miércoles, 28 de mayo de 2014

En el refugio de los sueños: LA MUJER DEL SOBRERO (12)

Las visitas a la casa de doña Soledad tocaban a su fin. El mes de septiembre había llegado y con él la conclusión del trabajo que la Universidad había encomendado a Cristina.
       - ¡Pero, mi niña, no me puedes abandonar ahora! ¡Si aún no te he contado toda mi vida! ¿Te he hablado de Grecia, de cuándo vivimos Alfredo y yo en aquel país? ¡No puedes irte! ¡Me he acostumbrado a ti, a tus visitas! ¡Me vas a dejar muy sola, niña!
      - Doña Soledad…pero es que empiezo el curso a finales de mes y mi contrato con la Uni termina este fin de semana.
      - Mira vamos a hacer una cosa. Tu vienes hasta que empiecen tus clases y yo te pago una pequeña cantidad; a cambio me haces compañía, te sigo contando mi vida y tú me escribes alguna que otra historia. Te vendrán bien las dos cosas: el dinero y el escribir.
       - Pero… - intentó fundamentar una queja, sin convencimiento, la chica.
       - No hay peros que valgan. ¡Hasta que comience el curso! Vale.
       - Vale – dijo resignada Cristina
       - Y, ahora, cuéntame, ¿cómo va lo tuyo con ese chico…con Rubén, creo me dijiste se llamaba, no?
       - Sí, Rubén. Me da un poco de vergüenza contárselo…todo –contestó Cristina bajando la cabeza y la voz al mismo tiempo.
       - Mujer, ya imagino que todo, todo no me vas a contar; lo importante es lo que tú hagas con tu vida. Mira, ¿recuerdas que antes te dije que aún no habíamos hablado de nuestro paso por Grecia y de nuestra vida allí? Pues recuerdo una vieja historia que me contaron en la embajada,… un subsecretario, se llamaba Mario si no me equivoco. Creo que va bien con lo de contarlo todo, más bien con verlo todo. Escucha:
      “A Fídias, el gran escultor heleno -de cuyo arte sobresale la magnífica representación de las vestimentas en sus estatuas-, estando esculpiendo las figuras del Partenón, le preguntaron sus ayudantes el motivo por el cual tallaba con igual dedicación y pericia el frente y la espalda de las mismas, ya que ésta no la iba a ver nunca nadie.
     -La verán los dioses –contestaba Fídias.
     De igual manera has de obrar aunque nadie te esté observando,  pues los dioses sí lo harán”     
        - ¡Grecia, el Partenón, la Acrópolis… la gente, tan latina! Concibieron el mundo, al menos tal y como hoy lo conocemos. La democracia, esa forma de vivir que ahora tenemos la inventaron ellos, los griegos, la gente, el pueblo, mi niña. Pero antes tuvieron que luchar por lo que creían. ¿Te sonarán nombre como Aquiles, Ulises, Licomedes, Helena? También te sonarán los filósofos: Eurípides, Sófocles, Esquilo… y por encima de todos Platón. A todos ellos los habrás estudiado o lo harás en breve –doña Soledad no dio opción a Cristina a contestarle y prosiguió hablando- . Mira te voy a relatar una historia que leí estando en ese país, relativa a lo que estamos hablando:

   “Grecia está en guerra con Troya, por la huida de Elena, esposa del rey Agamenón, con el troyano Paris. El griego Ulises busca desesperadamente a Aquiles que se ha escondido en el palacio de Licomedes, rey de Skiros, pues sabe que sin la espada del bravo guerrero no conseguirán conquistar la ciudad de Troya, cuyas murallas parecen indestructibles. Ulises se disfraza de mercader para lograr entrar en la corte. Es recibido por Rea esposa del rey, que observa con atención las mercancías que le presenta el griego.
       La ninfa Tetis de Tesalia, madre de Aquiles, sumergió a su hijo en las frías aguas de la laguna de Estigia para lograr su inmortalidad. El único punto que no fue bañado fue el talón izquierdo del niño sujeto por su madre al introducirlo en la laguna. Su zona vulnerable.
       Tetis en confrontación con su esposo Peleo, lleva a Aquiles a Skiros, ante la inminente guerra entre griegos y troyanos, pues sabe por la profecía del adivino Calcas que Aquiles morirá en la toma de Troya. Las cortesanas con la ayuda de Rea y Tetis disfrazan a Aquiles, ¿el valeroso guerrero?, de mujer para que pase desapercibida su presencia. De esta guisa nuestro héroe vive los placeres de la vida palaciega y se deja seducir por más de una de aquellas doncellas. Ulises se entera de su paradero y va en su búsqueda; se disfraza de mercader y urde un plan al ofrecer sus mercancías: perfumes, collares, adornos…y una armadura. La única “doncella” que se  entusiasmó con el arma fue Aquiles. Descubierto por Ulises, Aquiles acudirá a la guerra contra Troya. Paris le dará muerte disparándole una flecha sobre el talón del guerrero griego. 
      La diosa Tetis consiguió para su hijo Aquiles la inmortalidad en el Olimpo. Aquiles ha llegado a ser en todas las culturas el fiel reflejo de la personalidad del valor (quizás menos aquella vez que se disfrazó de mujer para huir de la guerra)”.

       La historia que te he contado –prosiguió doña Soledad- está reflejada en el mosaico que representa el tema mitológico del desenmascarado  de Aquiles llevado a cabo por Ulises, que se puede observar en la Villa Romana de La Olmeda, descubierta por Javier Cortés, a tres kilómetros de la población de Saldaña (Palencia). Aunque no es de los mosaicos  con un mejor grado de conservación, es, por su tamaño, por la escenificación y por las cacerías de animales formadas por policromadas teselas, el más importante de los descubiertos en España. Fíjate que curiosidad que yo leyese la historia tan lejos de donde está representada. Yo no he tenido ocasión de ver ese mosaico, ya sabes la edad no perdona y viajar se me hace, desde hace tiempo, casi imposible de soportar. Pero tú, Cristina, no debes perder la oportunidad de ir a contemplarlo, está bien cerca de aquí a tan sólo unas horas de viaje.


miércoles, 21 de mayo de 2014

En el refugio de los sueños: LA MUJER DEL SOBRERO (11)

- ¿Así que te has liado con un chico peruano? Indio, por lo que me dices. Casi salvaje. De la selva. ¡Pero, mi niña, te dije que experimentases, no que combatieras el racismo tú solita! ¡Qué una cosa, es una cosa y otra muy distinta…hacer de tu capa un sayo! ¡Para qué hablaré! Espero que al menos no sea tarde, salvo que quieras a ese muchacho, claro. ¡Señorita Cristina Cifuentes…pero ¿qué pasa por esa cabecita?! ¡Y, la prudencia! ¡La sensatez, la cordura, el juicio, la formalidad, la mesura, el comedimiento, la compostura! ¡Todo eso debe prevalecer en una señorita! Claro que reconozco que es fácil hablar desde mi edad, a la tuya se suelen hacer locuras. Es más creo que conviene hacerlas.
       Cristina no dejaba de mirar a doña Soledad, sin saber a qué atenerse. Esa mujer era el espíritu de la contradicción.
      - Locuras sí, pero con orden, con sentido. Sabiendo lo que estás haciendo. Claro que así no serían locuras. ¿Y qué piensas hacer? ¿Cómo queda Luis ahora?
      - No sé, la verdad es que no lo he pensado –respondió Cristina a tanta pregunta.
      - Pues si no lo has pensado, deberás hacerlo, que no hay mayor infelicidad que no decir la verdad – aseveró la anciana.
      - Sí sé que debo decírselo, cuanto antes.
       - Tampoco te precipites, déjalo que sufra un poco, a los hombres no conviene dárselo todo sin esfuerzo. Que te gane… si no siempre quedará el chico peruano.
       - Es que creo, doña Soledad, que hay más verdad en los ojos de Rubén que en todo lo que Luis pueda darme.
       - Entonces lo tienes claro, mi niña. Te auguro un porvenir muy romántico, pero incierto.
      - Eso no importa.
      - Ya, ya, ahora, a los quince años. Verás, verás, cuando tengas cuarenta como no piensas igual.
      - Diecisiete, casi dieciocho doña Soledad. Y creo que siempre pensaré así.
      - Bueno, bueno, dejémoslo por hoy; pero piensa, recapacita y luego decide. Es un consejo de quien ha vivido ya mucho. Anda ve a buscar a María Consolación y que nos prepare el té. El mío ya sabes con unas gotas. Luego cuando vengas te voy a poner tarea como castigo a tu falta de cautela con los hombres.
       Cristina salió del salón pensativa, pero sus pensamientos se disiparon al entrar en la cocina y ver la mirada sonriente de Consolación. El rostro de la muchacha recordaba al de Rubén. Tenía los ojos achinados y negros, la nariz no se correspondía con las europeas, más aguileñas, la de la chica era ligeramente chata y los labios carnosos y siempre en movimiento. Sin duda Rubén y ella procedían del mismo continente. Consolación era colombiana.
       - Té para dos –dijo al ver a Cristina entrar-. Está preparado. No te confundas el de doña Soledad es el de la derecha –dijo soltando una carcajada y haciendo reír a Cristina.
      - ¿Cuál es esa labor que va a encomendarme, doña Soledad? –preguntó Cristina entrando en el salón con la bandeja y dos tazas de té humeantes.
      - Me dijiste que querías ser periodista. Los periodistas escriben o por lo menos deberían hacerlo. Pues bien: escribe, este fin de semana, una historia, y me la lees el próximo lunes cuando vengas.
      - ¿Algún tema en particular? – Se atrevió a preguntar la chica.
      - Que hable de amor. Es  el tema que más me apasiona.

      “ Mi padre acababa de morir.
        Estaba sentada en la butacón que siempre fue de él, mirando, sin ver, la calle a través del amplio ventanal del salón de la casa de mis padres; ahora de mi madre y también un poco mía. Observaba con una mirada sin expresión . Llovía. El repiqueteo del agua azotando los cristales no lograba distraer mis pensamientos. Sujetaba la taza de porcelana, templada por el café. Aquel calor me confortaba; me hacía recordar aquellas tardes que pasaba ojeando álbumes de fotos. Mi padre fue un buen fotógrafo y me trasmitió sus conocimientos, su pasión y también la profesión; aunque yo por entonces estuviese lejos de saber que aquello que con tanto cariño me mostraba iba a constituir mi forma de encarar la vida, no sólo económicamente sino también en cuanto a actitud emocional. Poseer un instante -me decía-. Eso solamente lo puede hacer un buen fotógrafo. Parar la vida justo en el momento que a ti te apetezca, en el preciso lapso de tiempo que tú elijas.  ¿No te parece mágico? –me repetía-.  Algo de razón tenía; tan sólo se equivocó en el minuto que escogió para detener la suya, su vida. Me dejó desamparada, a pesar de que unos años atrás ya había decidido dejar su casa. La razón no fue otra que mi madre, con la que diría no me llevaba bien, aunque sería más correcto decir que no me llevaba. Nuestra relación era más de buena educación que de madre e hija. Siempre me echó en cara que aprobase tanto los consejos de mi padre y que obviase los que ella pretendía darme, que se circunscribían a la abulia de la casa, su negocio y su deshonesto círculo de amistades. Deshonesto, claro, bajo mi punto de vista; no comulgaba con sus ideas, con su forma de entender la vida, y con la insolencia de que todos debiéramos opinar de igual manera. No, mi madre no. Opté por irme de casa con el beneplácito paterno y la consternación materna que pensaba que no sería capaz de ganarme la vida.
     Para entonces había cumplido los veintitrés años. Me había dado…, le había dado más bien, cinco años para que comprendiese que mi vida era mía y de nadie más; que quería vivirla intensamente y según la entendía. Cinco años antes, a los dieciocho, ya había pensando en huir de aquella casa en la que sólo la figura de mi padre me retenía. Pero hasta tomar aquella decisión,  mi padre se había impuesto a mis deseos, no porque él quisiera disuadirme sino porque yo seguía necesitando de su presencia, de sus consejos…de su cariño. Aquellos años no hicieron más que confirmar la ruptura con mi madre, con lo que significaba para mí su manera de existir. Continuaba con mis estudios en la Universidad, avalados por mi padre; mi madre, hasta en esto, estaba en desacuerdo. La carrera de “Imagen y Sonido” debía de sonarle… a chino. A ella sólo le interesaban el mundo de  las telas y de la moda,  sin darse cuenta que, al menos eso creía yo entonces y lo sigo creyendo ahora,  imagen y moda podían convivir y complementarse perfectamente. No es que fuera una alumna brillante pero sí lo suficiente como para que al terminar mis estudios universitarios me empeñase en  hacer un “master”  que me allanó el camino para encontrar trabajo.
        Y ahora había vuelto a aquella casa donde continuaba oliendo a mi padre, a su tabaco, a su ropa, a su risa y a sus abrazos. La casa lo comprendía todo, ahora se me antojaba como una gran tumba donde se había desmoronado parte de mi vida. Se palpaba el silencio, como si éste se hubiera instalado desde el minuto en que asomó la muerte, en cada rincón de la casa. Los recuerdos estaban también allí, en cada recoveco de la habitación; se multiplicaban como la hiedra por las paredes. Me parecía sentir sus manos, el calor de sus manos, en todos y cada uno de los objetos que llenaban los muebles de la sala. Creía entonces, y  lo sigo creyendo todavía, que  las casas donde vive gente con pasión, y mi padre la tenía en abundancia, se colman de todos estos contenidos.  Recordaba,  mientras llevaba la taza de café a mis labios, las veces que de niña me arrulló  contándome historias imaginarias. Esa costumbre de sentarme sobre sus rodillas y apoyar mi cabeza sobre su hombro duró hasta el mismo día en que nos dijimos adiós y volé fuera del hogar.  Regresaba de vez en cuando pero sentía que ya no era lo mismo, que aquella complicidad se iba diluyendo como un azucarillo en un vaso de agua.
       Mi madre era una mujer guapa, muy guapa. Supongo que eso fue lo que enamoró a mi padre, quince años mayor que ella; la búsqueda de la belleza lo llevaba en la piel: la foto más hermosa, el instante más perseguido…la mujer más bella.  Cuando se casaron ella aún no tenía la edad en que yo busqué mi emancipación. Siempre se llevaron bien; se querían a su manera. Nunca vi malas caras entre ellos, ni siquiera cuando mi madre y yo discutíamos, cada vez con mayor frecuencia.  Mi padre le miraba a los ojos pidiéndole paciencia,  pero a mí no me contradecía a sabiendas de que la razón estaba de mi parte.
       La memoria me lleva a alguno de aquellos episodios que me iban alejando, sin que yo lo supiese todavía, de mi madre. Mi padre procuraba poner paz en las discusiones. Rara vez lo conseguía, pero como si aquello fuese un presagio,  solíamos abrazarnos en cuanto ella se iba a su tienda de modas. En aquellos ratos de ausencia materna, él confabulaba conmigo y a través de aquellos maravillosos álbumes de fotografías antiguas pero vivas, con aquella luz que emanaba una técnica perfecta en blanco y negro, envidia de quien posaba sus ojos en ellas, me contaba su vida y en esa vida estaba Raquel, mi madre.
       Se habían conocido en una exposición que Alberto, mi padre, estaba preparando en una sala habilitada en espacio cultural en la universidad. Tu madre –me confesaba mi padre- acababa de empezar sus estudios universitarios, y la verdad no sé lo que pudo ver en mí. Enamorarse de ella fue fácil; tal vez fuese la chica más hermosa que yo había conocido en mis treinta y pocos años que contaba por entonces. Recuerdo que yo me hallaba arrodillado en el suelo tratando de colocar un pasador en alguno de los cuadros cuando noté una sombra alargada sobre la que mi cuerpo encogido proyectaba en el suelo; una imagen muy fotográfica por cierto –hizo este inciso para continuar- Me volví y desde aquella posición me tropecé con unas piernas finas y largas, muy largas. Me levanté de frente a aquella chica que había distraído mi trabajo y me encontré con una criatura de calendario. ¡Mira…mira!, -exclamaba señalando en el álbum-  estas fotografías me dan la razón, ¿no crees? Fueron las primeras que le hice. Fíjate en el perfil de su rostro, en la simetría de cada una de las partes de su cara. En ese pelo negro y brillante. En sus ojos verdes,  almendrados. Cómo no iba a enamorarme  a primera vista. Y, ¿ella? Te preguntarás. Supongo que  yo era un artista, un bohemio. Posiblemente  viera también en mí una protección al ser bastante mayor que ella. No lo sé; nunca se lo he preguntado. Con los años tu madre ha cambiado mucho… tanto como yo al menos, imagino que  tengo la mitad de la culpa y que el resto lo habrá hecho la vida, la rutina y… también ella habrá tenido algo que ver. Cuando montó la tienda de modas –continuaba diciéndome- yo le animé a que lo hiciera. Con lo que yo ganaba con mis reportajes vivíamos bien pero Raquel necesitaba, y yo lo comprendí enseguida, hacer que sus sueños fuesen una realidad. Fíjate que estudió leyes y ha terminado de asesora de modas, como ella dice, que es lo que realmente le gusta. El resto ya lo conoces. Antes de este cambio que nos sobrevino poco a poco, sin darnos cuenta, como si estuviera el destino esperando agazapado tras alguno de los rincones de esta casa, llegaste tú y para mí se abrió una nueva puerta por donde poder escabullirme. No paraba de mirarte por el visor de mi réflex. Tu madre pasó a un segundo plano y quizás, seguro,  ese fue mi gran error; no digo que la abandonase: sabes que siempre nos quisimos y que le sigo queriendo, pero tu llegada fue un punto de inflexión entre el amor y la rutina del día a día.
       No oí la entrada de mi madre en el salón ensimismada como estaba en mis pensamientos; la alfombra que cubría el parqué sin duda amortiguó sus pasos. Al escuchar su voz me sobresalté.
       - Isabel, sabes que puedes volver a vivir a esta casa cuando quieras –habló mi madre según entraba en el salón, interrumpiendo mis sueños.
       - Tan sólo deseo conservar mi habitación en el ático, madre –contesté sin dejar de mirar por la ventana.
       - Siempre ha sido tuyo y  puedes hacer con él lo que desees…excepto venderlo, claro. ¿No ignorarás que forma parte de la vivienda?
       - No, no pensaba en ello. El ático me recuerda mucho a mi padre. No tengo ninguna intención de desprenderme de él.
       - Si no vas a vivir aquí podrías alquilarlo; sacarías un buen dinero, y yo no pondría ningún inconveniente; siempre que la persona sea la adecuada, claro. O podrías utilizarlo como estudio para tu trabajo.
        - Ahora no estoy para pensar; me acuerdo demasiado de papá – se me escapó aquel papá con el que solía tratarlo cuando estaba a solas con él-. Además tampoco sabría qué es una persona adecuada para ti, madre –añadí volviendo a la realidad.
      La realidad era que mi madre con aquel corto diálogo se estaba alejando de mí; al menos eso pensé cuando volví a mis ensoñaciones. El café se había enfriado pero no me atreví a pedirle  que me hiciera otra cafetera. Tenía pereza en levantarme del sillón en el que me encontraba acurrucada, con las rodillas junto a mi pecho y la mirada perdida; apenas si había cambiado de posición desde que llegué hasta que entró mi madre y dejó caer aquellas palabras: “Isabel, sabes que puede volver a vivir a esta casa cuando quieras”. Sorprenderme no podría decir que me sorprendiera. Mi madre era así para conmigo, ni la muerte de mi padre parecía haber aplacado su vanidad. Pero estaba harta de pelear con ella  y menos ahora que sin la ternura de mi padre nada me obligaba a volver a vivir entre aquellas paredes. En la calle seguía lloviendo. Había empezado a oscurecer y una sombra azulada iba apoderándose de cada ángulo de la habitación.       
                                            
        Alejandro era un buen amigo y compañero de trabajo. Fotógrafo también, compartía conmigo muchas de sus inquietudes. Algo mayor que yo, cerca de los treinta debía de tener, me trataba como a su hermana pequeña, sin saber que aquella hermana iba a cambiar su vida.
        Trabajábamos en una agencia de publicidad. Hizo todo lo posible por favorecer mi integración. Alguno de los trucos que me enseñó fueron conformando mi carrera profesional. En él quise ver la continuación de las enseñanzas recibidas en casa desde pequeña. Sus instrucciones recordaban a las de mi padre desde un principio, sobre todo porque sus consejos surgían de una manera desinteresada. Comprendí enseguida que aquellas lecciones de Alejandro tenían tanto valor o más que las de mi progenitor, ya que en éste había amor paternal, mientras que en las de mi nuevo compañero sólo, y ya era bastante, existía amistad y confidencialidad.   Nunca llegaré a comprender por qué cuando llegó la crisis y en la agencia establecieron un “ERE”, a mí que era la última en llegar, la más joven y con menos experiencia, me mantuvieron en plantilla, mientras echaban a otros compañeros. Alejandro, curtido en mil batallas, fue uno de ellos. Me abracé a él en su despedida. Me aseguró que seguiríamos viéndonos, que estaríamos en contacto. Lo nuestro era una reciente  amistad, pero bien cimentada. Éramos amigos, y no hay nada en el mundo que pueda, ni siquiera  aproximarse,  compensar una amistad; tal vez el amor –pensé. 
       Pasaron unos meses sin saber nada de él. Meses en los que regresaba a mi mente su sonrisa, con esa comisura alegre enmarcándole la boca, y esos ojos tan limpios como únicamente tienen las buenas personas. No podía olvidar su pelo ensortijado ni su figura un tanto desmadejada, como si su cuerpo siempre caminara un paso por delante. Indefectiblemente usaba pantalones vaqueros y camisa blanca lo que hacía resaltar su piel ligeramente aceitunada. Era un hombre alto y atractivo.
        Continué trabajando para la agencia. A menudo los temas eran tediosos, pues rara vez nos dejaban dar rienda suelta a nuestra imaginación. Creía que la publicidad consistía en ser creativo, pero al parecer eso quedaba para unos pocos; los que estábamos empezando nos debíamos a lo que nos mandasen. En fin: aburrido y lastimero, pero había que vivir. El desasosiego que sentía al ver a tantos amigos en el paro y en situaciones más precarias que la mía habían obrado en mí un conservadurismo que nunca imaginé. 
       Alejandro me llamó cercanos los días de navidad. Estaba montando una exposición con sus últimos trabajos fotográficos y quería que asistiese a la inauguración. La sala no se correspondía con el nivel artístico de aquellas magníficas fotografías en blanco y negro: retratos de ancianos que mostraban en las arrugas de sus rostros toda la experiencia acumulada  por el autor a lo largo de los años, manos nervudas en primer plano, ojos hundidos algunos por la tristeza y otros aún con expectativas de vida. Rostros y rostros la mayoría deshumanizados, pero en los que parecían  adivinarse inquietudes. Claroscuros fantásticos que en mí evocaron un cierto aire  cercano al período barroco en la pintura; a sus comienzos tenebristas: luces y sombras forzando el punto de luz, un foco que parecía partir de una diagonal inadvertida. Pura poesía expresada sin palabras. Era magnífica la exposición de Alejandro, pero como me dijo él mismo, difícil de vender en estos momentos. Lo animé haciéndole ver que quizás alguna persona del “mundillo” pudiera pasarse por allí. Eso es más complicado todavía.  En este lugar y sin apenas publicidad es difícil te lo aseguro; pero hay que seguir, no hay más remedio –contestó-. Por supuesto – repuse-, sabiendo que ni yo misma presagiaba mejor acogida que la que tenía aquella primera tarde de exhibición, en la que estábamos rodeados de amigos.
        Al finalizar la inauguración estuvimos tomando unas “cañas”  por la zona de Lavapiés. Había alegría sana entre nosotros, no exenta de cierta melancolía. La mayoría de ellos  estaban en el paro. Su único oficio era el arte: actores, actrices…: Lucas pintaba, Elena diseñaba interiores, Susana era actriz,  Rubén había terminado el año anterior la carrera de derecho, pero lo suyo era la música… Yo era de los pocos seres afortunados con un trabajo fijo, pero de alguna manera no podía por menos que envidiar a aquel grupo: ellos, al menos, seguían luchando por sus ilusiones, yo simplemente me dejaba llevar por la corriente del río de la normalidad. Una normalidad aparente que estaba jugando con mi vida pero de la que no tenía fuerzas para apartarme, y de la que presentía no me auguraba nada bueno en el futuro. 
       Poco a poco el grupo se fue disgregando: “Cada mochuelo a su olivo”–dijo alguien-. Cayó la última ronda, la de la despedida. Creo que  éramos conscientes de que tal vez no volviéramos a vernos otra vez todos juntos.

      Alejandro se avino a acompañarme hasta mi casa. Yo vivía de alquiler con unas amigas, en un piso pequeño, por la zona de La Latina. Caminábamos  charlando de los tiempos en la agencia. A veces su brazo se posaba sobre mi hombro y podía sentir su respiración cerca de mi rostro. Me comentó que seguía subsistiendo del paro y de algún trabajo ocasional, que odiaba hacer reportajes convencionales de bodas y primeras comuniones y que además apenas si le salían. La gente, con sus cámaras digitales, nos está arrinconando –me decía-. Es como la música o la literatura, hay que reinventarse cada día para poder sobrevivir. Por eso paso de los convencionalismos y aspiro a realizar una obra como yo entiendo la fotografía. No quiero perder el tiempo fotografiando aquello que no me gusta, pero a veces la necesidad me ahoga. No pude por menos que darle la razón. Sí –continuó-, sé que el futuro está ahí esperándome, pero mientras tanto, mientras llego a él,  me desespero. A veces pienso que lo toco con la punta de los dedos, pero nunca logro alcanzarlo. Todo llegará –traté de calmarlo-.  Por cierto no me has dicho dónde vives:  ¿Sigues en aquel antro? –pregunté-. Sí, claro. La zona la han mejorado pero el piso es como dices: un antro; además ahora estoy sólo. Enrique, ya sabes, el otro inquilino, tuvo que volver a casa de sus padres. ¡Un nuevo náufrago de los maravillosos tiempos que corren! Estoy pensando en buscar un alquiler compartido. A mis treinta sería duro volver con los “viejos”, … no quiero que piensen que me va peor de lo que en realidad estoy. Sería una decepción para ellos.
       Mientas Alejandro hablaba se me vino a la cabeza mi ático de Gran Vía, del cual apenas si me acordaba. Y sin pensarlo dos veces le dije:
       - Pues yo tengo un ático en Gran Vía.
       - ¿Qué? –dijo, y se quedó mudo.
       - ¡Sí, un ático! ¡En Gran Vía! –dije sorprendida de su asombro, sin caer que entre gente como nosotros era un tanto insólito tener una propiedad así-. Puedes ir a vivir allí si quieres. Te lo dejo hasta que encuentres algo.
       - Pero, Isabel, ¿estás hablando en serio?
       - Pues claro, lo heredé de mi padre. Murió hace un par de años. ¿No te acuerdas?
       - Pero, entonces –habló  más relajado Alejandro-. ¿Por qué no vives allí?
      - Por mi madre. Ya sabes que nunca me he llevado bien, y ella ocupa el resto del piso. Se comunican por una escalera interior, a modo de husillo… de caracol –comenté al notar que Alejandro desconocía la palabreja que tal vez no debía de haber empleado-. Pero el ático es enteramente mío. Ese es el problema: tendrás que verla a diario y compartir la cocina, por lo demás mi pequeño apartamento tiene de todo.
      - ¿Y tu madre estará de acuerdo?
      - No le queda más remedio. Ella sabe que en cualquier momento puedo volver o alquilarlo. Para que estés más tranquilo y no pregunte demasiado, le diremos que te lo he alquilado, y ya está, asunto solucionado. Bueno solucionado: mi madre, has de saber que siempre es un problema. Puede acabar contigo en cuanto se lo proponga; así que estás avisado, ve prevenido. ¿Cuándo te mudas?
       - ¡Joder! Hoy mismo. Tu madre no creo que sea muy diferente a la mía, y además, Isabel, ¡nos quieren! Debieras de saberlo. ¿Por cierto cómo se llama?
      - Mi madre sólo se quiere así misma. Ya lo irás viendo tú solito. Bueno también adora su tienda de moda femenina. He de reconocer que tiene pero que muy buen gusto, para los trapos. No me extraña, lo reconozco, que  le desespere en este aspecto por mi forma de vestir, “tan particular” como dice ella... ¡Ah! Raquel, se llama Raquel. Toma, aquí tienes las llaves del piso. Te presentas y le dices que eres un amigo y que vas a estar una temporada… o lo que quieras, ¡joder!, no te voy a solucionar yo todo. Es el número dos de Jacometrezo  esquina Callao. 
      Alejandro me abrazó y me besó en la boca, como sin importancia. Estábamos por la Cava Baja madrileña. Nunca olvidaré el dulzor de sus labios. A manzanas verdes me supieron. Pero eso fue todo. Tampoco supe si fue un arrebato por lo del ático o una muestra de cariño o un deseo desvelado por un instante. Pero ahí quedó como la última hoja otoñal que lucha por no desprenderse de la rama en que vive. Seguimos andando abrazados, charlando amigablemente; para entonces  ya había pasado mi brazo por detrás de su espalda apoyándolo en su cintura. Me hubiese gustado que aquel paseo hasta mi domicilio no se hubiera terminado nunca, pero ya se sabe que lo bueno dura poco y mi domicilio estaba al final de la calle.  Al separarnos imaginé que se repetiría el impulso anterior y que acabaríamos, al menos, entrelazados en la oscuridad del portal, pero nada de eso sucedió. Yo no me atreví a dar el primer paso y Alejandro se marchó tras desearme las buenas noches como un chico bueno, y me dejó sola, muy sola. Sentí la misma sensación que el día  que desapareció mi padre. Pensé –para consolarme- que ni tan siquiera una pasión devoradora puede ofrecer tanta satisfacción como la verdadera amistad, para los que han tenido la oportunidad de ser bendecidos por su fuerza. Pero no me consolé.
 
       Esperaba recibir una llamada de Alejandro a los pocos días, diciéndome que renunciaba a mi ático, que en verdad mi madre resultaba insufrible, pero nada de esto sucedió. Me extrañó pero continué con mi monótona vida y más insustancial trabajo. Lo dejé correr. Bien podía haberle llamado para interesarme por la situación, excusándome en preguntarle por cómo le había ido en la exposición y de paso entrever, en la medida de lo posible, si lo de aquel beso que me tenía aún perpleja había sido debido a una simple casualidad o aún podía albergar  alguna esperanza de que aquel lance se repitiera. Lo deseaba en mi fuero interno… y externo. Me hice la dura mientras esperaba una señal suya que no se produjo.

       Madrid está precioso en primavera, hasta la gente, de por sí abierta, lo es más en esta época del año. Supongo que es el verdor de los árboles, los colores, la luz… no sé pero en primavera parece que todo huele mejor, a limpio, a nuevo. Y fue una mañana clara y fresca, en sus primeras horas, en la que acudí a entregar un trabajo de la agencia por la zona de “Preciados” cuando me fijé en una pareja que caminaba unos metros por delante de mí. Al principio llamaron mi atención porque iban muy juntos y como si de un baile se tratara se separaban sin desunir sus manos para volverse a juntar y repetir el ritual cada poco. El movimiento era cadencioso pero lleno de gracia. Recordaba el cortejo de algunas aves. Primero me fijé en él: era alto, delgado, moreno, de pelo ensortijado; llevaba pantalón vaquero y una chaqueta demasiado ancha de hombros. Ella, también morena, vestía con elegancia denotando distinción en cada movimiento de su cuerpo; parecía andar sin prisa pero con la alegría que debe producir caminar y compartir dicha alegría  junto al ser que amas. Cada poco se detenían y unían sus bocas, en un movimiento mecánico, para continuar andando distraídamente.  Cuando me fui acercando la mía debió abrirse como un buzón de correos. Será que el destino no es una casualidad, sino el desconcertante resultado natural de unos acontecimientos imprevisibles e inteligibles, a la vez que encadenados. Y que aquel encadenamiento lo había propiciado yo misma. No me lo podía creer. Me había fijado en ellos por su actitud de enamorados; no me parecieron una pareja más. ¡Eran Alejandro y mi madre! A él le había dicho un par de meses atrás que tenía que compartir con mi madre la cocina del piso. Sin duda llevaban tiempo compartiendo muchas más cosas.
        Pero esa es otra historia. Su historia. La mía transita ahora bajando hacia la Puerta del Sol, en esa ya cálida mañana de primavera”.

       Cristina acabó de leer la historia que había escrito aquel fin de semana para satisfacer la petición que doña Soledad le hiciera.
       ¡¡Bravo, bravo!!, aplaudió la anciana. Puedes llegar a ser buena escritora, Cristina; me alegro por ello.

jueves, 8 de mayo de 2014

En el refugio de los sueños: LA MUJER DEL SOMBRERO (10)

        - ¿Y ese chico del que me has hablado, Rubén, de dónde ha salido? –le preguntó aquella tarde doña Soledad a Cristina.
       - Ya le he contado que lo conocí en una cafetería. Trabaja allí de camarero.
       - ¡Mi niña, te dije que experimentaras, pero no tan rápido, que no se va a terminar el mundo mañana!
       - Apenas  lo pensé. Fue pura intuición. La verdad es que me encuentro bien a su lado.
      - La vida no es larga ni corta, depende de la necesidad que hagamos de ella –filosofó doña Soledad-. Da tiempo al tiempo, vive sin premura pero sin dilación. Piensa, recapacita y luego: decide. Eso es lo importante: saber tomar decisiones. No te precipites, deja obrar a la naturaleza que ella sabrá ponerte en el lugar idóneo… Consejos de anciana, dirás. La propia vida me ha llevado a estas reflexiones y algún día estarás de acuerdo conmigo. Mira te voy a contar una historia… bueno no es una historia, es un relato de vida y muerte. Le sucedió a uno de mis hermanos, a Jaime Mendieta de Queirós, el más pequeño de la familia. Te darás cuenta el porqué la vida hay que amarla, desearla, vivirla en fin:
       “El edifico poseía una ubicación perfecta frente a la playa cántabra. Desde la terraza del pequeño apartamento, abierta al mar,   la vista parecía de postal.  La arena penetraba en el agua con suavidad y  cambiaba de color  cada vez que las olas lavaban el amplio arenal.  Corría una brisa propia del norte que hacía que en lugares donde la umbría se adueñaba del jardín anexo al edificio, unida a la humedad marina, se dejara notar un cierto frescor que para nada enturbiaba el placer de contemplar una naturaleza casi salvaje; de hecho aquel apartamento estaba situado el último de una larga fila de edificios paralela a la playa por lo que la visión frente al mar, y hacia la derecha,  era de ausencia total de construcciones. A la izquierda podía contemplar la hilera de casas, coches aparcados en batería, la pequeña ría por la que penetraba el mar en sus crecidas, y, al fondo, a unos dos kilómetros: el pueblo. La pequeña carretera que accedía hasta la vivienda terminaba donde se abría la entrada a la misma. A su derecha sólo el mar, la playa, las rocas y una abrupta pendiente repleta de pinos, eucaliptos, sauces, castaños…, que se descolgaba hasta el cantábrico.
        Allí,  él,  había conocido la felicidad, por eso, quizás, su subconsciente le obligaba a volver cada verano. Miraba absorto el mar apoyado en la baranda de la terraza, sin pestañear, ensimismado, pero sus pensamientos no transitaban en esos momentos por lo que sus ojos parecían ver, sino que se adentraban en el agua, viajaban por el horizonte azul y despejado. La fuerte brisa llegaba hasta la terraza y golpeaba su rostro haciendo mover sus canosos y largos cabellos. Marina,  Marina. Hasta tenía nombre de mar, de oleaje azul, de espuma. De arena.
        Jaime, mi hermano pequeño, había enviudado siendo aún muy joven. Rosalía, su esposa,  le había hecho antes de morir, en aquel estúpido accidente, el mejor de los regalos: Inés, su hija del alma. Inés creció junto a la tristeza de su padre. El tiempo nunca borró el rostro de la madre y la niña se fue convirtiendo en  su vivo retrato a medida que abandonaba la niñez y se instalaba en la adolescencia. Jaime recordaba a Rosalía en los ojos de su hija, en sus ademanes, en su alegría contagiosa.
        Cada verano Jaime e Inés pasaban unos días de vacaciones en aquel pueblecito de la costa cántabra donde había conocido a la que sería su esposa. Allí, asomado en aquella terraza, le parecía escuchar su voz, aquella risa tan abierta como el mar que tenía enfrente. Llevaba años alquilando el mismo apartamento. Doña Carmen, la propietaria, se lo guardaba año tras año.
        Inés abandonada la adolescencia se quiso independizar. Había terminado sus estudios y encontrado trabajo. No se atrevía a dejar a su padre. Sabía que los recuerdos junto a la soledad podían pasarle factura. Fue mi propio hermano quien le ayudó a dar el paso. -Estaré bien, no te preocupes. ¡Si aún soy joven! Tú has de vivir tu vida… con ese chico…con Carlos. Me parece estupendo que vayas haciendo realidad tus sueños, hija. Vive. Yo estaré feliz.  Además vivimos en la misma ciudad. ¡Tampoco te vas al fin del mundo!-. Jaime se quedó algo más solo; pero el tiempo obra milagros.
       Fue el primer año que Jaime viajó sin su hija a “su apartamento”, como él lo llamaba, norteño.
       El día había amanecido gris. Oscuros nubarrones ceñían el cielo. La tormenta que parecía querer descargar a cada momento no llegó a producirse, pero el día invitaba más al paseo que a tomar el sol en la playa. Jaime tomó el coche y decidió dar una vuelta por alguno de los pueblos del interior que tanto le gustaba visitar. Todos los años hacía alguna excursión con su hija. Aquel año era la primera vez que iba solo. Detuvo el coche en un pueblecito que no conocía. Fue descubriendo el sabor de los pueblos cántabros: aquellas hermosas casas solariegas  adornadas de mil  flores. Los pequeños pero bellos jardines cuidadosamente mantenidos, su verdor. El aire estaba impregnado de olor a heno, a establo, a ganadería… y a mar.  Pero, curiosamente, era un olor tan característico que no hería. Era el olor que correspondía a ese espacio de montaña en el que el mar se veía a lo lejos.
       A Jaime siempre le habían gustado las antigüedades. Sabía distinguir muy bien lo viejo de lo antiguo. Hasta donde le dejaban sus posibilidades económicas procuraba hacerse con algún objeto de su interés; de esta forma había logrado juntar una pequeña colección de cierto valor. Se quedó prendado de una casa norteña de amplios miradores  y gruesos muros. Tres arcos se abrían en su portada dando paso al soportal y al amplio zaguán convertido en tienda de regalos. No era amigo de regalos de vacaciones pero aquella tienda le pareció interesante. Era como si le estuviera aguardando. En su interior convivían en armonía los típicos regalos con alguna pieza antigua que pronto llamaron su atención. Una mujer vestida de azul y amplia sonrisa atendía el negocio.
        A esas horas de la mañana el único cliente de “Alhacena”, nombre del comercio, era Jaime que miraba absorto alguna de las piezas que le interesaban. Tomó una talla de piedra entre sus manos y sonrió. De lejos le había engañado. Pero no era mala la copia: el cuerpo de la imagen era hierático, los pliegues de la ropa caían con pesadez de forma vertical, sin formar ondas, y el niño estaba sentado sobre las rodillas de su madre, en el mismo centro y frontalmente, dando la espalda a la virgen y generando de esta forma la impronta de ser el personaje principal. Vamos al mejor estilo románico. La escultura pétrea se veía ennegrecida, sin duda con humo,  técnica empleada ya por los romanos en la antigüedad (ya sabes que los romanos ennegrecían los retratos de sus antepasados para darles más antigüedad, ya que a más número de años mayor abolengo). Todo ello lo sabía muy bien Jaime, por eso sonreía.
       La mujer, que lo observaba de lejos, vio la sonrisa del hombre y comprendió con rapidez el motivo, pero  pudo más la curiosidad y se acercó para constatar con cierta ironía e inocencia: no es original, nada de lo que hay en esta tienda lo es.
      -Salvo usted –contestó Jaime con rapidez mientras posaba sus ojos en la transparente y azulada mirada de ella.
        La mujer no pudo por menos que reír, con una carcajada limpia, clara y honesta. Su tez morena, casi atezada por el sol, contrastaba con sus cabellos largos y rubios, casi blancos. En la comisura de los labios,  al igual que alrededor de sus ojos, se formaron unas insinuantes arrugas que daban mayor vivacidad a aquel rostro. Le hacían más humano, más bello.
       -¿Se ve que entiende usted de arte?
        -No…bueno quizás un poco. Al observarla de lejos me había desconcertado –continuó hablando mientras seguía contemplando la imagen-. Pero estaba claro desde un principio que se trataba de un engaño.
      -¿Engaño? – comentó la mujer sin descomponer la sonrisa- ¿Se ha fijado usted en el precio?
      -Claro, tiene razón –dijo al comprobar la etiqueta-. Discúlpeme empleé mal la palabra. En desagravio tendré que comprarla.   
       Siguieron hablando a medida que recorrían los estantes de la tienda. Fuera porque Jaime hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer. Fuera porque la primera respuesta que le diera aquel cliente le pareció a ella: inteligente. El caso es que la conversación les llevó al conocimiento y éste a un principio de amistad que se fue afianzando a lo largo de los días que Jaime estuvo en su apartamento de verano. Siguieron viéndose al atardecer cuando ella cerraba la tienda.  Paseaban por la amplia playa las veces que ella se acercó al apartamento, hasta que las noches y el rumor de las olas les envolvía. Se contaron sus vidas .Se amaron.  Ella se llamaba Marina.
      Y ahora Jaime de nuevo estaba allí, asomado hacia el mar. Habían pasado casi quince años desde el día que conoció a Marina. Recordaba las conversaciones con Inés. La chica no quería entender la nueva realidad de su padre por mucho que él le explicara que el recuerdo de su madre, Rosario, era inviolable para él, pero que la vida en ocasiones nos da una segunda oportunidad y que no estaba dispuesto a dejar de estar con Marina. Recordó también cuando su hija le espetó: “No, si terminarás casándote con ella y olvidándonos”. Jaime con seriedad le dijo mientras la abrazaba: “No es ningún capricho de verano. Tengo casi sesenta años y la inmensa suerte de haber amado a tres mujeres…de amar a tres mujeres –rectificó-. La vida es así, Inés. Si me quieres, cosa que no dudo, debieras de desear que fuera feliz”. Fue Carlos quien convenció a su esposa  que su padre tenía todo el derecho del mundo a vivir su vida.
         Más aquella conversación no curó del todo la herida abierta y padre e hija se fueron  distanciando  mientras su relación con aquella mujer que el destino había puesto en su camino se fue consolidando. Durante los meses de verano viajaba cada fin de semana en busca del mar, sin olvidar nunca sus vacaciones estivales. A partir del otoño era Marina quien se iba a vivir al “foro”, como ella decía. Ninguno de los dos podía abandonar su vida a favor del otro. Ambos se hallaban atados a su pasado:  Jaime a su trabajo y a su familia, cuyo alejamiento no podía soportar. El nacimiento de Rosalía, como quiso llamar Inés a su hija, vino a suavizar un tanto aquella situación que  el padre  no entendía. Por su parte Marina vivía de lo que su tienda le producía. La tenía abierta la temporada de verano: de mediados de mayo a los últimos días de septiembre. Hasta conocer a Jaime nunca se había planteado que la vida para ella estuviera fuera de la rutina en que aquélla le había envuelto. Años atrás había conocido el amor, pero  no salió bien y desde entonces vivía para su pequeña tienda, su mar y sus montañas. Jaime había trastocado todo aquello.
        Habían pasado casi quince años, como un soplo, desde que se conocieron. La felicidad estuvo siempre a su lado. Poco necesitaban para entenderse; tan sólo una mirada. Y fue una de aquellas miradas de Marina la que sobresaltó a Jaime. Vio tristeza en sus ojos. Tomó su rostro entre las manos y preguntó: -¿qué ocurre?- No podía engañarle; se conocían demasiado. Le confesó que estaba enferma desde hacía tiempo. Que no se había atrevido a decírselo al principio por temor  y con el paso de los meses porque deseaba ser feliz hasta el último momento.  Que los médicos le habían dado pocos meses de vida.
      Y ahora estaba allí; asomado en la terraza mirando el mar. Ese mar que tanto había amado Marina y donde le había dicho quería reposar: “Esparce mis cenizas junto a las rocas, allá al fondo de la playa; procura que sea al atardecer, me hará recordar lo felices que fuimos en aquel lugar”.
      Jaime sólo esperaba que el sol se ocultase a lo lejos, tras la torre de la iglesia del pueblo para cumplir el último deseo de Marina.”