sábado, 30 de junio de 2012

En el refugio de los sueños: El ático(3ª parte)


(PD: continuación de mi post del 23 de junio)
       - ¿Qué? –dijo y se quedó mudo.
       - ¡Sí, un ático! ¡En Gran Vía! –dije sorprendida de su asombro, sin caer que entre gente como nosotros era un tanto insólito tener una posesión así-. Puedes ir a vivir allí si quieres. Te lo dejo hasta que encuentres algo.
       - Pero, Isabel, ¿estás hablando en serio?
       - Pues claro, lo heredé de mi padre. Murió hace un par de años. ¿No te acuerdas?
       - Pero, entonces –habló  más relajado Alejandro-. ¿Por qué no vives allí?
      - Por mi madre. Ya sabes que nunca me he llevado bien, y ella ocupa el resto del piso. Pero el ático es enteramente mío. Ese es el problema: tendrás que verla a diario y compartir la cocina, por lo demás mi pequeño apartamento tiene de todo.
      - ¿Y tu madre estará de acuerdo?
      - No le queda más remedio. Ella sabe que en cualquier momento puedo volver o alquilarlo. Para que estés más tranquilo y ella no pregunte demasiado, le diremos que te lo he alquilado, y ya está, asunto solucionado. Bueno solucionado: mi madre, has de saber que siempre es un problema. Puede acabar contigo en cuanto se lo proponga; así que estás avisado, ve prevenido. ¿Cuándo te mudas?
       - ¡Joder! Hoy mismo. Tu madre no creo que sea muy diferente a la mía, y además, Isabel, nos quieren. Deberías saberlo. ¿Por cierto cómo se llama?
      - Mi madre sólo se quiere así misma. Ya lo irás viendo tú solito. Bueno también adora su tienda de moda femenina. He de reconocer que tiene pero que muy buen gusto, para los trapos. No me extraña, lo reconozco, que yo la desespere en este aspecto. ¡Ah! Raquel, se llama Raquel. Toma, aquí tienes la llave del piso, Te presentas y le dices que eres un amigo y que vas a estar una temporada… o lo que quieras, que carajo, no te voy a solucionar yo todo.
       Esperaba recibir una llamada de Alejandro a los pocos días, diciéndome que renunciaba a mi ático, pero nada de esto sucedió. Me extrañó pero continué con mi monótona vida y más insustancial trabajo.
       Madrid está precioso en primavera, hasta la gente, de por sí abierta, lo es más en esta época del año. Supongo que es el verdor de los árboles, los colores, la luz… no sé pero en primavera parece que todo huele mejor, a limpio, a nuevo. Y fue una mañana clara y fresca en la que acudí a entregar un trabajo de la agencia por la zona de “Preciados” cuando me fijé en una pareja que al principio llamó mi atención y cuando les tuve más cerca me dejó muda de sorpresa. Caminaban unos metros delante de mí, iban de la mano. Primero me fijé en él: era alto, delgado, moreno de pelo ensortijado. Ella, también morena, de buena silueta parecía andar sin prisa pero con alegría en su cuerpo. Cada poco paraban y unían sus bocas, en un movimiento mecánico para continuar andando distraídamente.  Cuando me fui acercando mi  boca debió abrirse como un buzón de correos. No me lo podía creer. Yo, me había fijado en ellos por su actitud de enamorados; no me parecieron una pareja más. Eran Alejandro y mi madre. A él le había dicho un par de meses atrás que tenía que compartir con ella la cocina del piso. Sin duda llevaban tiempo compartiendo muchas más cosas.
        Pero esa es otra historia. Su historia. La mía transita ahora bajando hacia la Puerta del Sol, en una cálida mañana de primavera.  

sábado, 23 de junio de 2012

En el refugio de los sueños: El ático (2)


(Continuación del post del 14 de junio de 2012)
        Alejandro era un buen amigo y compañero de trabajo. Fotógrafo también, compartía conmigo muchas de sus inquietudes. Algo mayor que yo, cerca de los treinta debía de tener, me trataba como a su hermana pequeña, sin saber que aquella hermana iba a cambiar su vida.
        Trabajábamos en una agencia de publicidad. Nunca llegaré a comprender por qué cuando llegó la crisis y en la agencia establecieron un ERE, a mí que era la última en llegar, la más joven y con menos experiencia, me mantuvieron en plantilla, mientras echaban a otros compañeros. Alejandro, curtido en mil batallas, fue uno de ellos. Me abracé a él en su despedida. Me aseguró que seguiríamos viéndonos, que estaríamos en contacto. Lo nuestro era sólo amistad, pero bien cimentada. La verdad es que pasaron unos meses sin saber nada de él.  Yo seguía trabajando para la agencia. A menudo los temas eran tediosos, pues rara vez nos dejaban dar rienda suelta a nuestra imaginación. Yo bien creía que la publicidad consistía en ser creativo, pero al parecer eso quedaba para unos pocos; los que estábamos empezando nos debíamos a lo que nos mandase. En fin: aburrido y lastimero, pero había que vivir.   
       Alejandro me llamó cercanos los días de navidad. Estaba montando una exposición con sus últimos trabajos fotográficos y quería que asistiese a la inauguración. La sala no se correspondía con el nivel artístico de aquellas magníficas fotografías en blanco y negro: retratos de ancianos que mostraban en las arrugas de sus rostros toda la experiencia acumulada a lo largo de muchos años, manos nervosas en primer plano, ojos hundidos algunos de tristeza y otros aún de expectativas de vida. Rostros y rostros la mayoría deshumanizados, pero en los que parecían  adivinarse inquietudes. Era magnífica la exposición de Alejandro, pero como me dijo el mismo, difícil de vender en estos momentos. Le animé haciéndole ver que quizás alguna persona del “mundo” pudiera pasarse por allí. Eso es más complicado todavía: “En este lugar y sin apenas publicidad; pero hay que seguir, no hay más remedio” –contestó-. Por supuesto – repuse-, sabiendo que ni yo misma presagiaba mejor acogida que la que tenía en el momento de la inauguración, en la que estábamos rodeados de amigos.
        Al finalizar la exposición estuvimos tomando unas “cañas” con amigos por la zona de Lavapiés. Había alegría sana entre nosotros, no exenta de cierta melancolía. La mayoría de ellos  estaban en el paro. Su único oficio era el arte: actores, actrices…, Lucas pintaba, Elena diseñaba interiores, Rubén había terminado el año anterior la carrera de derecho, pero lo suyo era la música… Yo era de los pocos seres afortunados con un trabajo fijo, pero de alguna manera no podía por menos que envidiar a aquel grupo: ellos, al menos, seguían luchando por sus ilusiones, yo simplemente me dejaba llevar por la corriente del río de la normalidad. 
       Poco a poco el grupo se fue disgregando: “Cada mochuelo a su olivo”–dijo alguien-.
      Alejandro se avino a acompañarme hasta mi casa. Vivía de alquiler con unas amigas, en un piso pequeño, por la zona de La Latina. Íbamos del brazo  charlando de los tiempos en la agencia. Me dijo que seguía viviendo del paro y de algún trabajo ocasional, que odiaba hacer reportajes convencionales de bodas y primeras comuniones y que además apenas si le salían. La gente, con sus cámaras digitales, nos está arrinconando –me decía-. Es como la música o la literatura, hay que reinventarse cada día para poder sobrevivir. Por eso paso de los convencionalismos y aspiro a realizar una obra como yo entiendo la fotografía. No pude por menos que darle la razón. Sí –continuó-, sé que el futuro está ahí esperándome, pero mientras tanto, mientras llego a él,  me desespero. A veces pienso que lo toco con la punta de los dedos, pero nunca logro alcanzarlo. Todo llegará –traté de calmarlo-. Por cierto no me has dicho dónde vives;  ¿sigues en aquel antro? Sí, claro. La zona la han mejorado pero el piso es un antro, además ahora estoy sólo. Enrique, ya sabes el otro inquilino, tuvo que volver a casa de sus padres. Otro náufrago de los maravillosos tiempos que corren. Estoy pensando en buscar un alquiler compartido. A mis treinta sería duro volver con los “viejos”, … no quiero que piensen que me va peor de lo que en realidad estoy.
       Mientas Alejandro hablaba se me vino a la cabeza mi ático de Gran Vía, del cual apenas si me acordaba. Y sin pensarlo dos veces le dije:
       - Pues yo tengo un ático en Gran Vía.
(continuará)        .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .

lunes, 18 de junio de 2012

jueves, 14 de junio de 2012

En el refugio de los sueños: El ático


        Mi padre acababa de morir.
        Estaba sentada en la butacón que siempre fue de él, mirando, sin ver, la calle a través del amplio ventanal del salón de la casa de mis padres; ahora de mi madre y también un poco mía. Mis manos sujetaban la taza de porcelana, templada por el café. Sin saber bien el porqué aquel calor me confortaba; me hacía recordar aquellas tardes que pasaba ojeando álbumes de fotos. Mi padre fue un buen fotógrafo y me trasmitió sus conocimientos, su pasión y también la profesión; aunque yo por entonces estuviese lejos de saber que aquello que con tanto cariño me mostraba iba a constituir mi forma de encarar la vida, no sólo económicamente sino también en cuanto a actitud emocional. Poseer un instante -me decía-. Eso solamente lo puede hacer un buen fotógrafo. Parar la vida justo en el instante que a ti te apetezca, en el preciso momento que tú elijas.  ¿No te parece mágico? –me repetía-. Algo de razón tenía; tan sólo se equivocó en el momento que escogió para detener la suya, su vida. Me dejó desamparada, a pesar de que un par de años atrás yo ya había decidido dejar su casa. La razón no fue otra que mi madre, con la que diría no me llevaba bien, aunque sería más correcto decir que no me llevaba. Nuestra relación era más de buena educación que de madre e hija. Siempre me echó en cara que aprobase tanto los consejos de mi padre y que obviase los que ella pretendía darme, que se circunscribían a la abulia de la casa y su deshonesto círculo de amistades. Deshonesto, claro, bajo mi punto de vista; no comulgaba con sus ideas, con su forma de entender la vida, y con la insolencia de que todos debiéramos comprenderla de igual manera. No, mi madre no. Opté por irme de casa con el beneplácito paterno y la consternación materna que pensaba que no sería capaz de ganarme la vida.
        Y ahora había vuelto a aquella casa donde continuaba oliendo a mi padre, a su tabaco, a su ropa, a su risa y a sus abrazos. Recordaba,  mientras llevaba la taza de café a mis labios, las veces que de niña me arrulló  contándome historias imaginarias. Esta costumbre de sentarme sobre sus rodillas y apoyar mi cabeza sobre su hombro duró hasta el mismo día en que nos dijimos adiós y volé fuera del hogar. Tenía entonces veintitrés años. Regresaba de vez en cuando pero sentía que ya no era lo mismo, que aquella complicidad se iba diluyendo como un azucarillo en un vaso de agua.
       Mi madre era una mujer guapa, muy guapa. Supongo que eso fue lo que enamoró a mi padre, quince años mayor que ella; la búsqueda de la belleza la llevaba en la piel: la foto más hermosa, el instante más perseguido…la mujer más bella.  Cuando se casaron ella aún no tenía la edad en que yo busqué mi emancipación.  Ellos siempre se llevaron bien; se querían a su manera. Nunca vi malas caras entre ellos, ni siquiera cuando mi madre y yo discutíamos, cada vez con mayor frecuencia.  Mi padre le miraba a los ojos pidiéndole paciencia,  pero a mí no me contradecía a sabiendas de que la razón estaba de mi parte.
       - Isabel, sabes que puedes volver a vivir a esta casa cuando quieras –habló mi madre según entraba en el salón.
       - Tan sólo deseo conservar mi habitación en el ático, madre –contesté sin dejar de mirar por la ventana.
       - Sabes que ha sido siempre tuyo y que puedes hacer con él lo que desees…excepto venderlo, claro. ¿No ignorarás que forma parte de la vivienda?
       - No, no pensaba en ello. El ático me recuerda mucho a mi padre. No tengo ninguna intención de venderlo.
       - Si no vas a vivir en él podrías alquilarlo; sacarías un buen dinero, y yo no pondría ningún inconveniente; siempre que la persona sea la adecuada, claro. O podrías utilizarlo como estudio para tu trabajo.
        - Ahora no estoy para pensar; me acuerdo demasiado de papá – se me escapó aquel papá con el que solía tratarlo cuando estaba a solas con él-. Además tampoco sabría qué es una persona adecuada para ti, madre –añadió volviendo a la realidad.
                                              .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .
        Alejandro era un buen amigo y compañero de trabajo. Fotógrafo también, compartía conmigo muchas de sus inquietudes. Algo mayor que yo, cerca de los treinta debía de tener, me trataba como a su hermana pequeña, sin saber que aquella hermana iba a cambiar su vida.
(continuará)   
      

sábado, 9 de junio de 2012

En el refugio de los sueños: El sueño (2ª parte)


(continuación del post del  29 de mayo)

     - Hola Raquel.
      -¿Raquel?
      -En mis sueños te llamas Raquel; llevas llamándote así varios años –le dije con la naturalidad que dan los sueños.
       Sonrió –lo cual era un buen comienzo- y se llevó la copa, que acababan de servirle, a los labios carnosos y rojos por el carmín. Me miró; debió hacerlo con insistencia –recuerdo ahora desde la distancia que otorga el tiempo- pues  no pude mantener aquella mirada franca, limpia y trasparente todo el tiempo que hubiera deseado. Notó, sin duda,  mi turbación ya que sonrió de nuevo tras el vidrio del vaso triangular.
       Los inicios en una relación siempre son difíciles. El miedo a equivocarte te hace perder –al menos a mí me sucede- la serenidad, la confianza, y eso que en mi caso llevaba muchos años viviendo con aquella mujer, aunque fuera en sueños, y con la rutina que  formaba parte de mi vida, y lo que era más complicado: de la vida de ella. Fuera como fuese el caso es que  estaba aceptando el juego y se movía en aguas tranquilas como si de la postura de  Raquel –siempre le llamé así-  no se desprendiera que fuese ajena a aquella vivencia.
      Estuvimos amándonos ocho años, dos meses y cinco días. Dicen que el amor es eterno mientras dura: al sexto día, tras aquel período,  desapareció de mi vida y yo de la de ella. El sueño se había hecho trizas de la forma más inesperada. Tal como vino a mi realidad se fue. No hubo palabras ni para difamarnos con un reproche. El amor se acabó de repente sin que nada ni nadie mediara en su improvisación. No volvimos a vernos. Nunca la busqué y nunca intentó acercarse a mí. Apenas tuve noticias de ella, pero sí me enteré, por una de sus amigas, que había tenido poco después de nuestra separación un accidente de coche. Tras aquello el silencio más absoluto. Y pasaron más de veinte años.
        No he vuelto a conocer a ninguna mujer tan excepcional como Raquel; quizás no la haya buscado. El amor dejo de interesarme. Los años vividos con ella son realmente los que tengo, los únicos que han dejado huella en mi persona. Ni la inocente niñez, ni la obscena juventud que todos aceptamos con naturalidad como si fuera un período en el que se nos permite todo; ni mi entrada, ya, en la repentina madurez, han significado en mi vida lo que aquellos años de locura, de amor, de estado de embriaguez total, de abandono hacia todo lo que no se relacionase con ella, con nosotros.  Y pasaron veinte años sin ella, sin verla, sin acariciarla…sin olvidarla.
       
        Apuraba mi segunda cerveza cuando en mí se reanudó el rún-rún de “Quédate conmigo”, su insistencia de la que era inútil intentar huir;  y con él,  la gente, sus conversaciones de barra, el ruido del tráfico incesante por la Gran Vía cada vez que se abría la puerta de la cafetería… y fue en ese momento cuando regresó a mi mente la imagen de la mujer inválida,  el retrato borroso de su cara, el simulacro de sus vacíos ojos oscuros, y creí recordar, sólo entonces, que aquel rostro avejentado por la enfermedad, por el odio que debía habitar en su corazón, aceptable por su trágico destino, ya no le pertenecía a ella y ni tan siquiera a mí que le había contemplado en mis ensoñaciones y en aquellos ocho años, dos meses y cinco días.