domingo, 28 de febrero de 2010

En el refugio de los sueños: El sereno

¡Va! ¡Ya va! Por qué demonios no se irán a dormir cuando dios manda en lugar de dar tanto la tabarra, y con el frío que hace.


El “chuzo” golpeaba rítmicamente el empedrado de la calle. Su sonido a aquellas horas se podía escuchar desde la distancia. El balanceo del cuerpo de Agustín, maltratado por los años, hacía tintinear el manojo de llaves colgadas en su ancho cinturón de cuero atado a su guardapolvo grisáceo. Una gorra de plato con visera negra de caucho engrandecía su menuda cabeza.


¡Ya va! ¡Ya va!, repetía mientras se iba acercando a la sombra que esperaba impaciente a la entrada del portal número ocho. Agustín vio en la oscuridad la camota del cigarrillo encendido. Es Hilario -se dijo-, ya sólo quedan dos: don Celso y Mercedes, la puta.


-Buenas noches, Hilario. Qué, de echar la partidita de los jueves. No perdona usted ni una, haga frío o calor.

-Sí, Agustín de echar la partidita, pero se equivoca en una cosa: en esta ciudad todos los días del año hace frío, sea a una hora u otra. Fíjese usted, ya estamos en mayo y mire el relente que hace.

-Tiene razón. Es que esta ciudad la pusieron mal, yo siempre lo he dicho; ¡aquí en pleno páramo! Si la hubiera fundado, el Porcelos ese, que vaya usted a saber si fue él, un poco más abajo, junto a Duero, la temperatura sería mejor que aquí.

-¡Si no es la temperatura!, es el viento señor Agustín, que no hay quien lo dome. Bueno basta de cháchara, me voy a dormir.

-Buenas noches señor Hilario que descanse, ¡ah!, y de recuerdos a su santa.

-De su parte, pero será mañana que a estas horas estará en los brazos de Morfeo.

-Pero que guasón es usted. ¡Pues no dice que Benita está en brazos de Marcelo!

-Hasta mañana Agustín –dijo Hilario sonriendo.


Meneando la cabeza Agustín se dirigió de nuevo hasta la panadería de Basilio. Allí se estaba bien. El horno desprendía calor y el olor a harina y pan recién hecho resultaba agradable. Además siempre había lugar para la charla acompañada de una copita de buen orujo.


-¿Era don Celso? –preguntó Basilio.

-No, era Hilario. Hoy es jueves –contestó Agustín.

-Ah, tienes razón, otra vez jueves. Te has dado cuenta, Agustín, lo rápida que pasa la vida, con lo que cuesta pasar el día a día.

-Sí, es una incondruentia.

-Incongruencia, Agustín, se dice incongruencia.

-Bueno eso…como se diga. Don Celso estará al caer, sino se ha caído ya…ja,ja -río con ganas nuestro hombre.

-Sí el día menos pensado le va a matar uno de esos colocones que coge a diario.

-Sólo le vi sereno…, mira como yo –volvió a reír Agustín con más ganas-, el día que se casó su hija. ¡Qué guapa iba de blanco! ¿Cuántos años tendrá?

-Ahora unos cuarenta –respondió Basilio.

-¡Coño, digo don Celso!

-No baja de los setenta.

-Por ahí andará… Escucha… ya llama, puntual como un clavo a pesar de los riojas.


¡Va! ¡Ya va! y volvió a sonar el chuzo sobre el empedrado.


Agustín caminaba cabizbajo. Levantó la cabeza al escuchar unos tacones de mujer que se aproximaban, era Mercedes que acompañaba o más bien sujetaba a un caballero elegantemente vestido con un traje de cuadros que se veía por debajo de una gabardina clara sin abotonar.


-Don Celso, ¡qué bien acompañado viene usted hoy! –exclamó sonriendo Agustín mientras ayudaba a Mercedes a sujetar al hombre.

-Sí, ayúdeme por favor –dijo la chica- me lo he encontrado trastabillando por el puente de Santa María, y no he podido por más que acompañarlo hasta su casa. Ya sabe aquí en el barrio nos conocemos todos.

-Ya, hija, ya… ¿y por si cae algo, claro?

-Que mal pensado es usted. Me ha dicho al venir que quiere que le acompañe a la panadería de Basilio a tomar la última copita, el muy borrachín; y además una tiene su horario.

-A esta niña yo la llamo La Cenicienta –intervino don Celso mientras se dejaba llevar.

-¿La Cenicienta? – preguntó Agustín-. ¿Por qué? –volvió a preguntar.

-Pues porque todas las noches llega tarde a casa –dijo don Celso después de hipar y soltar una carcajada.

-Además para que usted lo sepa me voy a casar con ella.

-Ande, ande –dijo Mercedes-, que no está usted en sus cabales.

-El vino ni cumple palabra, ni guarda secreto –apostilló Agustín-, que se lo dijo don Quijote a Sancho.

-¡No le sabía yo tan instruido! –apostilló Mercedes.

-Uno, que estudió enfrente de un colegio de pago –contestó el sereno sin complejos.

-¡Basilio, Basilio! –entró gritando don Celso en la panadería-. Una copita de orujo de ese que tienes guardado bajo el mostrador, perillán

-¡Joder, ya estamos todos! ¡El sereno, la puta y el rufián!

-¡Un respeto –protestó Mercedes-, que ya no estoy de servicio!

-¡Ah, usted perdone doña Mercedes! –dijo Basilio mientras inclinaba el cuerpo por la cintura haciendo una reverencia a la chica.

-Mercedes, ¿te quieres casar conmigo? –soltó don Celso mientras se dejaba caer sobre un taburete.

-¿Aún sigue usted con eso?

-Yo creo que habla en serio –comentó Agustín-. Mercedes piénsatelo que es un buen partido.

-¡Pero si podría ser mi padre!

-¡Tampoco te pases! –dijo Basilio.

-¡Bueno te casas conmigo, o no! ¡Qué no tengo toda la noche!

-¿Aquí? –pregunto Mercedes siguiendo el juego a don Celso.

-Por qué no –intervino Basilio-. Tenemos el novio, la novia, la autoridad aquí presente –añadió señalando a Agustín-. Disponemos del pan para la celebración y el vino –bueno orujo que es igual-. Y yo puedo hacer de oficiante. No nos falta de nada.

-Pues venga no perdamos más tiempo –señaló don Celso mientras intentaba ponerse en pie-. Lo único malo es que no sé si esta noche voy a poder consumar el acto pues estoy ligeramente mareado.

-No te preocupes cariño, yo te ayudaré…¡ah! por sólo cuarenta duros.


Basilio, Mercedes y Agustín se echaron a reír mientras don Celso echaba una cabezadilla sobre la mesa rebozándose de harina.



jueves, 25 de febrero de 2010

En el refugio de los sueños: El teatro

Estos últimos días he andado entre bambalinas. He entrado en el mundo del teatro. He salido a escena, he paseado por el proscenio, he alzado la vista al cielo para que me cayera una luz blanca, cenital. He inspeccionado la tramoya, me he enredado con el atrezo y he distribuido por el escenario los enseres que iban a servir para una representación teatral. Desde la tarima del proscenio he comprobado la serie de butacas, aún vacías, y he buscado el lugar más idóneo para situar mis cámaras. Me habían encomendado la tarea de grabar un vídeo para estudiar posibles errores y para que hiciese unas fotografías.

Desde hace más de tres mil años hombres y mujeres reviven la magia de la recreación de la tragedia humana. El teatro trata de contar todas aquellas historias que las mentes han imaginado. Estas mentes, privilegiadas las más de las veces, dan vida a unos personajes cuyos avatares trasladan a un texto por medio del lenguaje. Es lo que denominamos literatura dramática. En estos espacios escénicos se han venido poniendo en pie situaciones y caracteres que han conmovido a generaciones de espectadores a lo largo de estos años. Por el escenario se mueven aquellos actores que saben encarnar un personaje con mayor o menor veracidad, pero siempre con dedicación absoluta, de no ser así no serían auténticos actores. El actor, la actriz deberá desdoblar su personalidad para dar vida a otro ser olvidándose de ellos mismos.

La Universidad de la Experiencia tiene un taller de teatro al que pertenece mi esposa. Llevan todo lo que va de curso ensayando: “Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores” de García Lorca. El día del estreno, mientras hurgaba entre las bambalinas, fui descubriendo sus nervios, sus miedos escénicos, sus inquietudes y a la vez su felicidad. Son aficionados, pero son actores y actrices a los que vi poner todo su esfuerzo para transmitir, a través de sus personajes, lo mejor de si mismos. Mari me dijo al terminar la representación, era la primera vez que actuaba en toda su vida, que sus nervios desaparecieron en cuanto salió a escena, que lo pasó peor antes de su entrada. La pregunté por el público, que por cierto llenaba el patio de butacas, y me comentó que sólo sintió su presencia en el aplauso final, pues las luces de los focos, al parecer, no dejan ver prácticamente a los espectadores. Todo el grupo se sentía feliz al terminar la obra. Nos fuimos a celebrarlo a una bodeguilla próxima donde dimos debida cuenta de unas cañas y unas tapas. Felicidad completa.



jueves, 18 de febrero de 2010

Opinión: Hoy.

Hoy se ha marchado a su país Carolina, la estudiante china que ha vivido en nuestra casa los últimos cuatro meses. Su verdadero nombre suena algo así como Chong-Yii. Creo que ha aprendido bastante de nuestro idioma y algunas de nuestras costumbres: “Cultura” –como dice ella-. En su país estudia español y ha estado este tiempo en la universidad de Burgos perfeccionando nuestra lengua. Decía que creo que ha aprendido bastante pues a su profesor de español que le ha preguntado sobre qué le había parecido España, en un examen oral realizado esta mañana, le ha contestado: “mola mazo”. La ha aprobado, claro. El otro día mantuvimos con ella una ligera discusión sobre el D.Lama tibetano y fue capaz de rebatirnos la percepción que tenemos nosotros sobre la independencia del Tibet.

Hoy viene a cuento este inciso porque vengo observando en los blogs que leo y en los comentarios sobre ellos, que todos huimos de hablar de política o por lo menos pasamos por encima de ella de puntillas. No deja de ser también una percepción, pero creo que acertada. ¿Por qué no comentamos nada sobre política? ¿No nos gusta?, ¿nos aburre (quizás de esto si haya un poco)?, ¿no nos interesa?, ¿no entendemos? No me vale el: ¡yo no quiero saber nada de política! Todos hacemos política en nuestra vida diaria. Echo en falta alguna charla sobre el particular.

Hoy escuchando alguna tertulia sobre la mala situación económica de nuestro país, y el poco fervor que se tienen los unos con los otros por arrimar el hombro en la misma dirección, independientemente de quien tenga las mejores soluciones si es que las hay. Hoy, decía, parece como si todos nuestros políticos, periodistas, economistas…, estuvieran esperando a que pasaran los días para que esto se vaya solucionando. Dentro de unos meses estaremos mejor, apuestan algunos. Esto no se arregla hasta el 2016, dicen los otros. Y la inmensa mayoría de españolitos parece que están deseando que se evapore ese tiempo para hallarnos ya trasportados a esa época de bonanza. ¡Pues va a ser que no! Que mi tiempo es imprescindible para hacer lo que quiero. Que no quiero caminar tan deprisa. Que se pongan como se pongan mañana será el día siguiente a hoy.

Que esto me recuerda a Les Luthiers, cuando uno de ellos decía aquello de: “ Los niños de hoy serán los hombres de mañana”, y uno de sus compañeros le contestaba: “Pues vaya forma más abrupta de crecer”. Pues eso, que no nos quiten el hoy.



lunes, 15 de febrero de 2010

La cuñada de M.L. :Explicaiones (1)

-Joder, Leonor, ya sé que es muy duro, pero tienes que decírselo a Nuria ¡ya!, antes de que ese cabrón se adelante. Siempre será mejor oír la verdad por boca de su madre. Luego ya pensaremos que hacer con ese…

-¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! Pero no es fácil. No quiero hacer sufrir a la niña.

-¡No es una niña, Leonor, es ya una mujer, seguro que lo entenderá! –añadió resoplando Ángela-. Además no hay otra elección. O él o nosotras. Hace poco me comentaste que pensabas que no te arrepentías de nada, que no estábamos haciendo daño a nadie. Él es el cabrón. Él se ha metido en nuestra intimidad, en la tuya y en la mía, sin ningún derecho. Tienes que hablar con Nuria. Creo que en algunos aspectos la puedo conocer mejor que tú. Los jóvenes se suelen abrir más a los amigos que a los padres. Soy su profesora y Nuria, a través de mi asignatura, me trasmite, sin querer, aspectos de su forma de entender la vida. Ya verás como todo es más sencillo de lo que parece. Anda, abrázame –añadió aproximándose a Leonor.

- Me preocupan también Roberto y tu marido – dijo Leonor apoyando la cabeza en el hombro de su cuñada.

-Ves lo que te decía de haberse metido en nuestra intimidad. ¿Qué coño tienen que ver mi hermano y mi marido en todo esto? De Ildefonso ya me encargo yo. Quizás no tenga que enterarse de nada. En el peor de los casos sé que me quiere demasiado. Acabará dándose a razones aunque supongo que le costará más que a tu hija. La edad, ya sabes.

Se besaron, quizás como nunca lo habían hecho. Permanecieron de pie la una junto a la otra en un intenso abrazo. Buscaron refugio en el dolor que ahora les estaba uniendo más intensamente, con un amor más humano, más auténtico. Pasaron los minutos sin que ninguna de las dos se atreviese a romper aquel vínculo; sospechaban que la primera que cediese al abrazo debería algo al destino de su pareja. Mirándose a los ojos pasaban del beso al abandono, la una en los brazos de la otra, y sus pensamientos vagaban en una misma dirección: Nuria.


-¡Tú y Ángela! –exclamó Nuria- ¡Joder con la profe! Menos mal que nos da clase de literatura, buena hubiera sido para impartir “Educación para la Ciudadanía” –continuó con ironía-. ¡Mamá, ya no eres tan joven! Tampoco tienes edad para andar desesperada y echarte en brazos de, ¡mí tía! ¡Joder, que fuerte, que fuerte! Por mí no te preocupes, me parece bien…, raro, pero bien si tu eres feliz.

-Me alegra que te lo tomes con jovialidad; Ángela ya me advirtió…

-Aunque me gustaría contarlo en clase.

-¡¡Nuria!!

-¡Mamá que de ti no iba a decir nada! –dijo sonriendo a su madre.

-Me sacas de mis casillas, hija. ¡Y yo que creía que te ibas a echar a llorar e ibas a salir huyendo de esta habitación! ¡Y ahí estás tan tranquila!

-Mamá que tengo dieciocho años…casi.

-Ese es el problema que aún no los tienes, y me temo que tu padre intenté abusar de esa situación.

-Mi padre es un cerdo, nadie le va a hacer caso por llevar unas fotos de mierda…

-Habla bien, por favor.

-…unas fotos de mierda tomadas sin vuestro consentimiento. ¡Qué este país no es una república bananera! Creí que mi padre era un cerdo, pero un cerdo inteligente. Ya veo que no. No te preocupes mamá –insistió Nuria abrazando a su madre-, que yo nunca me voy a ir con él. Ya no es mi padre. Dejó de serlo hace muchos años.

-No sabes como me alegra tu actitud, hija.

-Y, ¿qué esperabas? Él nos abandonó, sobre todo a mí. Sólo te tengo a ti…y a Luis –concluyó la chica.

-¿Dónde vas ahora? –preguntó Leonor al ver que su hija se ponía el abrigo.

-Mamá, despierta. Me voy a clase. Que yo sepa, aunque doña Ángela sea tu amante la vida sigue.

-¡Nuria, por dios!

-Chao, y no te preocupes tanto por el boludo ese de tu ex. Ya verás como es como la gaseosa. Ocúpate más bien de Roberto; a ese si que le vas a tener que dar explicaciones, y no estoy segura de que las entienda.

Leonor se quedó mirando a su hija. La vio mayor. Mujer sería la palabra justa. Ángela tenía razón, ya no era una niña. Mejor así.


¡ Roberto, Roberto…!


jueves, 11 de febrero de 2010

En el refugio de los sueños: Vagando por la cabeza

Aquel escritor llevaba días sin saber que poner en el inmaculado rectángulo que tenía a la vista en la pantalla del ordenador. Su mente estaba también en blanco, pero era consciente de que si quería encontrar una historia que contar debía de buscarla en el interior de su cabeza. Por más que había deambulado por la ciudad, recorriendo sus entrañas a la luz del día o a altas horas de la madrugada, por lugares en los que suponía que se podía chocar con la historia que necesitaba, nada había hallado; muy al contrario regresaba de vacío a casa y con el alma desesperada.

Una vez había leído que un escultor dijo que cuando se enfrentaba a un gran bloque de piedra o de mármol, sabía que las miles de figuras que podían ver la luz, estaban en aquel bloque precisamente, que sólo había que desbastar la piedra con lo que sobrara para que tomaran vida aquellos miles de posibilidades.

En su cabeza debía pasar lo mismo: sólo había que rastrear hasta dar con la historia que en aquel momento necesitaba. Al fin la encontró escondida bajo una neurona que había pasado de largo por sus pensamientos:

Saturnino, Satur para los íntimos, es un ser entrañable. Tiene más de ochenta años y la sabiduría de otros tantos. Cuenta historias. Nos las cede cada vez que estamos juntos. A veces las repite, pero enseguida se da cuenta por nuestras miradas y nuestras sonrisas; pero las termina, consciente que le dejaremos continuar hasta el final. Como todas las del pueblo, su familia, también tiene mote: “Los panblanco”; nunca nos dijo el motivo. Él seguro que lo sabe, pero se lo guarda como castellano recio que es.

Recuerdo que un día nos contó el motivo por el cual a una familia del pueblo les apodan: “Los come pastas”. Me hizo gracia la ocurrencia y más el pretexto por el cual llegaron a tomar ese nombre.

Sucedió hace mucho tiempo. La gente de los pueblos conserva muy bien sus tradiciones y año tras año se celebran diversas procesiones por las calles del pueblo. Una de ellas, la que se realiza el día de La Pascua de Resurrección, consiste en llevar en andas una imagen de la Virgen adornada profusamente. Sitúan la imagen entre dos arcos en los que se alternan ramos de flores y dulces rosquillas bañadas de azúcar. A la virgen la llevan entre cuatro niñas del pueblo vestidas primorosamente para la fiesta eclesiástica. Se organiza una rifa para paliar los gastos de la parroquia y se sortean las rosquillas que ha llevado la Virgen en su recorrido. Es costumbre que la persona que resulta agraciada con los dulces los reparta entre la chiquillería del pueblo. Pues bien un año sucedió que un vecino, al que le tocaron las rosquillas, no las repartió como era y sigue siendo preceptivo. Desde aquel día toda la familia recibió el apodo de “Los come pastas”.

Otro día os contaré más historias de apodos, como: “Los rojillos”, “El tío ¡hay que me la trago!”, “Los culones”, “Los cangrejos”, o esa otra de una familia a la que no había forma de apodar y acabaron llamándoles: “Los sin mote”.



miércoles, 10 de febrero de 2010

Opinión: Las Gaes.

Desde hace unos meses se ha desatado la polémica en torno a la Sociedad General de Autores, sobre el cobro indebido o no de los derechos de autor. No entraré en ella, pero sí me gustaría dar mi punto de vista y matizar algunos aspectos.

No creo que haya que pagar a las gaes por poner la radio en una barbería, supongo que ya pagará la emisora de radio. Ni habrá que pagar por enseñar cómo se hace un comentario de texto a los alumnos de bachillerato, como irónicamente apuntaba un profesor.

Lo que está en juego, según mi opinión después de haberlo debatido con más de un artista, es la creatividad en las diversas formas de arte. La gente no valora, en su mayoría, la creación. Me da la impresión que la sociedad da por supuesto que debe de existir sin más. A casi nadie le preocupa, lo más mínimo, que mientras él se está divirtiendo: tomando una copa o en una celebración o en la playa o en la piscina o visitando un museo o una exposición…, en infinidad de sitios donde se puede escuchar o contemplar el hecho creativo, ha existido gente que ha creado, con su arte, ese acompañamiento a una situación de ocio que hace que su entorno sea más agradable.

Sería bueno que pensáramos qué pasaría si los creadores dejaran una temporada, dos o tres meses, sin trabajar en ese proceso. Si durante este tiempo no hubiera: cines, teatros, música, espectáculos, circo, museos…etc. La vida. Sin duda, sería diferente. Más triste, seguro. No damos valor a la creatividad. No entendemos que muchos, muchos artistas sólo pueden vivir de su trabajo. Deberían estar atendidos por la sociedad, en lugar de olvidados cuando no de despreciados. Todo el que ofrece su trabajo, siempre que sea digno, debería de ser recompensado. Esos músicos callejeros o los que tocan en el metro, ¿por qué demonios no se les atiende debidamente? Están abocados al abandono. Este es el motivo de que muchos artistas tengan que malvivir o se tengan que dedicar a otras profesiones, dejando su auténtica vocación postergada a ratos perdidos, con la pérdida de creación que esto supone

Hace unos días saltó la noticia en Badalona: al parecer el equipo de fútbol de esa localidad había encargado la creación de un himno para su equipo. Dos compositores lo hicieron. Uno de ellos cedió sus derechos de autor al club, pero el otro haciendo usos de sus derechos inscribió el himno en la Sociedad de Autores. Pues bien está sociedad reclama al club de Badalona unos miserables euros cada vez que suene su himno en el estadio, como pago de derechos de autor. ¡Pues, claro! Sólo tienen dos alternativas: pagar o que su afición no escuche el himno. Han optado por esta última. Me pregunto: ¿para qué coño lo encargaron? El que no quiera pagar que compre los derechos de autor, como hizo en su día Michael Jackson con la discografía de los Beatles.



lunes, 8 de febrero de 2010

En el refugio de los sueños: Pompas de jabón, peces y otras historias (y 4ª parte)

-¡Esta noche tampoco entrarán, chaval! El agua de la ría se mueve mucho; la mar debe estar intranquila allá al fondo –dijo el cabo a Campanu.

-Es el viento, mientras no se calme no hay nada que hacer –contestó el chico con la experiencia de haber pasado muchas horas junto a la ría, y continuó vigilando el mar como hacen los que le conocen bien, con la mirada fija en un solo punto del horizonte.


Las condiciones no eran nada prometedoras, Campanu y Gerucho, que esta vez hacía vela con su amigo, lo sabían, pero había que esperar como cada noche, no quedaba más remedio. El agua chocaba rítmicamente contra las piedras de la escollera y regresaba hacia el centro de la bocana, para repetir el movimiento en un baile sensual y adormecedor. El frío viento daba de lleno en los rostros de los muchachos, que de vez en cuando debían agachar la cabeza y frotar sus ojos con el dorso de las manos para evitar la acuosidad que se formaba en ellos. La quietud y la humedad entumecían sus cuerpos. Optaron por buscar abrigo más cerca del agua junto a unas rocas que evitaban que el viento les diera de cara. Desde allí no podían ver directamente la desembocadura, pero el olor y el ruido del oleaje les envolvían como si ellos mismos formaran parte de aquel espacio. La noche fue transcurriendo hasta que el viento dejó de ser viento, y el agua debió de cansarse, como los dos chicos ya adormecidos que no obstante seguían vigilando en sueños, y dejó de jugar con las rocas y su respiración se tranquilizó. El mundo pareció volverse más gris y las pequeñas luces que llegaban desde el pueblo flotando sobre las aguas brillaban, ahora, a través de la humedad envueltas en gasas, como si un fino cendal fuera cayendo y envolviendo a la ría. La lejana luz azulada del faro barría el lugar cada veinte segundos y su estela era menos diáfana a medida que pasaban las horas. La noche se volvió densa y las estrellas, hasta hacía bien poco brillantes en lo alto, parecían haber muerto de repente. La ría se hizo lisa y fosforescente y del fondo surgió una fragancia lechal y pestilente. El agua y el cielo se mezclaron en un matraz de ceniza. El agua, cambiado el color, se fue apagando y se volvió espumosa y sucia, y fue lanzando hacia la escollera desperdicios como si eructara, como si vomitara lo que no le pertenecía: corazas de rémora y de lodo, cardumen de desperdicios humanos, abrojos submarinos y lodazales de arena. La niebla fue cayendo sin hacer ruido y se posó sobre la superficie de aquella ría que había cambiado su rumbo. El silencio, inasible, se apoderó del lugar y la vida pareció haber dejado de existir, sólo el haz de luz del faro volvía con insistencia y lograba atravesar, en cada visita, el puré de aquella niebla opaca. Fue aquel silencio, aquel cambio de la naturaleza lo que hizo despertar de su duermevela a Campanu.


-¡Los peces, Gerucho, los peces, corre al pueblo a tocar las campanas! ¡Corre, corre!

El chico, como alma que lleva el diablo, salió corriendo. Al poco las campanas volteaban en la espadaña de la iglesia y su sonido recorría el valle entero. Campanu, de pie sobre las rocas, buscaba, más allá de donde la espesa niebla lo permitía, la respuesta afirmativa de lo que el corazón le dictaba. Sabía que los peces entraban por la bocana, pero él no los veía, los sentía. La luz del faro le guiaba. El agua, comenzó a asemejarse a una enorme sábana de tul suavemente acariciada por el viento, y se fueron formando, en su superficie, diminutos lomos que a toda velocidad se desplazaban ría adentro; bullía, ahora, de excitación como si una fuerza desconocida la empujase. Campanu sí sabía el motivo, sí conocía esa fuerza: eran los salmones que como cada año acudían a la cita de frezar en la cabecera del Asón. Sus ojos brillaban en la oscuridad y su sonrisa se fue haciendo carcajada cuando pudo ver los primeros saltos de los peces. Echó a correr, aguas arriba, hacia el pueblo; era la hora de ayudar de verdad. Su pecho parecía ir a abrirse mientras jadeando gritaba: ¡los salmones, los salmones!, ¡ya están aquí!


Cuando el chico llegó al embarcadero las primeras barcas ya habían alcanzado el centro de la ría. Los hombres estaban formando la primera barrera con sus redes para tratar de atrapar el mayor número de peces. Una segunda y hasta una tercera formarían el dédalo que los salmones habrían de ir sorteando para alcanzar su destino, la cabecera del río. Las primeras redes de deriva no capturaron sino basura en suspensión empujada por el oleaje que se desplazaba hacia los marineros a la misma velocidad que la pesca que les aguardaba. Era como si una tormenta estuviera escupiendo deshechos de una mala digestión. No se amilanaron por ello; conocían de sobra el movimiento de las aguas; año tras año lo habían vivido. Sabían que tras las hierbas enmarañadas y el hedor de las algas podridas, llegaría su sustento. Y allí estaban, tras los primeros matorrales de sargazos. Brillaban sus lomos de plata sobre las oscuras aguas; se hundían y volvían a surgir con renovadas fuerzas. Los primeros peces chocaron con violencia contra las redes, quedando asidos por las agallas; finalizaba así su viaje hacia las zonas de desove. Los salmones brincaban en la oscuridad salvando la barrera de las primeras corcheras. Mientras una segunda y una tercera se iba formando a lo ancho del río. Los marineros luchaban con denuedo, era el propio sustento y el de sus hijos lo que estaba en juego; debían abarcar de orilla a orilla y extender las redes lo antes posible. El mar, pródigo en riquezas, les llenaba sus despensas. Los peces parecían adivinarlo y también luchaban por la vida de su descendencia; como si algo instintivo les dirigiese buscaban, enloquecidos, los pocos resquicios que iban dejando los pescadores. El movimiento de los salmones, en todas las direcciones, hacía que el agua pareciese una enorme cazuela en ebullición. Las sencillas barcas se balaceaban, mientras los pescadores, de pie sobre ellas, trataban de controlarlas. No eran pocos los salmones que lograban salvar las barreras y seguían su curso río arriba, pero eran más los que eran capturados por las redes. La mayoría morían en el intento de escapar rompiendo sus agallas en las cuerdas anudadas. El agua, hasta ahora negra y apenas visible bajo la niebla, se iba tiñendo de color rojo y el olor a sangre empezó a surgir de la superficie del río mezclándose con el acre sudor de los pescadores, cuyos gritos, advirtiéndose los unos a los otros, de la deriva de la pesca, llenaba aquel espacio de lucha. Las redes iban incrementando su peso y las barcas parecían querer hundirse. Los pescadores achicaban el agua que saltaba al interior de las endebles embarcaciones, mientras no apartaban los ojos del río. A medida que fueron pasando las horas, los salmones, exhaustos, dejaron de pelear y los que aún vivían coleteaban débilmente en el interior de la trampa de las redes. El alba sorprendió a los hombres izando la pesca a sus botes. Los primeros rayos de sol comenzaron a calentar sus espaldas, una vez que se fue disipando la niebla. Alguien, entonces, entonó una canción. La voz pudo ser oída por el resto, y uno a uno se fueron uniendo a la melodía.


Campanu no soñó nada aquella mañana; rendido como estaba después de haber ayudado en la pesca durante toda lo noche, cayó dormido en el mismo instante de sentir la tibieza del cuerpo de Nadie al deslizarse entre las sábanas. La niña, por el contrario, soñó que junto a María hacían una enorme pompa de jabón y volaban entre las nubes tratando de buscar al tío Tomás. Gerucho no pudo coger luciérnagas aquella noche pues cuando terminó la faena con los pescadores ya era de día, y las luciérnagas habían apagado sus luces hasta la noche siguiente. El abuelo Matías, despierto toda lo noche, escuchó desde su habitación las voces que surgían desde el río, y rezó para que la pesca llenara las casas de sus vecinos; sólo, ya de madrugada, se distrajo soñando que la montaña, que al atardecer les privaba del sol, estaba disminuyendo de tamaño.



viernes, 5 de febrero de 2010

En el refugio de los sueños: Pompas de jabón, peces y otras historias (3ª parte)

En la taberna de Benito, acodados en la barra, algunos hombres bebían en silencio. Sus miradas parecían querer perderse por la ventana. La tarde comenzaba a declinar y pronto la noche caería una vez más. En una mesa se jugaba a las cartas -“matando el tiempo solían decir”-. Firmo, el maestro, que había estado observando distraídamente a los que jugaban, se acercó a Benito que pretendía, sin conseguirlo, sintonizar alguna emisora por la radio.

-No lo intentes, Benito, aquí en el valle no llegan las ondas; sólo las de Radio Nacional, y para lo que dicen. Por no llegar, no llega ni vuestro sustento: los peces se habrán vuelto del régimen.

-¡No empezamos, señor maestro, no empezamos! Por menos de lo que está diciendo, dieron el “paseillo” a más de uno. Así que ándese con cuidado.

-¡Cómo a Tomás y a Eugenio, por ejemplo! ¿No? ¡Ya me gustaría a mí saber quién fue el hijo de puta que los denunció!

-No fueron de este pueblo, debería saberlo.

-¡Ya sé, ya sé! Aquí sois buena gente, Benito –continuó -. Demasiado buenos y demasiado dóciles. Nunca he entendido por qué lo uno ha de conllevar lo otro.

-No le entiendo don Firmo –arguyó Benito.

-No te preocupes, así no te irá mal en estos tiempos.


Firmo salió al aire; el ambiente, cargado ya a estas horas, de la taberna le había producido un leve dolor de cabeza. Miró hacia la oscuridad intentando buscar alivio a su mal. Su mirada ascendió hacia el cielo. Allí, en lo alto, brillaban las estrellas; la noche estaba serena; el verano se iba aposentando y aunque en el valle el frescor de la incipiente noche aún persistía, comenzaba a notarse que la temperatura era más tibia. Paseó hacia el río. Las escasas luces del pueblo fueron quedando a su espalda. Las últimas palabras con Benito, le habían revuelto el estómago. Le habían hecho recordar a su amigo Tomás. En la oscuridad vio el brillo amarillento de un cigarro. Se dirigió hacia el punto de luz. Era Agustín, el médico, que había salido también a dar un paseo por las cercanías del río. La luz blanca de la luna le ayudó a reconocerlo.

-Hola doctor.

-Hola profesor –le respondió también con chanza el médico-. ¿A mí me lo parece o traes mala cara?

-Motivos traigo, Agustín. Benito me ha hecho recordar al amigo Tomás. Sé que no ha sido su intención, pero me ha revuelto el estómago.

-Tomás “el Tricolor”, le llamaban.

-Sí. Sólo por eso se lo llevaron a fusilar detrás de aquellas peñas. Benito dice que no fueron de aquí los que le delataron.

-Puede ser; envidias hay en todas partes.

-Envidia y mala baba. Recuerdas cuando nos llenaba la pila de la cocina con el pescado que tanto le costaba conseguir en la mar. Casi no tenía para dar de comer a su familia y a nosotros nos lo regalaba. Vivían en la otra orilla del río, como dicen por aquí para despreciar a los pobres. A veces pienso que la gente cuanto más tiene, más necesita. Tomás era distinto, nunca advertí en él una mala cara, siempre sonreía; trabajaba como el que más para sobrevivir, pero nunca le oí quejarse de su suerte. Y encima nos obsequiaba con pescado.

-Era su forma de agradecernos de alguna manera el que cuidásemos de sus hijos. Pobre hombre.

-Me pone de una mala hostia recordar que alguien se vengara en él, sólo por ser republicano. No lo puedo soportar, ni olvidar.

-Firmo, ¡qué palabras son esas en boca de un maestro, hombre! –terció Agustín.

-Peores las diría si sirvieran para saber quién lo hizo. ¡Hijo de mala madre! Un hombre sólo es un hombre si tiene libertad para expresarse y actuar. En este pueblo parecen haberlo olvidado.

-En éste y en todos. Cálmate, anda. Toma un cigarrillo. Aunque no debiera, te lo receto. A veces sirve para tranquilizarse.

Firmo echó la primera bocanada de humo. Le sentó bien. A veces los médicos aciertan –pensó.

-De qué sonríes. Veo que te cae bien fumar. Al menos ya no tienes esa cara tan pálida.

-Me río –mintió-, de aquella vez que Tomás se presentó en la escuela con su mujer y su hija María, que debía tener unos cinco años. Era la primera vez que la niña iba por allí. Quería que aprendiese lo más posible. Mi sorpresa fue cuando me dijo que también quería que se quedara la madre, pues no sabía leer ni escribir. Su esposa tenía… tiene –rectificó- la belleza que dan las montañas de esta tierra; al menos en eso sí le favoreció la suerte al bueno de Tomás. Dijo que era una vergüenza que aún hubiera en España personas analfabetas. Que la República no podía permitir aquello. Me largó un mitin sobre que el progreso de los pueblos dependía de la cultura de sus hombres y de sus mujeres. Me habló también de la socialización de los recursos. Se le notaba eufórico relatándomelo. Era un hombre avanzado, no cabe duda. Por tener esas ideas se lo llevaron, los muy…

-Quizás sólo por tener ideas, Firmo.

-Sí. Recuerdo que aquel día, al acabar las clases, se presentó en la escuela, para sonsacarme qué tal le había ido a su mujer. Estuvimos hablando largo rato, e incluso fuimos a la taberna mientras María y su madre iban hacia su casa. En la taberna, no sé si por mor del vino o por ser Tomás sencillamente así, me expuso una teoría que me hizo sonreír primero, pero que después me hizo pensar en las posibilidades que hubiera tenido ese hombre de haber dispuesto de otra forma de vida, con estudios, algo de cultura, en fin… ya sabes.

-¿Qué teoría es esa?

-En realidad él desconocía que aquello que me contaba fuese una teoría. Él creía a pies juntillas lo que me dijo. El mundo al revés podría titularse. “Imagínese (no había forma de que me tuteara –la costumbre, decía-) que nada es lo que parece. Que el cielo no es el cielo, que el mar no es el mar… al menos como nosotros los vemos”. Tomás pensaba que nosotros mirábamos la bóveda celeste, como pomposamente la llamaba, allí arriba; que vivíamos en una enorme bola en donde el mar y la tierra se repartían toda la superficie. Me decía que mientras nosotros estábamos aquí, mirando al cielo, él había leído que Australia estaba justo en la otra parte de la bola y que sí las cosas se sujetaban era debido a que en el centro de la tierra había un núcleo que nos atraía. Las cosas no eran así, para él esto era inconcebible. La tierra y el agua formaban una esfera, sí, pero hacia adentro. Los ríos, las montañas, los valles, las playas… todo estaba como lo veíamos, pero en el interior de una gran bola o esfera (ya te he dicho que, hablando, era algo barroco). El cielo, con las nubes, y el sol y las estrellas estaban en el centro mismo, y las fuerzas que impedían que nos cayésemos hacia las nubes, estaban fuera de la tierra, y que esta fuerza que nos atraía era debida a que la tierra giraba y viajaba a gran velocidad por lo que el llamaba: “La nada”. Me puso el ejemplo de la bicicleta: No te caes mientras pedaleas; en cuanto se pierde velocidad te vas al suelo. Es así de simple, decía.

- Sí, era simple. Sencillo sería la palabra –apostilló Agustín mientras daba una última calada al cigarrillo.



miércoles, 3 de febrero de 2010

En el refugio de los sueños: Pompas de jabón, peces y otras historias (2ª parte)

El agua apenas les llegaba hasta las rodillas en aquella zona. Fátima y María chapoteaban intentando mojarse el vestido la una a la otra. Reían. Campanu y Gerucho se acercaron a ellas y se sentaron a la orilla del río. El Asón discurría lento. El sol rebotaba en la superficie del agua y desprendía minúsculos reflejos de luz que se perdían en el interior del bosquecillo cercano Los rayos, en las primeras horas de la tarde, todavía casi verticales, calentaban el aire y las hojas de los chopos cobijaban agradablemente, con su frescor, a los dos chicos. Las nubes parecían juguetear unas con otras allá arriba, por la pista azul del cielo. Tumbados sobre la hierba los chicos observaban el cambio de formas y en su imaginación veían, o creían ver, figuras de animales, árboles, continentes…

-¡Mira, Gerucho, aquella nube parece el cura con la sotana! –reía, mientras esto exclamaba, el mayor de los chicos.

-¿Dónde, dónde? –el chico no acertaba a localizar la forma que Campanu señalaba con el dedo.

-¡Allí, encima de la montaña!

-A mi me parece un sombrero.

-¿Qué miráis? –preguntó una de las niñas, mientras las dos salían del río.

-Nada; las nubes que cambian con el viento.

-¿Vamos a ver al abuelo Marcial? A estas horas estará, como siempre, en la solana- preguntó animada María, la más pequeña de las niñas-. Quizás nos cuente una de sus historias.

-No sé como soporta el calor con esa chaqueta de pana que lleva –comentó para sí Gerucho.

-Por que es viejo, y los viejos siempre tienen frío –le respondió Campanu-. El abuelo Marcial siempre está en la solana, tanto le da en invierno como en verano.


-¿Una historia? Me canso de contar historias. Además creo que ya os las he contado todas.

-Siempre dices lo mismo abuelo Marcial. ¡Cuéntanos la del hombre que se volvió pescado, anda! –suplicó María.

-No, mejor la del cazador de sombras, ese gigantón que iba por el bosque con la red que robaba a los pescadores –terció Gerucho.

-Y a ti, Fátima, ¿cuál te gustaría escuchar? –preguntó, amable, el abuelo.

Fátima se quedó mirando a los ojos glaucos del viejo, sorprendida por su color, que le recordaba a las aguas del río, y por aquella telilla que les cubría casi por completo. La intensidad de su mirada sorprendió al anciano que desvió la vista de los niños hacia el cielo, mientras decía:

-Hoy no os contaré ninguna historia, pero sí que podría desvelaros un secreto… mi secreto, que sólo yo conozco, claro.

-¿Tienes un secreto, abuelo?

-Por supuesto, como todos los abuelos.

-¡Cuéntanoslo! –pidieron los chicos.

-Si os lo cuento, dejaría de ser un secreto.

-¿Y si no nos lo cuentas, cómo sabremos que es verdad que tienes un secreto?

-Tú si que eres listo, Campanu –contestó el abuelo.

-Los secretos son como los deseos. Hay que ocultarles; no decírselos a nadie. Sólo así se guardan los unos y se cumplen los otros.

-¡Anda, abuelo, cuéntanos tu secreto! –suplicó María.

-¡Cuéntanoslo! –pidieron los chicos, y hasta Fátima parecía suplicar.

-¡Está bien! Pero habéis de prometerme dos cosas: una, la más importante, que jamás…jamás se lo contaréis a nadie. Y dos, que, a cambio, cada uno de vosotros me dirá cuál ha sido su último deseo.

-¡Vale! –exclamaron Gerucho, Campanu y María, mientras Fátima afirmaba con la cabeza.

-Veréis –comenzó Marcial- Yo siempre fui así. Ese es mi secreto.

-¿Cómo así? –preguntó Campanu.

-Pues así, como me veis. Viejo y calvo. Mis padres eran también muy mayores cuando yo nací. Y vine a este mundo con barba y bastón. Así como estoy ahora. Bueno la chaqueta es nueva… casi nueva –rectificó.

-No te creo –protestó Campanu

-Nosotras tampoco –dijo María por ella y por Fátima.

Sólo Gerucho parecía dudar.

-¿Vosotros me habéis visto alguna vez diferente a como soy ahora? ¿Decid?

-No, no, no…no.

-Pues entonces… No olvidéis guardar mi secreto. Me enfadaría mucho saber que se enteraran los del pueblo; se reirían de vosotros. ¿Me habéis comprendido?

-Si, si, si… si.

-Pero, ¿Fátima habla? –preguntó incrédulo el abuelo.

-Poco –contestó María-. No es que no pueda, es que no quiere. Dice que está mejor así: escuchando.

-Tampoco hace ruido al caminar, ni por la casa. Mi padre dice –comentó ahora Campanu- que los porcos, cuando ella los echa de comer, se apaciguan. Es silenciosa, como si la casa estuviera vacía. Por eso la llamamos “Nadie”.

-Entiendo, entiendo. Bueno contadme ahora vuestros deseos, de uno en uno.

-¿Estás seguro de que se cumplirán, si te los contamos, abuelo Marcial?

-¡Acaso he dejado yo de ser viejo por desvelaros mi secreto! –protestó el abuelo-. Entre nosotros, si nadie más lo sabe, todo seguirá funcionando igual: los secretos serán secretos y los deseos se cumplirán. A ver Campanu, cuenta, cuenta

-Yo deseo que esta noche entren los peces. Lo llevo deseando, todos las noches, desde hace casi un mes.

-Imagino que los del pueblo empiezan a desesperarse. ¡Sí tardan este año…sí! –pensó en voz alta Marcial-. No te preocupes chaval, ya verás como tu deseo se cumple muy pronto. Y, tu Gerucho, ¿cuál es el tuyo?

-Tocar las campanas en cuanto Campanu me avise. Es lo que más me gusta…, bueno y cazar luciérnagas.

-Las tocarás hijo, las tocarás.

Fátima y María miraban al viejo con sus enormes ojos grises. María habló:

-Yo sé cual es el deseo de Nadie. Me lo contó un día en el río. Despacio, eso sí, pero me lo contó. Pero aún no se ha cumplido.

-¿Y cuál es, si puede saberse?

María miró fijamente a Fátima, quien devolviéndole la mirada movió afirmativamente la cabeza, como pidiendo a su pequeña amiga que lo contara.

-El deseo de Nadie es que las pompas de jabón no se rompan.

-¿Y, eso? ¡El mundo estaría lleno de pompas de jabón!

-¡Sería precioso! –exclamó María.

-Y, ¿para qué? –preguntó extrañado el anciano.

-Para poder viajar. Haríamos una gran pompa con todo el jabón que les sobrase a las lavanderas del río, y nos meteríamos dentro. Viajaríamos por el cielo viendo el mar, y las chimeneas de las casas, y las montañas. Jugaríamos con los ciervos que hay en las nubes, y entraríamos en los castillos de espuma, y nos pondríamos los sombreros…

-Yo he visto esta mañana la sotana del señor cura –interrumpió Campanu.

-…y no tendríamos que llevar paraguas, pues dentro de las pompas de jabón no llueve. Ya sabes, abuelo Marcial, que dentro de las nubes hay mucha agua. El viento nos llevaría hacia otros pueblos y los veríamos desde allí arriba; y cuando nos cansásemos pues volveríamos a nuestra casa –terminó por contar la niña, con una expresión feliz en su rostro.

-Muy bonito el deseo de Fátima. Difícil de cumplir, eso sí, pero quién sabe…

-Y tú, María. ¿Qué deseas para ti?

María miró al abuelo y bajó la vista al suelo; en voz muy baja dijo:

-Me gustaría…-balbuceó mientras golpeaba el suelo con la punta de una de sus zapatillas de cáñamo-, me gustaría que mi padre volviese a casa.

Marcial se quedó mirando a María. Una lágrima pareció deslizarse por la mejilla del anciano. Retiró la mirada para no ser sorprendido.

-Un día le vinieron a buscar unos señores que tenían escopetas y se marchó con ellos –continuó la pequeña-. De esto hace mucho, pero yo aún me acuerdo. Mi padre miraba hacia atrás cuando se fue por el camino del monte. A mi madre le sujetaban unas mujeres del pueblo, dicen que para que no se fuera ella también. Recuerdo que lloraba y gritaba mucho. Yo seguí con la mirada a mi padre hasta que los árboles les taparon. Quiero que vuelva pronto.

-El tío Tomás… no se fue, pequeña, se lo llevaron. ¡Maldita guerra! –voceó Marcial-. Y no es que haya pasado mucho tiempo, es que ahora los días parecen más largos y llenos de sombras. Tal vez, si lográis hacer esas pompas de jabón que no explotan –se animó-, podrás llegar hasta el cielo. Seguro que es allí donde te está esperando. Bueno, basta de charla, que el sol ya se mete por la montaña y pronto empezará a refrescar.

-Abuelo Marcial -dijo en voz alta Gerucho-. Cuando yo sea mayor, cogeré un carretillo y una pala, y me subiré a ese monte que te quita el sol, y cavaré y cavaré, día tras día, hasta hacer desaparecer la montaña. Así tendrás siempre sol.

-Joder Gerucho –se le escapó a Marcial- tienes cada idea. No estaría mal, no – dijo mientras sonreía y con su cuerpo encorvado comenzaba a alejarse de los chicos.



lunes, 1 de febrero de 2010

En el refugio de los sueños: Pompas de jabón, peces y otras historias

Nota: escribí esta historia hace tiempo, por ser un poco extensa la voy a publicar en cuatro partes.

-¡Tampoco será esta noche, chaval! –comentó con voz queda el cabo Montero.

-¡No, no será! –añadió, mientras tiraba a la ría la minúscula colilla del “celtas”, el soldado Alonso.

-¡Quién sabe, mire el año pasado! –exclamó el chiquillo sin desviar la mirada de la desembocadura del río-. Me descuidé y me dormí. Casi no los oigo pasar. No avisan. Los de Treto y los de Seña me habrían tirado de cabeza al agua. No se andan con bromas; además confían en mí. Dicen que tengo un don heredado de mi bisabuelo. Yo no sé lo que es un don. Al maestro y al médico les llaman don Firmo y don Agustín –añadió sin que sus ojos se entretuvieran en mirar a los guardias-. A mi nadie me llama don Campanu. Campanu a secas.

Montero y Alonso rieron sin dejar de observar al muchacho.

La noche, cargada de la humedad que ascendía desde la ría, se les antojaba fría a los dos guardias civiles que, con su mosquetón al hombro, patrullaban los caminos. El cielo permanecía despejado desde hacía días y a estas horas las estrellas parecían millones de seres que posaban su mirada sobre la tierra. La luna brillaba en lo alto y su enorme y blanquecino halo se extendía desde su circunferencia. El mundo parecía haberse quedado en silencio, sólo el rumor del agua del río, que en aquella zona de bocana chocaba con la crecida del mar, aquietaba a la ya avanzada noche.

-¡Vete a casa chaval, que esta noche no será! El cielo está demasiado despejado y empieza a correr el viento que señala la amanecida –dijo Montero mientras sacaba del bolsillo, por debajo del chambergo, la petaca con la picadura del tabaco-. Ilumíname con el candil, Alonso –añadió.

-¿No tienes sueño? – le preguntó el número.

-Si, pero los del pueblo dependen de mí. Siempre soy el primero en dar el aviso.

-Ahora entiendo por qué te llaman Campanu.

-Bueno de mí y de Gerucho. El toca las campanas cuando yo le aviso. Así despierta a los del pueblo. Las campanas, por la noche, se pueden escuchar por todo el valle.

-Pues si es el tonto del Gerucho quien toca las campanas, debería ser él, Campanu –bromeó el cabo.

-¡Gerucho no es tonto, y además es el que mejor caza luciérnagas de todo el valle! ¡Dice que cuando tenga muchas va a iluminar todo nuestro pueblo, para que don Agustín no necesite sacar el candil cuando va a casa de alguna parturienta por la noche!

-No te enfades, chaval, que era una broma. Y vigila, vigila el agua.

Sonriendo se alejaron hacia Treto. Sus sombras pronto se perdieron en la noche. El chico seguía mirando el agua.


-¡Ve a la cama, Campanu! –ordenó Benito a su hijo.

-Tampoco entraron hoy, padre. Quizás la próxima noche. Ya están tardando este año.

-Sí tardan, sí. Anda ve a dormir un poco. Dile a tu prima que se levante que ya es hora de echar de comer a los porcos, y aprovecha el calor de las sábanas que vienes tiritando.

El muchacho entró en la pequeña alcoba. El suelo de madera de castaño emitió un leve quejido bajo el peso del chico. Fátima dormía. Su respiración rítmica producía un ligero ronroneo, apenas audible, que se confundía con el del gato acurrucado a sus pies. En la oscuridad tocó, con torpeza, el brazo desnudo de la niña, y ésta cambió de postura emitiendo un leve suspiro. Campanu entreabrió el cuartillo de la pequeña ventana y se quedó contemplando la dulzura de la cara dormida de su prima. El pelo rubio, enmarañado, cubría parte de su rostro y bajaba por la espalda, sobre el camisón.

-“Nadie”, despierta. Ya es hora. Padre dice que bajes a desayunar –susurró el muchacho mientras, sentado al borde de la cama, comenzaba a quitarse la ropa.

Fátima, silenciosa, se frotó los ojos y con ellos cerrados comenzó a vestirse. El chico se introdujo en la cama y sintió, como cada mañana, el tibio calor que el cuerpo de la niña había dejado entre las sábanas. Antes de que Fátima hubiera cerrado la puerta de la pequeña habitación, él ya se había quedado dormido.


Benito lavaba los pequeños vasos del aguardiente en un caneco de madera. Los frotaba con mimo; los primeros vecinos llegarían enseguida. El calor del orujo de Liébana bajaba a través de las gargantas hacia el estómago y convertía en soportable el frescor de la madrugada. En un cuarto anexo a la taberna, Raimunda se movía entre las cacerolas como pez en el agua. La habitación, oscurecida por el humo de la chimenea donde cocinaba y por los vahos de las perolas, apenas estaba iluminada por un pequeño ventanuco por el que comenzaban a entrar los primeros alientos de vida.

La vivienda de Benito y Raimunda se abría por completo a la luz y al calor del sol por la fachada al mediodía. Dos enormes muros laterales avanzaban para proteger a la solana y al zaguán de la entrada del viento y de la lluvia. Un gran portalón daba paso al estragal donde los aperos de labranza y pesca se amontonaban en desorden. La cara norte, siempre en sombra, producía, por el contrario, cierta tristeza con los muros repletos de musgo nacido por la humedad.


-¡Malditos peces! –voceó Damián al entrar en la taberna-. ¿No se le habrán escapado a tu chaval?

-Sabes que no. El chico no separa los ojos del agua en toda la noche. Y lleva cerca de un mes –contestó Benito sin dejar de secar los vasos-. ¡Ya entrarán, ya!

-¡Pues tardan, “cagüén Dios”! -blasfemó Damián.

-¡No escupas de esa manera, que el de arriba no tiene la culpa, y además te va a dar igual!

El lugar se iba llenando de parroquianos. Todos ellos transmitían las mismas inquietudes. De la pesca dependía la suerte de los pueblos del valle. El humo de la picadura de los cigarrillos ascendía hasta el techo de madera de la pequeña taberna y se quedaba allí colgado, en suspensión, ennegreciendo la techumbre. El ambiente empezaba a hacerse irrespirable; era parte de la forma de ser de aquellas personas empobrecidas por la dureza de aquellos años.

-¡Malditos peces y maldita guerra! –gritó una voz mientras el puño del hombre golpeaba con brusquedad el mostrador de madera.

-Los peces siempre vienen y en cuanto a la guerra ha dos años que acabó –suspiró Benito.

-Pues para nosotros como si no hubiese terminado –terció otra voz-. Poco han cambiado las cosas desde que se consiguió la paz.

-Es que con el fin de la guerra, no llegó la paz, sino la victoria –el que así hablaba era Firmo, el maestro.

-¡Baje la voz, señor maestro, no le vaya a oír la ronda! ¡Ya sabe usted que a estas horas se dejan caer por aquí; y además no quiero problemas en mi casa, joder!