lunes, 19 de diciembre de 2011

En el refugio de los sueños: Veinte de diciembre

No recuerdo con exactitud si fue por la coronación del rey o por promulgarse aquel día la constitución; el caso es que aquel año de 1975 la lotería nacional no se pudo celebrar el día veintidós de diciembre, como es de rigor, y por primera y única vez en la historia de este sorteo se adelantó al día veinte. Y en nuestra casa nos tocó el gordo de navidad.

Me quedé dormido aquella noche en el hospital, tal era la fe ciega que tenía en la madre. Eran las dos de la madrugada, toda una premonición, cuando nació nuestra hija. Vino al mundo con cuatro vueltas del cordón umbilical alrededor de su cuello; el médico nos dijo que de tanto darse vueltas en la placenta materna, otra premonición. Su primera casa fue la incubadora: una semana entera la tuvo alquilada. Al salir de ella la hicieron un test, para comprobar si su cabecita no había sufrido ningún percance con el ovillo del cordón en que venía envuelta. Creo que se llama: test de Raven, o algo similar, en versión recién nacidos. Afortunadamente fue de los pocos exámenes que aprobó con nota aquellos primeros años de su vida. Buena estudiante no podría decir que fuera, le podía más su mundo interior que la concentración que se necesita para aprender las lecciones; pero era curioso, lo que ella quería memorizar ya lo creo que lo hacía. Lo de la premonición que comentaba se relaciona por la intensidad de su vida de trabajo (algunas veces le dan las tantas de la noche), su ajetreo y su disposición hacia los demás. Siempre en movimiento, vamos.

La primera vez que la vi iba en una limusina (¿otra premonición?) para bebés. En el centro de la Seguridad Social, trasladaban a los recién nacidos en una cuna larga con ruedas; en ella iban hasta una docena, los llevaban a mamar con sus respectivas mamás. Todos, niñas y niños, llevaban en su muñeca una cinta amarilla con su nombre. Una de aquellas criaturas era mi niña, la que hoy cumple años y ya convertida en una mujer espléndida.

Podría recordar muchas cosas de su infancia, pero es, sin duda, el robo de camisas, ¡de mis camisas!, la que evoco como una de las que me hicieron más gracias. Las mangas le sobresalían no menos de una cuarta por encima de sus manos. En ocasiones el jersey también era de propiedad paterna, y vestida de esta guisa se iba, con su cuadrilla de amigas, que aún conserva, a “Regino” como ellas decían. Hasta salieron una vez en la prensa local: el artículo se titulaba “¡Vosotras, las de Regino!”

Desde pequeña le gustó ir al teatro (esta premonición se ha convertido en su vida; no tengo muy claro si en su medio de ganarse la vida, pero sí en su vida). Ganó un premio de poesía escolar… pero no quiero seguir desgranando su existencia, mejor que algún día la cuente ella.

Felicidades hija por tu cumple y gracias por ser como eres. Un abrazo, ojito.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Cuento de Navidad: El Niño Jesús

Cuando llegan estas fechas próximas a la navidad, en nuestra casa se prepara una pequeña revolución. Mi esposa toca a zafarrancho general y cada miembro de la familia ya sabe lo que ha de buscar. Se trata de encontrar al Niño Jesús que hace unos años, quizás ya media docena, se perdió.

Se trata de una imagen sencilla de unos treinta centímetros que reposaba en un pequeño pesebre hecho de troncos de madera y acostado sobre paja; vamos lo normal para un Niño Jesús. Llegadas estas fiestas quedaba instalado, en el vestíbulo de entrada, en el mueble auxiliar que otrora sirvió de acomodo al teléfono fijo de nuestra casa. ¿Recuerdan?: aquellos aparatos de baquelita que tenían los números en una esfera y que cuando sonaba todos sabíamos que se trataba del teléfono, y que nadie preguntaba a gritos y con fieros aspavientos: ¡quién ha visto mi móvil!

Mi esposa lo colocaba sobre un paño inmaculado y repleto de encajes. El pesebre con el recién nacido era rodeado de adornos navideños al uso. Allí pasaba aquellos días de finales de diciembre y de primeros de año, sonriendo a todos los miembros de la casa y a cuantos nos visitaban aquellos días. Raro era quien al cruzar la puerta de entrada no se quedaba prendado del candor de aquel niño.

Cuando acababan las fiestas, cada siete de enero, la imagen era envuelta en el papel de seda en el que había dormido todo un año y guardado en el armario de nuestro dormitorio.

Pero, ¡héte aquí! que hace seis o siete años (quizás más, que el tiempo vuela), por estos días tan señalados, el Niño Jesús no estaba en el lugar que le correspondía. Mi esposa debió volverse loca buscándolo, pero por más que sacó toda la ropa del armario, abrió y limpió cajones, no pudo encontrarlo. Simplemente se había esfumado. Lógicamente revolvimos de arriba abajo toda la casa, que es lo que venimos haciendo año tras año desde entonces, cada vez con menos esperanzas de encontrarlo he de confesar. No hemos tenido en estos años ningún traslado, sí alguna obra que nos ha obligado a mover muebles de sitio, pero fuera de eso resulta inexplicable el hecho en sí. Un misterio más del “Misterio”.

Yo, medio en broma, suelo comentar, y mi esposa se cabrea, que a lo mejor no le caíamos en gracia y se marchó con alguno de los amigos o familiares que nos visitan, eso sí con cuna y todo.

¡¡¡ FELIZ NAVIDAD ¡!!

lunes, 12 de diciembre de 2011

En el refugio de los sueños: El desván

Todos los niños debieran de tener un desván.

Recuerdo la primera vez que subí, o quizás sea mi imaginación la que desea que haga memoria. La escalera de madera crujía a pesar de lo liviano que debía de ser mi cuerpo de niño por aquel entonces. Me iba acercando en silencio hasta la gruesa puerta de entrada procurando andar con lentitud y casi de puntillas para que los duendes que me habían dicho que existían en aquel espacio que, por otra parte, hacía tiempo que estaba tentado de inspeccionar pero que siempre me hacía retroceder un paso y dejarlo para mejor ocasión, no despertasen. Con sigilo empujé la puerta de madera, las bisagras faltas de engrase chirriaron a medida que la abertura se iba haciendo mayor. Un haz de luz dorado de polvo pareció herirme los ojos. Tuve que amoldar la vista ante aquella luz que me cegaba; por un momento llegué a pensar que se trataba de alguno de aquellos duendes que venía a castigar mi osadía al violentar su sueño de años. Pero no, sólo pude escuchar el silencio. Una vez dentro tardé unos segundos en acomodarme a aquella luz. Instintivamente alcé la vista hacia arriba y vi la procedencia de aquella angustiosa luminosidad: se proyectaba desde la claraboya del techo abuhardillado, el resto del espacio estaba en penumbra; mis ojos tardaron en acostumbrarse a ella. Cuando recuperé la visión pude observar amontonadas cajas y más cajas, distinguí también un arcón de madera oscura e infinidad de objetos que a mis ojos infantiles le parecieron personas que se iban a abalanzar sobre mí. Pero nada de eso sucedió. Poco a poco me fui adaptando a aquella nueva situación, a aquel nuevo orden de cosas. Me fui acercando para ver con detalle cada objeto y fui ganando en confianza al advertir que nada terrorífico me sucedía. Me envalentoné hasta ser capaz de abrir uno de los baúles. Lo primero que salió de él fue un vaho de humedad y un halo de polvo producido por el movimiento de la tapa. Estaba lleno de sábanas viejas, al menos a mí eso me parecieron. Tenté, con cierto temor, aquellas ropas por ver de descubrir algo entre ellas. Tenían una fría humedad amarillenta que me hizo desistir, además poco me interesaba aquello: me parecieron rancias e inservibles.

Vagué por la tarima de la que se levantaban restos de carcoma a cada paso que daba. Algo me sobresaltó pues emití un pequeño grito que se quedó colgado en el aire como esperando que alguien lo escuchase. De mayor he sabido que cuando algo se mueve, el ojo humano percibe el movimiento antes que al objeto que lo produce, pero eso fue años después, en aquellos instantes ése algo me atemorizó y a punto estuve de salir corriendo de aquel desván. Me sobrepuse y miré con cautela hacia la zona motivo de mi inquietud. Sonreí al comprobar que había sido mi propio cuerpo al verse reflejado en un espejo. Me acerqué a él. Era un espejo de balancín; estaba cubierto de polvo y mi imagen parecía estar detrás de una débil niebla. Pasé mi mano derecha sobre la sucia superficie dibujando un círculo a la altura de mi rostro. Lo recuerdo tranquilo y aliviado.

Deambulé por aquel espacio sin dueño que ya no me intimidaba pero en el que intuía poder descubrir misterios sin explorar. No me equivoqué, al abrir otro de los baúles encontré un mundo de tesoros hasta entonces sólo imaginarios. Ante mis ojos se presentaron soldados de plomo, una caja que contenía un tren con sus vías, muñecas con tirabuzones ajados por los años que desdeñé casi de inmediato, cuadernos repletos de cromos sobre la vida de don Quijote, del Cid Campeador, de los Diez Mandamientos, de Maravillas del mundo…, figuras de lo que debió en su día un belén con sus pastores e imágenes del portal la mayoría cercenadas por el uso y el paso de los años. Allí estaba la infancia de mis padres y también de mis abuelos, cómo justificar sino aquel sable de empuñadura dorada que debió pertenecer al padre de mi madre que fue militar de la República y del que tanto habíamos oído hablar en las tertulias que mis padres tenían todos los domingos con sus hermanos, hermanas y demás miembros de la familia. Una bicicleta vieja, oxidada y olvidada a la que desde aquel mismo instante opté por sacar del olvido y devolverle la vida y hacerla mi compañera. Recuerdo un balón de fútbol aniquilado por el pateo y que en lugar de válvula tenía un trenzado de cordón por donde se hinchaba. Todo ello hubiera seguido durmiendo si yo no lo hubiese rescato de su letargo.

Aquel verano, en aquella casa del pueblo de mis abuelos, no hubo tarde a las horas en el que el silencio de la siesta se hacía patente, que no subiese aquellas carcomidas escaleras sin hacer el menor ruido, puesto que suponía que mis padres o la abuela me reñirían por descubrir sus tesoros ocultos.

Una vez allí, en los que consideraba mis nuevos dominios, me enzarzaba en batallas sin cuartel, colocando en filas a aquellos soldados de plomo, blandiendo el sable y arengando a mis tropas contra el enemigo imaginario.

Todos los niños son felices en cualquier parte del mundo, independientemente de la situación que les haya tocado vivir. Sólo el hambre y las enfermedades les entristecen por desgracia. Pero allí donde exista un crío nacerá un juguete envuelto en caja de cartón con la que construir un camión; un simple palo hará de espada o un montón de trapos cosidos tendrán el efecto del mejor balón que pueda existir. Su imaginación y sus ganas de vivir no tienen límites.

Por eso creo que todos los niños debieran de tener un desván.

jueves, 8 de diciembre de 2011

En el refugio de los sueños: Aniversario

José Luis, tambaleándose, logró abrir la puerta de la buhardilla. Al volverse para cerrar vio un sobre blanco en el suelo del oscuro pasillo. Incapaz de agacharse a recogerlo intentó golpearlo con su pie izquierdo, aquel que empleaba de niño para jugar al fútbol en el patio del colegio. Falló y tuvo que sujetarse en la puerta para no caer. Ya no eres el de antes –pensó en medio de su embriaguez-, “el Zocato” me llamaban, y ahora no acierto ni a un papel quieto -dijo mientras lo intentaba por segunda vez- Ahora sí, el sobre describió una pequeña parábola en el aire y cayó de nuevo. José Luis sonrió y dejando atrás su dicha fue a la pequeña sala que le servía de cocina y de dormitorio y se desplomó sobre la cama, sin quitarse el abrigo.

Manuel llevaba días intentando localizar, entre las revistas antiguas del colegio, la fotografía del curso “Quinto A”. Empezaba a preocuparse al no dar con ella, hasta que revisando las últimas que quedaban en la colección de recuerdos que siempre había guardado, apareció. Allí estaban todos los que buscaba, sus compañeros de los quince años: Andrés, Antonio, Fernando, Ignacio…, a algunos les fue nombrando por sus motes, sonreía mientras recordaba. Habían pasado veinticinco años desde aquella fotografía. Cuatro filas de chicos. La primera con diez o doce alumnos, los más altos de la clase entre los que se encontraba, sentados en el banco corrido y por detrás de ellos otras tres filas, los chicos de pie sobre pequeñas gradas; en la última fila los más bajos de la clase. Sonreía mientras pensaba que ahora empezaba el auténtico trabajo: dar con cada uno de aquellos cuarenta y dos compañeros. A algunos les veía a menudo por la ciudad, sería con los primeros que contactaría. Si lograba a través de aquellos pocos irse poniendo en relación con los demás la labor sería más fácil y sobre todo rápida. Trataba de reunirles a todos después de veinticinco años, y para ello qué mejor que una cena en un buen restaurante. Sólo necesitaba algo de tiempo, algunos de ellos seguro no vivían ya en su localidad y quizás, si lo preparaba bien, se animaran a venir.

Se despertó entre vómitos. Debía ser ya mediodía. Miró su reloj de pulsera pero el cristal estaba roto o quizás fuera su cabeza que no respondía: sus ojos parecían ver a través de una nebulosa azucarada. Se levantó de la cama al tercer intento, todo parecía girar a su alrededor. Se acercó al lavabo y metió directamente la cabeza debajo del grifo. El agua discurrió por debajo del cuello de su camisa, al erguirse penosamente, ocasionándole un voraz escalofrío al resbalar por su pecho y espalda. El frío líquido pareció reanimarlo por un instante, pero sus ojos no respondían y tuvo que sentarse, mejor sería decir dejarse caer, sobre el desastrado sofá. Intentó recordar, con la cabeza echada hacia atrás, lo sucedido la noche anterior y llegó a la conclusión de que sólo había sido una repetición de tantas otras. Unas pequeñas lágrimas se descolgaron de sus ojos, al principio creyó que era el agua que caía de sus cabellos mojados, pero antes de llevarse la mano derecha a los ojos ya sabía que era su conciencia la que lloraba.

La cita era en el restaurante “La Emparedada” a las ocho de la tarde. Manuel aguardaba desde poco antes a los comensales, a sus compañeros de colegio. Estaba nerviosamente alegre. Había preparado la reunión con ilusión o quizás con morbo, no ignoraba que después de tantos años los amigos de entonces habían dejado de serlo en su inmensa mayoría y que la vida de cada cual había transcurrido por derroteros diversos. Aún sin tener noticias, suponía que alguno podía haber fallecido. Fueron llegando con puntualidad; no todos habían respondido a su invitación, pero allí estaban: Fernando, Antonio, Ignacio, Felipe… Los saludos, en principio fríos, fueron reemplazados por risas cada vez más sinceras. Los aperitivos y las primeras copas iban situando las cosas en su lugar. Los cuarenta años que acababan de estrenar y libres, ya de los primeros complejos, hacían presagiar una noche cuando menos divertida. Manuel les iba señalando con el dedo, uno a uno, sin el menor sentido del pudor: Ignacio…médico ¿no? Antonio…Otorrinolaringólogo… ¡joder tío qué largo! Fernando… a este lo conocemos bien: empresario del año en nuestra provincia…rico, claro, pero que muy rico…Nada, nada, Fernando, luego te pagas unas rondas… Fernando sonreía, aunque no le hiciesen demasiada gracia aquellos comentarios, pero en fin estaban entre antiguos amigos, recordando. Y tú –pensó Fernando sin dejar de sonreír- gordo de mierda que te has puesto como un chino cebón. Manuel seguía con la copa alzada y la boca irónicamente placentera mientras decía para sí – hay Fernando, Fernando, si yo contase cómo has conseguido tantas cosas, quizás tu mujer, la hija del dueño de tu empresa, y tú Antonio, el otorrino, que tuviste que cambiar de facultad hasta tres veces para lograr terminar la carrera, el dinero de papá, claro- Manuel seguía sonriendo y alzando su copa hasta el siguiente rostro.

Llegaron los postres, el café, las copas. El humo del tabaco ascendía desde la mesa hasta el techo del restaurante. Se había creado una atmósfera de confidencialidad. Aquellos chicos, ya hombres, habían apartado sus actuales vidas y habían regresado al pasado… a veinticinco años atrás. Reían, ahora, sin ataduras; cada cual había llegado hasta allí por diferentes caminos partiendo desde el mismo lugar: aquellas enormes aulas del colegio y de aquel inmenso patio, centro de tantos juegos compartidos. Y recordando se les iba el tiempo y se iban vaciando las botellas y desapareciendo los paquetes de tabaco convertidos en humo ya irrespirable.

Todos giraron la vista hacia la puerta. El ruido había sido seco, estridente, sin motivo. La puerta de acceso al comedor se abrió con violencia, empujada por una fuerza sin control. Un hombre, joven aún pero gastado por la vida, entró en el comedor como un torbellino. Su indumentaria: una abrigo largo -excesivamente largo y ajado- dejaba ver una camisa amarilla adornada por una descolocada corbata que hacía tiempo había dejado de ser azul, los pantalones de color marrón cubrían por completo unas deportivas deterioradas por el uso. Iba peinado hacia atrás, con el pelo grasiento y humedecido. Sus ojos tristes y acuosos miraban, sin ver ni centrarse, aquella reunión de amigos que alguna vez, hacía ya muchos años, también había compartido.

Algunos se habían puesto de pie. Reinaba ahora el silencio en la sala, solo roto por algún carraspeo de disimulo. Manuel estaba boquiabierto mirando a aquel intruso. Ignacio, Pedro, Ángel fumaban sin apartar la mirada de aquella figura vacilante que acababa de interrumpir sus alegres recuerdos.

-¿Invitaréis a una copa por lo menos? –dijo balbuciendo el recién llegado.

-¡Joder, sí es el Zocato! –exclamó una voz desde una esquina de la mesa- Era Andrés el que había hablado; ¡José Luis, el Zocato!

Para entonces José Luis, no se sabe bien cómo, había cogido una silla y se había sentado alrededor de la mesa. Tanteaba por encima del blanco mantel buscando una copa y agarrando la primera botella que alcanzó llenó aquella hasta el borde. El primer trago se deslizó hacia el interior de su boca y resbaló por su mentón a partes iguales. Un eructo fue el presagio del fin de aquel aniversario.

domingo, 4 de diciembre de 2011

En el refugio de los sueños: La flor

Ignacio miraba absorto el continuo goteo del suero. La goma plástica dejaba correr aquel hilo de vida hacia el cuerpo de Miguel. El accidente en aquella estúpida moto, por aquella forma de vida tan salvaje, como en más de una ocasión le había echado en cara, le estaba costando la vida. Sentado al borde de la cama seguía contemplando aquel silencioso fluir sumido en sus pensamientos, en su nostalgia. Cogía su mano -ingrávida, liviana, sin apenas pulso- mientras cerrando los ojos recordaba…recordaba.

Julio del 2011. Le había conocido en aquella barra en la que él no debía de haber estado; pero tal vez el destino así lo había querido. Un cigarrillo que se cae de su cajetilla, un incidente casual, él se agacha, Miguel también como sin querer, vencido por una arbitraria inercia, los ojos que comunican un no se qué, y así empieza una historia de amor, algo rutinario para algunos, y algo inalcanzable para otros a lo largo de toda una vida. Pero así sucede a veces: una mano que se acerca a por el cigarrillo caído y otra que llega al mismo tiempo, sin duda procedente de otro lugar, pero ya no ajena al suceso. Dos miradas que se juntan y unos labios que pronuncian: gracias; que palabra más hermosa para dos seres condenados a entenderse. Levantan sus cuerpos hacia la barra y es ahora cuando se delatan, cuando empiezan a ser uno sólo. Él, Miguel, ha recuperado su cigarrillo, y él, Ignacio, ha comenzado a enamorarse de aquel muchacho de ojos grises, soñadores.

Ya nada será igual en sus vidas. Desde ese momento no parece sino que se hubiese corrido un tupido cendal sobre sus vidas anteriores. Aquellos años pasados sin conocerse ya les son lejanos, como si no hubiesen existido. Y todo porque el amor estaba ahí esperándoles, al alcance de su mano. Lo saben y a partir de ese instante comienza en sus vidas un proceso nuevo. Saborean cada minuto el uno junto al otro; tan sólo sus respectivos trabajos los separan por unas horas, pero el compromiso es tan firme que determinan casi sin pretenderlo huir de sus amistades, refugiarse en cada momento de su nueva vida. Sospechan que no durará para siempre porque aquella atracción es demasiado fuerte para que perdure por muchos años. Por eso desean estar solos el mayor tiempo posible, sin nada que los distraiga. Una nube sofocante se ha posado sobre sus cabezas y amenaza con destruirles, pero piensan que nada es imposible, que se desean el uno al otro de una forma irracional, inhumana. La rutina no existe en sus vidas, el compromiso del uno hacia el otro es sincero, angustioso según el decir de algún amigo. Han dejado de vivir sus vidas; les basta con mirarse a los ojos para comprender los mutuos deseos. Es un amor visceral pero al mismo tiempo lleno de ternura.

Y así, poco a poco, sin apenas darse cuenta llegan hasta ese domingo fatídico en el que habían decidido ir a pasar el día a aquella playa que desde la primera vez que fueron tanto les atraía. La fina arena, en aquel lugar, tenía la particularidad de formar dunas producidas por el incansable viento que solía azotar aquella costa del norte; pero que en los días de calma el lugar era inmejorable y tenía la particularidad que, acomodados tras uno de los montículos, se aislaban del resto del mundo. Allí solían pasar muchas jornadas veraniegas. Miguel se desplazaba en su moto. Ignacio huía siempre de ese aparato marcado por el demonio –según solía esgrimir para no acompañar a su amante-, e iba hasta la playa en coche, así –decía- puedo llevar todo lo necesario: comida, bebida, las tumbonas… Miguel sonreía sabía que a Ignacio le acobardaba verse tumbado en cada curva, notaba que no sentía como él la libertad que le daba el viento azotando su rastro mientras corría a gran velocidad sobre el asfalto. Ignacio, que normalmente llegaba más tarde, se sorprendió al no encontrar a Miguel instalado en “su duna”. Esperó más de lo que el corazón le dictaba, hasta que optó por llamarlo al móvil; con mano temblorosa aguardó y aguardó, volvió a marcar angustiado, presagiando lo peor.

Antonio tiró la colilla sobre el montón de tierra recién removida y la pisó repetidamente de forma maquinal con su bota manchada de barro. Había llovido durante toda la noche anterior y aunque la mañana era gris y desapacible los rayos del sol se filtraban entre las nubes que sobrevolaban el cementerio. La humedad sobre la hierba se podía oler. El sepulturero vio llegar a la comitiva y se apartó ligeramente de la tumba que había escavado.

Cuando todos se fueron y tras el último beso de su hermana Isabel, que lloró sobre el hombro de Ignacio mientras el ruido de la tierra rompía aquel silencio siniestro al caer sobre el ataúd, Ignacio se quedó a solas mirando sin ver el montón de tierra húmeda que aún rezumaba gotas de lluvia por su superficie. Se agachó y depositó sobre el túmulo una hermosa rosa roja.

A los dos días de aquel enterramiento Antonio retiró las flores depositadas por familiares y amigos de Miguel, y dejó únicamente aquella última flor pues en sus años de empleado del cementerio había aprendido a distinguir los verdaderos sentimientos de los que únicamente mostraban un compromiso.

Cada semana una flor nueva, siempre una rosa roja. Antonio cuidaba también de aquel pequeño cementerio. Al principio se sorprendió, pero poco a poco se fue habituando: cada semana retiraba la rosa ajada por el tiempo, y sonreía al ver la rosa nueva. Y así semana tras semana, mes tras mes, año tras año.

Antonio nunca vio a la persona que dejaba aquella rosa roja, pensaba, con razón, que la depositaban en domingo, su día de descanso, por eso no lo dio nunca mayor importancia. Pero aquel lunes amaneció muy lluvioso lo que demoró su trabajo de limpieza del cementerio. Anochecía cuando su labor le llevó a la tumba a la que siempre acudía puntualmente a retirar la marchita flor y desde lejos pudo observar lo que parecía un bulto oscuro sobre la blanca lápida. Se acercó confuso empezando a sospechar, a medida que se acercaba, que se trataba de una persona. Un hombre cubierto por un abrigo oscuro yacía sobre la tumba. El agua corría por su rostro inexpresivo, sin vida, y sus ojos abiertos parecían querer penetrar en la cercana oscuridad de la noche. Su mano derecha sujetaba una hermosa rosa roja con gotas de lluvia en sus pétalos.