Se fue sin un adiós. Me abandonó como se abandonan los zapatos viejos, que escribió Sabina. Sin hacer ruido. Debió de hacerlo descalza. Siempre le gustó andar así por la casa, por nuestra casa. Nunca olvidaré aquellos pies desnudos, inocentes, blancos, frágiles… y largos, muy largos, al menos a mí siempre me lo parecieron. Ella siempre fue así: imprevisible. Era lo que más me gustaba de nuestra relación. Nunca te daba motivos para aburrirte; el tedio no le pertenecía. Si tuviera que describirla sería una mariposa llena de colorido, de vistosidad, de ligereza. Así eran sus manos, se movían a velocidad inasible. No paraban un segundo, ni cuando estaba tranquila sentada en aquella butaca de orejeras, tapizada a cuadros, leyendo. Cuando leía, fumaba, y el humo del cigarro dibujaba “huellas en el aire”(*). Sus manos siempre me intrigaron; a menudo me preguntaba cómo era posible que sirvieran para acariciar mi piel con aquella suavidad que me llevaba al arrobamiento y al mismo tiempo anduviesen entre cazuelas preparando aquellos guisos de su tierra. Mi abuela, respondía cuando le preguntaba. Hasta entonces sólo me había abandonado para urdir entre fogones la olla podrida con la que agasajarme, poderosa le llamaba ella –nombre que siempre intrigó a mi ignorancia culinaria-, o lentejas medievales, o la sopa burgalesa que llenaba de olores de carne, huevos, patatas y cebolla la pequeña cocina de nuestro apartamento.
Su cuerpo era de apariencia endeble al mismo tiempo que fibroso cuando estallaba en movimientos rápidos y armónicos; exhalaba una fuerza interior difícil de adivinar para quien no la conociera. Así era ella, y mucho más.
Ahora se había marchado. No me sorprendió su partida, su huida. Hubiera preferido vivir con ella toda una eternidad, pero desde que la conocí presumía su abandono. Sí diré que me extrañó mi desconsuelo, precisamente porque sabía de él desde un principio y no debiera haberme dolido, aunque mi mirada estuviera fija en la calle, en el vacío, en la nada, desde aquel ventanal de su habitación, durante muchos minutos, sin pestañear: recordando. Me dejó solo, muy solo…abatido, desamparado, preguntándome cada minuto que siguió a su huida si alguna vez había existido aquella mujer de mirada verde y penetradora.
Recorrí toda la casa huérfana de ella, de su cuerpo, de sus manos, de su olor; aquellas paredes dejaron de pertenecerme cuando ella partió. Algo se había roto definitivamente. Estuve despidiéndome del que fue nuestro refugio tantos años. Cada habitación seguía oliendo a ella, a ese perfume que siempre llevaba. ¿Lavanda, tal vez? El olor de la última cena que preparó, quizás para que no le olvidara, aún viajaba por el techo del salón. Un recuerdo más, sin duda, que no acertaba a salir por las ventanas. Había fotos, claro. Pero su presencia era más profunda; parecía flotar en el aire. No estaba, por mucho que la anhelase se había ido. Nada me dejó escrito, tampoco lo hubiese esperado. Ella era así: como la brisa. No obstante algo olvidó: su último beso depositado en aquel pañuelo de papel, abandonado en el borde del lavabo, con el que se acarició la hermosura de sus labios poco antes de partir, de marcharse para siempre.
(*) huellas en el aire: frase de Mateo Iglesias Sampedro (8 años)
PD. Este relato ha sido publicado, junto a otros 25, en el libro “Relatos con Gusto”, el pasado 14 de noviembre por la editorial: Ediciones Balnea (www.balneaescueladevida.blogspot.com.es).
Pues te ha quedado muy bien, y la frase del chaval genial. Grande Rafa¡¡¡¡
ResponderEliminarHola Fernando: me ha hecho ilusión que lo publicaran y me alegra te haya gustado. Un abrazo
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, recuerdos, nostalgia. La vida misma hecha relato. Enhorabuena por su publicación.
ResponderEliminarUn abrazo y gracias por tus palabras en el blog
Hola Katy: Pues eso, que los besos nunca nos abandonen. Gracias a ti por seguir ahí. Un abrazo
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