El local era espacioso y estaba situado en el primer piso de aquella casa antigua construida sobre una pendiente del terreno. El portal de acceso lo recuerdo oscuro, con una bombilla que emitía una luz amarillenta y pobre. Cada peldaño de la escalera, de madera reseca por el tiempo y la falta de limpieza, crujía a cada paso; parecían querer hundirse, tal era su deterioro.
Pero entrar en aquella peluquería, regentada por don Venancio y doña Remedios, su esposa, era como visitar otro mundo después de haber subido la lúgubre escalera: la luz iluminaba aquella estancia a través de los amplios ventanales que daban a la plaza de la catedral. Los rayos parecían enfocar aquellos maravillosos botes de potingues, pomadas, cremas, afeites, mixturas, bálsamos… que se alineaban en las estanterías con baldas de cristal. De numerosos colores y formas los veía a la luz de mis infantiles ojos como un ejército multicolor; me fascinaban hasta tal punto que no me importaba ir a la peluquería siempre que en casa me empezaban a reprochar la largura de mi cabello. Claro que había otro motivo.
Don Venancio era un hombre largo, delgado y de rostro pálido. Desde mi silla, -de esas giratorias (otro de las razones por las que me gustaba ir), de madera negra y rejilla de paja en la espalda y el asiento-, siempre le veía allí arriba, con su bigote negro y su infalible pitillo entre los labios, cuya ceniza parecía querer ir a caer sobre mis ojos. Por eso me gustaba más cuando me cortaba el pelo su esposa; no siempre sucedía, pero los recuerdos me llevan más a las manos de aquella mujer de porte imponente.
Han pasado muchos años y cuando voy a cortarme el pelo una mueca alegre se fija en mi boca, alentada por los recuerdos. Ahora me suele atender Nuria; el establecimiento es otro,-más moderno, con intensa luz eléctrica y con música actual: es decir estridente- que para nada asemeja el silencio de mi antigua peluquería que sólo rompía la maquinilla de don Venancio. Como decía la peluquera que ahora me atiende es de constitución como la mitad de aquella Remedios mofletuda, de anchas caderas maternales y que olía a jazmín, a jabón de bosar… a limpio. El gesto alegre se aposenta en mi cara, al recordar la diferencia. Doña Reme me mesaba los cabellos friccionándolos con las manos entibiadas por el agua y el jabón con el que lavaba mi cabeza. Me masajeaba, introduciendo los dedos entre mi pelo, hasta que un enorme placer me llenaba por dentro. Me agarraba del mentón con fuerza y ternura al mismo tiempo y aposentaba mi coronilla de mi cabeza entre sus senos, a los que yo nada más subir a la peluquería y mientras hacía turno ya había pasado revista, por ver sí se le desabrochaba un botón más de la bata, como tantas veces ocurrió a lo largo de aquellos años. Los pechos de doña Reme eran la mitad que los de la estanquera de Amarcord (me refiero al volumen, no al número), que ya eran unos señores pechos, y me balanceaba la cabeza entre ellos mientras canturreaba una canción. Acabado el lavado tomaba las tijeras y empezaba a dejarme bonito, como ella decía. Mi cara siempre estaba en una de sus manos: una vez inclinada a la derecha, otras a la izquierda y las más hacia abajo. A la hora del flequillo se introducía entre mis piernas, que digo yo que sería para tener un acceso más cercano al tupé, pues el volumen de su vientre no le permitía llegar hasta mi frente… y claro sucedía que, al inclinarse, mi cara quedaba incrustada, prácticamente, entre los senos de la peluquera.
¡Qué recuerdos!
Jajaja, imágenes juveniles inocentes y sensaciones de quien empieza a despertar a la vida. Que bien describes estos recuerdos no excentos de picardia y un poco de malicia.
ResponderEliminarMe he divertido un rato leyéndote. Los niños desde pequeño prometen...
Un abrazo
Hola Katy: sí, algo de fantasía si debe de haber, sí. Los recuerdos ya sabes tienen cierto sabor a mentira, creo que nos vamos quedando con las partes más positivas de ellos. Me alegro que te haya gustado. Un abrazo
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