Agustín había llegado a Barcelona a principios de enero y tenía que permanecer en la capital catalana hasta finales del mes de junio; mes en que serían las oposiciones que venía preparando desde hacía ya dos años. Pensaba que era la única manera de llevar a buen término los exámenes, aislándose de su familia y sobre todo de los amigos que tanto acortaban su tiempo para el estudio. Tenía la dirección de una pensión, regentada por doña Carmen, prima lejana del padre de Agustín, y a ella se dirigió tras tomar un taxi desde la estación del ferrocarril.
El portal era oscuro, profundo, lúgubre; su habitación se asemejaba bastante a la primera impresión que recibió el muchacho al entrar en el piso. Sólo doña Carmen, matrona oronda parecía irradiar algo de luz entre aquellas paredes. Esta es tu habitación, hijo –le dijo cariñosamente-, aquí podrás estudias divinamente sin que nadie te moleste; ya me dijo tu padre que te quedarás hasta junio, ¿verdad? Sí –contestó Agustín secamente-, hasta finales.
La estancia sólo tenía una ventana y ésta daba a un patio interior con escasa ventilación. Acostumbrado a vivir al aire libre desde niño, aquella habitación, sin apenas luz y una ventana que no daba a ningún sitio, se le vino encima. Después de ordenar la ropa en el armario, miró al exterior y sus ojos chocaron contra la pared de enfrente a escasos tres metros de distancia. Tras abrir, colocó sus codos sobre el poyo y se llevó un cigarrillo a los labios. El humo de la primera bocanada ascendió lentamente; pensó que allí no corría el aire e imaginó cómo sería ese espacio en los días calurosos. Iba ya a cerrar cuando sintió un leve ruido a su izquierda. Giró la cabeza y vio en el vano contiguo unas manos que sujetaban unas hojas de papel. Pertenecían, sin duda, a una mujer y parecían moverse de forma nerviosa. Un pequeño reloj en la muñeca y una pulsera de piel eran todos sus adornos. Curioso, y pensativo a la vez, se quedó contemplando aquellas manos –blancas, delgadas y huesudas- que se movían con rapidez como si aquellos papeles las estuvieran molestando. Sintió que no podía dejar de observar aquellos dedos frágiles y esperó a que su dueña se asomase para descubrir su rostro, pero esto no sucedió; las manos se escaparon hacia el interior de la habitación, y el muchacho se quedó solo, con sus pensamientos.
A la mañana siguiente bajó al comedor a desayunar, única comida que ofrecía aquella pensión. En la sala había, tan sólo, un hombre mayor en pijama, con rayas desdibujadas por el uso, que leía distraídamente un diario local. Doña Carmen llegó con el frugal desayuno que posó sobre el mantel de plástico de la mesa. Don Ángel –dijo alegremente y elevando la voz para que el hombre pudiera escucharla-, éste chico es Agustín, hijo de un primo lejano, pasará unos meses con nosotros. Ángel levantó la mirada del periódico y saludó levemente con la mano sin pronunciar palabra. Don Ángel –comentó Carmen dirigiéndose a Agustín- es vendedor callejero; ahí donde le ves todos los días recorre las Ramblas ,arriba y abajo, ofreciendo su mercancía. Vive aquí desde hace ya varios años con su hija Mercedes. La pobre –añadió bajando la voz temiendo que Ángel pudiera escucharla- hace meses que se quedó sin trabajo, era mecágrafa – querrá decir mecanógrafa intervino el muchacho -, bueno eso, el caso es que desde entonces no sale a penas de casa; tú podrías ser buena compañía para ella. Tengo que estudiar –doña Carmen-. Ya, pero algún rato…; es por animarla; vive con su padre en la habitación contigua a la tuya, lo digo por sí…
A partir de aquel desayuno, Agustín miraba por la ventana con frecuencia, por descubrir el rostro de Mercedes, la chica de las manos blancas y huesudas. Cada vez que veía aquellas manos recordaba las palabras de su patrona, pero no se atrevía a dar el paso. Afortunadamente no necesitó de aquella iniciativa pues doña Carmen invitó a todos los pensionistas a cenar la noche en la que cumplía años. A las diez se encontraron en el comedor. Agustín pudo entonces conocer a la chica portadora de aquellas manos que al final le habían cautivado. Era extremamente delgada, pero con cierto atractivo en su figura. Su rostro pálido evidenciaba el tiempo que pasaba encerrada en su habitación; pero aquella blancura hacía resaltar su cabello negro y liso. Llevaba un vestido de flores marrones, pasado de moda y ajado, pero que sin duda se había puesto para la ocasión. Sus ojos negros y profundos se fijaron en Agustín pero no pudieron sostener la mirada del chico. Doña Carmen les sentó juntos a la hora de cenar, después de haber tomado un “piscolabis” como dijo la patrona en su jerga particular. Mercedes y Agustín poco se dijeron en el transcurso de la cena, pero las pocas palabras que comentaron fueron suficientes para que entre ellos se iniciase una buena amistad. Con el paso de los días ninguno recordaba ya aquel primer momento, era como si no hubiese existido, parecían haberse conocido desde hacía años. Agustín se fue enamorando de la chica. Mercedes miraba a los ojos de Agustín con tristeza y cuando los bajaba parecía recluirse en un mundo personal que inquietaba al chico y que además no lograba comprender. Pasearon juntos muchas tardes e incluso iban al cine, en donde –pensaba Agustín- la oscuridad pudiese ser su aliada para intentar un acercamiento más intenso; pero nada de esto se producía: Mercedes seguía estando ausente. Agustín más de una noche buscó consuelo en su mano amiga debajo de las sábanas de su propia cama.
Una mañana soleada de enero, sentados en un banco, Agustín le habló con franqueza sobre sus sentimientos. Mercedes le comentó que ella también le tenía gran afecto, alimentado por su compañía de tantos días, pero que había otra persona a la que amaba, Andrés un chico de su pueblo al que la vida le había unido. Le dijo que había recibido una carta de él, hacía ya uno días, anunciándole que iba a pasar por Barcelona para verla. Ante la tristeza de Agustín siguió hablándole mientras cogía las manos del chico: viene dentro de tres días y no me atrevo a recibirle; no tengo nada que ponerme. Mi único vestido está hecho un andrajo – Agustín recordó la primera vez que vio a Mercedes y efectivamente pensó que no le favorecía en absoluto-, no puedo presentarme así y mi padre sé que no puede permitirse comprarme nada en estos momentos; Andrés piensa que me va bien, temo haberle engañado, no puedo causarle tan mala impresión. Lo siento si te has ido enamorando de mí…
Al día siguiente por la mañana Agustín llamó a la puerta de Mercedes, en sus manos llevaba una enorme caja con un vestido rojo, el más bonito que pudo encontrar en una tienda de moda de las Ramblas.
Almas gemelas que al final se juntan. Preciosa historia. Has sido capaz de mostrar perfectamente el pensamiento de cada uno de ellos sin explicarlo.
ResponderEliminarUn abrazo
Hola Fernando:Sí, pero ya ves lo que es la vida, la chica estaba enamorada de otro, vamos como en la vida real, ja-ja. Un abrazo
ResponderEliminarEsta relato más que erótico es una historia de amor en toda regla. Y la respuesta del chaval demuestra una nobleza inusual. Quién sabe si después de esto aparece al tal Andrés y ya la cosa no es igual, sucede en la vida real también. Y la historia tiene un final feliz para Agustín.
ResponderEliminarUn abrazo
Hola Katy: sabes que puede que tengas razón y quizás aparezca el tal Andrés. Tengo que pensarlo. Gracias por el comentario y sobretodo por tu fidelidad. Un abrazo
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