jueves, 14 de junio de 2012

En el refugio de los sueños: El ático


        Mi padre acababa de morir.
        Estaba sentada en la butacón que siempre fue de él, mirando, sin ver, la calle a través del amplio ventanal del salón de la casa de mis padres; ahora de mi madre y también un poco mía. Mis manos sujetaban la taza de porcelana, templada por el café. Sin saber bien el porqué aquel calor me confortaba; me hacía recordar aquellas tardes que pasaba ojeando álbumes de fotos. Mi padre fue un buen fotógrafo y me trasmitió sus conocimientos, su pasión y también la profesión; aunque yo por entonces estuviese lejos de saber que aquello que con tanto cariño me mostraba iba a constituir mi forma de encarar la vida, no sólo económicamente sino también en cuanto a actitud emocional. Poseer un instante -me decía-. Eso solamente lo puede hacer un buen fotógrafo. Parar la vida justo en el instante que a ti te apetezca, en el preciso momento que tú elijas.  ¿No te parece mágico? –me repetía-. Algo de razón tenía; tan sólo se equivocó en el momento que escogió para detener la suya, su vida. Me dejó desamparada, a pesar de que un par de años atrás yo ya había decidido dejar su casa. La razón no fue otra que mi madre, con la que diría no me llevaba bien, aunque sería más correcto decir que no me llevaba. Nuestra relación era más de buena educación que de madre e hija. Siempre me echó en cara que aprobase tanto los consejos de mi padre y que obviase los que ella pretendía darme, que se circunscribían a la abulia de la casa y su deshonesto círculo de amistades. Deshonesto, claro, bajo mi punto de vista; no comulgaba con sus ideas, con su forma de entender la vida, y con la insolencia de que todos debiéramos comprenderla de igual manera. No, mi madre no. Opté por irme de casa con el beneplácito paterno y la consternación materna que pensaba que no sería capaz de ganarme la vida.
        Y ahora había vuelto a aquella casa donde continuaba oliendo a mi padre, a su tabaco, a su ropa, a su risa y a sus abrazos. Recordaba,  mientras llevaba la taza de café a mis labios, las veces que de niña me arrulló  contándome historias imaginarias. Esta costumbre de sentarme sobre sus rodillas y apoyar mi cabeza sobre su hombro duró hasta el mismo día en que nos dijimos adiós y volé fuera del hogar. Tenía entonces veintitrés años. Regresaba de vez en cuando pero sentía que ya no era lo mismo, que aquella complicidad se iba diluyendo como un azucarillo en un vaso de agua.
       Mi madre era una mujer guapa, muy guapa. Supongo que eso fue lo que enamoró a mi padre, quince años mayor que ella; la búsqueda de la belleza la llevaba en la piel: la foto más hermosa, el instante más perseguido…la mujer más bella.  Cuando se casaron ella aún no tenía la edad en que yo busqué mi emancipación.  Ellos siempre se llevaron bien; se querían a su manera. Nunca vi malas caras entre ellos, ni siquiera cuando mi madre y yo discutíamos, cada vez con mayor frecuencia.  Mi padre le miraba a los ojos pidiéndole paciencia,  pero a mí no me contradecía a sabiendas de que la razón estaba de mi parte.
       - Isabel, sabes que puedes volver a vivir a esta casa cuando quieras –habló mi madre según entraba en el salón.
       - Tan sólo deseo conservar mi habitación en el ático, madre –contesté sin dejar de mirar por la ventana.
       - Sabes que ha sido siempre tuyo y que puedes hacer con él lo que desees…excepto venderlo, claro. ¿No ignorarás que forma parte de la vivienda?
       - No, no pensaba en ello. El ático me recuerda mucho a mi padre. No tengo ninguna intención de venderlo.
       - Si no vas a vivir en él podrías alquilarlo; sacarías un buen dinero, y yo no pondría ningún inconveniente; siempre que la persona sea la adecuada, claro. O podrías utilizarlo como estudio para tu trabajo.
        - Ahora no estoy para pensar; me acuerdo demasiado de papá – se me escapó aquel papá con el que solía tratarlo cuando estaba a solas con él-. Además tampoco sabría qué es una persona adecuada para ti, madre –añadió volviendo a la realidad.
                                              .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .
        Alejandro era un buen amigo y compañero de trabajo. Fotógrafo también, compartía conmigo muchas de sus inquietudes. Algo mayor que yo, cerca de los treinta debía de tener, me trataba como a su hermana pequeña, sin saber que aquella hermana iba a cambiar su vida.
(continuará)   
      

5 comentarios:

  1. Me encanta como comprenderás porque aunque no sea una fotógrafa, adoro la fotografía. Y la ambientación. Si hay algo que me gusta son los áticos.
    Bonita y real presentación, de las relaciones humanas. Espero la continuación que promete...
    Un abrazo
    P.D. Gracias por la inesperada visita al blog de cocina:-)

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  2. Hola Katy: ya sabes que las fotos también es lo mío. Este fin de semana voy a estar, vamos a estar, muy ocupados (la segunda parte tendrá que esperar). ¡Se casa mi hijo! con su novia zamorana, en Puebla de Sanabria. A ver si nos hace bueno y hacemos buenas fotos ya que el sitio es bellísimo (con lago incluido). Un abrazo

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  3. Felicidades, es un gran notición. He veraneado un par de veces y conozco el lugar. Bellísimo.
    Enhorabuena a los padres padrinos y novio porque me sumo a vuestra alegría. Puestos a esperar espero el reportaje:-)
    http://katy-ciudadanadelmundo.blogspot.com.es/2009/07/puebla-de-sanabria.html

    ¡Igual es en esa iglesia!
    Que lo disfrutéis

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  4. Enhorabuena por partida doble Rafa , por el relato y porque ganas una hija. Un fuerte abrazo

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  5. Hola Katy y Fernando: ya de regreso agradeceros vuestras felicitaciones por la boda de nuestro hijo. Lo pasamos muy bien, con tiempo muy bueno y en un sitio incomparable; fuimos poquitos, pues los novios no deseaban una boda al uso; podríamos decir que fue: singular, familiar y espléndida (comida,ceremonia,cena y desayuno). Gracias también por lo que comentáis del relato. Un abrazo

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