árboles, aunque apenas hacía viento, se posaban mansamente sobre el asfalto y el cristal delantero del vehículo; una improvisada lluvia amarilla caía desde lo alto e iba vistiendo al suelo. El “Opel” de Pilar aparcó a la derecha del “Audi” de Roberto. La mujer bajó de su coche y entró en el del hombre.

-Hola, amor, tenía tantas ganas de verte –le dijo mientras besaba su boca.

-Yo también, se me hacen cada vez más largos los días entre nuestros encuentros.

-Es que cada vez pasa más tiempo, cariño.

-Ya lo sé, pero a estas alturas… ¿Adónde quieres ir? –preguntó Roberto.

-Me apetece pasear. Hace una tarde tan hermosa.

-Oscurecerá pronto –comentó Roberto mientras arrancaba el automóvil.

-Bueno, mientras haya luz.

Caminaron hacia la puesta de sol. Los rayos alargaban las sombras, ahora azuladas, de los abetos y el ambiente se iba enfriando con rapidez. Pilar había ganado peso en los últimos años y la fatiga le llegaba enseguida, por lo que decidieron regresar hacia el coche que habían dejado bajo los árboles, en uno de los costados de la amplia pradera que se extendía hacia la ladera de una colina cercana por donde se estaba ocultando el sol. Roberto le recriminaba, con frecuencia, esa falta de interés por su cuerpo. Él, por el contrario, se mantenía ágil; cuidaba su dieta y hacía ejercicio a diario. Pilar, a sus cuarenta y dos años, no se inquietaba por parecer una mujer hermosa, había otros motivos más importantes en la vida por los que preocuparse, solía decir.

Entraron en la parte posterior del vehículo y empezaron a besarse. Esta situación les hizo reír: parecemos dos críos, se decían con los ojos. Los labios dieron paso a las manos, que buscaron esos lugares donde el deseo habita. Él comenzó el juego desabrochando la blusa blanca de ella. Pilar se estremeció cuando Roberto empezó a acariciar sus pechos. La mano derecha del hombre rozó la desnuda nuca de la mujer y bajó por su espalda hasta abrir el sujetador, liberando los senos. Mantenían unidos los labios en un beso a la vez tierno y carnal cuando llegó ella, sin avisar. La mujer sufrió una atroz convulsión y su cuerpo se quedó rígido sobre el asiento. Roberto tardó unos instantes en reaccionar; no comprendía. Separó su rostro del de Pilar y vio la muerte reflejada en sus ojos. -Está muerta…muerta, gritó-. En aquella soledad nadie podía oírle. Se quedó inmóvil, con los brazos rodeando todavía el cuerpo inerte de ella. Trató de reanimarla, de devolverle el hálito de vida que acababa de perder. No pudo. No podía. -¿Qué hago? ¿Llamo a la policía?, se preguntó-. Sabía que era un cobarde, pero no un criminal. El no había matado a nadie. Sólo era una desgracia. Ir al hospital más próximo parecía la opción más razonable. Pero, -¿para qué?, volvió a preguntarse-. No podía dejarla allí. Tenía que decidirse. Sus manos temblaban mientras ponía en marcha el motor del coche. Se quedó pensativo. Paró el motor. ¡La oscuridad había sido su compañera tantas veces! Siempre les había ocultado de otras miradas. Acababa de tomar una determinación. Pasar a la mujer al asiento delantero constituyó para Roberto un esfuerzo al que no estaba acostumbrado. Más tarde, cuando todo aquello terminó, cayó en la cuenta de que no hubiera sido necesario. Abotonó la blusa de la mujer; se distrajo buscando en el interior del bolso el móvil de Pilar. Por un momento pensó que debía hacerlo desaparecer, pero recapacitando, si es que los nervios le prestaban un momento de cordura, llegó a la conclusión de que hubiera sido mucha casualidad que lo hubiera perdido el mismo día de su fallecimiento. Puso de nuevo el motor en marcha. La cabeza parecía irle a estallar; un agudo pinchazo atravesaba sus sienes. Aferró el volante intentando mitigar el dolor con el esfuerzo. Llegó al aparcamiento del hotel. Por fortuna el coche de Pilar continuaba solitario en un extremo. Detuvo su coche. Al ir a bajar se dio cuenta que debía situar su vehículo hacia atrás. La cabeza le seguía martilleando y no podía pensar con claridad. El movimiento de los coches podía alertar a las escasas personas que parecía haber en el hotel, tan sólo tres o cuatro plazas de aparcamiento estaban ocupadas. Trasladó el cuerpo sin vida de la mujer hasta el asiento del Opel y se deslizó hacia el volante. La noche seguía siendo amiga. Unas nubes negras tapaban la luz de la luna.

“”Yo no me puedo explicar// como las puedes amar tan tranquilamente”” seguía sonando el CD. Roberto volaba materialmente sobre el asfalto. El tiempo obraba en su contra; a esas horas ya debería estar en su casa. Pilar, su amante; la persona a la que el más había amado en su vida, parecía querer decírselo a su lado. Tenía que encontrar un lugar al borde de la carretera, en donde pudiera aparcar el coche y realizar lo que se proponía. Comenzó a llover. Se equivocó y pulso el intermitente en lugar del limpiaparabrisas. “”Yo no puedo comprender// como se pueden querer// dos mujeres a la vez// y no estar loco””. Ajeno a la música, Roberto buscaba un lugar. La velocidad del coche le impedía encontrarlo; lo comprendió y redujo la marcha. Por fin lo halló. Ahí mismo, debajo del puente de la autovía hay sitio suficiente para detenerme –pensó- Paró el automóvil y apagó las luces. Ahora debía pensar con claridad. Se dio un respiro. Lo primero trasladar a Pilar hasta el asiento del volante –comentó para sí-. Sabía de la dificultad, pero también sabía que debía hacerlo a la máxima celeridad posible, y, a poder ser, sin sacar el cuerpo del coche; así había menos posibilidades de que le vieran. Seguía teniendo suerte, la circulación era escasa. Aprovechó un momento en que no aparecían luces de tráfico reflejadas en los espejos para abrir la puerta, bordear el coche y abrir la de la mujer. El Cigala seguía cantando:””Una es el amor sagrado// compañera de mi vida// esposa y madre a la vez// y la otra…”” Trató de alzar a Pilar por encima de la palanca de cambios. Su espalda parecía ir a romperse. -Le dije que se pusiera a dieta, masculló- Imposible, era demasiado peso para moverlo desde esa posición. Pensó: primero una pierna, luego la otra, y después el cuerpo. Así, y no sin dificultad lo consiguió. Jadeaba. “”…es lo prohibido// complemento de mi alma// y al que no renunciaré””. ¡Maldita sea! –gritó-, ¡el zapato, falta un zapato! Buscó debajo del asiento, en todo el interior del coche, nada, un zapato había desaparecido. Miró en el exterior, sobre la grava, sabiendo de antemano que allí era imposible que estuviera. Vio que un coche se acercaba por la carretera. Intuitivamente se agachó tras de la carrocería. Pasó de largo. Debe haberse quedado en mi coche.-¡Joder, joder!- Nadie pudo oírlo. Debo seguir con mi plan. Colocó a Pilar lo mejor que pudo, comprobó que su ropa no había sufrido ningún desgarro con los traslados, dejó el motor en marcha, apagó el aparato de música, justo en el momento en que se escuchaba: “”corazón loco..”” puso los intermitentes traseros, cerró la puerta y se marchó en busca de su coche. Ahora podría demostrarse a sí mismo si el ejercicio diario le había servido para algo. Correr en aquella noche oscura, que ahora no le ayudaba en absoluto, resultaba complicado: apenas se veía, y la lluvia, aunque no abundante, le azotaba la cara. Conocía aquella carretera y sabía que el aparcamiento del hotel estaba a unos cuatro kilómetros del lugar donde había dejado a Pilar. Debía ir por los campos de labor, hubiera resultado extraño que alguien, desde un vehículo, hubiese visto correr por el arcén de la carretera a un hombre cerca del lugar donde encontrarían, no tardando mucho, el cadáver de una mujer. Siguió corriendo, tropezando con frecuencia. Temía romperse un tobillo, pero no había otra solución, era muy tarde, casi las once –pensó-. De pronto detuvo su carrera, cerró los puños, miró al cielo, la lluvia le lavó la cara, y gritó: -¡Mierda, joder, la madre que me parió… el sujetador!- Se sorprendió al ver que todavía podía razonar. Tenía que volver. Cuando llegó sudaba y estaba empapado de agua. Nadie había reparado, aún, en el coche con los intermitentes traseros encendidos, o nadie se había tomado la molestia de parar, en aquella noche lluviosa, por ver si el conductor, necesitaba ayuda. La encontró con la cabeza apoyada en el cristal de la puerta. Con manos trémulas desabrochó la blusa de la mujer, no era la primera vez que lo hacía esa noche pero que diferentes eran las circunstancias. Logró llegar con sus manos a la espalda de la mujer y cerrar los corchetes del sujetador. Las prisas le hacían equivocarse con los ojales de la blusa y sus correspondientes botones. Además había empapado de agua la prenda. Sabía que todo indicio de sospecha podía abrir una investigación. Pensó en huellas digitales, en pistas. Todo lo descartó; le parecía demasiado peliculero. La misma humedad de la blusa podía desaparecer. La muerte de Pilar había sido natural. Si natural era morir en un coche y en brazos de un amante. Pero, recordó, ¡faltaba el dichoso zapato! Tenía que buscarlo y calzar a Pilar, antes de que su cuerpo fuese descubierto. Algunos coches pasaban sin detenerse, lo que le dio confianza en lograrlo. Echó de nuevo a correr, ahora con más bríos. Cuatro o cinco kilómetros le quedaban para llegar a su coche. Corrió y corrió. Su cuerpo sudaba como nunca lo había sentido. La ropa y el calzado no eran lo más adecuado para esa situación.. Había dejado de llover, pero eso apenas si le satisfacía, quizás las gotas le hubiesen refrescado en esos momentos. La carrera le alivió el dolor de cabeza. El esfuerzo, aunque no dejaba de pensar en Pilar, le beneficiaba. Cerca de media hora tardó en llegar al desierto aparcamiento. Se acercó a su coche sin dejar de mirar hacia el hotel por miedo a que le viesen. El establecimiento sólo tenía iluminación en la fachada y en lo que debía de ser la recepción. No observó ningún movimiento por los alrededores. Jadeando, por el esfuerzo, abrió la puerta del vehículo. La luz automática del interior se encendió y Roberto buscó el zapato de Pilar sin obtener resultado. Miró en la zona delantera y trasera, debajo de los asientos. Todo fue en vano, el zapato no estaba allí. Al borde del pánico, supuso que podía haberse caído en el lugar donde había muerto Pilar, al cambiarla del asiento trasero al delantero. Sí, allí debía de estar sin duda. Sabía que le resultaría difícil dar con el lugar exacto en que habían estado, pero no imposible; era cuestión de tiempo, y ya, a esas horas, era lo que menos le importaba. Puso en marcha el motor y sin encender las luces, hasta que entró en la carretera, salió del aparcamiento del hotel.

La noche desdibuja los contornos de las cosas, las muda de lugar; lo que antes estaba aquí ha desaparecido y en su lugar han crecido arbustos que horas antes no existían. Roberto no sabía qué más hacer, vagó sin rumbo por la pradera con las luces de largo alcance; le pareció ver el dichoso zapato a cada instante, pero eran sombras de pequeños matojos proyectadas en la tierra. Al cabo de una media hora desistió. Estaba convencido de que el zapato estaba allí, pero también que le iba a resultar imposible localizarlo a esas horas. No era capaz de encontrar el lugar exacto en donde había estado acariciando a Pilar y el coche tampoco podía circular por toda aquella extensión. Se detuvo, puso las manos sobre su rostro y estuvo a punto de sollozar. Su mirada vidriosa quedó suspendida en la noche oscura, a la que, en aquel momento, no agradeció la amistad de otras veces.

Ya todo le daba igual, cruzó por delante del hotel sin mirarlo. Cinco kilómetros después vio, a lo lejos, brillando en la oscuridad, los intermitentes traseros de un coche. Redujo la marcha, nadie había descubierto, aún, la tragedia. Advirtió una sombra pegada al cristal de la ventanilla y le pareció que Pilar le miraba y se despedía de él. Se había librado de su cobardía. Guardó el coche en el garaje de la comunidad y subió a su casa. En el espejo del ascensor reparó en su ajado y húmedo traje. Trató, en vano, de adecentarse. Ni tan siquiera se le había ocurrido una excusa que dar a su esposa. Tan sólo pensaba en Pilar y en el dichoso zapato. Cuando abrió la puerta y entró en el salón Julia le sonrió.

-Julia, déjame que te explique…

-Espera cariño, que está terminando la película y está interesantísima. Luego me lo cuentas.

Una patrulla de la policía llegaba, en aquellos momentos, a socorrer al conductor de un Opel azul marino con los intermitentes traseros parpadeando.

En el aparcamiento del hotel un solitario y empapado zapato permanecía inmóvil a la espera de que alguien fuera a recogerlo, sin duda había quedado oculto debajo del coche de Roberto. Y había comenzado, de nuevo, a llover.



lunes, 11 de enero de 2010

Opinión: Los herederos

Ayer domingo se registraron, a media tarde, hasta seis grados bajo cero en la ciudad de Burgos. Buen tiempo para quedarse en casa leyendo los periódicos del día.

Manuel Vicent es uno de mis articulistas preferidos. A mi entender expone sus opiniones de una forma muy poética, independientemente del tema que aborde. Me atrae su forma de escribir y suelo suscribir cuanto comenta.

Ayer, sin embargo, no estuve en total acuerdo con él. En su artículo escribía sobre “Los herederos”. A su juicio hacía hincapié en que las personas heredan el patrimonio de sus padres (salvo la parte que se queda Hacienda, claro), y que eso no era malo; pero que se daba la circunstancia, en determinadas personas, que recibían por herencia aquellos títulos que habían sido otorgados o “ganados” por sus antepasados. Que esta herencia era su único mérito en la sociedad actual, y que por el contrario los descendientes de escritores –citaba a Cervantes- científicos, etc… no tenían derecho alguno a su legado, siendo lo que estos últimos donaron al mundo de la cultura, infinitamente superior a las bellaquerías y dominios por la fuerza, pongamos por caso del Duque de Alba.

Hasta aquí en total acuerdo, pero claro hay más. El hijo del abogado, del médico, del arquitecto, pueden llegar a heredar el bufete, la consulta y el estudio de sus progenitores (me refiero a los clientes), pero claro tienen que haber obtenido el correspondiente título, que no creo que lo vayan regalando por ahí. Es decir: se lo han ganado. Otra cosa es el mundo de los artistas: son pléyade los hijos, sobrinos, nietos…¡Cómo nadie les exige nada, pues así están las cosas!

Por eso pienso, a diferencia de Manuel Vicent, que nadie es merecedor de aquello que hicieron sus antepasados. Los familiares de Cervantes, de Lorca, de Pío Baroja, del Duque de Alba... ¿por qué han de recibir herencia alguna, si ellos no han escrito, ni investigado, ni matado a nadie en Flandes…?¡Los dineros, bueno al final se lo llevará Hacienda!, pero los títulos, el vivir de mi tío Pío o de mi tatatarabuelo Cervantes, yo creo que no es de recibo.



sábado, 9 de enero de 2010

La cuñada de M.L. :Sospechas (2)

Con un 70-300 creo que debería de sobrar. Además si encuentro una película de unos 800 ISO será más que suficiente, claro que es difícil de localizar esa sensibilidad, igual tengo que conformarme con 400. No parece que el salón sea demasiado oscuro, el ventanal es amplio y si encienden alguna lámpara, mejor. Sí, creo que bastará con 400. Lástima que el tamaño de la cámara sea tan grande. ¡En fin, es lo que hay!

Alberto se dio cuenta de que estaba hablando solo y en voz alta. “Me estoy volviendo paranoico” –pensó-. Había tomado una decisión; algo le decía que entre Leonor y esa mujer, Ángela, había algo más que amistad familiar. Las dos mujeres habían tratado de ocultar sus equívocos mutuamente sin que él hubiera sugerido nada. Leonor se había confundido al citar a Ángela en lugar de a su hija a raíz de su encuentro con Nuria en el patio del colegio, y la profesora, la dichosa Ángela, había mudado su rostro y se había sonrojado cuando él insinuó que con su cuñada parecía haber un exceso de intimidad. A dónde le llevaba esa sensación no lo sabía con exactitud, pero intuía que de ser cierto lo que imaginaba, la actitud de Ángela y Leonor podía serle provechosa: Nuria acaso volviera a admitirle. Con Leonor quizás fuera demasiado tarde; se lo había dejado demasiado claro en el video-club aquella misma noche.

A solas en el salón de su casa, vivía en el mismo piso en donde tenía su consulta desde que Laura le abandonó, luchaba contra los celos que no le dejaban vivir desde hacía unos días. En principio sólo deseaba ser perdonado por Leonor y de esta manera recuperar también a Nuria, pero fue aparecer la cuñada de Mari Leo, como ella le llamaba, y verse acuciado por los celos y ser invadido por un mar de preguntas.

Lo que vio a través del obturador de su Nikon le hizo latir el corazón. Ángela y Leonor se estaban besando. Clik, sonó la cámara. Las manos de Ángela se deslizaban por debajo de la blusa de Leonor. Clik, volvió a sonar. Ahora era Leonor la que desabotonaba la camisa de su cuñada. Un nuevo clik resonó en los oídos de Alberto.

-Mari Leo –comenzó a susurrar Ángela en el oído de su cuñada-, lo de tu ex no me gusta nada. Me parece un hombre peligroso o enloquecido –continuó mientras sus labios buscaban los de su amante.

-Sí –contestó Leonor mientras se dejaba llevar-. Quizás fuera prudente que no nos viéramos a solas por algún tiempo –prosiguió sin abandonar los besos.

-Quizás…

Nuria recogió del suelo un sobre blanco. Estaba cerrado. No llevaba ninguna dirección. Se hallaba sola en casa. Dudó en abrirlo. Decidió dejarlo sobre la mesita del pequeño salón, junto al televisor. Continuó arreglándose para salir a darse el lote con Luis, mientras canturreaba sin dejar de mirarse al espejo. Al ir hacia el pasillo volvió a ver el sobre; tuvo intención de cogerlo pero miró su reloj, se le hacía tarde. Apagó la luz del recibidor y salió a la calle. El frío invernal le azotó la cara. Se protegió con las manos enguantadas. Casi tropieza con su madre al doblar la esquina. Leonor llevaba un sombrero de ala ancha, que sujetaba con su mano derecha para que no se lo llevase el fuerte viento, y el cuello del abrigo subido hasta prácticamente la mitad de su rostro. Se miraron y se besaron en la mejilla sin cruzarse una palabra. Nuria siempre con prisas –se dijo Leonor-; ese Luis la tiene trastornada; la edad supongo; ya se le pasará –sentenció. Subió los dos tramos de escaleras que la llevaban a su vivienda. Se quitó el sombrero y el abrigo de cuadros de tonos grises; los arrojó sobre la cama de su dormitorio. Se desnudó frente al espejo del cuarto de baño. Observó su cuerpo bien formado: el perfil de su cara, su terso cuello, sus senos. Fue bajando la mirada por su vientre. Hacía bien poco otra persona había acariciado cuanto ahora contemplaba. No pudo por menos que ruborizarse. Echó la cabeza hacia atrás y miró con fijeza el semblante del rostro que reflejaba el espejo. Pensó que no se arrepentía de nada. Abrió el grifo de la ducha y sus pensamientos se disiparon entre el vaho del agua caliente.