Mi padre
acababa de morir.
Estaba sentada
en la butacón que siempre fue de él, mirando, sin ver, la calle a través del
amplio ventanal del salón de la casa de mis padres; ahora de mi madre y también
un poco mía. Mis manos sujetaban la taza de porcelana, templada por el café.
Sin saber bien el porqué aquel calor me confortaba; me hacía recordar aquellas
tardes que pasaba ojeando álbumes de fotos. Mi padre fue un buen fotógrafo y me
trasmitió sus conocimientos, su pasión y también la profesión; aunque yo por
entonces estuviese lejos de saber que aquello que con tanto cariño me mostraba
iba a constituir mi forma de encarar la vida, no sólo económicamente sino
también en cuanto a actitud emocional. Poseer un instante -me decía-. Eso
solamente lo puede hacer un buen fotógrafo. Parar la vida justo en el instante
que a ti te apetezca, en el preciso momento que tú elijas. ¿No te parece mágico? –me repetía-. Algo de
razón tenía; tan sólo se equivocó en el momento que escogió para detener la
suya, su vida. Me dejó desamparada, a pesar de que un par de años atrás yo ya
había decidido dejar su casa. La razón no fue otra que mi madre, con la que
diría no me llevaba bien, aunque sería más correcto decir que no me llevaba.
Nuestra relación era más de buena educación que de madre e hija. Siempre me
echó en cara que aprobase tanto los consejos de mi padre y que obviase los que
ella pretendía darme, que se circunscribían a la abulia de la casa y su
deshonesto círculo de amistades. Deshonesto, claro, bajo mi punto de vista; no
comulgaba con sus ideas, con su forma de entender la vida, y con la insolencia
de que todos debiéramos comprenderla de igual manera. No, mi madre no. Opté por
irme de casa con el beneplácito paterno y la consternación materna que pensaba
que no sería capaz de ganarme la vida.
Y ahora había
vuelto a aquella casa donde continuaba oliendo a mi padre, a su tabaco, a su
ropa, a su risa y a sus abrazos. Recordaba, mientras llevaba la taza de café a mis labios,
las veces que de niña me arrulló
contándome historias imaginarias. Esta costumbre de sentarme sobre sus
rodillas y apoyar mi cabeza sobre su hombro duró hasta el mismo día en que nos
dijimos adiós y volé fuera del hogar. Tenía entonces veintitrés años. Regresaba
de vez en cuando pero sentía que ya no era lo mismo, que aquella complicidad se
iba diluyendo como un azucarillo en un vaso de agua.
Mi madre era una
mujer guapa, muy guapa. Supongo que eso fue lo que enamoró a mi padre, quince
años mayor que ella; la búsqueda de la belleza la llevaba en la piel: la foto
más hermosa, el instante más perseguido…la mujer más bella. Cuando se casaron ella aún no tenía la edad en
que yo busqué mi emancipación. Ellos
siempre se llevaron bien; se querían a su manera. Nunca vi malas caras entre
ellos, ni siquiera cuando mi madre y yo discutíamos, cada vez con mayor
frecuencia. Mi padre le miraba a los
ojos pidiéndole paciencia, pero a mí no
me contradecía a sabiendas de que la razón estaba de mi parte.
- Isabel, sabes
que puedes volver a vivir a esta casa cuando quieras –habló mi madre según
entraba en el salón.
- Tan sólo deseo
conservar mi habitación en el ático, madre –contesté sin dejar de mirar por la
ventana.
- Sabes que ha
sido siempre tuyo y que puedes hacer con él lo que desees…excepto venderlo,
claro. ¿No ignorarás que forma parte de la vivienda?
- No, no pensaba
en ello. El ático me recuerda mucho a mi padre. No tengo ninguna intención de
venderlo.
- Si no vas a
vivir en él podrías alquilarlo; sacarías un buen dinero, y yo no pondría ningún
inconveniente; siempre que la persona sea la adecuada, claro. O podrías
utilizarlo como estudio para tu trabajo.
- Ahora no
estoy para pensar; me acuerdo demasiado de papá – se me escapó aquel papá con
el que solía tratarlo cuando estaba a solas con él-. Además tampoco sabría qué
es una persona adecuada para ti, madre –añadió volviendo a la realidad.
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Alejandro era
un buen amigo y compañero de trabajo. Fotógrafo también, compartía conmigo
muchas de sus inquietudes. Algo mayor que yo, cerca de los treinta debía de
tener, me trataba como a su hermana pequeña, sin saber que aquella hermana iba
a cambiar su vida.
(continuará)
Me encanta como comprenderás porque aunque no sea una fotógrafa, adoro la fotografía. Y la ambientación. Si hay algo que me gusta son los áticos.
ResponderEliminarBonita y real presentación, de las relaciones humanas. Espero la continuación que promete...
Un abrazo
P.D. Gracias por la inesperada visita al blog de cocina:-)
Hola Katy: ya sabes que las fotos también es lo mío. Este fin de semana voy a estar, vamos a estar, muy ocupados (la segunda parte tendrá que esperar). ¡Se casa mi hijo! con su novia zamorana, en Puebla de Sanabria. A ver si nos hace bueno y hacemos buenas fotos ya que el sitio es bellísimo (con lago incluido). Un abrazo
ResponderEliminarFelicidades, es un gran notición. He veraneado un par de veces y conozco el lugar. Bellísimo.
ResponderEliminarEnhorabuena a los padres padrinos y novio porque me sumo a vuestra alegría. Puestos a esperar espero el reportaje:-)
http://katy-ciudadanadelmundo.blogspot.com.es/2009/07/puebla-de-sanabria.html
¡Igual es en esa iglesia!
Que lo disfrutéis
Enhorabuena por partida doble Rafa , por el relato y porque ganas una hija. Un fuerte abrazo
ResponderEliminarHola Katy y Fernando: ya de regreso agradeceros vuestras felicitaciones por la boda de nuestro hijo. Lo pasamos muy bien, con tiempo muy bueno y en un sitio incomparable; fuimos poquitos, pues los novios no deseaban una boda al uso; podríamos decir que fue: singular, familiar y espléndida (comida,ceremonia,cena y desayuno). Gracias también por lo que comentáis del relato. Un abrazo
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