lunes, 26 de abril de 2010

En el refugio de los sueños: Desilusión

Mientras haya unos ojos que reflejen

los ojos que los miran;

mientras responda el labio suspirando

al labio que suspira.

Mientras sentirse puedan en un beso

dos almas confundidas;

mientras exista una mujer hermosa,

¡habrá poesía!


Enrique cerró el libro. Aquella parte final del poema le hizo cerrar también los ojos. Bécquer era un buen amigo para esto del amor, así al menos lo creía viéndolo desde sus dieciséis años.


Era curioso se había fijado en ella, después de seis meses de curso, y lo había hecho justo cuando Visitación se hallaba de espaldas a él. Su enmarañado pelo rubio le sorprendió. Se quedó mirándolo como si fuera una fuente de luz. ¿Cómo era posible que nunca se hubiera fijado en aquellos rizos, en aquella chica? No, no era la más guapa de la clase; casi mejor –pensó para sí-, menos competencia. Había algo en ella que trasmitía paz y energía al mismo tiempo. Se quedó mirándola un buen rato desde su pupitre, sin atender a las explicaciones que daba el profesor en la clase de literatura española. Más tarde se preguntaría cómo fue posible que ella intuyera su mirada y se volviese hacia él, directamente a sus ojos. Había cosas que no tenían sentido ni explicación.


Los días iban pasando, el curso acabó. Para entonces Enrique y Visitación habían intimidado. Ya eran novios a los ojos de sus compañeros de instituto; novios oficiales. Enrique se había enamorado locamente de aquella chica que le hacía sentirse bien. Su romanticismo le llevaba a intentar cometer locuras que el llamaba de amor.


-Te quiero llevar a un lugar – le dijo el chico a los pocos días de empezar el nuevo curso, mientras enlazaba sus manos con las de Visitación-, bueno más que un lugar es una ciudad. Está lejos de aquí…bastante lejos –continuó-. Hay que ir en autobús o en tren. Se tarda casi un día.

-¿Y las clases? –preguntó la chica.

-Serían tres días: uno para ir, otro para volver y el que queda para enseñarte lo que deseo; quiero decirte algo.

-¡Dímelo aquí!

-No es lo mismo. Tiene que ser allí.

-¿Pero dónde quieres que vayamos?

-Es un secreto.

-No puede ser…mis padres, sólo tengo quince años.

-Fuguémonos.

-Y, ¿el dinero para ir?

-Yo tengo, no hay problema –atajó Enrique.


Y se fugaron. Tomaron el autobús a las once de la noche.

- ¿Dónde me llevas Enrique?

-A un lugar en el que existe una leyenda.

-¿Una leyenda? ¡Qué romántico eres!, pero me asusta este viaje… quizás debiéramos volver a casa –dijo Visitación sin dejar de mirar a Enrique- ¿Qué dice esa leyenda?

Enrique abrió el libro de poemas del que nunca se separaba y leyó con voz baja al oído de la chica: “En las tardes de otoño e invierno, cuando el sol cae, casi ya a oscuras, una brisa estremecedora y fría mueve las hojas y ramas de los árboles, que parecen susurrar en su melodía la voz melancólica del poeta lamentando su desdicha”.


El sol iluminaba de lleno el interior del autobús cuando Visitación despertó después de pasar toda la noche acurrucada sobre el hombro de Enrique.

-Dónde estamos –preguntó aún somnolienta.

-Llegando a Sevilla –contestó Enrique mientras lograba estirar su adormilado brazo derecho.

-¿Sevilla? –se sobresaltó la chica.

-Sí aquí está lo que quiero enseñarte, y que además es el lugar perfecto para decirte lo que llevo grabado en mi alma desde hace meses.

-¿Qué hay en Sevilla que no haya en otros lugares?

-El Parque de María Luisa –contestó el chico mientras el autobús entraba en el hangar de la estación-. Allí vamos.


Y allí se dirigieron. Saludaron a la Giralda, vieron la Torre del Oro, y guiados por el Guadalquivir se acercaron al Parque.


Enrique buscaba y no encontraba. Era como si se hubiera extraviado el motivo de su viaje.

-¿Qué estamos buscando, Enrique?

-No está –contestó abrumado el chico- Debería estar aquí junto a ese centenario ciprés.

-¡El qué, debería estar aquí!

-La estatua de Bécquer… mira se la han llevado…lee ese letrero…

“Monumento en restauración, perdonen las molestias”.

-Joder –maldijo el chico.

Visitación se echó a reír con esa risa suya que llenó todo el parque, solitario a esas primeras horas de la mañana. La risa contagió a Enrique. Se abrazaron y besaron como nunca lo habían hecho. Los labios de Visitación le sabían a cerezas al chico triste.

-Qué querías decirme –preguntó la chica separando sus labios de los del chico.

-Aquí debía de estar la estatua de Bécquer junto a sus tres musas, que representan el amor que llega, el amor que vive y el amor que muere.

-Eres un empecinado romántico, Enrique.

-Aquí te quería declarar mi amor eterno, me parecía el lugar más romántico del mundo. Y, mira, llegamos y se han llevado el monumento a restaurar.

-Es la forma más maravillosa que ha tenido nunca una persona de declararse. Te amo con locura.

-Sí, pero mira…

-Lee algún poema, aún estas a tiempo de sorprenderme.

Enrique abrió el libro y leyó unas rimas de su poeta preferido:

“Podrá nublarse el sol eternamente;

podrá secarse en un instante el mar;

podrá romperse el eje de la tierra

como un débil cristal.

¡Todo sucederá! Podrá la muerte

cubrirme con su fúnebre crespón;

pero jamás en mí podrá apagarse

la llama de tu amor”.

Enrique cerró el libro y mirando los ojos de su amor, improvisó:

“Podrán quitarnos la escultura más bella

del jardín de nuestros sueños;

pero jamás podrán despojarnos

del amor que llevamos dentro”.

Se besaron largamente.

(Mi amigo Kiki me dio ayer la idea).



jueves, 22 de abril de 2010

En el refugio de los sueños: El sereno (tertulias nocturnas)

Habíamos dejado a Basilio el panadero, Agustín el sereno, don Celso el señorito borrachín y a Mercedes la señorita de vida desordenada, en la panadería de Basilio a altas horas de la madrugada. Don Celso, debido a la masiva ingesta de alcohol se había dormido sobre el estrao de colocar el pan, rebozándose el traje de harina.


Mientras se le pasaba la modorra, nuestros otros tres protagonistas habían abierto la botella de orujo que, para estas o parecidas situaciones, guardaba Basilio en un estante del establecimiento. Brindaban por la vida, esa que sentían que les dejaba todos los días, y noche tras noche. Sus miradas reflejaban la angustia de los abandonados no sólo por la fortuna, sino tal vez, y lo que era aun peor, por el amor y por la propia vida. Eran seres solitarios que en aquellos momentos sentían una enorme satisfacción al estar juntos y poder compartir, imaginariamente, una alegría que para nada tenían. El alba les volvería a la realidad, a la cotidianidad de sus rutinas, pero mientras tanto se agarraban a el clavo que les aportaba aquellas pequeñas alegrías de las que andaban tan necesitados.


Basilio y Agustín tenían más o menos la misma edad, rondaban los sesenta años; Agustín solía vanagloriarse diciendo al panadero que para cuando a éste le llevaron a la guerra, él ya había liquidado a más de un rojo. El panadero le miraba con los ojos turbados y bajaba la cabeza. Basilio había combatido en el bando republicano y el dolor, después de más de veinte años, aún permanecía en su pecho; pero Agustín había sido su amigo desde que eran críos. La vida y las circunstancias de la guerra les habían separado, pero esa misma vida les había vuelto a reunir después de muchos años.


-¡Qué putas las pasamos Basilio, qué putas! –exclamó Agustín mirando al techo apenas iluminado por la luz de la pequeña bombilla de la habitación donde se encontraban al calor del horno.

-Unos más que otros, Agustín, unos más que otros. Menos mal que aquello acabó. ¿Cuántos años hace, Agustín? Más de veinte, seguro.

-Veintiséis, para ser exactos, Basilio. ¿No recuerdas que el año pasado el régimen conmemoró los veinticinco años de paz?... ¿Qué pasa Merceditas que estas tan triste y callada? ¡Si don Celso te acaba de pedir en matrimonio, mujer! –dijo Agustín dirigiendo sus pequeños y aún juguetones ojos a la abotonadura de la camisa de la mujer.

-Calle señor Agustín y no diga más majaderías, que don Celso está como una cuba.

-¡Alegra la cara mujer, que no es para tanto! –terció Basilio

- Es que una también las pasó muy putas, aunque a mí me esté mal el decirlo.


Los dos hombre se echaron a reír.


-Sí, yo también lo pasé mal. Desde entonces hago la carrera. El hambre ya sabéis. Y el frío, también el frío.

-¿La señora Julia se quedó viuda muy pronto, verdad? –preguntó Basilio.

-Sí, mi padre murió en la guerra. La dejó con cinco críos. Yo era la mayor; cuando aquello acabó tenía veintiún años más o menos. Mayor de edad. ¡El hambre que pasábamos! Aún tengo un hormigueo en el estómago al recordarlo. Me tuve que prostituir, así de claro. Era de las pocas cosas que se les consentían a las mujeres, aunque fuera de tapadillo. Mis mejores clientes, por aquellos años, siempre fueron militares o falangistas. Mis hermanas y el menor de mis hermanos eran demasiado pequeños para entenderlo. Juan, mi hermano mayor, debía tener unos dieciocho años cuando empecé en esto; al principio tampoco lo comprendió y me trataba mal, me insultaba y hasta algún tortazo me llevé. Mi madre mediaba entre los dos mientras se deslomaba día tras día fregando suelos en las casas de los señoritos, que en esta ciudad ya creo que los había, y los sigue habiendo; son los mismos que entonces. Nada ha cambiado, nada. Poco a poco mi hermano fue comprendiendo que con mi trabajo aportaba lo necesario para comer y seguir viviendo. ¡Seguir viviendo! –Mercedes dejó de hablar mientras sacaba una cajetilla de tabaco y ofrecía a Basilio y Agustín que escuchaban con atención lo que contaba aquella mujer-. ¡Seguir viviendo! –continuó-, lo único a lo que se podía aspirar en aquellos años. Y han pasado, ¿veintiséis dijiste, Agustín?, y no he logrado salir de esto. Rutina, vicio, soledad, conformismo…, no sé, quizás un poco de todo.


Mercedes calló. El humo azulado de los cigarrillos fue ascendiendo hasta el techo del local. Nuestros tres personajes no dejaron de mirarse a los ojos. Ninguno había logrado hacer realidad sus sueños. Seguían viviendo sus días con monotonía. Agustín sabía en su fuero interno que no tenía ninguna autoridad sobre el vecindario por más que se empeñase en alardear de lo contrario. Mercedes, La Cenicienta como la llamaba don Celso porque siempre llegaba tarde a su casa, seguía ofreciendo su cuerpo, cada vez más ajado, al mejor postor. Don Celso dormitaba sus sueños de grandeza sobre el estrao enharinado. Tan sólo Basilio había conseguido a base de mucho esfuerzo y de robarle muchas horas al sueño una ligera estabilidad ensombrecida por aquellos tristes recuerdos que le roían el alma.


Basilio tomó la larga pala para sacar del horno los últimos panes del día e indicó a Agustín y Mercedes con un gesto de la cabeza, ya que la colilla del cigarrillo la tenía entre los labios, que debían levantar a don Celso para así poder acomodar los panes sobre la tabla. A continuación con el atrapador fue retirando las últimas ascuas del fuego.


El día empezaba a clarear cuando Agustín, Mercedes y don Celso que parecía ir a caer a cada paso a pesar del brazo que le había tendido la mujer, abandonaron la panadería de Basilio. Hasta mañana, saludó el panadero. Hasta mañana, contestaron los tres sin volverse.



viernes, 16 de abril de 2010

El significado de las frases hechas (2)

“Tomar las de Villadiego”

Esta frase procede, como casi todas, de la antigüedad; ya figura en la obra de Fernando de Rojas “La Celestina”. Yo he escuchado dos versiones y a ellas me limito:

Si bien en las dos “Tomar las de Villadiego” vienen a significar tomar huida de algo o de alguien, también se diferencian en su contexto:

-La primera versión da constancia de que algunos maleantes que eran perseguidos por la justicia acudían a la población de Villadiego (Burgos) a guarecerse bajo sagrado en las iglesias de esta población, donde bajo la protección de los religiosos eran inmunes a la justicia.

-La segunda también hace mención a la huida. Alude a unos tipo de calzones “Calzas”, que se confeccionaban por entonces en dicho lugar, que es lo primero que uno se pone para huir.


“A buenas horas mangas verdes”

Esta otra frase que se sigue, como la mayoría, aplicando hoy, tiene relación con la Guardia Civil, con su indumentaria de color verde, que ya desde que se fundó para prevenir los delitos tienen ganada fama de llegar tarde a los sucesos. Hoy afortunadamente están mucho mejor preparados y forman parte de nuestra seguridad.


“Se fue con cajas destempladas”

Bonita la frase y su significado. En el ejército español cuando alguno de sus integrantes comete un delito o falta muy grave a la institución, y tras hacerle el consiguiente consejo, se decide expulsarle del ejército, se le forma en el patio y ante toda la compañía o batallón se le van arrancando del uniforme botones, trabillas, insignias y los elementos de su rango. A continuación la banda del cuartel afloja (destempla) los correajes de sus tambores y con el desafinado sonido que produce la piel al no estar tensada expulsan al infractor.


“Derecho de pernada”

Sí, ya sé, el derecho que tenían los señores feudales a yacer con toda mujer el día de ser desposada. Vamos, la primera noche para el señor. Pues va a ser que no.

Y es que el vulgo levanta muchos bulos, quizás por ser más atractivos o comidilla para la murmuración. El derecho de pernada no es otra cosa que el derecho que tenía el señor de una circunscripción (más o menos, gobernador hoy en día; no se nos debe olvidar que en España el feudalismo no arraigó como en otros países, mención de Francia, Alemania o Inglaterra. Aquí en la Edad Media lo que existían eran los señores llamados de Behetría, similares a los feudales pero con menos derechos y cuyos vasallos gozaban de mayores libertades o menores obligaciones para con ellos, aunque sí las tuvieran), el derecho decía a recibir una pierna (pernada) del ternero, buey, vaca, cordero, que se iba a sacrificar en algunas de las festividades al uso.

Así me los han contado a mí.



jueves, 15 de abril de 2010

En el refugio de los sueños: Duda razonable

En el reloj del salón estaban dando las diez. Pilar miró el suyo de pulsera y comprobó, como ya sabía de antemano, que el de pared estaba adelantado unos diez minutos, pero aún así era demasiado tarde para que Carlos, su marido desde hacía treinta años, aún no hubiera llegado a casa. Nunca se había retrasado tanto sin avisar y empezaba a estar preocupada. Vivían en un cómodo piso en el centro de la ciudad desde el día que contrajeron matrimonio; allí transcurría su ahora monótona y tranquila existencia desde que sus tres hijos, uno a uno, hubieran ido abandonando el domicilio familiar buscando su independencia.

Pilar comenzaba a intranquilizarse a medida que transcurrían los minutos. Miraba repetidamente el reloj; las agujas parecían no moverse ante su insistencia pero en ocasiones, si se descuidaba absorta por la televisión, aquellas mismas agujas parecían haber brincado de repente. Carlos había ido, después de comer, hasta su pueblo a resolver unos asuntos, pero su tardanza en el regreso impacientaba cada vez más a su esposa. Eran ya cerca de las once de la noche cuando decidió llamar a Carlitos, como llamaba cariñosamente a su hijo mayor.


-Vamos cariño desnúdate mientras entro al baño a lavarme.

- Perdone, ¿debo pagarle antes o después?

-Como quieras, hay confianza aunque no te conozca. ¿No te importa que te tutee, verdad? –preguntó la mujer desde el otro lado de la puerta del baño-. Me pareces un hombre serio, pero si te tranquiliza deja los cien euros encima de la mesilla, debajo del vaso de agua. ¿Cómo me dijiste que te llamabas? –volvió a preguntar la mujer.

-Carlos dudó en desvelar su nombre…No se lo dije: me llamo Carlos.

La mujer salió del cuarto de baño. Llevaba puesta sólo su ropa interior.

-¿Pero aún no te has desnudado? ¡Vamos que no tengo toda la tarde! ¡Ah, y tutéame, cariño!

-Perdone…perdona –rectificó Carlos- es que es la primera vez que estoy con una…

-¿Prostituta? No te avergüences que cosas peores me han llamado –la mujer se le quedó mirando y añadió- ¿No me creo que sea tu primera vez. Todos mentís.

-Se…te lo aseguro. Es la primera vez que pago por esto. En realidad nunca lo he hecho con nadie que no fuera mi esposa –dijo un apesadumbrado Carlos.

-Mercedes, me llamo Mercedes. Sigo sin creer que nunca hayas estado con otra mujer que no fuera tu esposa. Tu aspecto es saludable y pareces un hombre de mundo.

-Amo a mi mujer –dijo Carlos mirando a los ojos de Mercedes.

-Mira guapo yo no estoy aquí para psicoanalizar a nadie. Hago mi trabajo y punto.

-Perdona, el dinero lo tienes en la mesilla, como me dijiste.

-Ese dinero es para que follemos, o ¿a qué coño has venido?

-Yo solo trataba de ser cortés e iniciar una conversación, me parece muy frío acostarme con alguien sin conocerle de nada. Si es por dinero podríamos llegar a un acuerdo.

-Claro que es por dinero. Yo sólo me acuesto con clientes por dinero, es mi medio de vida, coño. Pero si quieres hablar allá tú. Tipos más raros he conocido. Pero, mira, me caes bien, al menos no has sido grosero conmigo, hasta lo de prostituta te ha costado decirlo.

-Yo no la he llamado eso, Mercedes –afirmó Carlos.

-Tienes razón lo dije yo. Bueno entonces qué : ¿follamos o hablamos?

-Pero que bruta eres, chica. Hablamos, primero hablamos.

-Bueno, y qué me quieres contar, ¿tu vida?; por otros cincuenta pavos estoy dispuesta a escucharte.

-No mi vida te resultaría muy aburrida. Creo que me resulta aburrida hasta a mí.

-A lo mejor por eso has venido. Por variar. Vamos, ¡digo yo!

-Quizás cuando dije aburrida, quise decir vacía. Ese sería mayor motivo para estar aquí, aunque tampoco lo creo a pies juntillas. Pero el tiempo, ya sabes. Se pasa de ser amante a la rutina del matrimonio, luego vienen los hijos, los problemas, el trabajo…Pero por encima de todo ya te dije que amo a mi esposa.

-Que fino eres, guapo. Por qué no dices: mi mujer, como todo el mundo, en lugar de mi esposa.

-Porque decir mi mujer, es incorrecto.

-Inco qué. Todo el mundo dice: mi mujer.

-Ves, esto ya empieza a parecerse a una conversación –señaló Carlos sonriendo.

-No has respondido a mi pregunta –dijo Mercedes.

-Veo que te interesas por la lengua. Me gusta eso. Me parece estupendo que una mujer como tú se preocupe por estas cosas.

-¿Estamos hablando de la misma lengua?

-No, ja-ja, me temo que no. Yo hablaba del lenguaje.

-Bueno, que me tienes en ascuas, por qué es mejor decir esposa que mujer.

-¿Por qué vosotras decís marido o esposo en lugar de hombre? –preguntó Carlos, para añadir-. Bueno, quizás las mujeres de raza gitana digan “mi hombre”, pero el resto de vosotras decís: marido o esposo. Vosotras habláis con corrección. Nosotros no.

-Explícate más que empiezo a no entender nada.

-¿A ver si me vas a tener que devolver los ciento cincuenta euros que me va a costar esta conversación?

-Je-je, graciosillo –respondió Mercedes a la ironía de Carlos-. Venga, coño, que el tiempo es oro.

-Verás si yo digo: mi mujer, estoy diciendo que poseo a mi mujer, y no es así, yo no la poseo. Yo sólo la amo. Mientras que si digo: mi esposa, lo que estoy diciendo es que poseo el vínculo del matrimonio, que es lo correcto.

-Joder que complicado eres tío. Andas vamos a joder.


A la una de la madrugada sonó el teléfono en la casa de Pilar. La policía le informó que Carlos Álvarez Tejedor había sufrido un accidente de circulación a última hora de la tarde en la nacional Madrid-Burgos, y que debía acudir al hospital Reina Sofía en San Sebastián de los Reyes. Pilar llamó de nuevo a su hijo Carlos. Estaba vez el chico, no rió al otro lado del teléfono. Su madre había tenido razón llamándole dos horas antes

Llegaron al hospital. Carlos estaba siendo operado de urgencia, pero estaba con vida. Pilar no hacía más que preguntar a su hijo: ¿pero que hacía tu padre en esa carretera si el pueblo está en la provincia de Toledo? En la otra punta, repetía a Carlitos. En la otra punta. Su hijo la tranquilizaba: -mamá se habrá equivocado en la entrada, ya sabes te saltas un cartel y ya es difícil regresar- Pero el también dudaba, era demasiado error. Ya se lo preguntarían cuando saliese del quirófano



martes, 6 de abril de 2010

La cuñada de M.L. : La trampa (1)

Ángela repasaba los exámenes de sus alumnos. Las vacaciones de navidad estaban al caer y era época de nerviosismo entre los estudiantes. Nuria no había acudido a su clase aquella mañana, cosa extraña en la chica. Puede que se encuentre enferma –pensó-. Pero no era Nuria quien absorbía en aquellos momentos su mente, sino el exmarido de Mari Leo, Alberto, el hijo puta de Alberto –volvió a pensar estaba vez con menos delicadeza-. Sabía que su cuñada lo estaba pasando mal. La reacción de Nuria ante su madre le pareció lo más natural, conociendo a la joven. Nuria era para ella, además de una alumna aventajada, una mujer responsable y que sabía muy bien lo que esperaba de esta vida. Tenía su orgullo, como todos los jóvenes, que a veces la llevaban a ser un poco cabezota, pero era dulce y su comportamiento decía mucho a favor de la educación que había recibido de su madre. Y ahora ese ser indeseable quería romper la unión entre madre e hija. Ángela sabía que no lo conseguiría pero también era consciente de que si Alberto hacía valer las fotografías, ante la minoría de edad de su hija, podía conseguir que un juez dictase sentencia a su favor en la custodia de la joven; era una lejana posibilidad, pero existía. Tenía que hacer algo. Debía ayudar a Mari Leo y de paso tratar que su matrimonio con Ildefonso no se viera alterado: su marido no se merecía sufrir por ningún motivo, y menos por algo que sólo a ella concernía y que sólo ella había creado.

Ángela se levantó del escritorio donde estaba corrigiendo los exámenes y miró por la ventana que daba al patio del instituto. Había estado nevando toda aquella mañana y chicos y chicas se lanzaban bolas de nieve. Las chicas se veían obligadas a refugiarse en los soportales del patio ante el intenso bombardeo nevado que les caía encima; no pudo por menos que sonreír, pero la situación que la angustiaba había hecho presa en su mente y ninguna distracción pudo alejarla de su cabeza. Sin dejar de mirar por la ventana, inesperadamente, aunque Ángela hubiera estado deseando que sucediese ese algo durante toda la mañana, sus ojos se iluminaron y la sonrisa acudió a sus labios. Acababa de tener una idea, una idea hasta cierto punto temeraria. Dudó por unos momentos en si su realización sería posible, pero –pensó- sólo se trataba de armarse de valor. Valor era lo que le sobraba en esos momentos y además por muchas vueltas que lo diera no veía posible que se le ocurriera algo mejor. El asesinato de Alberto lo había descartado a las primeras de cambio, para eso no se sentía capaz –volvió a pensar esta vez con ironía-. Volvió hacia el despacho, se puso el abrigo y se caló el sombrero. Salió a la calle, afortunadamente aquella mañana no tenía más clases ni tutorías con alumnos. Un viento helado la recibió al salir por la puerta acristalada del instituto. Los jardines colindantes al edificio se habían cubierto de blanco. Seguía nevando.

Anduvo ligera sobre la nieve, sin miedo a resbalar. Sus ojos sonreían bajo el ala del sombrero negro. Sus cabellos rojizos, ensortijados, se estaban cubriendo de nieve. Se sentía bien caminando por el paseo. Era algo más de mediodía. Pensó que no había pedido cita, pero no la importó, a una mujer como ella siempre se la recibía sin cita previa. Atravesó el paseo junto al río, le pareció ver, desde la pasarela que unía las dos orillas por aquel tramo del paseo, que por la superficie del agua flotaba vapor, sin duda la temperatura ambiental era mucho más baja que la del caudal. El fenómeno no hizo sino favorecer su entusiasmo. Llegó al pie del edificio, buscó el portal y el rótulo, desconocía el piso. Cruzó el umbral e intentó eliminar la nieve de las hombreras del abrigo y golpeó el sombrero, tras quitárselo, contra su pierna derecha. Tomó el ascensor que le condujo al tercer piso. Llamó a la puerta. Una mujer joven, vestida con una bata azul, la llevó hasta la salita de espera cerrando la puerta tras ella. En la luminosa sala sólo había una persona que ojeaba una revista. Ángela al ir a saludar cruzó su mirada con los ojos de Nuria. Sorprendidas e incrédulas se miraron durante unos segundos. Ángela, más intuitiva, se llevó el dedo índice a los labios y sonriendo, dijo:

-Yo primero.

lunes, 5 de abril de 2010

En el refugio de los sueños: La Primitiva

Juan tenía una empresa de empeños. Compraba y vendía todo tipo de objetos de valor así como metales preciosos. Oro, joyas, monedas… pasaban a diario por sus manos. Eran muchas las personas que por necesidad recurrían a él en momentos puntuales. Las valoraciones que hacía de los objetos que le ofrecían siempre eran de la satisfacción de sus clientes. Sabían que no los engañaba. Era un hombre recto y honesto y transmitía esa imagen, por eso su negocio marchaba considerablemente bien, y más en época de crisis. En su pequeña empresa trabajaba con él, bajo su tutela, su joven sobrino Ángel, al que quería como a un hijo, ya que Juan, aunque hubiera estado casado, no los había tenido en su matrimonio.

El piso antiguo en el que realizaba sus transacciones hacía las veces de vivienda y de negocio y estaba situado en el centro de la ciudad, en una de las calles más comerciales. Ubicado en un primer piso, se accedía a él por una escalera de madera empobrecía por el uso y los años, y cuyos peldaños crujían a cada de paso, no pareciendo necesaria ningún tipo de alarma que alertara de visitante alguno. Pero en su interior la vivienda era moderna y adecuada al uso con sofisticados elementos de seguridad: una amplia cristalera separaba al público de Juan y Ángel. Los clientes también se sentían así más seguros. Además cuando la operación a realizar era de un importe elevado había un despacho para la intimidad del cliente.

Juan había ido engordando con el pasar de los años y con el poco ejercicio físico que realizaba. Desde que muriera su esposa el trabajo le absorbía prácticamente todo el día y apenas si salía de su domicilio. Lo único que le hacía abandonarlo, algún fin de semana y por poco rato, era su afición desde joven por la fotografía. Le gustaba retratar su ciudad en invierno, tal como él la sentía: fría, oscura, siempre con aquella niebla opaca. En ocasiones, si el día era más despejado de lo habitual, se las ingeniaba para que las instantáneas pareciesen congeladas echando su propio vaho sobre el objetivo y esperando unas décimas de segundo para que el cristal fuera perdiendo su aliento. Sus fotografías cuando menos eran muy particulares. Era su única afición.

A Juan sólo se le conocía un vicio, si es que puede considerarse como tal el jugar a “La Primitiva”, ya saben el juego ese de azar que consiste en acertar cinco números entre las miles de probabilidades de combinar cincuenta elementos tomados de cincuenta en cincuenta, pues si no recuerdo mal de mi época de estudiante así se trataban los problemas de combinaciones de elementos. Cada miércoles rellenaba su papeleta y bien o iba él a echarla al despacho de las apuestas o enviaba a Ángel.

“Cinco, siete, diez, quince y veinticinco”, esa era la combinación de esa semana. Tenía el billete encima de la mesa de su despacho y llamó a su sobrino para que hiciese el favor de llevar la boleta al despacho de apuestas, pues él estaba esperando a un cliente importante y no quería perder la posibilidad de hacer una buena transacción aquella mañana de miércoles.

Nunca había obtenido ningún premio de importancia, todo lo más tres aciertos o reintegros. Pero aquella semana barruntaba que iba a tener suerte.

El trabajo de aquellos días había sido particularmente intenso, y más porque Ángel le había pedido unos días de vacaciones, así que no se acordó del sorteo del jueves. Pasó el jueves y el viernes, y el sábado al leer el periódico se sobresaltó al comprobar que había acertado los cinco números de La Primitiva. Le sobrevino una fatiga debida a una rápida subida de tensión. Le costaba respirar. Se repuso y llamó al móvil de su sobrino al comprobar que en su escritorio no estaba la papeleta de La Primitiva, nada extraño por otra parte puesto que Ángel rara era la vez que se la entregaba. Juan nunca lo dio importancia debido a la confianza existente entre tío y sobrino. A veces Ángel le decía que había acertado un reintegro y que el mismo iba a cobrarlo. -¡Vuelve a jugarlo a los números que quieras!- le decía Juan. Pero aquella vez era distinto y más cuando se enteró que había muy pocos acertantes y que se iban a repartir cerca de cinco millones de euros cada uno de ellos. El corazón le volvió a latir muy deprisa. El móvil de su sobrino estaba fuera de servicio o sin cobertura. Optó por llamar a su hermano por ver si sabía dónde se encontraba su hijo. Logró contactar con él muy pasada la tarde.

-Ángel, bendito sea Dios que te encuentro, ¿dónde estás?

-Tío, tío, que me ha tocado La Primitiva este jueves –se oyó a una voz alterada gritar al otro lado del teléfono.

Juan se quedó boquiabierto, sin saber que decir. Un sudor frío le fue inundando su cuerpo y el corazón volvió a latirle con fuerza.

-¿Cómo que te ha tocado…? –balbució con la voz apagada.

-Sí, tío -se oyó una voz nerviosa-, me ha tocado. El miércoles cuando me mandaste echar tu boleto, yo rellené otro, y han salido mis cinco números.

-Oye Ángel, espero que me estés gastando una broma. ¡Los cinco aciertos son míos! ¡Es mi billete el que ha resultado premiado!

-Que no tío, te lo juro, que es el mío.

-¡Vuelve inmediatamente si no quieres que te denuncie! So…no sé que llamarte. Lo primero que pensé cuando vi el periódico fue en compartir el dinero contigo, pero ya veo que el concepto que tenía de ti no era acertado. ¡Vuelve de inmediato! ¡Me pediste vacaciones para ganar tiempo!, ¿verdad?

-Te digo que el premio es mío. ¿Cómo coño sabes tú la combinación que marcaste, si siempre la escribes al azar, sin preocuparte lo más mínimo los números que escribes?

-Ángel –dijo Juan con voz ahora pausada tras lograr tranquilizarse-, no eres mal chaval, nunca lo has sido. Aún no es tarde para que rectifiques. En caso contrario tendré que denunciarte. Regresa a casa, hijo.

-¿Denunciarme? ¿De qué te serviría?

-Serviría, al menos, para que de momento un juez detuviera el pago hasta que se aclarase este penoso asunto.

-Al final ganaría yo. El boleto mío es el premiado, está en mi poder y yo fui quien lo rellené.

-No es el mío el premiado, lo sabes muy bien.

-¿Cómo coño sabes que es el tuyo? Ignoras los números que escribiste. Puedes acordarte de uno, tal vez de dos, pero no de toda la serie. Nadie te va a creer.

-Sí sé la combinación. Regresa Ángel y devuélveme el boleto. Sabes bien que mi estado físico no es bueno y estos disgustos me afectan. Al final mi único heredero será mi hermano, tu padre, e indirectamente tú. No me obligues a denunciarte.

-Pero, dime tío, ¿cómo estás tan seguro que la combinación es la tuya? No me hagas reír.

-Escucha Ángel: cinco, siete, diez, quince y veinticinco son una serie de números que yo escribí porque se corresponden con las distancias focales del objetivo de mi antigua cámara fotográfica. Tuve la corazonada e inserté esos números en La Primitiva. Además hice una foto a mi querida Kónica y al boleto. Así que regresa que estoy dispuesto a perdonarte. Ya no recibirás la mitad del premio que esperaba darte, como castigo a tu acción, pero con los años indirectamente será tuyo; tendrás que ganártelo pues pondré a tu padre al corriente de este enojoso asunto. Si sigo con la denuncia, quién sabe, seguramente el juez a la vista de la fotografía y de tu precipitada huida acabe dándome la razón.

-Jode tío, Juan. Eres la hostia…perdona, vuelvo a casa.

-Así me gusta Ángel que sepas aprender de tus errores, que por cierto van a costarte más de dos millones de euros.