viernes, 25 de noviembre de 2011

Pequeños Relatos Eróticos: ( 10) El pie más erótico del mundo



P.D. Este relato lo publiqué en el blog con fecha 22 de julio de este año, en la serie “En el refugio de los sueños”. Lo recupero ahora porque creo que bien puede cerrar esta primera decena de pequeños relatos eróticos.

“Frescura e Higiene garantizadas: Sandía, antes 0,61 euros, ahora 0,59 euros”, rezaba en el supermercado el cartel pegado a la amplia cristalera que daba a la calle. Alfredo se encontraba sentado en un banco de láminas de hierro pintadas de verde, justo enfrente del anuncio; la acera le separaba del establecimiento apenas dos metros; no podía observar a la gente que se movía en el interior del mismo, el letrero se lo impedía. Su esposa estaba haciendo las compras del día y él la esperaba cómodamente en el exterior. El cartel ocupaba prácticamente la visión de todo aquel espacio profusamente iluminado a plena luz del día. Apenas si avistaba una pequeña franja horizontal por debajo del aviso de bajada de precios. Entonces fue cuando los vio.

Aquellos tobillos eran finos, delgados, huesudos. Conformaban unos pies pequeños y ágiles que se movían con total desenvoltura alrededor de la caja del supermercado. Unas finas correas eran la única sujeción a unos zapatos de tacones de vértigo. Lujuriosos le parecieron a Alfredo. Las trabillas abrazaban los tobillos en una espiral que iba ascendiendo por las piernas de la mujer, sin que el dichoso cartel dejase ver dónde se detenían. Los dedos, pequeños y bien formados, tenían un color más blanco que el resto del pie y chocaba con el morado con el que iban pintadas las uñas. Fijó su mirada, asimismo, en la cadenilla de perlas que sujetaban las sandalias por el empeine.

Alfredo se levantó del asiento y se acercó hasta la puerta del supermercado por ver si descubría a la persona que se había convertido en su amante de forma tan inesperada; pero no la pudo encontrar. Suponía, con lógica, que una vez pasada la caja saldría a la calle. Buscaba pies, pies que le hablaran, que se fugaran con él, que le excitaran de nuevo. Pero aquella maravilla parecía haberse volatizado. Llegó a pensar por un instante en la posibilidad de que hubieran sido imaginaciones suyas. Una voz le volvió al mundo real. Era su mujer que salía en ese momento del local. ¡¡Alfredo, qué te pasa, qué buscas en el suelo!! ¿Se te ha perdido algo? –El amor, estuvo por contestarle.

Desde aquella mañana Alfredo caminaba con los ojos clavados en el suelo. Buscaba aquellos pies que le habían cautivado. No había baldosa, boca de riego, alcantarilla o rejilla de saneamiento que no conociera. Paseaba sin más sentido que aquella inusual búsqueda, sabedor de que sólo en aquel verano podría encontrarlos: las modas cambian muy deprisa –pensaba en voz alta mientras caminaba-. Llevaba fijados en la mente aquellos zapatos que vio acariciar los tobillos de la mujer y las uñas de los pies pintadas de morado. Eran una fotografía que se había adueñado de él. Se había enamorado de aquellos pies, el resto del cuerpo de la mujer era pura imaginación. Intuía que ascendiendo se encontraría con unas piernas finas y firmes que darían sustento a un hermoso y atractivo cuerpo. Mientras caminaba sin alzar la vista, imaginaba el rostro de ella, debía de tener unos ojos vivos que no dejaría de mover. El pelo lo imaginaba suelto y negro, muy negro, que también balancearía sin cesar. Creía adivinarlo por el continuo movimiento que había observado en aquellos dichosos pies. Buscaba día tras día; hasta su esposa se extrañó de aquella repentina ansiedad por salir de paseo; Alfredo siempre había sido un hombre al que gustaba estar en su casa.

¿Qué haría si los encontrara? ¿Se atrevería a abordar a su dueña? Se imaginaba desatando con lentitud la hebilla de las sandalias, primero la del pie derecho, luego la del izquierdo, por este orden. Se ruborizó al pensar como su trémula mano se deslizaría desde el talón hasta el extremo de los dedos, por la planta, dejando libre así cada uno de sus amores. Sólo de pensarlo, la imaginación se le desbocaba. Una vez desnudos los acariciaría con lentitud, besando cada dedo: cinco besos por pie. Iría ascendiendo hasta los tobillos, lo que primero le enamoró. Allí se demoraría buscando con la lengua la concavidad inferior hasta alcanzar la cima huesuda. Mientras sus manos habrían ido ascendiendo por las piernas hasta las rodillas. Para qué ir más allá si el deseo habitaba en el lugar en que continuaban sus labios y su lengua detenidos. Mientras, seguía buscando con la mirada perdida en el pavimento, pero sólo veía zapatos de hombre, deportivas, sandalias que en nada se parecían a las que intentaba hallar…; he iba pasando el verano. Alfredo temía ahora la lluvia del otoño, que antes siempre le había gustado.

Estaba sentado en su sofá preferido. Leía el periódico cuando su esposa entró en el salón dispuesta para salir de paseo como cada tarde. Alfredo –le dijo-, espera un momento que me calce y nos vamos. Por cierto que te parece como me he pintado las uñas de los pies hoy. Muy bonito ese color rojo tan brillante–contestó Alfredo sin apenas hacer caso a lo que su esposa le decía-. Sí, verdad…he cambiado el color, estaba cansada del morado –contestó la mujer calzándose unas sandalias de tacón alto y atando las finas correas alrededor de sus piernas mientras una pequeña cadenilla de perlas tintinaba con el movimiento.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Pequeños Relatos Eróticos: ( 9) La pensión

Agustín había llegado a Barcelona a principios de enero y tenía que permanecer en la capital catalana hasta finales del mes de junio; mes en que serían las oposiciones que venía preparando desde hacía ya dos años. Pensaba que era la única manera de llevar a buen término los exámenes, aislándose de su familia y sobre todo de los amigos que tanto acortaban su tiempo para el estudio. Tenía la dirección de una pensión, regentada por doña Carmen, prima lejana del padre de Agustín, y a ella se dirigió tras tomar un taxi desde la estación del ferrocarril.

El portal era oscuro, profundo, lúgubre; su habitación se asemejaba bastante a la primera impresión que recibió el muchacho al entrar en el piso. Sólo doña Carmen, matrona oronda parecía irradiar algo de luz entre aquellas paredes. Esta es tu habitación, hijo –le dijo cariñosamente-, aquí podrás estudias divinamente sin que nadie te moleste; ya me dijo tu padre que te quedarás hasta junio, ¿verdad? Sí –contestó Agustín secamente-, hasta finales.

La estancia sólo tenía una ventana y ésta daba a un patio interior con escasa ventilación. Acostumbrado a vivir al aire libre desde niño, aquella habitación, sin apenas luz y una ventana que no daba a ningún sitio, se le vino encima. Después de ordenar la ropa en el armario, miró al exterior y sus ojos chocaron contra la pared de enfrente a escasos tres metros de distancia. Tras abrir, colocó sus codos sobre el poyo y se llevó un cigarrillo a los labios. El humo de la primera bocanada ascendió lentamente; pensó que allí no corría el aire e imaginó cómo sería ese espacio en los días calurosos. Iba ya a cerrar cuando sintió un leve ruido a su izquierda. Giró la cabeza y vio en el vano contiguo unas manos que sujetaban unas hojas de papel. Pertenecían, sin duda, a una mujer y parecían moverse de forma nerviosa. Un pequeño reloj en la muñeca y una pulsera de piel eran todos sus adornos. Curioso, y pensativo a la vez, se quedó contemplando aquellas manos –blancas, delgadas y huesudas- que se movían con rapidez como si aquellos papeles las estuvieran molestando. Sintió que no podía dejar de observar aquellos dedos frágiles y esperó a que su dueña se asomase para descubrir su rostro, pero esto no sucedió; las manos se escaparon hacia el interior de la habitación, y el muchacho se quedó solo, con sus pensamientos.

A la mañana siguiente bajó al comedor a desayunar, única comida que ofrecía aquella pensión. En la sala había, tan sólo, un hombre mayor en pijama, con rayas desdibujadas por el uso, que leía distraídamente un diario local. Doña Carmen llegó con el frugal desayuno que posó sobre el mantel de plástico de la mesa. Don Ángel –dijo alegremente y elevando la voz para que el hombre pudiera escucharla-, éste chico es Agustín, hijo de un primo lejano, pasará unos meses con nosotros. Ángel levantó la mirada del periódico y saludó levemente con la mano sin pronunciar palabra. Don Ángel –comentó Carmen dirigiéndose a Agustín- es vendedor callejero; ahí donde le ves todos los días recorre las Ramblas ,arriba y abajo, ofreciendo su mercancía. Vive aquí desde hace ya varios años con su hija Mercedes. La pobre –añadió bajando la voz temiendo que Ángel pudiera escucharla- hace meses que se quedó sin trabajo, era mecágrafa – querrá decir mecanógrafa intervino el muchacho -, bueno eso, el caso es que desde entonces no sale a penas de casa; tú podrías ser buena compañía para ella. Tengo que estudiar –doña Carmen-. Ya, pero algún rato…; es por animarla; vive con su padre en la habitación contigua a la tuya, lo digo por sí…

A partir de aquel desayuno, Agustín miraba por la ventana con frecuencia, por descubrir el rostro de Mercedes, la chica de las manos blancas y huesudas. Cada vez que veía aquellas manos recordaba las palabras de su patrona, pero no se atrevía a dar el paso. Afortunadamente no necesitó de aquella iniciativa pues doña Carmen invitó a todos los pensionistas a cenar la noche en la que cumplía años. A las diez se encontraron en el comedor. Agustín pudo entonces conocer a la chica portadora de aquellas manos que al final le habían cautivado. Era extremamente delgada, pero con cierto atractivo en su figura. Su rostro pálido evidenciaba el tiempo que pasaba encerrada en su habitación; pero aquella blancura hacía resaltar su cabello negro y liso. Llevaba un vestido de flores marrones, pasado de moda y ajado, pero que sin duda se había puesto para la ocasión. Sus ojos negros y profundos se fijaron en Agustín pero no pudieron sostener la mirada del chico. Doña Carmen les sentó juntos a la hora de cenar, después de haber tomado un “piscolabis” como dijo la patrona en su jerga particular. Mercedes y Agustín poco se dijeron en el transcurso de la cena, pero las pocas palabras que comentaron fueron suficientes para que entre ellos se iniciase una buena amistad. Con el paso de los días ninguno recordaba ya aquel primer momento, era como si no hubiese existido, parecían haberse conocido desde hacía años. Agustín se fue enamorando de la chica. Mercedes miraba a los ojos de Agustín con tristeza y cuando los bajaba parecía recluirse en un mundo personal que inquietaba al chico y que además no lograba comprender. Pasearon juntos muchas tardes e incluso iban al cine, en donde –pensaba Agustín- la oscuridad pudiese ser su aliada para intentar un acercamiento más intenso; pero nada de esto se producía: Mercedes seguía estando ausente. Agustín más de una noche buscó consuelo en su mano amiga debajo de las sábanas de su propia cama.

Una mañana soleada de enero, sentados en un banco, Agustín le habló con franqueza sobre sus sentimientos. Mercedes le comentó que ella también le tenía gran afecto, alimentado por su compañía de tantos días, pero que había otra persona a la que amaba, Andrés un chico de su pueblo al que la vida le había unido. Le dijo que había recibido una carta de él, hacía ya uno días, anunciándole que iba a pasar por Barcelona para verla. Ante la tristeza de Agustín siguió hablándole mientras cogía las manos del chico: viene dentro de tres días y no me atrevo a recibirle; no tengo nada que ponerme. Mi único vestido está hecho un andrajo – Agustín recordó la primera vez que vio a Mercedes y efectivamente pensó que no le favorecía en absoluto-, no puedo presentarme así y mi padre sé que no puede permitirse comprarme nada en estos momentos; Andrés piensa que me va bien, temo haberle engañado, no puedo causarle tan mala impresión. Lo siento si te has ido enamorando de mí…

Al día siguiente por la mañana Agustín llamó a la puerta de Mercedes, en sus manos llevaba una enorme caja con un vestido rojo, el más bonito que pudo encontrar en una tienda de moda de las Ramblas.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Pequeños Relatos Eróticos: ( 8) Francisco

Francisco le miraba atentamente: el rostro, el pelo, los brazos, las piernas… Quería apoderarse de la totalidad de aquella mujer que le deslumbraba.

Recostada sobre aquella otomana ocupada por almohadones de seda, parecía aún más bella, enigmática sería la palabra justa.

El negro pelo de la mujer, de rasgos nobles y andaluces, caía ensortijado sobre sus blancos hombros. Se hallaba completamente desnuda ante él, pero Francisco quería conocerle el alma, sentir lo que había dentro, ver de dónde salía aquella fortaleza interior que emanaban sus ojos negros y se trasmitía por todo aquel ser lleno de feminidad; era lo que realmente le daba aquella extraña y turbadora belleza. Apoyada sobre aquellos encajes de blancura deslumbrante, su cuerpo ligeramente atezado parecía desprender una luminosidad contrarrestada por la oscuridad ambiental de la habitación. Todo su cuerpo era luz: los brazos ligeramente izados por detrás de su cabeza, los pechos generosos y vivos, la cintura joven y el vientre plano, Por debajo de su ombligo parecía correr una leve sombra que lo uniera con la suavidad del pubis enmarcado por sus amplias caderas que caían tendenciosas alargando los redondos muslos de la mujer. Las rodillas parecían ajenas al movimiento, pero al mismo tiempo lo insinuaban. Toda ella se mecía ofreciéndose a él, a Francisco.

Francisco sonrió, estaba seguro de haber captado cada rasgo del carácter de la dama, al mismo tiempo que cada curva de su armonioso cuerpo. Tomó la paleta y el pincel y comenzó su trabajo.