jueves, 19 de diciembre de 2013

En el refugio de los sueños: Las navidades de Ana.

       -¡Ana, Ana! –gritó Elvira, su profesora- ¡Ven, cariño, que aún no ha llegado tu papá!
       La mujer cogió a la niña de la mano, mientras miraba hacia la puerta por donde Jesús entraba todas las tardes, puntual, a recoger a su hija. Es raro, nunca se retrasa;  algún contratiempo en el trabajo –pensó-. Sin dejar de mirar hacia la puerta del patio fue llevando a Ana hacia el interior del colegio. Hacía frío en la calle , pues aunque aquel día hubiera sido soleado, el mes de diciembre estaba allí, y se acercaba la navidad.
       El patio había quedado solitario. Los últimos familiares de los niños en llegar habían marchado ya para sus casas. Ningún escolar quedaba ya en el centro. Sólo Ana, que miraba con los ojos acuosos a su seño.
       -No llores, Ana, papá vendrá enseguida. ¡No se va a olvidar de ti precisamente hoy el último día del cole! ¡Ya verás como viene corriendo y le vemos entrar por la puerta! Mira, mientras tanto toma este cuaderno de pinturas y acaba de colorear el portal de Belén.
      Elvira miraba la puerta exterior del recinto desde el aula.  El olor a tiza y a los batines de los niños, colgados en sus perchas, invadía la habitación. Era ese olor a colegio el que arrastraba la cabeza de la profesora hasta que, ya en su casa, trataba de olvidarse de los quehaceres diarios. Pero sus pequeños siempre estaban ahí, revoloteando dentro de su interior.
       Sonreía con estos pensamientos que le llenaban de felicidad, aunque siempre hubiera echado en falta alguna compañía más íntima. Jesús volvió a su mente. Ya se iba haciendo tarde y era raro en aquel hombre el retraso. Desconocía su número de teléfono y la secretaría del centro ya estaba cerrada. De hecho, al ser la última tarde de aquel primer trimestre, nadie quedaba en el colegio salvo ella y la pequeña Ana. Claudio, el bedel,  estaría haciendo su habitual ronda para cerrar todas las puertas. Decidió esperar; tampoco le quedaban más opciones.
       Continuó mirando hacia la calle. El sol, en su declive, comenzaba a alargar las sombras de los árboles, volviendo azulados el contorno de sus formas. Este hombre dónde estará –se preguntó-. Pensó en él, en la tristeza que envolvía su rostro desde que falleció Carmen, su esposa. Fue en la última  primavera, en mayo. Hacía siete meses. Desde entonces la vida de Jesús era sólo su hija. El amor hacia la niña se le notaba en sus ojos. Aquella niña le hacía vivir.
       Y hoy, ¿por qué no viene? Ni siquiera ha llamado para avisar del retraso. ¿Le habrá ocurrido algún percance? Las preguntas se iban acabando para Elvira mientras el sol se ocultaba ya tras los bloques de casas. En unos minutos se hará de noche –dijo Elvira en voz alta haciendo que Ana le mirase con aquellos ojos azules, que le regaló su madre, y que ahora recordaban a la tristeza que Elvira veía en los de Jesús, sin duda la niña añoraba a su padre-.
        Elvira cogió  el móvil y marcó el 112. La policía tomó los datos que la mujer conocía de Jesús y Ana. Quedaron en llamarle, aunque le insistieron que en las primeras veinticuatro horas no se podía dar por desaparecida a ninguna persona. Le comunicaron que debía ponerse en contacto con servicios sociales para que se hicieran cargo de la pequeña.  Elvira se asustó. No le parecía la opción más acertada para Ana, y en un impulso, quizás maternal, decidió llevársela a su propia casa. Una vez allí recapacitó y marcó el número de los servicios a menores. Tardaron en atender su llamada. Repitió los datos que había facilitado a la policía.
        Fue la policía la primera en llamar. Le comunicaban que sobre las cinco de la tarde había habido un accidente de tráfico, próximo a su centro escolar, y que una de las personas implicadas era Jesús Álvarez Pretomén. Elvira conocía aquellos apellidos. Le indicaron que Jesús Álvarez había sido ingresado en el Hospital Divino Vallés, pero que nada sabían de su estado. La mujer no dudó, puso el abrigo a Ana, le enfundó el gorro y las manoplas y salió en busca de un taxi. ¡Vamos a ver a tu papá! –dijo a la niña que mostraba síntomas de sueño en su rostro.
      Aún en el taxi le llamaron de los servicios sociales. Le indicaron que sólo una persona en toda la ciudad tenía aquellos apellidos, por lo que creían que ningún familiar cercano podría hacerse cargo de Ana, que deberían ser ellos, ante ese vacío legal –pareció escuchar Elvira- quienes tendrían que atenderla. Elvira dudó… al otro lado del teléfono le indicaron que era difícil a aquellas horas dar con la persona que pudiera solucionar el problema. Próximas las navidades los servicios estaban bajo mínimos. Parecieron sugerir que fuese ella quién continuase con la niña hasta que se restableciera correctamente la atención social. Los recortes –pensó Elvira-. Maravilloso -casi gritó-. Yo me hago cargo. Pasadas las fiestas le llamaremos para ver cómo va todo –y colgaron-. Maravilloso –volvió a repetir Elvira, pero esta vez con ironía-. Antes de llegar al Divino Vallés había comprendido que Jesús, Ana y ella estaban solos en aquella ciudad.   Ana dormía plácidamente a su lado.
       Jesús estaba en coma. El fuerte golpe sufrido en la cabeza le había producido un derrame interno del que acababa de ser operado. Se hallaba en la UCI. El médico que habló con Elvira le comunicó que las primeras cuarenta y ocho horas eran vitales.  Elvira regresó a su casa. La niña, dormida ahora en sus brazos,  pesaba, pero su relajada expresión le hizo sonreír.
      Los días siguientes Elvira y Ana no se separaron de la cama de Jesús esperando el milagro de verle abrir los ojos. Los médicos se mostraban pesimistas ante la posible recuperación; sus caras así parecían indicarlo.
      Ana, apoyada en la cama, le hablaba a su padre de los juguetes que iba a pedir a los reyes magos. Elvira, sin perder la esperanza, miraba a Jesús. Pasaban las horas y nada parecía ir a cambiar. La mujer sólo abandonaba la habitación al anochecer. Ana comenzó a acostumbrarse a su nueva vida; no parecía sufrir. El cariño con que Elvira le trataba y las continuas visitas al hospital a ver a su padre obraban en ella el pequeño milagro de la felicidad infantil. La sonrisa siempre estaba en su cara.
      -¡Papá, papá, despierta! –entró gritando la pequeña en la habitación-. Era el quinto día después del accidente. Ana se había arrojado sobre su padre mientras gritaba con alegría reclamando su atención. Elvira parecía llorar desde la puerta mientras se acercaba a la cama. Jesús abrió los ojos y miró los de su hija, sonrió como si nada hubiera pasado aquellos días; luego vio los de Elvira y no dejó de sonreír. Apretó a la niña contra su pecho y tendió la mano a la mujer…quizás comprendiendo. Era el día de navidad.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

En el refugio de los sueños: El Niño Jesús

        Cuando llegan estas fechas próximas a la navidad,  en nuestra casa se prepara una pequeña revolución. Mi esposa toca a zafarrancho general y cada miembro de la familia ya sabe  lo que ha de buscar. Se trata de encontrar al Niño Jesús que hace unos años, quizás ya media docena,  se perdió.
       Se trata de una imagen sencilla de unos treinta centímetros que reposaba en un pequeño pesebre hecho de troncos de madera y acostado sobre paja; vamos lo normal para un Niño Jesús. Llegadas estas fiestas quedaba instalado, en el vestíbulo de entrada,  en el mueble auxiliar que otrora sirvió de acomodo al teléfono fijo de nuestra casa. ¿Recuerdan?: aquellos aparatos de baquelita que tenían los números en una esfera y que cuando sonaba todos sabíamos que se trataba del teléfono, y que nadie preguntaba a gritos y con fieros aspavientos: ¡quién ha visto mi móvil! 
        Mi esposa lo colocaba sobre un paño inmaculado y repleto de encajes. El pesebre con el recién nacido era rodeado de adornos navideños al uso. Allí pasaba aquellos días de finales de diciembre y de primeros de año, sonriendo a todos los miembros de la casa y a cuantos nos visitaban aquellos días. Raro era quien al cruzar la puerta de entrada no se quedaba prendado del candor de aquel niño.
        Cuando acababan las fiestas, cada siete de enero, la imagen era envuelta en el papel de seda en el que había dormido todo un año y guardado en el armario de nuestro dormitorio.
       Pero, ¡hete aquí! que hace seis o siete años (quizás más, que el tiempo vuela), por estos días tan señalados, el Niño Jesús no estaba en el lugar que le correspondía. Mi esposa debió volverse loca buscándolo, pero por más que sacó toda la ropa del armario, abrió y limpió cajones, no pudo encontrarlo. Simplemente se había esfumado. Lógicamente revolvimos de arriba abajo toda la casa, que es lo que venimos haciendo año tras año desde entonces,  cada vez con menos esperanzas de encontrarlo he de confesar. No hemos tenido en estos años ningún traslado, sí alguna obra que nos ha obligado a mover muebles de sitio, pero fuera de eso resulta inexplicable el hecho en sí. Un misterio más del “Misterio”.
        Yo, medio en broma, suelo comentar, y mi esposa se cabrea, que a lo mejor no le caíamos en gracia y se marchó con alguno de los amigos o familiares que nos visitan, eso sí con cuna y todo. 

¡¡¡ FELIZ NAVIDAD ¡!!

Nota: todos los años, por estas fechas, publico este relato por ver si el Niño Jesús lo lee y regresa.

domingo, 17 de noviembre de 2013

En el refugio de los sueños: El beso abandonado

       Se fue sin un  adiós. Me abandonó como se abandonan los zapatos viejos, que escribió Sabina. Sin hacer ruido. Debió de hacerlo descalza. Siempre le gustó andar así por la casa, por nuestra casa. Nunca olvidaré aquellos pies desnudos, inocentes, blancos, frágiles… y largos, muy largos, al menos a mí siempre me lo parecieron. Ella siempre fue así: imprevisible. Era lo que más me gustaba de nuestra relación. Nunca te daba motivos para aburrirte; el tedio no le pertenecía. Si tuviera que describirla sería una mariposa llena de colorido, de vistosidad, de ligereza. Así eran sus manos, se movían a velocidad inasible. No paraban un segundo, ni cuando estaba tranquila sentada en aquella butaca de orejeras, tapizada a cuadros, leyendo. Cuando leía, fumaba, y el humo del cigarro dibujaba  “huellas en el aire”(*). Sus manos siempre me intrigaron; a menudo me preguntaba cómo era posible que sirvieran  para acariciar mi piel con aquella suavidad que me llevaba al arrobamiento y al mismo tiempo anduviesen entre cazuelas preparando aquellos guisos de su tierra. Mi abuela, respondía cuando le preguntaba. Hasta entonces sólo me había abandonado para urdir  entre fogones la olla podrida con la que agasajarme, poderosa le llamaba ella –nombre que siempre intrigó a mi ignorancia culinaria-, o lentejas medievales, o la sopa burgalesa que llenaba de olores de carne, huevos, patatas y cebolla la pequeña cocina de nuestro apartamento. 
        Su cuerpo era de apariencia endeble al mismo tiempo que fibroso cuando estallaba en movimientos rápidos y armónicos; exhalaba una fuerza interior difícil de adivinar para quien no la conociera. Así era ella, y mucho más.
       Ahora se había marchado. No me sorprendió su partida, su huida. Hubiera preferido vivir con ella toda una eternidad, pero desde que la conocí presumía su abandono. Sí diré que  me extrañó mi desconsuelo,  precisamente porque sabía de él desde un principio y no debiera haberme dolido, aunque mi mirada estuviera fija en la calle, en el vacío, en la nada, desde aquel ventanal de su habitación, durante muchos minutos, sin pestañear: recordando. Me dejó solo, muy solo…abatido,  desamparado, preguntándome cada minuto que siguió a su huida si alguna vez había existido aquella mujer de  mirada verde y penetradora.
     Recorrí toda la casa huérfana de ella, de su cuerpo, de sus manos, de su olor; aquellas paredes dejaron de pertenecerme cuando ella partió. Algo se había roto definitivamente. Estuve despidiéndome del que fue nuestro refugio  tantos años. Cada habitación seguía oliendo a ella, a ese perfume que siempre llevaba. ¿Lavanda, tal vez? El olor de la última cena que preparó, quizás para que no le olvidara,  aún viajaba por el techo del salón. Un recuerdo más, sin duda, que no acertaba a salir por las ventanas.  Había fotos, claro. Pero su presencia era más profunda; parecía flotar en el aire. No estaba, por mucho que la anhelase se había ido. Nada me dejó escrito, tampoco lo hubiese esperado. Ella era así: como la brisa. No obstante algo olvidó: su último beso depositado en aquel pañuelo de papel, abandonado en el borde del lavabo, con el que se acarició la hermosura de sus labios poco antes de partir, de marcharse para siempre.

 (*) huellas en el aire: frase de Mateo Iglesias Sampedro (8 años)
PD. Este relato ha sido publicado, junto a otros 25, en el libro “Relatos con Gusto”, el pasado 14 de noviembre por la editorial: Ediciones Balnea (www.balneaescueladevida.blogspot.com.es).      

miércoles, 13 de noviembre de 2013

En el refugio de los sueños: El cine ese espectáculo maravilloso.

        Los miércoles por la tarde son días importantes en casa: vamos al cine. Es ya una costumbre. Todo empezó hace años, el elegir esta fecha semanal, porque fueron las empresas las que calificaron este día como: “día del espectador”, abaratando el precio de la localidad. Creo que lo hicieron porque los miércoles había partidos de fútbol televisados y la asistencia a las salas de proyección era menor. ¿Pudiendo elegir porque pagar más por una entrada?
       Así lo venimos haciendo desde hace años, pero no por casualidad también los espectadores del miércoles fueron yendo a la baja, pues aunque el precio era más moderado seguía costando una cantidad importante. En mi localidad unos 6,50 euros.
       La crisis debe haber abierto los ojos a las empresas y últimamente han creado días especiales a 2,90 euros. La promoción únicamente duró tres días…¡y los cines se colapsaron!  Quizá sea exagerado el adjetivo pero aquella semana los incondicionales no encontramos entrada. La promoción pasó, ahora las entradas de los  miércoles las han rebajado a 4 euros,  la asistencia si no es masiva si se ha visto aumentada considerablemente. Es pronto para asegurarlo, quizás incida en que en esta fecha la oferta de películas, cara a los óscars, es mayor. Desde mi opinión se debe exclusivamente a la disminución del precio. (Aviso para navegantes: si no sumarais a la entrada el coste de palomitas y coca-colas, cuya permisibilidad de consumo siempre me ha parecido un error, el cine no os  saldría tan caro).
      La fotografía la tomé, la pasada primavera, en una localidad alicantina, creo que Santa Pola. Se observa que lo que fue un cine está derruido; únicamente queda como mudo testigo de las historias que sin duda se vivieron en su interior a lo largo de muchos años, la fachada principal con esas dos herrumbrosas ventanillas marcando el inexorable paso del tiempo desde su abandono.
        Dos ventanillas para una población menor, lo que da idea de la afluencia al cine en otros momentos. Ojalá que estemos volviendo a aquellos años en los que soñábamos con ser aquellos vaqueros que montaban caballos y disparaban al mismo tiempo con pasmosa habilidad. Quién no ha querido sustituir al protagonista de aquella cinta en la que besaba los afrutados labios de la rubia platino. Seguro que más de uno aún recuerda, en su imaginación, claro, el sabor a manzanas verdes de aquellos labios que hizo suyos y que debió sentir Hamphrey Bogart al besar a  Ingrid Bergman.
        Tantas y tantas cintas y aún nos sigue asombrando, y eso a pesar de que el cine no deja de ser una gran mentira ( al menos eso creo).

martes, 5 de noviembre de 2013

En el refugio de los sueños: Diálogo teatral

(Dos hombres, Antonio y Manuel han quedado citados en un café céntrico de la ciudad. Llevan un tiempo sin verse pero se conocen desde niños. Antonio, recién jubilado, quiere consultar con Manuel, abogado, cuestiones sobre su reciente separación matrimonial. Los dos hombres irán perdiendo la timidez, a lo largo de la conversación, e irán abriendo sus vidas el uno hacia el otro en un juego entre el pudor y la liberación. Antonio está sentado; sobre la mesa un vaso de cerveza. Entra Manuel).

ANTONIO. – (Levantándose)  ¡Manuel! ¡Gracias por venir! ¡Cuánto tiempo sin vernos, chaval!
MANUEL.  - ¡Años, Antonio, años! ¡Más de diez, sin temor a equivocarme! Me alegra verte. Estás igual. Algo más calvo.
ANTONIO. –La vida pasa para todos, Manuel. No vale hacerse ilusiones. ¿Qué quieres tomar?
(Se sientan)
MANUEL.  –Una cerveza. Bueno, ¿tú dirás? Me dijiste por teléfono que querías verme con urgencia.
ANTONIO. –¡Camarero, otra cerveza, por favor! Sí, es sobre mi matrimonio… vamos sobre mi separación. ¡Después de cuarenta años! Lo que pasa es que  he pensado mientras llegabas que, quizás, fuera mejor hablarlo en tu despacho. ¿No te parece?
MANUEL.  –Sí será mejor. Pero ya que estamos aquí, cuéntame, ¿qué tal se vive de jubilado?
ANTONIO. –La verdad es que no me jubilé, me jubilaron. Ya sabes estos tiempos que corren. Pero vamos me va bien: paseo mucho, quedo con algunos amigos. El cine, la lectura, ocupan parte de mí tiempo ahora. Ayer sin ir más lejos fui al teatro. Me reí mucho.
MANUEL. –No parece mala vida. Qué ponían.
ANTONIO. –“Confidencias de mujer” Va sobre dos mujeres que desnudan su alma, la una a la otra, pensando que se conocen. Un equívoco que sólo se descubre al final y que resulta muy gracioso.
MANUEL. -¡Es que las mujeres son muy despistadas!
ANTONIO.-Es una forma muy delicada de decirlo. La verdad es que cómo son las mujeres, a mi edad y después de la separación, me trae sin cuidado. Tal vez hemos dado, a lo largo de la vida, demasiada importancia a eso del amor. En el amor siempre hay algo de egoísmo. Y me refiero por las dos partes. Por eso, creo, que siempre gana el otro. ¿No sé si me entiendes? Sólo el amor de una madre está fuera de dudas. El otro… los otros amores, como te digo, siempre tienen algo de interés. Yo te doy esto,  tú me das lo otro. Ya sabes.
MANUEL. –A mí la vida en pareja no me gusta. Y creo que soy más egoísta que los que, al menos, ceden una parte de su vida a otra persona. He tenido amores…claro, pero por puro hedonismo, por placer, vamos. Tampoco esperaba nada a cambio.
ANTONIO. –Buscabas sexo. ¡Toma, como todos! Ya sabes el dicho:”De esta vida sacarás, lo que metas, nada más"
MANUEL. -¡Qué burro eres!
(Beben)
ANTONIO. –Lo que sucede es que te enamoras. No nos equivoquemos: cuando se tienen veinte años la belleza cuenta. Y cuando se tienen treinta y cuarenta…Siempre cuenta que la mujer sea guapa ¿O, no? Eso que dicen que lo importante es que sea hacendosa, trabajadora. Está bien. Pero una mujer guapa siempre gana. Y es que somos como todos los animales, ¡tenemos que mejorar la especie!
MANUEL. -Sí que eres burro, sí.
ANTONIO.- Ya, ya. Cómo que tú buscaras otra cosa. Por eso nunca te has casado. ¡Qué eres muy feo, Manuel!  ¡Que ellas quieren lo mismo!
MANUEL. – Feo, feo. Yo también tuve mi tirón, no creas. Lo que pasa es que los años no pasan en balde. A medida que pasa el tiempo va siendo más difícil abrir nuestro corazón… a otra persona.
ANTONIO.- La verdad es que aunque antes te decía que damos demasiada importancia al amor; quizá hable en general. A mí me costó un gran disgusto que  Pilar me abandonara. Cómo explicar si no esa angustia que se fijó dentro de mi cuerpo. Era un ahogo que no me dejaba respirar. Hasta la comida no me sabía como antes. Se fue pasando, claro, pero le costó salir de mi interior. Ahora estoy bien.  Por cierto: ¡cómo echo en falta las comidas de Pilar!

MANUEL.- ¿No estarás enamorado aún? Yo sólo recuerdo que me pasase una vez. Viví una temporada en pareja, pero no salió bien. En aquella época estaba muy mal vista nuestra actitud. La persona con la que compartía mi vida también sufrió, me consta. Pero la situación se hizo insoportable. Tal vez no toda la culpa fuera nuestra. La sociedad estaba muy poca abierta a lo que hoy en día no se le da la más mínima importancia… Hoy, ya es tarde, demasiado tarde.
ANTONIO.- Enamorado ya no estoy. El amor hacia una persona debe dejar paso a una fuerte amistad a medida que convives con ella. Echas de menos la compañía, el cariño, el compartir cosas. El estar solo. Si te soy sincero para mí esto tiene más valor que lo demás…, ya sabes a qué me refiero,  aunque no dejo de entender que también es importante. Sentir el calor de otro cuerpo junto al tuyo al abrir los ojos cada mañana. Abrazarse en ese duermevela. Despertarte por la mañana y sentir  que la casa se ha impregnado de olor a café. Ver su vestido sobre la silla. La ropa interior olvidada a los pies de la cama. En fin…
MANUEL.- Lo que digo que no la olvidas.
ANTONIO.- Es que no es fácil, pero fíjate que siempre lo he pensado. Me refiero a que se da por hecho que el hombre, el macho, siempre ha de llevar la iniciativa. Pero siempre eché de menos que fuera ella  la que en alguna ocasión se acercara a mí con ternura; y fuera ella quien iniciase el juego. No sé si me explico. Desnudar a una mujer poco a poco es muy agradable, pero que se lo hagan a uno quizás lo sea más. Ser, alguna vez, el amado, no siempre el amante.
MANUEL.- Sí, soy de tu misma opinión. Lo que pasa que en mi caso ser amante o amado poco importaba. Era difícil entender quién era quién.
ANTONIO.- Hombre no me dirás que no te resulta agradable que alguna mujer te mire por la calle o baje los ojos cuando le observas “distraídamente” en una cafetería. Que te devuelva una sonrisa o no rechace tu mirada y aguante más allá del decoro. No me digas que no te resulta agradable.
MANUEL.- Esas aventuras ya no existen más que en la imaginación. En la tuya, claro. En la mía, ni eso. Desde mi última aventura, y de eso hace mucho que él me dejo, he centrado mi vida únicamente en mi trabajo.
ANTONIO. - ¿Él?
MANUEL.- ¡Ah! ¿Pero no sabes que soy homosexual, y que tú eras mi preferido ya en el colegio? Pero, ¡si me he insinuado muchas veces!, Antonio. Quizás aún estemos a tiempo. Los dos estamos tan solos… (Dice mientras acerca su cara a la de Antonio).
ANTONIO.- (Con los ojos como platos) ¡Qué dices! ¡Si haces más de diez años que no nos veíamos! ¡Tú mismo la has dicho, al llegar!
MANUEL.- Antes, antes, mucho antes. Lo que pasa es que entonces no se podía decir libremente.
ANTONIO.- ¿Y tú eres el que me vas a aconsejar sobre mi matrimonio? ¡Antes me arreglo con Pilar! ¡Maricón!. ( Y sale dando la espalda a Manuel).

martes, 22 de octubre de 2013

En el refugio de los sueños: Tú y yo (1939)

        “Las olas chocaban contra el lateral del buque a medida que éste se deslizaba por las gélidas aguas del Mar del Norte. Norman había salido al exterior  bien pertrechado en su abrigo gris. El cuello, alzado, le cubría prácticamente toda la cara; tan sólo sus ojos permanecían al descubierto, escrudiñando el mar. Fumaba llevándose el cigarrillo a los labios por la angostura que dejaba el cuello de la prenda sujetado con su mano libre. El viento le azotaba el rostro entumecido, pero le hacía bien. Siempre le habían gustado los espacios abiertos, por eso había subido a la cubierta desdeñando la comodidad que le brindaba su pequeño camarote. Desde el lugar en que se encontraba podía divisar, apenas girando levemente la cabeza a su derecha, el puesto de mando y sombras que se movían en su interior. La tripulación velaba por los pasajeros desde aquella pequeña atalaya abierta al océano - pensó-. Un pequeño ruido, a su izquierda,  sobre el bruñido entarimado de la cubierta atrajo su atención disipando sus pensamientos. Una mujer embozada en una gabardina de color claro acababa de apoyarse en la barandilla a escasos metros de él. La mujer fumaba mientras miraba con fijeza a las olas como si éstas hubieran de traerle noticias o recuerdos.
       Estaban solos en aquellos breves minutos en que el atardecer separa el día de la noche; los negros nubarrones acentuaban la sensación de oscuridad únicamente rota por las luces que hacía poco tiempo se habían encendido sobre cubierta.
       Cómo entablar una conversación con una desconocida -se preguntó Norman-. Claro que si no lo intento nunca dejará de serlo –el mismo se contestó.
       -No es de creer que aquí gocemos de esta tranquilidad, cuando existen tan malos presagios  en Europa– comentó sin dejar de mirar al mar.
       -Cree usted que habrá guerra –contestó la mujer desviando su mirada hacia el hombre.
       -Sí, sin duda –afirmó Norman, devolviéndole la mirada.
       -Parece que no tuvieron bastante con la primera.
       -Veinticinco años y ya estamos otra vez enzarzados.
       -Bueno, quizás esta vez sea diferente.
       -De eso puede estar segura. Será diferente y peor.
       -No le veo muy optimista al respecto –dijo la mujer que había vuelto su mirada hacia las olas que seguían azotando el costado del buque.
       -Mis negocios me lo dicen. Viajo de Noruega a Dinamarca por este motivo. A medida que se va consolidando la certeza de una gran confrontación bélica, mi empresa gana en prosperidad.
       -¿A qué se dedica?
       -A derivados del acero. Ese material tan necesario para fabricar… ya me entiende. ¿Y usted, cuál es el motivo de su viaje por esta zona que en cualquier momento puede saltar por los aires?
       -Le entiendo. Mi motivo es familiar. Sólo hago escala en Dinamarca un día. Luego prosigo viaje a los Estados Unidos. New York me espera –dijo mientras lanzaba un suspiro.
      -También es mi destino final –aclaró Norman-. Pero debo permanecer en Europa por algún tiempo. 
      Norman se acercó a la mujer al ver que intentaba encender un nuevo cigarrillo. Sus ojos se encontraron por un instante. La mirada de ella hizo mella en Norman. Tuvieron que colocar juntas las manos para que el aire no apagase la llama del mechero del hombre.
     -Gracias –musitó ella-. Me viene bien fumar; disipa mis preocupaciones.
     Norman – cortés- no preguntó por ellas. La mujer se lo supo agradecer con una sonrisa que iluminó su cara.
      -¡Tiene las manos heladas! Quizás estemos  mejor en el interior. La noche ya está aquí y dentro de poco hará más frío.
      -Estoy bien aquí, al menos de momento. El camarote me agobia –dijo ella-.
      -Estoy con usted. A mí me sucede lo mismo. Perdone que me presente… me llamo Norman, Norman Scott.
      La mujer parecía haberse abstraído de nuevo. Miraba al mar con fijeza. Las olas batían la nave cada vez con más virulencia. Se llevaba el cigarrillo a los labios y exhalaba el humo que se desvanecía en el aire envolviendo su blanco rostro como si la neblina le alcanzase súbitamente. Norman no había dejado de mirarla desde que le dijese su nombre. Tal vez había dicho alguna inconveniencia. Sintió que ella no deseaba continuar con la charla y optó por hacer un gesto a modo de saludo para retirarse.
      -No, espere. Disculpe. Yo y mis pensamientos. No desearía haberle parecido grosera. Me llamo Rebeca.  Y creo que tiene razón deberíamos entrar; el frío me va calando hasta los huesos. Me vendría bien tomar algo caliente. Un coñac…quizás.
     Entraron. El pequeño bar era acogedor. Apenas unos pocos pasajeros se encontraban allí. Viajar en esos días era un riesgo. Los acontecimientos parecían agolparse, y los malos presagios estaban en las mentes de las personas. Sólo si era una necesidad que no se pudiera postergar, la gente podía arriesgarse. Por eso se extrañaba Norman del viaje de Rebeca, pero se abstuvo de preguntarle.  Pidieron dos coñacs. Norman tuvo un rato la copa entre las manos. Rebeca se la llevó a los labios casi de inmediato.
       -Reconforta –dijo-. ¿Acaso no le gusta el coñac y únicamente lo ha pedido para acompañarme?
       -No –sonrió Norman-, es que calentándolo con las manos sabe mejor; desprende más los aromas. De hecho las bebidas frías no me gustan demasiado.
      Rebeca miró a los ojos de Norman y se dispuso a seguir su consejo.
      -Tiene razón –comentó.
      - Mañana temprano entraremos en el puerto de Haustholm. Supongo que esperará usted allí el próximo embarque para Estados Unidos.
      -Sí, es lo más cómodo.
     -Yo he de viajar por tren a Copenhague. No sé si es atrevimiento por mi parte, pero si me lo permite puedo quedarme en Haustholm hasta que zarpe su barco. Mis contactos daneses bien pueden esperar un día. ¿Qué me contesta? –preguntó Norman al ver que la mujer dudaba.
      -Claro –contestó ella después de unos instantes-. Nos haremos compañía mutuamente. Seguro que me viene bien alejarme de mis preocupaciones por unas horas.
      A Norman empezaba a gustarle aquella  mujer de aspecto vulnerable pero tremendamente atractiva. Había podido comprobar, al quitarse ella el abrigo, su seductora figura. Todo su cuerpo atraía. Sus ojos azabaches, sus rasgos…ligeramente orientales sin serlo. Los pómulos rectos y afilados, como si alguien se los hubiese cincelado. Los labios invitaban a ser visitados. Tenía las manos largas y blancas, y cuidadosamente cuidadas las uñas. El pelo caía sobre sus hombros enmarcando su precioso rostro. Toda una belleza –pensó y sus pensamientos se fijaron en sus ojos haciendo comprender a la mujer el atractivo que provocaba en Norman.
      Las horas pasadas juntos en la ciudad de Haustholm no hicieron sino confirmar el atractivo que sentían el uno hacia el otro. Ninguno tenía compromisos personales al otro lado del mundo y de una forma natural, como si estuviera así escrito, se fueron acercando. Enamorarse quizás no fuera la palabra en esos momentos; acababan de conocerse pero sentían que aquella travesía  había unido sus destinos tal vez para siempre. Mirándose a los ojos y con las manos unidas debían de despedirse en la dársena. Ella había de embarcar.
      -¿Volveremos a vernos? –dijo él.
      -Tal vez –contestó ella. Ambos vivimos en New York. La ciudad es grande pero…
      -Como te dije he de permanecer por algún tiempo en Europa…cuatro o cinco meses a lo sumo. Te propongo quedar dentro de seis meses a las cinco de la tarde en la terraza del Empire State, dicen que hay vistas maravillosas desde allí.
     -Las conozco y los atardeceres son muy hermosos – contestó Rebeca.
     -Así sabremos si esta relación tiene futuro. Nos veremos pues el 22 de abril del próximo año, a las cinco de la tarde.
      Como si de un juego se tratase cerraron el compromiso con un beso en los labios. Él  vio como ascendía las escaleras y saludarlo desde cubierta. Norman no abandonó el muelle hasta que el barco se perdió en el horizonte.
      Y pasaron seis meses.
       El día señalado, Norman cogió el ascensor y pulsó el último piso del Empire State. Llegó con quince minutos de adelanto. Desde aquella terraza se veía todo New York y la vista le hizo recordar el Mar del Norte. Allí también llegaba el aire a ráfagas, aunque esta vez no fueran tan fuertes. Esperó. Rebeca no se presentó. ¿Le había olvidado? Le pareció extraño. Recordó que si algo le había atraído de aquella mujer era su aparente falta de interés, que él achacó a los problemas personales que parecía tener, pero que sin embargo la joven reaccionaba al instante y resultaba agradable su compañía. Estos meses se había ido enamorando de ella profundamente y ahora le pareció haberla perdido. Sin duda –se dijo- habrá cambiado de parecer hacia mí. Ese era el compromiso que pactaron. Eran más de las ocho, noche cerrada, cuando abandonó la terraza y con tristeza fue olvidándose de Rebeca. Norman nunca sabría que la mujer había sufrido un accidente al acudir a su cita”.
NOTA: Este es el argumento(más o menos) de la película TÚ Y YO, dirigida en 1939 por Leo McCaney y protagonizada por Irene Dunne y Charles Boyer. El mismo director haría años más tarde un “remarke” con Cary Grant y Deborah Kerr.  El motivo de haberlo escrito se debe a mi inconsciencia y falta de respeto hacia EL MÓVIL. ¡Con lo fácil que hoy en día hubiera sido ponerse en contacto con este artilugio del demonio! Pero… que maravillosa película nos habríamos perdido… o no.  
 

martes, 15 de octubre de 2013

En el refugio de los sueños: El maqui de Isábena

        Habían pasado ya cinco años desde aquel 1 de abril del treinta y nueve. Los primeros indicios se dieron tras el caluroso verano. En la taberna no se hablaba de otra cosa: los guerrilleros republicanos habían regresado por el valle de Arán y se estaban posicionando por la serranía oscense. Había cierto temor entre la población del pequeño pueblo de Lascuarre. El recuerdo de la  cercana guerra civil anidaba en los corazones de sus habitantes. Poca era la gente que deseaba, de nuevo, la confrontación con las fuerzas del nuevo régimen. La Guardia Civil y el propio ejército franquista controlaban la frontera con Francia para impedir que los republicanos que habían logrado huir, en los últimos días de la guerra, pudieran regresar. Lo que ignoraban era que algunos  nunca se habían marchado y permanecían escondidos en sus hogares o en casas de sus amigos o familiares.
       Andrés Luque se había casado con su novia de toda la vida. Ella se llamaba Carmen, Carmen Rubí Pla y había nacido en la humilde casa, contigua a la de Andrés, en aquel pueblo de la provincia de Huesca. En la primavera del año treinta y seis, y sin intuir tan siquiera los sucesos de meses después, Andrés y Carmen se desposaron en el salón principal del ayuntamiento. Fue un día festivo en el que los protagonistas se juraron aquel amor eterno que habían conocido desde su adolescencia, y del que participaron la mayoría de los lugareños.
      Andrés estaba afiliado a la Casa del Pueblo desde que cumplió los veintiún años de edad.  Socialista convencido, no participaba, sin embargo, en actividades del comité por lo que no era considerado un miembro relevante del mismo. Cuando estalló la guerra formó parte de los batallones republicanos que lucharon contra los rebeldes. El curso de la confrontación le deparó, como a tantos otros, el tener que alejarse de su esposa y de los suyos durante tres interminables años. Apenas estuvo con Carmen durante la contienda: sólo durante algún permiso y en momentos en que el frente se desplazaba por otras zonas de la geografía española.
      La guerra terminó aquél 1 de abril, y como sucede en todas las guerras vino a finalizar para los vencedores. Los vencidos tuvieron que huir en su inmensa mayoría. Andrés y sus compañeros tenían fácil la escapatoria: los pirineos estaban cerca. Pero Andrés decidió quedarse. No lo dudó. Para él Carmen lo era todo, lo demás poco le importaba. Hubo de esconderse, al principio de casa en casa de amigos y familiares y siempre con el temor a ser delatado. Optó al final por ocultarse en su propio hogar tras hacer correr el rumor de haber huido definitivamente. Tras la chimenea de la cocina habilitaron un pequeño espacio comunicado por el exterior de la vivienda. Allí permaneció oculto durante casi cinco años. Alguna noche salía de su madriguera a respirar el aire que descendía desde las montañas cercanas y a abrazar a su esposa. Únicamente Carmen y Antonio Fraguas Luque, hijo de su tía Ángela, sabían de su existencia. La Guardia Civil, aunque revisó su casa en más de una ocasión, nunca dio con el escondrijo.  Para los lugareños Andrés  se había echado al monte, o en el peor de los casos lo dieron por muerto. Cuando los maquis aparecieron por el valle de Isábena, nadie dudó que Andrés, se encontraría entre ellos, salvo que hubiera caído en manos de la Guardia Civil, pues raro era el día que no viajaban hasta el pueblo noticias desalentadoras sobre el destino de aquellos últimos guerrilleros que uno a uno fueron siendo abatidos.
        El tiempo, ese eterno señor que quita y pone razones, empezó a obrar en contra de Carmen. La mujer quedó preñada. Su embarazo se hacía día a día evidente. Habían tomado durante más de cuatro larguísimos años de cautiverio todo tipo de preocupaciones a su alcance; pero al final la naturaleza se había impuesto. Desde su conocimiento Carmen se pasaba el día penando de habitación en habitación. Apenas sí salía a la calle. Andrés se martirizaba en su agujero sin hallar respuesta a su incertidumbre. Si aparecía era evidente que la Guardia Civil caería sobre él, pero no podía dejar a su esposa en boca de las habladurías de la gente del pueblo. Él no existía.
       Andrés y Carmen jamás pudieron pensar que la solución vendría del primo Antonio. Éste les propuso casarse con Carmen y dar sus apellidos a la criatura que habría de venir. ¿Solución? No era fácil tomar una decisión y tampoco el  tiempo obraba en su favor.
      Quizás sea éste un momento para el amor, para el auténtico amor. Por amor a su mujer y a la vida que habría de tener su hijo, Andrés cedió. Ello suponía alejarse de su casa, abandonar a Carmen y convertir a Antonio en el padre de aquella criatura que había de nacer pronto y que él había engendrado en el vientre de su esposa.
        Andrés se echó al monte. El valle de Isábena lo acogió y nunca más se supo de él.
        Las autoridades no pusieron ningún tipo de impedimento a que Carmen y Andrés se desposaran por la iglesia, toda vez que no se tenían noticias de Andrés desde hacía más de cuatro años y no daban autenticidad a los matrimonios civiles contraídos en la época republicana. Así pues Carmen y Antonio se casaron. Andrés, Andresito como le empezaron a llamar a medida que fue creciendo y correteaba por las calles del pueblo, se convirtió con el paso de los años en: “el sobrino del maqui”.  

jueves, 10 de octubre de 2013

En el refugio de los sueños: La niña que me chupaba los pasteles.

        “Fue sin querer/es caprichoso el azar./No te busqué/ni me viniste a buscar”. Escribía Serrat en una de sus canciones del año 2002.
       Antes, mucho antes,   había conocido a María Ángeles, la niña que me chupaba los pasteles. Ayer, doce de junio del 2013, volví a verla, después de casi sesenta años. No recordaba ya aquella cara infantil, borrada por el tiempo en mi mente, y convertida en un rostro  jovial y atractivo en su madurez. Ella, por aquel entonces ignoraba que yo algún día, muchos años después y entre risas, se lo echaría en cara. Yo tampoco sabía que en Burgos existiera una persona  tan golosa.
      Había acudido con mi esposa y unos amigos a la presentación del libro: “La evolución sin sentido”, obra de los paleontólogos Eudald Carbonell y Jordi Agustí, de la Sierra de Atapuerca, en el Museo de la Evolución Humana. Fue Agustí el que introdujo la palabra “azar” para dictaminar el origen del hombre como especie. Independientemente de las creencias de cada uno, supongo que para un científico esta eventualidad, a la hora de razonar, es más evidente que cualquier tipo de creencia o fe. La charla, distendida entre los asistentes y los presentadores, de alguna forma también tomó el camino del azar.
       Y que otra cosa no fue que el azar, la casualidad, el sino… lo que motivó mi rencuentro con María Ángeles. Tras la presentación del libro nos fuimos en grupo a “conversar unas cervezas” (término acuñado por mi buen amigo Fernando López).  Durante la amena tertulia salió a relucir, por azar sin duda, que M. Ángeles había vivido en su niñez en el mismo edificio que unos tíos míos, y que era amiga íntima de los tres  hijos de ellos. A esa casa mis padres nos llevaban, a mis hermanos y a mí,  con relativa frecuencia de visita. Por aquel entonces era muy usual que los mayores recurrieran a familiares y amigos para “pasar la tarde” como solían decir.  Y entonces recordé… Recordé que aunque  aquellos años eran en blanco y negro, algunos días, los menos, se iluminaban de colores de fiesta: las celebraciones de cumpleaños por ejemplo.  Cumpleaños a los que asistía aquella vecina de rizos a la que mis ingenuos tíos enviaban con alguna de mis primas a la pastelería “Luis de Miguel” sita, por aquellos años, en un lateral de la Plaza Mayor (ahora este local está ocupado por un bar: El Soportal), a comprar los pasteles para la colación de la tarde. Aquella niña de calcetines blancos y sandalias del mismo color, con toda su “candidez” iba levantando el envoltorio e introducía uno de sus deditos, el más largo sin duda, para deleitarse con el dulce placer de la crema. He de confesar que desde la distancia no se lo reprocho puesto que yo hacía lo mismo con los de mi casa.
       Aclarado el asunto seguimos conversando cervezas entre risas. Y nos dieron las diez…y las once…las doce.  

lunes, 15 de julio de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (27)

      -Siempre asomado al balcón, Edouard. El gobierno es muy posible que haya aprendido la lección y deje paso a otra forma de autoridad. Jean puede que tenga razón en como ve él la situación; siempre has sido un poco agorero. Al menos mientras estén juntos y se sigan queriendo nada han de temer.
      -Soñar siempre ha sido gratis, Suzzane, pero la situación no está para  fuegos artificiales. Te puedo asegurar que nuestros amigos en estos momentos están en su mejor sueño; tanto mejor para ellos.
      -Como tu dices: el tiempo, ese truhán,  pondrá las cosas en su sitio.
      -Sin duda, y hablando de tiempo me he fijado como ha crecido  León. Se ha convertido en todo un hombre. Me gustaría hacer algo por él.
      -Ya has hecho bastante por él, Edouard. Siempre te estaré agradecida. Nos acogiste sin pedir nada a cambio, y en todos estos años le has tratado como a un hijo.
      -A eso me refería cuando decía que me gustaría hacer algo por él. Tengo que legalizar su situación actual considerándole hijo mío y heredero de mis..., de nuestros bienes -agregó tras una ligera pausa.
      El rostro de Suzzane no pudo reprimir la sorpresa al escuchar las palabras de su esposo. Sus ojos se llenaron de lágrimas y sus manos buscaron las de Edouard, mientras sus labios besaban los de él.



        El café Guerbois había recuperado su pulso. Las personas que a esas horas se encontraban en él comentaban los acontecimientos recientes, y el bullicio hacía inaudible los comentarios de unos y otros. No había forma de que la gente atenuase el tono de sus comentarios. A cada elevación de voz le correspondía otra mayor. Sólo se echaba en falta el sonido de aquel violín que un día ya lejano había enamorado a Jean. Por lo demás el humo de los cigarros era teñido de tonos azulados por las amarillas luces de las lámparas de gas. El espesor del aire se podía palpar y resultaba casi irrespirable aquel ambiente creado. En medio de aquella batahola y en una mesa, junto al ahora vacío estrado, una dama sobresalía del resto por su atractivo, era Berthe Morisot. Siempre bella, quizás la más bella mujer que había contemplado Manet, tenía en aquella tarde del mes de junio una vivacidad en sus ojos que no podía pasar inadvertida a la escrutiñadora mirada del pintor. Sus cabellos caían por su frente y adornaban su delicado rostro. Un sombrero negro con un enorme lazo  hacía juego con el pañuelo del mismo color que se anudaba a su garganta.
       -¿Qué te sucede Berthe? ¿Qué veo en tu deslumbrante mirada que no soy capaz de descubrir? -preguntó un sonriente Edouard.
       La muchacha bajó la mirada buscando, de esta manera, una excusa para no hacer comentario alguno.
      Fue Eugene quien habló:
      -Querida Suzzane, querido hermano. Esta hermosura y yo hemos decidido seguir los pasos de Jenny y Jean y pasar por la vicaría.
       Mientras esto decía Eugéne, Berthe había levantado los ojos y aquel brillo especial que Manet había notado se instaló de nuevo en ellos.
      -Esperábamos  –continuó Eugéne- comunicarlo cuando estuvieran con nosotros también Jean y Jenny,  pero la impertinencia  –añadió con una sonrisa- de Edouard ha frustrado nuestros planes. Por cierto ahí llegan los auténticos novios.
      Jenny llevaba un hermoso vestido de color malva abotonado hasta el cuello,  donde un gran lazo de terciopelo negro hacía juego con el ancho cinturón que acariciaba su cintura. La blancura de los puños de la camisa, que sobresalía por las mangas,  y el cuello del vestido eran una continuación de su pálido  e inquietante rostro que al ver a sus amigos dibujó una enorme sonrisa. Portaba una graciosa sombrilla, también de color blanco, y los pliegues de su largo vestido se movían a cada paso con aquella gracia que sólo Jenny poseía. A su lado Jean, siempre elegante y con una espesa barba que le hubiera hecho irreconocible si no fuese por su siempre, y sin pretenderlo,  porte aristocrático.
      -Mirad a la pareja de moda en París –exclamó un Edouard exultante mientras se levantaba para recibirles-. Observad  como los miran.
       Efectivamente algunas de las personas del Guerbois volvían las cabezas al paso de la atractiva pareja.
       -¡Qué elegancia! -continuó Edouard mientras se fundía en un abrazo con Jean. 
       Berthe y Jenny se abrazaron mientras unas lágrimas brotaban de los ojos de ésta.
       -Jenny, Jean -decía ahora Eugéne–, Berthe y yo tenemos una sorpresa para vosotros: nos casamos; ya está bien de soltería.
       -Ya era hora de que dejaseis de vivir en el pecado –ironizó Edouard.
       -Parece que por fin  todo el mundo empieza a comportarse de una forma racional  - comentó una sonriente Suzzane.
       -Esto hay que celebrarlo amigos -exclamó Jean-. Voy a ver si nos traen champagne.
       -Efectivamente vuelve la monarquía -comentó ahora Edouard-; hemos pasado directamente de la absenta al champagne. Esto es lo que se llama progreso. Todo sea por la amistad. Si no fuera por el dolor de este maldito pie me pondría a bailar.



      El murmullo del Guerbois engullía las palabras de Manet mientras se revivían en el interior del café  todos aquellos últimos acontecimientos acaecidos en la ciudad. El remolino de sus habitantes se había instalado en aquel lugar como en aquel balcón, como en aquella atalaya desde donde poder  observar sin miedo a ser observado. El bullicio no era sino una seña más de identidad de aquella ciudad viva que  negaba  dejarse raptar por aquellos que no la consideraban. Desde aquel balcón, como una vez dijo Jean, no se podía dominar el mundo, no se podía ser su centro, pero lo que sí era cierto es que desde aquel París estaba surgiendo una nueva concepción de la vida artística. Una nueva forma de ver y de entender la más bella inclinación del ser humano: el arte.

F I N.

FELICES VACACIONES Y HASTA SEPTIEMPRE(AL MENOS ESO ESPERO).

lunes, 8 de julio de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (26)

       En Gennevilliers, junto al río, Manet pinta y pinta sin descanso. A veces parece querer borrar al atardecer todo el trabajo del día. Pero en sus telas siempre queda la atmósfera, puede palparse la luz al igual que en sus obras de taller podía olerse el ambiente; y esa atmósfera creada es el punto de partida para el día siguiente: “Siempre que este maldito dolor que se me  ha instalado como una  punzada en  el pie  izquierdo no me lo impida” -dice a menudo Edouard a su esposa.
      -Ya sabes lo que te ha recomendado el doctor Lancoste -le recrimina su esposa cada vez que ve cojear a su esposo-, la humedad del río no te conviene, te agudiza el dolor.
      -Pero esta luz sí le conviene a mi pintura, mi querida Suzzane; ya no sé si podré vivir sin ella. He descubierto, en estos pocos meses, reflejos en el agua que jamás hubiera osado pintar. Ahora tengo la necesidad de pintar series de cuadros con el mismo tema de fondo, algo antes impensable para mí. Siempre creí que una composición era única en su tratamiento, y aquí, junto al río, con los reflejos que provoca la luz, puedo pintar y pintar las mismas escenas sin que sean iguales unas de otras: es la luz la que las hace cambiar de estado. No me cansa pintar estas series continuadas. Pero no te preocupes, nos quedan pocos días de estancia en Gennevilliers; pronto hemos de regresar a París. Confío que esos analfabetos de La Comuna hayan respetado nuestro taller. Tengo ganas de ver como ha quedado todo.
      -También yo tengo ganas, Edouard, por los amigos y tu familia, los echo de menos. Y sobre todo por tu salud.
      -No creo que este pie sé de cuenta del cambio, Suzzane. ¡Son los años¡ En cuanto se pasa de los cuarenta parecen avanzar de seis en seis, y además a mi edad si no te duele algo es que estás muerto.
      -Exageras, Edouard, exageras. Pareces un niño mimado reclamando cariño.



 
      -Hemos tenido suerte, Edouard -gritó Jean al entrar al taller de la calle Saint-Petersbourg-, hasta aquí no han llegado los bárbaros.
      -Si, ha habido suerte, los bárbaros, como tú los llamas, no han querido saber nada de la cultura; poseen los mismos conocimientos artísticos que nuestros amigos de la Academia; no han valorado en nada nuestras obras y las han dejado tranquilas, en su exilio particular.
      -Me alegro que lo tomes de esa manera -respondió Jean mientras trataba de ordenar algunos de los bancos del taller-. Creo que podremos reanudar nuestra actividad  cuando queramos.
      -Muy activo te veo -comentó un Manet sonriente-. Se nota que te sienta bien el matrimonio. Pues nada, amigo, a pintar, no vaya a ser que se escapen tus musas. Mientras lo intentas -añadió soltando una carcajada que rebotó en las paredes del taller-, yo voy a ver si calmo los dolores de este maldito pie que me tiene martirizado; ni descansando deja de molestarme.
      -Ya lo siento Edouard, pero ya verás como el regreso a la ciudad te sienta bien.
      -Eso espero, al menos es lo que me dicen mi mujer y el galeno, de lo contrario habría que pensar en amputarlo.
      -¿Nunca te han dicho que eres un hipocondríaco? -ironizó Jean-. ¡Qué exagerado eres!
      -¡Exagerado! Deberías ponerte en mi lugar.
      -¿Y pintar igual que tú? No sé si me conviene.
      -Ante semejante posibilidad prefiero quedarme con mi dolor. “Au revoir, Jean”, que las musas te acompañen -añadió Edouard mientras se dirigía hacia la puerta del taller.
      Al salir del taller Manet sintió el aire tibio del verano en su rostro, cercenado por un ligero olor a humo que el mes transcurrido desde el fin de La Comuna no había logrado disipar del todo. Olía a madera húmeda quemada. Transitaba por uno de los puentes que unen la isla de Notre-Dame con el centro de la ciudad y desde allí podía divisar los edificios que habían sido incendiados en las Tullerías. Vio el Tribunal de Cuentas derruido y convertido en escombro. Numerosos edificios de la calle Rivoli, el propio Ayuntamiento y diversos bulevares estaban calcinados. La ruina se observaba también, aunque sin que Manet pudiera cotejarla, por la lejanía, en el barrio de Montmartre.
      -Y Jean dice que hemos tenido suerte –pensó hablando en voz alta-. Medio París destruido y hemos tenido suerte.
      Caminando sentía menos el dolor de su maltrecho pie que cuando estaba en reposo; imaginaba que de esta forma se rebelaba contra la enfermedad o que la simple distracción obraba a modo de bálsamo. Se fue acercando hacia la calle de Saint-Germain lugar  donde habían sido ejecutados los últimos partidarios de La Commune, y pudo observar de primera mano el abatimiento de las escasas personas que trabajaban intentando ordenar aquel desastre. La vista de aquellos edificios calcinados, de los paseos destruidos y de las calles otrora bulliciosas, le produjo un sentimiento blasfemo contra los hombres. Maldiciendo entre dientes se fue acercando a su casa en busca de los cálidos brazos de su esposa y de un lugar  donde reposar sus piernas.



      -Traigo buenas noticias -anunció Jean tras cruzar el umbral de la puerta de su casa.  Yenny salió a recibirle con una amplia y blanca sonrisa.
     -Qué contento vienes, Jean. ¿Han respetado el taller? -preguntó mientras sus brazos enlazaban el cuello de su esposo y le besaba en los labios.
     -Si me sueltas un momento podré explicártelo, querida -dijo Jean sonriendo  tratando, sin conseguirlo, de desembarazarse de Jenny.
     -El taller está intacto; lleno de polvo, eso sí, pero intacto. Pero no es éste el mayor motivo de mi dicha.
     -¿Cuál entonces?, Jean.
     -Los monárquicos, Jenny, los monárquicos están a punto de asumir el poder en Francia. ¿Sabes lo que esto significa? La restauración de la monarquía parece próxima y viable, y para nosotros y sobre todo para mi familia pueden estar cerca los días de tranquilidad que tanto se merecen.
       -¡Me alegro tanto por vosotros!
       -Alégrate también por ti, Jenny -dijo Jean mientras la atraía hacia sí.
       El cuerpo de Jenny se dejó llevar.



       -Edouard, ¿cómo has tardado tanto en regresar?, me dijiste que volverías en cuanto comprobaras con Jean el estado en que había quedado el taller. Estaba preocupada. ¿Está todo en orden? -preguntó nerviosa Suzzane al sentir la llegada de su esposo.
       - En orden es una manera de decirlo. Una buena parte de la ciudad ha ardido, como ya pudimos vaticinar, el día de nuestro regreso, desde el carruaje. Pero nos quedamos cortos en nuestra observación. El desastre es mucho mayor que el que podíamos suponer. He recorrido calles del centro y la visión es para desear no pertenecer al género humano. Por lo que respecta al taller todo está en orden. Como dice Jean: “Hemos tenido suerte”. Pero en fin las obras que no pudimos dejar a buen recaudo están bien, no han sido dañadas.
       -Gracias a Dios, Edouard, tantos años de esfuerzo...
       -Y de desengaños, querida, no lo olvides. Ahora se notará el cambio en las modas de la burguesía,  es lo que  sucede tras un desastre como el que hemos vivido. Se necesita vivir más la intimidad de las personas, de los seres queridos, y es muy posible que me lluevan peticiones para pintar retratos. Ya verás como sucede; el trabajo no me va a faltar.  Por lo demás Jean y Jenny están bien; cada día más enamorados al parecer.
      -Se les veía felices cuando nos comunicaron su matrimonio. Siento no haber podido asistir.
      -Yo también. Espero que esa felicidad les dure mucho tiempo.  Hemos quedado en vernos está tarde en el Guerbois, al parecer hasta allí no llegaron las hordas, así podremos felicitarles.
     -¿Por qué dices que esperas que la felicidad les dure? Te conozco Edouard; sobre todo leo en tus ojos. ¿Hay algo que te preocupa, verdad?
     -Sí, Suzzane. Jean está convencido que ahora vienen buenos tiempos para los monárquicos, y puede que tenga razón, pero al final prosperarán las tesis de La República, y mucho me temo que para Jean y su familia todo continuará igual. Peor diría, ahora al menos ya estaban acostumbrados. Volver a empezar será duro para ellos.
(Continuará 26)

sábado, 6 de julio de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (25)

      En Gennevilliers, Manet vive la luz con tal intensidad que su pintura se ha vuelto más viva, más vital, pero discrepa a diario con su amigo Monet y demás impresionistas que se han unido en esa localidad con la idea de crear un grupo avanzado en el mundo de la pintura. Las disputas son frecuentes entre ambos. Manet ha condescendido, sin apenas darse cuenta, en algunos de los rasgos que le definían. Su pincelada se ha vuelto más suelta, pero lucha por no hacer más concesiones.
     -Jamás utilizaré pinceladas yuxtapuestas, de colores puros. Eso no existe en la realidad. El truco consiste en pintar con naturalidad lo natural. Y por supuesto jamás renunciaré a utilizar el color negro como vosotros, eso es usura -increpaba a su amigo, en alguno de sus paseos diarios-. ¡Cómo se puede pintar sin buscar la oscuridad, y el contraste!, aunque éste haya que lograrlo a través de las sombras, sombras que han de ser esencialmente color más que ausencia de luz.
      -No hace falta -respondía con frecuencia Monet-. La luz ya se encarga de dar contorno a los objetos.
      -¡No hace falta, no hace falta! ¡Pandilla de vagos! En lo que sí estoy de acuerdo con vuestra pintura es en cómo lográis esa sensación de inmediatez. Es sorprendente. Captáis una imagen en vuestro cerebro y sois capaces de plasmar en el lienzo ese momento sin desequilibrio con la visión inicial. Es admirable. Y en eso sí tenéis razón: es la luz con su diversidad cromática la que os hace pintar de esa manera tan extraña. Será mérito, en todo caso, de la luz, no vuestra  -añadió irónicamente.
      -Te aseguro Edouard que tu pintura no está tan lejos de la nuestra. Me atrevería a decir que has sido nuestro maestro. Muchos de nosotros nos hemos basado en tu forma de pintar, tan ajena al academicismo, para llegar a la simplicidad que  hemos logrado.
     -Vuestra pintura, mi querido Claude, si algo no tiene: es simplicidad. La admiro por la impresión que produce, por su inmediatez, como te he dicho, pero no  porque sea simple.
     -Me refiero a que pintamos con menos colores en nuestra paleta. Nos sobra con tres y sus diferentes cromatismos.
     -Pues  parece que estuvieran todos, tal es el resultado de vuestros lienzos.  Pero,  ¡falta el negro ¡
      Claude Monet sonreía mientras pasaba su brazo por el hombro de Manet y continuaban con su paseo matinal.
      La casa de los Manet en Gennevilliers se convertía con relativa frecuencia, ante la inquietud de Suzzane, en una continuación de las tertulias del café Guerbois. La esposa de Edouard se desvivía por atender a los que ella consideraba sus invitados, pero no podía por menos que recorrer por su espalda cierto escalofrío siempre que los temas políticos hacían acto de presencia; la acercaban demasiado a los sucesos de la capital. Afortunadamente en estas tertulias, que a veces se alargaban hasta bien entrada la noche, acudían mayoría de pintores y artistas que huyendo de París habían buscado refugio seguro en aquel lugar, por lo que los comentarios no solían transgredir las normas que parecían haberse establecido por la propia situación política. Cuando se hacía inevitable comentar las escasas y dudosas noticias que llegaban, Suzzane, siempre atenta y ante la mirada cómplice de su esposo, trataba de llevar la conversación por senderos que con su voz pausada y tranquila desvanecían cualquier locuaz altercado antes de que éste se produjera. A Edouard le producía un gran placer observar a su esposa controlando la situación, pues nunca intuyó que aquella chica apocada que llegó un buen día a su casa, con un pequeño chiquillo, en busca de trabajo, fuese la misma que había acabado por convertirse en su esposa y que ahora era también dueña de aquel firme comportamiento ante lo que para ella era una forma de conservar su hogar. Pero, ¿no había obrado con respecto a él de la misma manera? -se preguntaba-. Él era un hombre mundano antes de conocerla, y no es que hubiera perdido aquella capacidad, pero si era cierto que la llegada de Suzzane había trastocado, mejorado a juicio de amigos y familia, su forma de entender la vida. En aquella época compartía su vida con Victorine; la ruptura con aquella mujer coincidió, de alguna manera, con su enamoramiento por Suzzane.
        En esa observación y ajeno por un momento a los comentarios de la tertulia, Manet recuerda los días pasados en su compañía, en la casa de París,  sin que ella pareciera percatarse de la situación. ¿O, sí?  Quizás la había infravalorado. Parecía darse cuenta, a medida que la iba conociendo más y más, que ciertamente había sido  ella quién había logrado inclinar la balanza hacia el momento actual. Recuerda la primera vez que le tomó las manos, las tenía frías, seguro que por el nerviosismo pensó en aquel  momento; los dedos finos y alargados mostraban una blanca desnudez. Su rostro, aunque no fuera hermoso, era claro, expresivo, sugerente y sobre todo era firme, seguro en sus convicciones, irradiaba personalidad, como así iba quedando demostrado en el transcurrir de aquellos años. Recuerda cuando la propuso el matrimonio. ¿Tanto le había hecho cambiar aquella mujer, y en tampoco espacio de tiempo? Recuerda, fugazmente, a sus modelos: Victorine, por encima de todas, a Eva Gonzales en su etapa pictórica más española, a Henriette Hauser, a Suzón, y a tantas otras que habían pasado por su taller y  con las que mantuvo relaciones. Y llegó Suzzane, y, sin proponérselo, poco a poco se fue apropiando de su voluntad. Pero también recuerda que la primera vez que tomó sus manos, aquella muchacha, sin rechazarlo, ya le había mostrado con la mirada, su firmeza. Y recuerda lo que aconteció después. Él siempre había llevado la iniciativa en el amor con todas y cada una de las mujeres que habían transitado por su vida. Pero esta vez fue distinto. Alguien le dijo una vez que mientras el hombre tiene voluntad para el amor, la mujer tiene pudor. Su voluntad siempre había durado como un suspiro, lo que tardaba en franquear la puerta el deseo, y siempre se había encontrado con mujeres dispuestas a complacerle. Suzzane le fue llevando, paso a paso, no al deseo sino al verdadero amor; lo cual al  final resultó ser más deseable. Aquel día que la tomó las frías y nerviosas manos, pudo notar la diferencia. Suzzane no las retiró de inmediato, pero en su comportamiento había algo para lo que Edouard no estaba preparado: no era el rechazo, pero sí la espera. El pudor femenino, con el que no había contado hasta entonces, hizo acto de presencia como un valor más que añadir a aquella mujer. Con sus fortuitas amantes nunca dudó quién había dado el primer paso y quién era el auténtico responsable de los pasos siguientes. Fue Suzzane la que le hizo cambiar de opinión. Cuando el amor llegó a ellos había transcurrido el tiempo suficiente como para que Edouard ya no fuese un extraño a los ojos de Suzzane. Sus momentos más íntimos eran tomados por ambos como el hecho más importante de sus vidas; y así sucedía en cada ocasión. Eran dichosos el uno con el otro y el tiempo, cuando estaban juntos, parecía no existir. Dilataban más y más cada roce, cada tacto de la piel, sin duda no querían que llegase el desenlace. Aquella mujer supo llevarlo desde el principio por el dédalo del amor en la búsqueda de aquello que más puede desear un hombre: una mujer  sin atisbos de complicidad hacia quien sería  su esposo, pues siempre fue una mujer libre para tomar sus decisiones y  enamorarse de él.
(Continuará 25)


lunes, 1 de julio de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (24)

      El paisaje apenas si existía, la bruma lo inundaba y hacía casi imposible escudriñar más allá de unos pocos pasos. Jean y Jenny se habían establecido junto a Brest, en una antigua casa cerca del pequeño puerto. Paseaban por el muelle;  la soledad y el silencio les rodeaban. El viento golpeaba sus rostros y el aire transportaba un agrio olor a algas y salitre. Jenny cogía el brazo de su esposo en un intento por paliar el húmedo frío que les envolvía. Pero el aire les sentaba bien; eran días de espera y poco podía hacerse en aquella pequeña localidad. Las escasas noticias que llegaban desde París no eran nada halagüeñas. Al parecer La Comuna había incendiado las Tullerías y parte de la rue de Rivoli, pero las noticias eran confusas y no del todo creíbles, pero sí preocupantes. Para ellos, no obstante, eran días felices; lo eran desde que se conocieron, pasase lo que pasase a su alrededor. Sólo tenían ojos para ellos mismos; parecía como si su amor les hiciera impermeables a los acontecimientos, y más desde que hubieran decidido desposarse al poco de llegar a Brest.
       -Jenny, cásate conmigo.
       -Claro -contesta Jenny.
       Los ojos de ella se llenan de lágrimas. El sabor de sus bocas les confunde; aquel sabor a manzanas verdes se ha mezclado con el sabor salobre de su llanto alegre y sonríen: ¡cómo no hacerlo! Y Jean la toma en sus brazos con un deseo tierno. El dormitorio está arriba en el primer piso y las escaleras no perdonan. Jean llega fatigado y se deja caer de espaldas sobre la cama. Jenny sonríe al principio,  a continuación  una limpia carcajada se escapa de su garganta. Jean ríe con ella. Están unidos por las manos y el jadeo del amante parece rebotar en todas las paredes de la habitación. Jenny no para de reír y entiende que a veces el amor tiene esas formas extrañas de aparecer. Por su cabeza desfilan como en un carrusel secuencias de su vida, alegres desde que su existencia coincidió con la de Jean, y tristes, aquellas que este hombre, ahora desfallecido sobre su cama, le está ayudando a olvidar. El sosiego regresa y Jean mira los ojos dulces de su amada y repite:
       -Jenny, cásate conmigo.
       -Claro, te lo acabo de decir.
       -Me gusta oírlo. Suena tan dulce en tu boca.
        Ella toma el rostro de su amado entre sus manos y acerca sus labios a los de él. El sabor de las manzanas regresa y se queda a vivir con ellos. Pero no bastan las palabras, sus cuerpos se van acercando el uno hacia el otro, buscándose, y se encuentran en ese maravilloso abismo de sensualidad que sale a borbotones de cada rincón oculto. En esa intensa agonía que les acerca paso a paso a la felicidad; pero tratando de prolongar el camino, en un deseo infinito de amor. Pero el camino no es camino si no tiene un  ir hacia alguna parte, si no tiene un final. Y al final llegan: desnudos, sudorosos, el uno junto al otro, con las manos unidas y mirándose a los ojos, buscando la felicidad en sus miradas. La han encontrado y aún unidos ríen; giran sus cuerpos sobre el lecho y a cada cambio de dirección la risa brota en sus bocas.
       -Jenny, te amo -dice él.
       -Yo también te amo -dice ella.
       Y el carrusel comienza de nuevo.
       Los días van pasando en Brest, la primavera eclosiona, y parece como si la naturaleza diese una nueva oportunidad. El húmedo frío de las playas está dando paso a una luminosidad sorprendente; huele a cielo abierto,  arena y sol. 
       -No me extraña -comenta Jean a su esposa-, que Edouard decidiese buscar la luz fuera del taller a la vista de esta cambiante tonalidad, aprovechando los problemas por los que atraviesa París, aunque las noticias que llegan de la ciudad empiezan a ser algo más favorables; parece que La Comuna ha sido derrotada por las tropas gubernamentales de La República y sus cabecillas hechos presos o ajusticiados. Espero que podamos volver pronto.
      -¡Se está también aquí! –comenta distraída Jenny sin apartar los ojos de las olas-. Pero algún día habrá que regresar. Echarás de menos a tus amigos, el taller, tu pintura. A mí me sucede lo mismo con la música.
      -Aquí también tienes tu música.
      -Sí, pero echo en falta la ciudad, con su ritmo, con su vitalidad. Siempre surgen novedades que quiero aprender y compartir. Echaré de menos Brest, su puerto, sus hermosas playas. ¿Volveremos algún día, Jean? ¡ Prométemelo!
      -¿Cómo podría negarme? Claro que volveremos. Aquí hemos sido muy felices. Nunca olvidaré estos últimos meses. Pero en París está nuestra vida, nuestros amigos. Hemos de regresar, pero es pronto aún. Vivamos estos días llenos de luz, Jenny.
(Continuará 24)

viernes, 28 de junio de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (23)

     Aquella noche Edouard no pudo dormir y Suzzane le acompañó en su vigilia. Permanecían en el salón de su vivienda contemplando tras los ventanales el leve resplandor que a lo lejos  producían los cañones enemigos y que iluminaba el horizonte.
      -¿Qué ven tus ojos cuando la oscuridad se apodera de las calles, Edouard? -preguntó una angustiada Suzzane.
       Manet se acercó a su esposa y la tomó entre sus brazos. Suzzane apoyó su cabeza sobre el pecho de él y cerró los ojos en silencio. Se había echado un  chal  de lana negra sobre los hombros para evitar el frío que en aquellas horas se había apoderado de la casa. El camisón blanco resaltaba en la oscuridad de la habitación. Llevaba recogido el pelo en un gran moño que a juicio de Edouard no le favorecía, pero Suzzane era una mujer de su casa, su vida había transcurrido siempre sirviendo, nunca había tenido tiempo para ella misma, y aunque, ahora, si pudiera hacerlo, la costumbre le llevaba a preocuparse más de los demás, de buscar la felicidad de su familia, que de sentirse atractiva. En ocasiones Edouard la reprochaba su actitud, el que no quisiera salir de casa para acompañarle al café. Sabía que su esposa era más inteligente de lo que aparentaba, pero nada podía hacer si ella no se dejaba guiar.
       En contacto con el pecho de su esposo, el rítmico respirar de éste adormilaba a Suzzane que se dejaba mecer por el leve balanceo. Casi dormida repitió la pregunta a la que no había respondido Edouard:
      -¿Edouard, qué ves en la oscuridad de la calle? Me interesa e inquieta a la vez.
      -Sombras, sólo sombras –contestó, y permaneció en silencio unos segundos, para añadir a continuación-: sombras que me llevan a recordar tiempos pasados y que es muy posible que en los próximos meses se repitan los sucesos de aquellos tristes días. Claro que todo es política y no sé si te interesan estos temas.
      -¡Claro que me interesan, y más en estos momentos! -exclamó contrariada Suzzane ante la pregunta de su esposo-. ¡Hemos decidido marcharnos mañana con las primeras luces, huir de París, y me preguntas qué si me interesan!
      -Huir a lo mejor no es la palabra exacta, podríamos quedarnos. Creo que nada nos pasaría. Pero será un pequeño cambio para todos. Regresaremos pronto, no te preocupes, cuando las aguas del río vuelvan a su cauce.
       Edouard  sonreía mientras intentaba quitar gravedad a los acontecimientos. Pero como siempre la razón hurgaba en sus pensamientos y ponía las cosas en su debido lugar.
      -Mira Suzzane, en este momento tenemos un gobierno que llaman de Defensa Nacional que dará origen, según creo, a la rápida división de los republicanos en facciones. A pesar de contar con casi cien años de sucesivas repúblicas, los monárquicos, como Jean, aún tienen poder en Francia,  y es muy posible que sean los encargados de controlar la situación. Los monárquicos cuentan con algo muy importante a su favor: son la clase más preparada del país y no se van a dejar engañar. No creo que tengan un gran interés en recoger los despojos de un gobierno que tan mal ha dirigido nuestras vidas. Si tomaran el mando como únicos valedores se estarían echando sobre sus espaldas todo el peso de la derrota que nos ocasiona en estos momentos Prusia, y es lógico pensar que únicamente se contenten con efectuar una declaración de buena voluntad, esperando tiempos mejores, y declaren el carácter provisional de la Tercera República.  Suzzane -continuó Edouard-, el Gobierno, su Asamblea Nacional, saben que los extremistas se hallan en París, por eso ellos también se han establecido fuera de aquí, en Versalles. Sin dirección, los extremistas parisinos, como el Gobierno  los llama, marxistas y socialistas, es posible que  inicien revueltas y proclamen lo que ellos llaman “La Commune” y estalle así una guerra civil dentro de París. Las tropas alemanas que nos rodean serán mudos testigos de estos acontecimientos, y Bismark sonreirá viendo como nos hacemos pedazos nosotros mismos. Es casi seguro que durante la revuelta se sucedan hechos muy desagradables en las calles de la ciudad; debemos salir de París ahora que todavía podemos.
      -Es tu balcón  -comentó una entristecida Suzzane.
      -Es mi balcón -contestó Manet mientras lanzaba una última mirada hacia la oscuridad.
(Continuará 23)

martes, 25 de junio de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (22)

 La tarde era fría, heladora. Los primeros días de enero enseñaron la crudeza del invierno. París se encontraba desierto: las Tullerias, la calle de Rivoli, arterias de la ciudad, mostraban en aquellas horas, que daban paso a la noche, un aspecto desolador. Parecía como si el tiempo se hubiese aliado con los acontecimientos. Las gentes, otras veces alegres, daban rienda, ahora, al mayor de los desánimos y masticaban su depresión con un tenaz alejamiento del ajetreo ciudadano. Permanecían en sus casas la mayor parte de las horas del día; tan sólo salían para acudir a sus trabajos o a sus labores cotidianas. París había perdido su vitalidad. Esta atmósfera de pesimismo también se había trasladado al Café Guerbois. Los contertulios hablaban, en contra de su costumbre, en voz baja, temían que cualquier comentario pudiera llegar a oídos no deseados. Jean, muy preocupado con una situación, que podía acarrearle nuevos disgustos, escuchaba con atención cuanto se decía en la mesa donde se encontraba en compañía de su inseparable Edouard. Por el contrario Jenny, ajena a cuanto ocurriese a su alrededor cuando interpretaba con su violín, tenía cerrados los ojos y su cuerpo se balanceaba suavemente al compás de su música. Se dejaba llevar por los sentidos, nada podía apartarla en aquellos momentos de su relación íntima con la música. Eran como dos amantes que se acercasen y se separasen lentamente para contemplarse, para beberse el uno al otro en cada aproximación. Cuando estaba con Jean a solas sentía la misma sensación que con su música. La boca de su amante la transportaba hacia arriba al igual que la última nota de cada movimiento musical; aquel sonido sensual y armonioso que parecía irse a quedar a habitar con ella en cada rincón del café.



        -Siempre criticamos de Napoleón que hubiera permitido el éxito de Prusia y de su Canciller Bismark,  y le criticamos aún más cuando pretendió anexionarse Bélgica -comentaban los contertulios de Jean y Edouard-. Pero el colmo de los males llegó con la declaración de guerra a Prusia el año pasado.
        -¿Y qué podía hacer Napoleón, si Bismark le había engañado vilmente? - interrumpió Jean.
       -No sé. No sé lo que se debiera haber hecho, pero en todo caso la guerra fue un disparate más de nuestros políticos que se lo aconsejaron -respondió uno de los contertulios-. No teníamos  preparación militar y menos aún diplomática. ¿Cómo alguien en su sano juicio pudo creer por un momento que alguna  nación se iba unir a la nuestra? Ahí tenéis el ejemplo de Inglaterra: neutral, por no decir nuestro peor enemigo. ¿Y qué nos queda ahora?: vencidos y humillados. Napoleón prisionero de Bismark y París cercado. El gobierno provisional ha ordenado la defensa nacional. Sólo se puede confiar en los recursos diplomáticos. Cualquiera de nosotros pudo oír ayer el intenso cañoneo que se escuchaba en las afueras de París. Esta mañana continuaba. Creo que únicamente nos resta esperar un armisticio.
       Los contertulios permanecían en silencio. Sus miradas y gestos con las manos y cabezas asentían cuanto en aquella mesa se decía.
       -¿Y qué creéis que podemos esperar ahora? -preguntó un angustiado Jean.
        -Nos tocará pagar una fuerte indemnización, como en todas las guerras; eso en el mejor de los casos. Lo seguro es que Napoleón no volverá al poder. Amigos creo que a la recién llegada Tercera República la esperan malos días.
       -Las dos anteriores -intervino Jean- no han sido precisamente un modelo de convivencia para los franceses. Creo que nuestros políticos podían pensar en los ciudadanos, aunque fuera por una sola vez.
        -No pretenderás que vuelva la monarquía, mi querido Jean -ironizó uno de los presentes.
        -Sólo sé que a este país le hace falta algo más de cordura, de sensatez, de no creernos el ombligo del mundo, porque nunca lo hemos sido. Personalmente creo que una democracia parlamentaria sería lo mas seguro para este país.
        -La democracia la puede otorgar la república.
        -Pues nunca lo ha hecho -añadió un Jean acalorado-, a quien trataba de apaciguar, sin éxito, Edouard. La democracia -continuó Jean- debe unir, perdonar, restituir. Las anteriores repúblicas dieron, en un principio, la sensación de querer dar al pueblo lo que siempre ha sido del pueblo, pero la realidad nos ha hecho ver que todas aquellas ideas fueron flor de un día. Tan pronto como los políticos republicanos se hicieron con el poder abandonaron sus ideales y la existencia de los franceses ha continuado, hasta hoy en día, como una huida hacia  adelante.
       -Habla así –se alzó una voz entre los contertulios– por su pasado familiar. Todos sabemos lo que le sucedió a su familia. Es el precio que hay que pagar por haber estado tan próximos a la realeza. Seguro que ninguno de sus familiares se acordaba del pueblo en “vuestros días felices” -añadió con ironía y desprecio hacia Jean.
       -Os dais cuenta de la actitud de este cretino –contestó Jean mientras se ponía en pie haciendo caer la silla al levantarse-. Qué le ha enseñado “su república”. Me habla de acontecimientos de hace casi cien años. Jean Guillemet no se cree, ni se ha creído nunca, miembro de la realeza, mi querido amigo, aunque no puedo negar que sí me siento monárquico, como muchas de las personas que se encuentran en esta mesa y que usted insulta con su grosería dialéctica. Ha de saber que una auténtica democracia debe contar con la totalidad de sus ciudadanos y que muchos creemos en la monarquía.
       -La monarquía nunca contó con la opinión de los demás, -terció otra voz.
       -Pero sí debe hacerlo una auténtica democracia, -espetó Jean.
       Manet que creía conocer a Jean y nunca hubiera pensado que su amigo llegara a una discusión tan agria como la creada en esos momentos en el Guerbois, se levantó de la silla y tomó del brazo a su amigo para evitar males mayores, mientras comentaba:
       -Señores,  la razón nunca la tiene una persona en particular pero sí que todos somos responsables de nuestros actos. El devenir de Francia dependerá de todos nosotros y en este momento está en grave peligro. Mi amigo Jean, monárquico reconocido, y un servidor, republicano por convicción, nos llevamos bien a pesar de nuestra disparidad ideológica y artística: él vive con los pies en el suelo y yo no, él es realista, sólo en su pensamiento, -añadió con una mueca- y yo no; él pinta mal y yo no. Y sin embargo nos llevamos bien.  Así son las cosas. La tensión se había apaciguado en el café.
       Mientras se alejaban de la mesa en dirección al estrado donde Jenny seguía interpretando, Jean comentó en  voz baja a su amigo:
       -Edouard, la vida se está poniendo muy mal en la ciudad, deberíamos marcharnos ahora que estamos aún a tiempo.
       -De eso quería hablarte pero sentémonos allí.  Mi amigo Monet -continuó hablando mientras tomaban asiento junto al estrado-,  “el impresionista”, como llaman algunos a su grupo, me ha invitado a  Gennevilliers; dice que allí se siente feliz pues puede pintar todo el día al aire libre captando las siluetas de las figuras y sus reflejos en el agua, así como las vibraciones de la luz. Me ha entusiasmado la idea, yo que soy hombre de taller. A buenas horas dirás, pero quiero probarlo, tal vez resulte. Al menos será un cambio y de paso con Suzzane y León me alejo de esta barbaridad que nos aguarda en la ciudad. Y vosotros: ¿qué pensáis hacer? Me preocupa vuestra seguridad, sobre  todo la tuya, Jean. Supongo que te marcharás con Jenny.
       -Por supuesto que iremos juntos aunque no quisiera ponerla en ningún peligro por mi causa, además ella no tendría adónde ir. Hemos hablado, aunque no le he indicado a las claras la situación. Nos vamos a refugiar en el norte del país; mi familia sigue manteniendo allí algunas posesiones.
       -Jenny es una mujer inteligente y  seguro que  se ha dado cuenta de la situación real por la que atraviesa el país, pero  quizás intenta disimular para que tú no te inquietes más de lo que ya estás. Por otro lado ignoraba que fuera de París tuvieses algunas posesiones.
       -No son nada de particular. Supongo que por este motivo y porque allí apenas se notó la revolución, hemos podido conservarlas.
       Los dos amigos guardaron silencio por un momento, la música de Jenny les estaba inundando y conseguía acallar sus pensamientos. El café, otras veces tan ruidoso, tan ajetreado, permanecía casi en silencio; los murmullos llegaban hasta su mesa pero no les distraían de las sensuales notas que salían del violín de la artista. La violinista, pensó Jean, se mostraba tal y como Manet la había pintado en el estudio, frágil pero al mismo tiempo con una enorme vitalidad. No lograba entender de dónde sacaba esa fuerza interior cuando acariciaba el violín. La belleza de su amada brotaba de su cuerpo y se reflejaba en su rostro, en sus manos. Edouard tenía razón, también cuando tocaba parecía triste, pero era una tristeza que hacía que él se acercara cada día más a ella. Recordó sus primeros días con Jenny que ahora le parecían tan lejanos. Sus pensamientos volaron por aquellos paseos en los que tantas cosas se dijeron. También la forma en que Jenny había ido superando sus miedos, cómo la risa se había instalado en su rostro. Tan sólo cuando tocaba parecía volver a aquellos días de infortunio; sin duda la música la unía  aún con su pasado. Evocó, mientas sonreía, sus primeros balbuceos cuando hablaban de amor; lo que le costó  declarárselo. Fue en aquella noche que la acompañó hasta su casa y que, ya, se quedó a vivir con ella para siempre. Vino a su memoria la desnudez de Jenny entre las sábanas; el modo en que las manos de la muchacha acariciaban con ternura su cuerpo, dejándose llevar por los sentidos; cómo apoyaba él su cabeza en el vientre de ella y descubría la habitabilidad de aquel lugar; cómo hacían el amor, con pausas estudiadas pero sin dilación; cómo la extenuación llegaba en el último momento cuando ya parecía que nada más pudieran darse y que sin embargo al momento volvía a surgir el deseo,   y el amor continuaba girando en un interminable baile que hacía que sus cuerpos con precisa armonía se acoplasen el uno en el otro, como si la música inundase sus vidas. Y fue precisamente el cese de la música lo que hizo que Jean volviese a la realidad.
       -Despierta, Jean, -dijo sonriendo Edouard.
       -Perdona estaba mirando a través de mi balcón, como tu dices.
       -Jenny, claro.
       -Sí, siempre Jenny.
       -Nos esperan días duros, Jean. Espero que ese amor que os une fortalezca aún más vuestra relación.
      -Sí, sin duda. En nuestro exilio pensaremos aún más en nosotros, pero os echaremos de menos, mi buen Edouard; a ti y a Suzzane por supuesto. Quizás podamos reunirnos, te daré mi dirección.
       -No creo, son malos tiempos para viajar de un lado a otro del país. Mejor será que permanezcamos cada uno en su lugar y ya regresaremos a París cuando todo esto haya terminado.
       -Sea pues como dices, pero tanto Jenny como yo os extrañaremos.
       Jenny con el violín entre sus brazos se acercaba hacia ellos sonriendo.
      -Ya he terminado por esta noche  -dijo mientras se sentaba.
      -Creo que por un tiempo -comentó Jean mirándola directamente a los ojos-, no tocarás en el Guerbois. Hemos de irnos de París; todo el mundo lo aconseja. Edouard y Suzzane también se van. La mayoría de la gente que tiene esa posibilidad ya lo ha hecho. Mira lo vacío que está estos días el café.
      -No me asustes, Jean.  ¿Tan grave es la situación?
      -Creemos que sí. Los alemanes han cercado París pero aún se puede salir de la ciudad; hay zonas que no controlan -indicó Edouard-. Mañana mismo debéis iros, coged lo imprescindible. Nosotros así lo haremos.
      Mientras caminaban hacia sus casas se podían escuchar en la distancia, sin que la noche pudiera apaciguarlo, el sonido de algunas explosiones lejanas. Los alemanes continuaban con su asedio a la ciudad mostrando su superioridad militar para cuando llegase el momento de la diplomacia.
(Continuará 22)