sábado, 29 de marzo de 2014

En el refugio de los sueños: LA MUJER DEL SOMBRERO (7)

Cristina, de nuevo aquella tarde, bajó caminando por La Castellana madrileña. Iba pensando en la anécdota que le había contado doña Soledad. Le alegraba la historia, le parecía tan… humana. Tengo que comentársela a Luis –se dijo mientras sonreía -. Si le gusta quizás pudiéramos comenzarla nosotros en Madrid – especulaba, desconociendo que ésta singular forma de caridad ya salió de Italia hacía  años y se fue instalando en numerosos países.  En España  se lleva a cabo con el nombre de “Café pendiente”-. Cruzó por el paso de cebra cercano a la plaza de Colón. El asfalto, reblandecido por el calor, parecía ir a pegarse a sus sandalias rojas atadas con un lazo, del mismo color, a sus tobillos. Las ligeras plataformas de sus zapatos daban esbeltez a sus piernas embutidas en un corto y juvenil pantalón (sorht lo llaman ahora los que dominan el idioma inglés, claro). Sin percatarse, en un movimiento intuitivo, desvió la mirada a su izquierda, justo hacia la terraza donde trabajaba Rubén. ¿Tal vez pudiera contarle lo del café pagado? –pensó-. El chico no estaba a la vista. Cristina perdió la sonrisa – también de forma intuitiva.
        Había quedado con Luis en el mismo lugar que en días anteriores. Empezaban a parecer monótonos aquellos encuentros cotidianos. El muchacho siempre estaba allí: esperando. Luis era discreto, educado, buen estudiante, vestía con pulcritud, era atento con ella, podía contar con él. La besaba. Le gustaban sus besos, pero pensaba que se estaban volviendo rutinarios. Faltaba pasión. Quizás no esté enamorada –pensaba sin dejar de mirar a Luis que la esperaba con una sonrisa en los labios.
       -Dónde vamos – dijo él-.
       -Donde quieras – respondió ella.

       -Mi niña, ¿de qué te hablaba ayer que no consigo acordarme?
       -Me contó una historia sobre un bar dónde la gente que podía dejaba un café pagado –contestó Cristina a la pregunta de la anciana.
       -¡Ya, ya, pero antes, antes!
       - No sé –dudó la chica unos momentos-
       -¡Ah, sí, ahora me acuerdo! – exclamó la anciana-, te comenté nuestra llegada a Italia y de las reuniones sociales que teníamos en la embajada española y en las de otros países. También había fiestas en pequeñas villas en las afueras de Roma. ¡Qué delicia, qué tiempos aquellos! Bueno la verdad es que a veces pienso que por aquellos años se fue perdiendo el glamour. ¿Tú, mi niña, sabes lo que es el glamour, verdad? La verdadera elegancia fue dando paso a otras tendencias que nos han llevado a que hoy en día  algunas mujeres vistan como las fulanas de antes. ¡No lo digo por ti, Dios me libre!
Aún eres muy joven y vistes como las chicas de tu edad. Pero algunas dejan mucho que desear. Aquella elegancia de finales de los años cincuenta se fue apagando poco a poco. Llegaron modas con menos galanura, pero quizás más divertidas. He de confesar que yo también pequé en aquellos años y caí en el atrevimiento que suponían las nuevas tendencias. Era joven, claro. Se impuso lo que llamaron el prèt-à-porter. Gucci, Yves Saint Laurent, Valentino Garavani, Prada, Armani. ¿Te suenan, verdad?, como que han llegado hasta nuestros días. Creo que todo empenzó con  Cocó Channel… me refiero a la revolución de la moda. A mí me atrajo, ya te digo que era muy joven. Y cuando llegaron los minivestidos y ¡la minifalda! de Mary Quant, caí embrujada ante aquellas nuevas modas. No lo pude evitar.   
      No para de hablar; ¿adónde nos llevará esto?  – se preguntaba Cristina.
      Pero antes de que esto ocurriera te contaré una anécdota de aquellos primeros años de nuestra estancia en Italia –continuó doña Soledad a quien la perplejidad de Cristina le tenía sin cuidado.
      Habíamos viajado a La Toscana. Ya sabes esa maravillosa zona italiana llena de palacetes y jardines lujuriosos. Viajamos en un descapotable rojo, lujurioso también, con el embajador de Alemania y Caterine, su esposa. Yo había amigado con ella nada más llegar a Italia, éramos como almas gemelas. Durante el viaje me contó, prensa rosa lo llaman ahora, los rumores que corrieron durante años por toda La Toscana en relación a nuestros anfitriones, los señores Martinelli, Albert y Christine.
      Más o menos la historia o anécdota que me contó es la siguiente:
      - Elizabeth nació cuando ya nadie esperaba que el matrimonio de Albert y Christine,  ¡qué casualidad se llamaba como tú! –exclamó la anciana elevando la voz-,  pudiera tener hijos. La criatura vio la luz del sol -como se suele decir, aunque la recién llegada  lo ignorase- en los primeros días del mes de julio. Ni que decir tiene que la  niña colmó de alegría la vida de la pareja, especialmente la de Albert, aunque entre sus íntimos comentase, en más de una ocasión, que hubiera preferido un varón que el día de mañana continuase con la saga familiar y con sus florecientes negocios. Albert pertenecía a la aristocracia italiana; su familia  estaba emparentada con la antigua nobleza del país latino.
      Estamos a mitad del siglo veinte, más o menos,  hacia 1960. Albert y Christine residen en una hermosa mansión, en el centro de La Toscana, rodeada por bellos jardines y frondosos bosques. Vamos un sitio de película. Como es de suponer en la casa hay de todo: doncellas, cocineras, camareros, cocheros, empleados de las caballerizas y, claro está, un mayordomo, llamado Harry, que como su título indica es el “mayor –el que manda- en la domo (casa)”
     -Te lo hago notar, mi niña, por si el latín no ha sido tu fuerte en la escuela, como suele pasar a la inmensa mayoría de los estudiantes, aunque imagino que tú, chica lista, si que conocerás estos términos. –aclaró Soledad.
       Harry lleva dirigiendo la vida de la mansión desde hace unos quince años, pero antes fue hijo y nieto de mayordomos. Como se ve en aquellos tiempos también se heredaban este tipo de títulos, que como bien se sabe tenían gran importancia entre la clase trabajadora; los mayordomos seguían a sus señores hasta el fin del mundo si hubiese hecho falta. Y además lo tenían a gala. Así pues Harry llevaba unos cuarenta y cinco años compartiendo, desde niño, la vida de los  Martinelli (he buscado un apellido muy italiano y teatral para dar más empaque a esta narración, no porque se me haya ocurrido de repente). Y de buenas a primeras desapareció. El día de su desaparición, casualidades del relato, la niña Elizabeth cumplía cinco años. Estamos en julio (¿recuerdan?), hace calor y la familia le tiene preparada a la pequeña de la casa una fiesta en los jardines de la mansión. Sin mayordomo las cosas se complican para el resto de los sirvientes que no saben muy bien cómo actuar.
        La verdad es que he mentido (juego de palabras que no aclaran en sí demasiado): Harry no ha desaparecido; ¡le han echado! La señora Martinelli lo echó esta misma mañana sin dilación, sin dudarlo, sin demora, sin remisión, sin…¿motivo?
        Todo empezó a primeras horas del día.  A Christine le encantaba peinar la larga y sedosa melena rubia de su hija. Mimaba el cabello de la niña mientras le tatareaba una canción (iba a decir “canturreaba” pero me pareció poco aristocrático, mejor tatarear). Pasaba y volvía a pasar el cepillo, sujetando la empuñadura de plata con su mano derecha, mientras con la izquierda acariciaba el suave rostro de la infante. En un momento dado unos de sus largos y finos dedos (se me había olvidado escribir que Christine era una mujer elegante y de una belleza italiana cercana a la delicadeza sin caer en la ñoñería) resbaló sobre la naricita de su hija y algo muy…pero que muy serio le sobresaltó: topó con un ligerísimo y no perceptible a la vista (aún) abultamiento del tabique nasal, y claro recordó…, la verdad es que jamás se le había olvidado, lo sucedido casi seis años atrás. ¡Harry, el mayordomo, poseía un caballete en su aparato nasal considerable y desde luego inconfundible e irrefutable!  Y pensar que lo que sólo fue un juego amoroso -mientras Albert cazaba en el otoño allí en sus bosques, tan cerca y tan lejos-, un desliz, una pequeña aventura, un momento de tedio, de soledad, de debilidad…  bueno todo hay que decirlo: ¡ Un revolcón de padre y muy señor mío! Se podía convertir en una tragedia familiar. Christine no lo dudó y tomó por el camino más derecho: echar a quien un buen día quizás le dio un momento de intensa felicidad o al menos de placer. La nariz del mayordomo permanecería en su memoria como mudo testigo de aquel pecado reflejado en el rosto de Elizabeth que a medida que iba creciendo desarrollaba los rasgos faciales de su padre; claro que para entonces Harry estaba ya muy lejos y Albert había olvidado su rostro (el del mayordomo). 
       -Así me lo contó mi buena amiga Caterine. ¿Qué habrá sido de ella? Nos carteamos durante años, pero poco a poco la distancia…

lunes, 24 de marzo de 2014

En el refugio de los sueños: La mujer del sombrero (6)

Pienso que no estoy haciendo las cosas bien –comentó Cristina a Luis-. No estoy llevando a cabo una labor propiamente periodística. Creo que…
 -¿Cristina, aún no has empezado a estudiar en la universidad y ya quieres hacer periodismo de investigación? No me parece que debas ir por ese camino. Sigue hablando con esa señora; haz las cosas poco a poco.
         - ¡Luis, la única que habla es ella! ¡No lo entiendes! Me resulta muy agradable escucharla, pero siento que necesito más. Voy a tratar de enterarme cuál es, fue - rectificó-, su vida. Su mundo actual ya lo conozco, lo que me espera puede ser apasionante. Estoy segura que ella sólo me cuenta anécdotas; soy yo la que debe profundizar. Lo malo es que el verano se acaba y en breve tendré que dejar de ir a su casa –añadió con cierta tristeza.

Aquella tarde cuando María Consolación abrió la puerta a Cristina hizo un significativo gesto de petición de silencio llevándose el dedo índice a los labios. La señora duerme  – informó a Cristina en voz baja – y es posible que hoy se eche una buena siesta; los martinis de esta mañana le han debido de sentar mal –dijo mientras se dirigía hacia la cocina, seguida de cerca por Cristina.
      -¿Tanto bebe? – se atrevió a preguntar Cristina.
      -No, la verdad es que cada vez menos, pero la edad ya sabe señorita. Lo que realmente le gusta es hablar, sobre todo de su marido; cuando está con sus amistades no para de hacerlo. Yo creo que sufre mucho pues no soporta su pérdida. Estoy convencida de que quiere aparentar el desconocimiento de su muerte como si fuera un…un…
       -¿ Un mecanismo de autodefensa?
       - Sí, eso, ya le digo no para de hablar.
       -Ya, eso he podido comprobarlo. Oye, María Consolación – Cristina entendió que era un buen momento para indagar -, ¿cómo se llamaba el marido de doña Soledad?
       -¿El Cónsul?  Alfredo Azpilicueta Otamendi. ¿Por qué?
       - No, Consolación, por nada, no te preocupes, es por si la señora me pregunta – contestó Cristina mientras tomaba nota en su cuaderno, del que no se separaba.
       - ¡Qué andáis cuchicheando! –sonó la voz de doña Soledad a sus espaldas asustando a las dos mujeres.
       - ¿La hemos despertado, doña Soledad? Lo siento.
       - No mi niña, sólo descansaba. Me ha debido sentar mal el calor de este mediodía, y eso que nunca abandono el sombrero. Ven, vamos al salón.
       Apenas se apoyaba en el bastón. Cristina pudo observar, caminando detrás de la anciana, que ésta iba erguida, sin dar muestras de decadencia física. El usar la silla de ruedas sólo era una estratagema  para salir de casa con más celeridad y acomodo; por lo demás no se notaban sus ochenta y seis años de vida.
       Doña Soledad se dejó caer en el sillón de mimbre emitiendo un suspiro, sin duda un ardid más para que la contemplaran.  Iba a comenzar a hablar, siguiendo su costumbre, pero esta vez Cristina se le anticipó para preguntarla:
- ¿El señor Azpilicueta, cuándo fue nombrado Cónsul de España en el extranjero?
       - Fue en Italia, creo recordar que en el año 1955 ó 56. Tendría que mirar documentos, pero sí fue por aquellos años. No, en el cincuenta y cinco llegamos pero Alfredo era sólo agregado a la embajada. Su ascenso llegó un par de años más tarde. Hay fotografías que nos sacarían de dudas. ¡Italia, Roma, qué gran ciudad! ¡Qué fiestas!
Casi todos los días, mi niña. La música era eterna, como la ciudad. ¡Y qué belleza! Aún veo pasar ante mis ojos aquel lujo. ¡Cómo nos admiraban a Alfredo y a mí! Éramos el centro de atención. Aquel español moreno de ojos verdes y tan apuesto era el deseo de muchas italianas. ¿Verdad cariño?´-alzó la voz mientras volvía la vista hacia el pasillo- Y yo, con aquellos vestidos de Balenciaga que había llevado hasta Italia; claro que allí la moda era una forma de vida; el vestirse bien para cada ocasión era una costumbre que el círculo de amistades, donde empezamos a movernos, no abandonaba jamás. Y, claro, también contaban mis veintiocho años. ¡Hay, quién los pillara de nuevo! Pero no creas Roma también era una ciudad de contrastes, como toda Italia. La moda cambió mucho por aquellos años, ya te contaré, ya. Te decía que cuando salíamos a pasear no nos importaba movernos por otros ambientes distintos a los que estábamos acostumbrados. Te contaré una historia con la que nos encontramos al poco de llegar a ese país. Verás:  Existe en Italia, en la bella ciudad de Nápoles, un barrio antiguo, quizás el más antiguo de toda la ciudad, cuya empinada calle de cantos rodados desemboca en el mar. El mediterráneo besa los pies de este barrio humilde como pago de tributo que se merece. El humeante Vesubio se alza frente a las ventanas de las casas. Casas que si bien muestran en sus fachadas el paso de los años, poseen la magia que otorga la visión del mar y del volcán. A través de dichas ventanas se cuela la luz azul y el aire dorado por el mediterráneo. Pues bien en el centro de este barrio hay un local que tiene por nombre: “El bar del café pagado”.
       La historia de este bar se ha ido aposentando gracias a que hace muchos, muchos años, a un cliente asiduo, le dio por dejar pagado un café al primer necesitado que entrase a pedir una limosna o algo de comer para combatir sus necesidades. Desde entonces algunas personas dejan al marcharse:”Un café pagado”. La mayoría de los días  algún vecino de este barrio pregunta desde la puerta: “¿Hay café pagado? Si la respuesta de dueño del local es afirmativa entra en el bar y sin hacer ruido toma ese café que un alma hermosa le ha obsequiado; en caso contrario cierra la puerta y volverá sin duda al día siguiente. Juran quienes conocen la historia que nunca solicitó el café quien pudiera pagarlo. 
       Como es lógico, nosotros también dejamos un par de cafés pagados.

martes, 18 de marzo de 2014

En el refugio de los sueños: La mujer del sombrero (5)

Se besaron en la boca. Aquello empezaba a ser una costumbre –pensó Cristina-. Luis tampoco comentó nada, le gustaba besarla. 
      -Hace tanto calor este verano, y eso que ya está oscureciendo. ¿Nos vamos por La Latina a tomar unas cañas? –preguntó Luis.
      - Yo no puedo, soy menor. ¿No estarás incitándome a la bebida, verdad? –contestó Cristina con ironía-. Un buen amigo me ha aconsejado que no beba alcohol todavía.
      - ¿Y se puede saber quién es ese simpático?
      - Un buen amigo ya te lo he dicho. Pero al que a veces no hago caso –rió Cristina mientras se ponía a andar de espaldas frente al chico sin soltar su mano.
      - Qué me cuentas de la gran señora.
      - Pues nada, que es una gran señora.
      Anochecía cuando llegaron al Mercado de la Paja. El barrio de La Latina era un hervidero de gente joven ansiosa de diversión. Quién no haya tomado unas cañas por esta zona de Madrid sin duda ha perdido parte de su existencia; eso al menos era lo que parecía decir aquella batahola de chicos y chicas que reían por el simple hecho de estar juntos, de convivir, de ser amigos en definitiva. En los bajos del mercado, convertido en parte en centro cultura, y en tanto se terminaba la construcción proyectada por el Ayuntamiento, se había instalado un cine de verano al aire libre. El pase de las películas era gratuito y mucha gente se hallaba sentada en sillas de madera dispuestas para ver las proyecciones. Cristina y Luis que habían ya repostado su primera caña de la tarde-noche y llevaban en la mano la segunda ronda, tomaron asiento. Luis posó el brazo derecho sobre el hombro de la chica y Cristina apoyó la cabeza sobre el de él. La película hacía tiempo que había comenzado pero a ellos eso apenas les importaba. Los besos se fueron sucediendo mientras la cerveza parecía ir a caer de los vasos.


Aquel lunes era especial. Hacía calor pero nubes negras se aposentaban en el cielo y parecía ir a descargar la tormenta. Cristina apenas salió del metro corrió hacia el portal de la vivienda de doña Soledad presagiando la lluvia. No había llegado cuando ésta cayó duchando a la chica en apenas unos minutos. No detuvo su carrera hasta llegar al vestíbulo dónde el portero del inmueble la recibió con una gran sonrisa.


    - Estuvimos dos o tres años todavía en España, no recuerdo bien, antes de que a mí Alfonso lo nombraran Cónsul –empezó a contar doña Soledad una vez que vio llegar a Cristina, puntual como cada tarde-.  Su primer destino, nuestro primer destino – corrigió- fue Italia, pero primero he de comentarte una anécdota que sucedió en España por aquellos años de postguerra y que curiosamente hizo tambalear a más de un miembro del gobierno del general Franco, ya Caudillo como supongo sabrás. Fue al poco de concluir la contienda:  
    Luis Alarcia Ginés estuvo en la prisión de Burgos quince años. Desde 1938 hasta la navidad de 1953. Tenía al salir treinta y siete años. La mayor parte de su juventud la pasó entre rejas. Cuando logró la libertad su aspecto físico era el de un hombre mayor. Pero la vida le estaba esperando para darle una nueva oportunidad y poder saborear una pequeña venganza en recompensa por aquello en lo que había creído, luchado y perdido.
        Afiliado al Frente Popular, en Cáceres, fue capturado y hecho prisionero en el frente de Madrid y trasladado a la prisión de Burgos. Evitó un juicio sumarísimo por no haber sido un miembro destacado de aquel partido republicano; aún así se libró milagrosamente de formar parte de alguna de las “sacas” que con la llegada de la noche efectuaban sus carceleros, los cuales “sacaban” fuera de la cárcel a los vencidos de la Guerra Civil, y de los cuales no se volvía a tener conocimiento sobre su paradero.
       El ocho de diciembre de 1953 pudo respirar el aire de la libertad. Solo, sin dinero, lejos de su tierra, sin amigos que le pudieran socorrer, durmió en un banco de la estación de ferrocarril de la ciudad burgalesa. Únicamente quien haya llegado a esta ciudad una noche invernal y se apeara en sus andenes, hoy demolidos, podrá entender el frío que tuvo que soportar nuestro amigo Luis; claro que peor fueron los años de cautiverio, aunque allí sí pudo contar con la amistad de otros presos republicanos como él. A algunos les vio sacar a culetazos de las celdas; otros, como él, sobrevivieron y su amistad perduró durante el resto de sus vidas.
       Buscar trabajo era su principal preocupación. Hasta encontrarlo vivió de la caridad de la gente, como tantos otros que habían sido alejados de sus hogares. Por aquellos años era difícil viajar, sobre todo si no se disponía de dinero. Además a Luis nadie le esperaba en Extremadura: sus padres habían muerto como consecuencia o a causa de aquella incivil confrontación entre hermanos. Probó suerte. El trabajo era escaso. Al final lo fortuna le sonrió.
       El general Franco había inaugurado en julio de aquel mismo año la Fábrica de Moneda y Timbre; ésta apenas había iniciado su funcionamiento. El historial de nuestro hombre, si es que alguna vez lo hubo, no trascendió, y Luis fue admitido. Su primera labor fue de carretillero: traer y llevar de un lugar a otro el papel con el que se confeccionaban los billetes. Cuando años más tarde llegó el metal para la fabricación de las monedas, él ya había abandonado aquella primera labor. Llegó a oficial de primera encargado del troquelado de las monedas. Cuarenta y dos años más tarde se jubiló: tenía cerca de setenta años. Pero antes, al cumplir los cuarenta y tres pudo sonreír, reír a carcajadas sería más preciso decir.  
        Antes de las carcajadas su solitaria cama se llenó de muchas noches de incertidumbre- explicó haciendo un inciso.
-Supongo – dijo la anciana desviando la mirada de la ventana a la que parecía sujeta por un lazo inasible- que tu cama seguirá solitaria, ¿verdad mi niña?
- Claro, doña Soledad. ¡Qué cosas se le ocurren!
       Luis trabajaba- suspiró, para continuar-, junto a una veintena de compañeros, en la cadena de fabricación de monedas. El ruido de las máquinas era ensordecedor. Apenas si podían mantener algún tipo de comunicación entre ellos, por lo que pasaban la jornada sumidos en su trabajo, y en el caso de Luis absorto en sus propios pensamientos. Pensamientos que le trasladaban a los calabozos de la prisión y a la pérdida de dignidad y libertad que tuvo que soportar. Pero cómo vengarse…
        Con los troqueles preparaban para su fabricación monedas de: cinco céntimos, de diez, de veinticinco, de cincuenta (los llamados dos reales o caraba), de una peseta, la famosa “rubia” por su color y que era la unidad de todo el sistema monetario. Fabricaban así mismo, la moneda de cinco pesetas y la de cien que sólo ostentaban las clases pudientes de aquellos años. A diario pasaban por sus manos y por las de sus compañeros, de forma indistinta y arbitraria, la creación de aquellas monedas. Trabajaban al unísono por lo que cualquiera de ellos podía estar trabajando en una única moneda o en varias el mismo día.
       A Luis Alarcia Ginés le dieron aquella mañana calurosa del mes de agosto, pocos días antes de tomar un período de vacaciones, el troquel para fabricar la moneda de cincuenta céntimos.
       El troquel venía dividido en diez partes, que el operario tenía que ordenar según el diseño de la moneda que se le adjuntaba. Luis se sabía de memoria la combinación, pero en aquella ocasión, se fijó en una de las piezas y… sonrió.
       La moneda de cincuenta céntimos era, sin duda, la más popular entre la gente, quizás por el vacío que tenía en su centro. Aquel agujero, en muchos casos, era utilizado por la juventud de la época para adosarlo con un remache a un cinturón. Con un buen número de ellas se fabricaba, caseramente, quizás uno de los primeros complementos de moda  masculina. Pero vamos a lo que nos interesa.
       Aquella moneda de cincuenta céntimos con su agujero interior era llamada: “caraba” (nunca supe el porqué de dicho nombre).  En su anverso se podían ver: la palabra España en mayúsculas, haciendo arco con el exterior de la moneda, el año de acuñación, el timón y un ancla de barco. En su reverso coexistían; el 50 en numeral, la palabra céntimos debajo de la cifra, y el escudo de España con el yugo y las flechas. Luis seguía sonriendo.
          La tirada, como de costumbre, cada vez que se hacía era de 25.000 monedas. Veinticinco mil sonrisas.
          Después de una semana, tiempo en que las monedas fabricadas ya circulaban,  y un día antes de tomar vacaciones, Luis pidió permiso para hablar con su directo superior. Ya en el despacho le expuso la razón de su inquietud. A su jefe un color se le iba y otro se le venía. Incrédulo, hasta que Luis le mostró una de las monedas, que según le dijo le habían dado en un comercio burgalés, estuvo a punto del desmayo: “El yugo y las flechas de la Falange Española lucía brillante en la moneda, pero boca abajo”.
           Intolerable, esto es intolerable, bramaba el director de la Fábrica de Moneda y Timbre. ¡Que me traigan al causante de este atropello, inmediatamente!
           ¿Causante? ¿Quién era el causante?
            Un error, sólo un error, señor Director. Hay que andar con pies de plomo y tratar de sacar de la circulación las monedas –se atrevió a esgrimir el subordinado- Y menos mal que Luis Alarcia nos ha puesto en sobre aviso.
            Fueron unas vacaciones llenas de incertidumbre para Luis. Durante aquellos días estuvo al acecho de una llamada de la fábrica. Esta no se produjo y con el fin de las vacaciones y el regreso a su trabajo, se disipó aquel motivo de preocupación. Por fin pudo sonreír, reír de placer, la calle estaba regada de aquellas monedas.

miércoles, 12 de marzo de 2014

En el refugio de los sueños: La mujer del sombrero (4)

- ¡Ah!, me llamo Rubén,  por si dentro de unos meses… se acerca por aquí.
       - Cristina –dijo la chica tendiendo la mano a Rubén, mientras de su boca salía una hermosa carcajada.

Cristina esperaba con ansiedad la llegada de las cinco de la tarde para hacer su visita a doña Soledad. No se trataba de una rutina, era casi un deseo que transcurriese la mañana para ir a visitar a aquella  anciana. Consolación, la chica que le atendía, la llevaba a pasear todas las mañanas por los alrededores de La Castellana. Lo del paseo matinal era una excusa buscada y pactada entre la señora y “su ayudante”- como gustaba llamar a Consolación ante sus amistades-, porque lo que en realidad acontecía en esas horas es que doña Soledad se dejaba llevar a las cafeterías de cócteles que desde siempre habían existido por La Castellana y a las que tan aficionada era la mujer del Cónsul –como la llamaban sus amigas, la mayoría de la misma edad y que seguían sobreviviendo a los avatares de la vida, cóctel tras cóctel-. Por la tarde doña Soledad prefería quedarse en casa dormitando en su sillón favorito -victima de los “martínis” ingerídos-, junto al enorme ventanal que llenaba de luz el salón. Siempre le decía a la muchacha que a esas horas le gustaba leer, pero la verdad es que los años le iban pasando factura y podía más el placer de la siesta que el goce de la lectura.
       - En 1945 yo tenía 20 años y en España pasaban cosas, ya lo creo que pasaban- comenzó a hablar Soledad sin apenas dejar sentarse a Cristina, a la que el dar las buenas tardes le empezó a parecer cosa inútil puesto que tenía la sensación, por el comportamiento de la anciana señora,de no haber abandonado aquella casa desde el día anterior-.  Acabábamos de casarnos:  Alfredo y yo. ¿Ya sabes el cónsul’, claro que por entonces aún no lo era. Era abogado adscrito al ministerio de exteriores español, ahí empezó su carrera diplomática. A lo que iba…en España, aunque hacía diez años que había acabado la guerra se oían de vez en cuando historias que entonces parecían increíbles, pero a las que el paso de los años les han otorgado el rango de veracidad. Verás:… Ahora que lo pienso mi niña, ¿tú sabes quiénes eran los maquis?
        -Sí, claro doña Soledad, eran guerrilleros que sobrevivieron a la Guerra Civil, que huyeron a las montañas y estuvieron a punto de lograr instaurar de nuevo a la República.
        -Tan poco te pases, criatura, que no fue para tanto, aunque sí dieron guerra, sí. Y valientes sí eran, ya lo creo. Pues verás: Habían pasado ya cinco años desde aquel primero de abril del treinta y nueve. Los primeros indicios se dieron tras el caluroso verano. En la taberna de aquel pueblo escondido entre las montañas no se hablaba de otra cosa: los guerrilleros republicanos habían regresado por el Valle de Arán y se estaban posicionando por la serranía oscense. Había cierto temor entre la población del pequeño pueblo de Lascuarre. El recuerdo de la cercana Guerra Civil anidaba en los corazones de sus habitantes. Poca era la gente que deseaba, de nuevo, la confrontación con las fuerzas del nuevo régimen. Los guardias civiles y el propio ejército franquista controlaban la frontera con Francia para impedir que los republicanos que habían logrado huir, en los últimos días de la guerra, pudieran regresar. Lo que ignoraban era que algunos nunca se habían marchado y permanecían escondidos en sus hogares o en las casas de sus amigos o familiares.    
 Andrés Luque se había casado con su novia de toda la vida. Ella se llamaba Carmen, Carmen Rubí Pla y había nacido en la humilde casa, contigua a la de Andrés, en aquel pueblo de la provincia de Huesca. En la primavera del año treinta y seis, y sin intuir tan siquiera los sucesos de meses después, Andrés y Carmen se desposaron en el salón principal del ayuntamiento. Fue un día festivo en el que los protagonistas se juraron aquel amor eterno que habían conocido desde su adolescencia, y del que participaron la mayoría de los lugareños.
      Andrés estaba afiliado a la Casa del Pueblo desde que cumplió los veintiún años de edad.  Socialista convencido, no participaba, sin embargo, en actividades del comité por lo que no era considerado un miembro relevante del mismo. Cuando estalló la guerra formó parte de los batallones republicanos que lucharon contra los rebeldes. El curso de la confrontación le deparó, como a tantos otros, el tener que alejarse de su esposa y de los suyos durante tres interminables años. Apenas estuvo con Carmen durante la contienda: sólo durante algún permiso y en momentos en que el frente se desplazaba por otras zonas de la geografía española...
      -Me sigues, mi niña, ¿no te estarás durmiendo, verdad?
      - No, no, doña Soledad, me parece muy interesante lo que usted me cuenta, sólo qué…
       -¿Qué? ¡Explícate!, que no tengo toda la tarde.
       - No, nada, que en la Universidad me dijeron que era yo quién tenía que contarle historias para que la tarde no se le hiciese tediosa, y resulta que es usted la que me entretiene a mí, pero que sepa que estoy encantada.
        - Y eso que más da, yo también estoy encanta de que estés aquí, me recuerdas a Marisa, mi sobrina, pero eso ya te lo contaré otro día. A lo que íbamos:
        …La guerra terminó aquél 1 de abril, y como sucede en todas las guerras vino a finalizar para los vencedores. Los vencidos tuvieron que huir en su inmensa mayoría. Andrés y sus compañeros tenían fácil la escapatoria: los pirineos estaban cerca. Pero Andrés decidió quedarse. No lo dudó. Para él Carmen lo era todo, lo demás poco le importaba. Hubo de esconderse, al principio de casa en casa de amigos y familiares y siempre con el temor a ser delatado. Optó al final por ocultarse en su propio hogar tras hacer correr el rumor de haber huido definitivamente. Tras la chimenea de la cocina habilitaron un pequeño espacio comunicado por el exterior de la vivienda. Allí permaneció oculto durante casi cinco años. Alguna noche salía de su madriguera a respirar el aire que descendía desde las montañas cercanas y a abrazar a su esposa. Únicamente Carmen y Antonio Fraguas Luque, hijo de su tía Ángela, sabían de su existencia. La Guardia Civil, aunque revisó su casa en más de una ocasión, nunca dio con el escondrijo.  Para los lugareños Andrés  se había echado al monte, o en el peor de los casos lo dieron por muerto. Cuando los maquis aparecieron por el valle de Isábena, nadie dudó que Andrés, se encontraría entre ellos, salvo que hubiera caído en manos de la Guardia Civil, pues raro era el día que no viajaban hasta el pueblo noticias desalentadoras sobre el destino de aquellos últimos guerrilleros que uno a uno fueron siendo abatidos.
        El tiempo, ese eterno señor que quita y pone razones, empezó a obrar en contra de Carmen. La mujer quedó preñada. Su embarazo se hacía día a día evidente…
- Por cierto ¿tú tendrás cuidado con esas cosas, no? ¿Me dijiste qué tenías novio, no?
- La verdad, doña Soledad, es que no recuerdo habérselo dicho. Y novio, novio, lo que se dice novio pues no tengo aún.
- Pues ten cuidado mi niña. Por dónde iba… ah, sí…
        …Habían tomado durante más de cuatro larguísimos años de cautiverio todo tipo de preocupaciones a su alcance; pero al final la naturaleza se había impuesto. Desde su conocimiento Carmen se pasaba el día penando de habitación en habitación. Apenas sí salía a la calle. Andrés se martirizaba en su agujero sin hallar respuesta a su incertidumbre. Si aparecía era evidente que la Guardia Civil caería sobre él, pero no podía dejar a su esposa en boca de las habladurías de la gente del pueblo. Él no existía.
       Andrés y Carmen jamás pudieron pensar que la solución vendría del primo Antonio. Éste les propuso casarse con Carmen y dar sus apellidos a la criatura que habría de venir. ¿Solución? No era fácil tomar una decisión y tampoco el  tiempo obraba en su favor.
      Quizás sea éste un momento para el amor, para el auténtico amor. Por amor a su mujer y a la vida que habría de tener su hijo, Andrés cedió. Ello suponía alejarse de su casa, abandonar a Carmen y convertir a Antonio en el padre de aquella criatura que había de nacer pronto y que él había engendrado en el vientre de su esposa.
        Andrés se echó al monte. El valle de Isábena lo acogió y nunca más se supo de él.
        Las autoridades no pusieron ningún tipo de impedimento a que Carmen y Andrés se desposaran por la iglesia, toda vez que no se tenían noticias de Andrés desde hacía más de cuatro años y no daban autenticidad a los matrimonios civiles contraídos en la época republicana. Así pues Carmen y Antonio se casaron. Andrés, Andresito como le empezaron a llamar a medida que fue creciendo y correteaba por las calles del pueblo, se convirtió con el paso de los años en: “el sobrino del maqui”.
       El sol aún brillaba en el Paseo de La Castellana; los últimos días de agosto se estaban haciendo insoportables. Treinta y cinco grados marcaban los paneles de los termómetros. Cristina al salir de casa de la señora Mendieta de Queirós, como la gustaba le llamaran, utilizó la carpeta de notas para abanicarse. Esa tarde decidió tomar el tren en Nuevos Ministerios; era viernes y había quedado con Luis.

jueves, 6 de marzo de 2014

En el refugio de los sueños: La mujer del sombrero (3)

-Nos tuvimos que ir de Argentina en septiembre. No sé qué pasa en este mundo que todo lo malo sucede en ese dichoso mes. Nos dio una pena enorme alejarnos de ese país, aunque realmente y pensándolo bien la verdad es que no nos alejamos demasiado. Uruguay era el siguiente destino del cónsul, Alfredo mi marido, ¿te he hablado de él alguna vez? –preguntó la anciana sin dar la sensación a Cristina de querer hacerlo, por lo que la chica no contestó-. Uruguay ¡qué gran país!; Montevideo ¡qué maravilla! El Consulado de España estaba en la calle Libertad, así a secas, sentenciando que libertad sólo hay una. Vivíamos a ocho cuadras de la playa Pocitos. La de paseos que hemos hecho Alfredo y yo del brazo, el con su magnífico “panamá” de paja y yo con este mismo sombrero. La gente se volvía a mirarnos a nuestro paso. Cada paseo era un acto de amor. ¿Te he contado que en Montevideo se abraza mucho la gente? ¿No? Bueno pues te lo cuento:  En Montevideo, mi niña -aquel “niña”  llegó al alma de Cristina – existe una calle empinada, muy empinada, que termina abocándose en el mar. Es una calle estrecha con casas de dos plantas, todo lo más de tres. Las fachadas, tan próximas, se protegen las unas de las otras en una especie de abrazo. Sólo da el sol en una de estas fachadas: la orientada al mediodía; en la opuesta parece habitar siempre el invierno. Las puertas y los ventanales de las casas son amplios, altos, hechos así para que entre la luz. El suelo, sin aceras, está adoquinado en círculos y en el centro de la calle se disponen en línea recta para dejar deslizar la torrentera de agua en días de lluvia. En esta calle no hay árboles, sin embargo las hojas del otoño se deslizan sin avisar hasta los herméticos zaguanes de las casas. De dónde salen es un misterio. Quizás sea el viento quién las empuja hasta allí, o tal vez el amor; ningún viejo de aquel barrio lo sabe, pero siempre vuelven revoloteando, como las olas.
       A esta calle le llaman de abrazados. Me dirás que se debe a que en las noches de verano las parejas se abrazan…por cierto ¿tienes novio? –preguntó doña Soledad sin esperar respuesta, ni dar tiempo a enrojecer a Cristina,  para continuar relatando-… ¿por dónde iba? ¡Ah, sí!...las parejas se abrazan mientras bajan hasta el mar en busca de brisa. Claro que tal vez se deba a que hombres y mujeres desde siempre se refugiaron en los portales de aquellas casas para amarse en silencio. Fuera de las miradas de vecinos indiscretos. Todo esto podría ser verosímil, pero la realidad es que le llaman calle de abrazados porque en las noches de domingo un hombre y una mujer vienen citándose allí como si el abrazo que les aguarda fuera el último de su existencia y sirviera para salvarlos del naufragio de sus vidas. La llaman así, curiosamente, por un solo abrazo, el último quizás, pero cuyo rito se perpetúa domingo tras domingo.
        Así me lo contó una tarde de lluvia Benedetti. ¡Ya sabes, el poeta! Iba mucho por casa en aquellos años. Creo que yo le gustaba. Pobre Alfredo si se entera. Con aquellos ojillos y su bigote, ¡siempre le recuerdo canoso! Me encantaba aquel hombre.
        Doña Soledad se quedó mirando al techo de la habitación. - Hora de irse pensó Cristina.


Luis no contestaba a la llamada que Cristina le hacía desde el móvil. Dónde andará –se preguntó en voz baja mientras guardaba el aparato en la bandolera-. Bajó La Castellana hacia Colón; le apetecía andar a pesar del aún sofocante calor. El sol comenzaba a declinar por Nuevos Ministerios pero su luz aún tardaría un par de horas en abandonar la capital. Contemplaba los coches que ascendían hacia la Plaza de Castilla, el bullicio de sus motores y el color de sus carrocerías llenaban de vida la gran avenida madrileña. Buscó la sombra bajo las acacias del margen izquierdo según caminaba. Las terrazas de las cafeterías, en las que pronto brillarían sus luces nocturnas, aún permanecían casi vacías, eran pocas las personas que a esas horas se encontraban en los veladores. Decidió tomar un descanso en su paseo antes de intentar contactar de nuevo con Luis. Se sentó y sacó su pequeño cuaderno para anotar las impresiones de aquella tarde con doña Soledad. Sonrió mientras escribía. La verdad es que aquella mujer estaba llena de vivencias y de buena memoria -hubo de reconocer- El camarero vio la alegría reflejada en la cara de la chica. No pudo por menos que sonreír el también, mostrando la blancura de su dentadura, mientras le preguntaba por lo que deseaba tomar.
       -Una caña, por favor –contestó Cristina sin cambiar su expresión de contento.
       -Discúlpeme, no deseo ser grosero, pero no puedo servir alcohol a menores –dijo el muchacho al que había abandonado la alegría– me juego el puesto de trabajo. Compréndalo.
       -Tiene razón, discúlpeme usted a mí. Estamos acostumbrados a tomar cañas sin que nos las nieguen, y ya no nos damos cuenta que aún no podemos hacerlo.
       -Todo se andará, no se precipite. Las disfrutará mejor dentro de unos años.
       -Catorce meses, no crea, ya me voy haciendo mayor –contestó Cristina a la que aquel chico le estaba cayendo simpático. De cualquier forma es usted un buen profesional y muy amable.
       -Gracias. Me gustaría poder invitarle a esa caña –dijo ruborizándose-. ¿Entonces?
       -¿Me está preguntando si acepto su invitación para dentro de catorce meses? o ¿Qué quiero tomar?
        Ambos se echaron a reír.
        -¿Demasiado tiempo, no? – ahora era el camarero quién preguntaba.
        -Sí, supongo que sí, pero quién sabe, a lo mejor me paso por aquí dentro de catorce meses. Una coca-cola, por favor.
        -Ahora mismo –dijo el chico al que el rubor ya le había desaparecido del rostro.



domingo, 2 de marzo de 2014

En el refugio de los sueños:La mujer del sombrero (2)

       Cristina atravesó el vestíbulo. Sus pequeños tacones produjeron un rítmico y sonoro ruido sobre el mármol rosáceo del suelo. El portal era de aquellos antiguos llamados de carruajes. Estaba perfectamente restaurado con molduras de escayola en lo más alto. Espejos laterales y una gran alfombra, enhebrada sobre cada escalón con barras doradas y cuidadosamente pulidas, le daban confortabilidad a la vez que achicaban aquel enorme espacio. Giró sobre sí misma contemplando las paredes y alzó la mirada sobre la enorme lámpara de cristal que volaba sobre su cabeza. Subió hasta el ático. El ascensor pertenecía al pasado: puertas de madera, acristalado, con botones y adornos también dorados,  embutido en una jaula de forja parecida a una enredadera que fuese ascendiendo, recordaba a aquellos que la chica había contemplado en alguna película de cine clásico que tanto le gustaba ver por la televisión. Durante la corta ascensión, Cristina contempló, en cada rellano de escalera, la luz alegre que penetraba a través de los ventanales de “art decó”.  El timbre de la puerta  sonó a otros tiempos; no fue un ruido metálico, eléctrico… fue como si repiqueteara una campanilla y el eco se fuese alejando a lo largo de un corredor. La cadencia de los pasos al acercarse a la puerta pusieron en tensión a Cristina: sonaban también  a tacones de película antigua –pensó la chica- La puerta se abrió. Una mujer joven, uniformada, le saludó y preguntó por su nombre y apellidos.
       -Cristina Cifuentes –contestó la chica extrañada.
       -Pase, doña Soledad le está esperando. Sígame, por favor.
       Lo primero que vio Cristina al entrar al salón de aquella casa fue una luminosidad que le hizo entrecerrar los ojos. Los amplios ventanales de aquella habitación,  de techos altos, dejaban entrar a raudales la intensa luz del exterior. Difuminada por el contraluz la chica adivinó un sillón en el que estaba sentada una mujer: doña Soledad –pensó-. La sirvienta y Cristina llegaron a la altura de la anciana.
       -Has visto a mi marido, el Cónsul,…por ahí, por el pasillo –espetó la mujer nada más ver a la recién llegada.
       -No…no, acabo de llegar; no le conozco señora.
       -Bien, bien. María Consolación –dijo Soledad dirigiéndose a la sirvienta- Tienes que presentar a Alfredo a esta muchacha para que lo conozca cuanto antes. Si le ves dile que venga, por favor, necesito hablar con él.
       Consolación se acercó a Cristina y haciéndola retroceder un par de metros para que saliera del campo de visión de la anciana, le comentó al oído que don Alfredo, el Cónsul, había fallecido hacía años, pero que doña Soledad hablaba de él como si estuviera aún vivo.
       -Ya se acostumbrará –le recalcó-. Por lo demás controla su cabeza con más cordura que usted y yo.
       -¡Qué demonios andáis cuchicheando a mis espaldas! ¡María Consolación a tus obligaciones!, y tú pequeña siéntate aquí, junto a mí, que te vea bien.
       Mientras se sentaba, y esperaba a ser entrevistada, a Cristina le dio tiempo a observar a la mujer. Delgada de cuerpo, de piel muy fina y apenas arrugada en la cara, tenía, sin embargo, las manos muy nervosas y venillas azuladas se le podían ver sobre los tendones. Sujetaba un libro entre ellas. Vestía con elegancia una falda de fondo blanco con grandes hojas verdes y azuladas que le llegaba por debajo de las rodillas. Una blusa color lila, -quizás la luz engañe, dudó Cristina-, sobre la que descansaba un collar de perlas a juego con los pendientes. Llevaba los labios pintados de rojo carmín y una ligera sombra de ojos le daban a su cara coquetería y elegancia. Su sonrisa era franca y la dejaba entrever entre socarrona y encantadora. Cubría su cabello ceniza un sombrero blanco de ala ancha “Pánama” que sorprendía llevara puesto.
       -¿Iba a salir, doña Soledad? –preguntó con inocencia la muchacha.
       -Nunca se sabe. A veces lo he hecho a toda prisa. Por eso siempre estoy preparada. Visto así siempre; no sería la primera vez que Alfredo y yo hubiéramos tenido que salir del consulado nada más que con lo puesto.
       La mujer miró a Cristina de arriba abajo, sin disimulo.
       -¿Has visto a mi esposo? Es el más guapo del cuerpo diplomático. No ha habido en este país un cónsul con su atractivo. Todas las mujeres están prendadas de él…bueno de eso hace ya tiempo, pero a mí me encantaba. No era nada celosa por entonces, hasta me gustaba que lo admirasen. Siempre me ha sido fiel. ¿Te gusta leer? –preguntó a la chica mostrándole el libro que descansaba ahora sobre su regazo-. Éste lo compré en Argentina. ¿Te he dicho que Alfredo fue cónsul en ese país? Sí, en la época en la que el general Jorge Videla se hizo con el poder. ¡Qué meses más desagradables pasamos! Aunque claro aquellos militares hasta nos agasajaban. Se llevaban bien con el gobierno de aquí. ¿Tú sabías que en Buenos Aires los libros no duermen?
        Cristina no podía creer lo que le estaba pasando; aquella mujer no paraba de hablar mientras no apartaba los ojos de los de ella, como si le conociera de toda la vida No callaba, pero lo que más le llamó la atención es que en su monólogo no parecía desbarrar, simplemente parecía querer juntarlo todo. Sus palabras van más deprisa que su cabeza –pensó la chica que seguía embobada con la perorata de Soledad.
        -En el barrio de Boca- siguió hablando doña Soledad-, en la ciudad bonaerense de la capital Argentina, los libros no duermen. Por extraño que parezca, las librerías, en ese lugar, permanecen abiertas las veinticuatro horas del día, esperando que los habitantes de la ciudad se pasen por sus estantes para elegir el libro que les está llamando, sin duda, a cualquier hora. Sólo hay que acercarse y comprobarlo. Por eso los libros, en ese lugar, permanecen alerta esperando unas manos que los acaricien. Da igual que esas manos lleven tras de sí a la mujer más hermosa de la población que al ciudadano más descuidado en el vestir. Ellos están allí para cumplir la función para la que fueron creados. Sin duda, pues algo de humano tienen, preferirán a aquella criatura celestial que huele a jazmines y exhala sabor a frutas rojas que va a acariciarlos con sus manos de seda, y que a veces en una especie de arrebato místico se llevará el libro hasta sus senos…
        Cristina, verdad, me dijiste que te llamabas Cristina, ¿o quién me lo dijo? –se interrumpió la anciana.
…Las hojas de aquel libro temblarán de placer – continuó- mientras aguardan el suspiro de aquella doncella que le ha elegido a él y sólo a él, entre los cientos de libros, para dar aquel momento de ternura. Sólo más tarde se asombrará de los transparentes ojos grises de aquella criatura que con su mirada soplará en la página cincuenta y una su halo fresco. Atravesará hasta el infinito sus pupilas y tardará días, quizás meses, en olvidarse de ellos, si es que alguna vez lo consigue. Cuando la mujer lo abandone, no lo hará del todo, pues el olor de su atezada piel se habrá quedado impregnado en él. Aquella noche descasará en el lugar que le corresponde en el estante pero tampoco podrá dormir  con su recuerdo.
       ¿Y la mujer? La mujer se habrá empapado con aquella historia de amor que buscaba. Habrá sentido placer con la lectura que aquel libro que cayó en sus manos “por casualidad”. Habrá vivido nuevas sensaciones y hasta es posible que se haya enamorado de aquel libro sin que éste lo sospeche.
        Y, ahora, déjame descansar que quiero dormir un rato.



Cristina salió a la calle sonriendo pero sin creer todavía lo que le estaba pasando. Había quedado con Luis en Callao, en la puerta del cine. Tomó el tren en Nuevos Ministerios, en diez minutos estaba en Sol. Era aún pronto, se había citado a las 8 de aquella tarde de agosto. El calor, por el centro de Madrid, era sofocante. Se entretuvo mirando los escaparates de la calle Preciados. A la hora convenida miraba los afiches de la cartelera. Luis aún no había llegado.

       -No ha parado de hablar en las dos horas que he estado con ella –le soltó a Luis al verlo llegar-. Era como si no hubiese hablado en años, al menos eso creo –dudando de sus propias palabras-. De cualquier forma me ha encantado. Es una mujer fina, culta y no parece tan mayor como me habían dicho en la Universidad. Va elegantemente vestida, según ella siempre viste así en casa, ¡hasta llevaba sombrero! Tiene servicio…María Consolación creo que se llama la chica que me abrió la puerta.
       -¿Algún defecto tendrá? –se atrevió a preguntas el chico, viendo a Cristina tan emocionada.
       -Bueno, no parece que ande muy bien de la cabeza. En ocasiones divaga y habla de su marido como si aún viviese; al parecer murió hace años me dijo su empleada.

(Continuará)