Habíamos dejado a Basilio el panadero, Agustín el sereno, don Celso el señorito borrachín y a Mercedes la señorita de vida desordenada, en la panadería de Basilio a altas horas de la madrugada. Don Celso, debido a la masiva ingesta de alcohol se había dormido sobre el estrao de colocar el pan, rebozándose el traje de harina.
Mientras se le pasaba la modorra, nuestros otros tres protagonistas habían abierto la botella de orujo que, para estas o parecidas situaciones, guardaba Basilio en un estante del establecimiento. Brindaban por la vida, esa que sentían que les dejaba todos los días, y noche tras noche. Sus miradas reflejaban la angustia de los abandonados no sólo por la fortuna, sino tal vez, y lo que era aun peor, por el amor y por la propia vida. Eran seres solitarios que en aquellos momentos sentían una enorme satisfacción al estar juntos y poder compartir, imaginariamente, una alegría que para nada tenían. El alba les volvería a la realidad, a la cotidianidad de sus rutinas, pero mientras tanto se agarraban a el clavo que les aportaba aquellas pequeñas alegrías de las que andaban tan necesitados.
Basilio y Agustín tenían más o menos la misma edad, rondaban los sesenta años; Agustín solía vanagloriarse diciendo al panadero que para cuando a éste le llevaron a la guerra, él ya había liquidado a más de un rojo. El panadero le miraba con los ojos turbados y bajaba la cabeza. Basilio había combatido en el bando republicano y el dolor, después de más de veinte años, aún permanecía en su pecho; pero Agustín había sido su amigo desde que eran críos. La vida y las circunstancias de la guerra les habían separado, pero esa misma vida les había vuelto a reunir después de muchos años.
-¡Qué putas las pasamos Basilio, qué putas! –exclamó Agustín mirando al techo apenas iluminado por la luz de la pequeña bombilla de la habitación donde se encontraban al calor del horno.
-Unos más que otros, Agustín, unos más que otros. Menos mal que aquello acabó. ¿Cuántos años hace, Agustín? Más de veinte, seguro.
-Veintiséis, para ser exactos, Basilio. ¿No recuerdas que el año pasado el régimen conmemoró los veinticinco años de paz?... ¿Qué pasa Merceditas que estas tan triste y callada? ¡Si don Celso te acaba de pedir en matrimonio, mujer! –dijo Agustín dirigiendo sus pequeños y aún juguetones ojos a la abotonadura de la camisa de la mujer.
-Calle señor Agustín y no diga más majaderías, que don Celso está como una cuba.
-¡Alegra la cara mujer, que no es para tanto! –terció Basilio
- Es que una también las pasó muy putas, aunque a mí me esté mal el decirlo.
Los dos hombre se echaron a reír.
-Sí, yo también lo pasé mal. Desde entonces hago la carrera. El hambre ya sabéis. Y el frío, también el frío.
-¿La señora Julia se quedó viuda muy pronto, verdad? –preguntó Basilio.
-Sí, mi padre murió en la guerra. La dejó con cinco críos. Yo era la mayor; cuando aquello acabó tenía veintiún años más o menos. Mayor de edad. ¡El hambre que pasábamos! Aún tengo un hormigueo en el estómago al recordarlo. Me tuve que prostituir, así de claro. Era de las pocas cosas que se les consentían a las mujeres, aunque fuera de tapadillo. Mis mejores clientes, por aquellos años, siempre fueron militares o falangistas. Mis hermanas y el menor de mis hermanos eran demasiado pequeños para entenderlo. Juan, mi hermano mayor, debía tener unos dieciocho años cuando empecé en esto; al principio tampoco lo comprendió y me trataba mal, me insultaba y hasta algún tortazo me llevé. Mi madre mediaba entre los dos mientras se deslomaba día tras día fregando suelos en las casas de los señoritos, que en esta ciudad ya creo que los había, y los sigue habiendo; son los mismos que entonces. Nada ha cambiado, nada. Poco a poco mi hermano fue comprendiendo que con mi trabajo aportaba lo necesario para comer y seguir viviendo. ¡Seguir viviendo! –Mercedes dejó de hablar mientras sacaba una cajetilla de tabaco y ofrecía a Basilio y Agustín que escuchaban con atención lo que contaba aquella mujer-. ¡Seguir viviendo! –continuó-, lo único a lo que se podía aspirar en aquellos años. Y han pasado, ¿veintiséis dijiste, Agustín?, y no he logrado salir de esto. Rutina, vicio, soledad, conformismo…, no sé, quizás un poco de todo.
Mercedes calló. El humo azulado de los cigarrillos fue ascendiendo hasta el techo del local. Nuestros tres personajes no dejaron de mirarse a los ojos. Ninguno había logrado hacer realidad sus sueños. Seguían viviendo sus días con monotonía. Agustín sabía en su fuero interno que no tenía ninguna autoridad sobre el vecindario por más que se empeñase en alardear de lo contrario. Mercedes, La Cenicienta como la llamaba don Celso porque siempre llegaba tarde a su casa, seguía ofreciendo su cuerpo, cada vez más ajado, al mejor postor. Don Celso dormitaba sus sueños de grandeza sobre el estrao enharinado. Tan sólo Basilio había conseguido a base de mucho esfuerzo y de robarle muchas horas al sueño una ligera estabilidad ensombrecida por aquellos tristes recuerdos que le roían el alma.
Basilio tomó la larga pala para sacar del horno los últimos panes del día e indicó a Agustín y Mercedes con un gesto de la cabeza, ya que la colilla del cigarrillo la tenía entre los labios, que debían levantar a don Celso para así poder acomodar los panes sobre la tabla. A continuación con el atrapador fue retirando las últimas ascuas del fuego.
El día empezaba a clarear cuando Agustín, Mercedes y don Celso que parecía ir a caer a cada paso a pesar del brazo que le había tendido la mujer, abandonaron la panadería de Basilio. Hasta mañana, saludó el panadero. Hasta mañana, contestaron los tres sin volverse.
Hola Rafa, tres vidas tristes que no consguieron superar el pasado, y ahora se juntan para lamentarse de lo ocurrido y en una monotonía difícil de vencer. Por muy dura que sea la vida ésta siempre da una oportunidad de cambiar de actitud y de superar traumas. No es fácil desde luego sacudirse la amargura y en un pueblo me imagino que aún debe ser más duro salir del pozo.
ResponderEliminarRelato triste dónde los haya pero real a la vez. Me pregunto yo ¿De no haber mediado una guerra, estas personas serían diferentes, y más optimistas? O se habrían buscado otra coartada para justificar ese sentimiento fastalista que les rodea...
Un abrazo
Hola Katy:
ResponderEliminarQuién sabe lo que hubiera sido de sus vidas. Todos cambiamos, mejor dicho evolucionamos, a lo largo de nuestra vida. Yo creo que las guerras siempre hacen daño a quien las padece y que su existencia ya no puede ser la misma, por mucho que el tiempo trate de borrar heridas: las del alma difícil. Para los que afortunadamente no hemos pasado por estas situaciones es complicado ponernos en el lugar de esas personas.
Un abrazo
Hola Rafa:
ResponderEliminarUn relato lleno de triste melancolía. Yo no sé si de no mediar la guerra como dice Katy, estas personas hubieran sido diferentes, pero de lo que si estoy seguro es que como dices, ninguna guerra es positiva.
Un abrazo
Hola Fernando:
ResponderEliminarEstos días nos hallamos, con un grupo de amigos que se dedican en sus horas libres al teatro, afectados por el problema existente con la Memoria Histórica. Una amiga ha estrenado una obra, escrita por ella, sobre los horrores de la guerra (su abuelo ha sido desenterrado de una fosa), y nos está afectando mucho el debate que existe. Sí, como dices, ninguna guerra es positiva.
Un abrazo