viernes, 4 de julio de 2014

En el refugio de los sueños: LA MUJER DEL SOMBRERO (13)

El frasco de “Sidol” con el que a diario,  Anselmo, el portero, daba brillantez a los pasamanos del portal cayó junto a la pequeña bandeja que sujetaba con la mano izquierda, mientras el trapo impregnado de líquido yacía a sus pies. Corrió hacia la entrada para tratar de separar a aquellos dos chicos que forcejaban en el vestíbulo: eran Rubén y Luis. Mientras trataba de mediar en la pelea, más parecía bravuconada entre chavales que a empujones parecían querer intimidar al contrario, vio a Cristina que un rincón parecía asustada y al borde del llanto. Logró separar a los muchachos y los echó directamente a la calle.
        -Éste no es lugar para peleas, ¡a la calle! –bramó-. ¿Qué pasa muchacha?¿Qué tienen que ver estos chicos contigo? –preguntó adivinando que la disputa era por la chica.
        Cristina, sollozando, salió del rincón en que se encontraba y huyó hacia el ascensor. Anselmo se quedó con los brazos extendidos y las palmas de las manos abiertas, mientras parecía sonreír. Se fue acercando hacia los productos  de limpieza sin dejar de mirar a Cristina que ya  había tomado el ascensor.
      -Pero, ¿qué pasa mi niña, que vienes con ese llanto y esa congoja? –preguntó doña Soledad al ver a Cristina entrar en el salón-. Siéntate, siéntate y me cuentas, anda, que seguro que no es nada. ¿Qué fue lo que sucedió?
      - Rubén y Luis, que son unos brutos, se han peleado en el portal. Anselmo los ha echado a empujones, pero temo que sigan con la bronca en la calle.
      - Asómate a la ventana a ver si los ves.
      - No, no están – dijo Cristina mientras se quitaba las lágrimas de los ojos.
      - Bueno se habrán calmado. La verdad es que todos los hombres son muy brutos, bueno menos mi Alfredo, que no nos oiga –comentó bajando la voz-. Me imagino por dónde van los tiros. Celos, ¿verdad? ¡Ay, “l amour, l amour”.
      - Rubén me había acompañado precisamente hoy y Luis estaba esperando en el portal. Hacía días que no le veía…bueno ni le llamaba al móvil- confesó Cristina.
      - Ya. Ha descubierto lo tuyo con Rubén.
      - Se imaginaba algo…supongo.
      - Pueden ser brutos, pero no tienen que ser necesariamente tontos. Debiste habérselo contado; no sé si te habré dicho alguna vez que la auténtica infidelidad se da cuando no se cuentan las cosas. No sé es infiel por querer, por enamorarse de otra persona, eso está dentro de nuestra condición de hombres y mujeres.
       - Pero si Luis y yo no éramos prácticamente nada. Salíamos; nos besábamos algunas veces. A mí se me hizo rutinario. Con Rubén es distinto: hay pasión, soy feliz cuando estoy con él. Luis…
       - Pero debiste decírselo, y te aconsejo que aclares las cosas con él, por muy difícil que te resulte. Acabará comprendiendo y pronto te olvidará.
       Cristina había abandonado la ventana; a Rubén y a Luis parecía habérselos comido la tierra. Quizás todo se hubiera quedado en un amago de pelea –pensó mientras se sentaba junto a doña Soledad.
      Dónde nos habíamos quedado ayer, mi niña. ¡Ah, sí! Te hablaba de Grecia. Estuvimos allí por los años setenta. Yo debía tener unos cuarenta y cinco o cuarenta y seis años. ¡Qué tiempos! No te lo vas a creer pero conocimos, y hasta intimidamos con Onásiss y Jacqueline, ya sabes la viuda del presidente Kennedy. Se habían casado en el sesenta y ocho creo. Formaban una pareja de lujo. Aristóteles era uno de los hombres más ricos del mundo; su fortuna debía de ser fabulosa. Fíjate que ha trascendido la palabra onásiss para insinuar que alguien tiene mucho dinero: ¡Jo, pareces un onássis, dicen! El cuerpo diplomático de los países que tenían su Consulado en Atenas tenía la oportunidad de conocer a personajes y autoridades, como es lógico, del país. España con su embajada también era privilegiada en este sentido y con él, nosotros, los miembros del Consulado; en realidad era mi marido quien compartía reuniones, pero a las fiestas acudíamos las esposas. Fue en una de las fiestas –no recuerdo de que Embajada- en la que conocí a Jacqueline. Alta, delgada, morena,  muy guapa y atractiva, y con una sonrisa encantadora que no lograba, sin embargo, enmascarar la tristeza de sus ojos. Por aquellos años yo tenía unos cuarenta y cinco años y Jacqueline rondaría los cuarenta. Siempre me consideró como una hermana mayor. Salíamos de compras, sobre todo, y a dar largos paseos a los que era muy aficionada. Su marido, inmerso en sus negocios navieros, le dejaba mucho tiempo libre y nos veíamos a menudo. Fíjate que nunca me habló de Kennedy ni yo me atreví a preguntarle. Entendía por su expresión que su vida anterior y el asesinato de su primer esposo le seguían produciendo malos recuerdos. Parecía callada y taciturna, pero esto sólo fue al principio. En realidad hablaba mucho y muy rápido. Ahora pienso que con ella fue quien con mejor aprendí a hablar inglés. Te relataré una historia que Jacqueline me contó. Creo que se libró al contármela de parte de su pasado. Lo hizo con honestidad. John había muerto en el sesenta y tres y la historia me la relató sobre el setenta. Aún estaban vivos los recuerdos, seguro, sobre la infidelidad de su esposo con Marilyn Monroe. Fue honesta pero trató de disfrazar  la verdad con nombres falsos, sabedora, a buen seguro, que yo entendería sus motivos. Jacqueline situó la narración en España, país al que conocía muy bien por haber estudiado aquí de joven. Sin duda pensó que así comprendería mejor su forma de liberarse de su pasado. Ya te digo que inventó nombres y situaciones pero sin alejarse de lo que había vivido en primera persona. 

      Jacqueline había recorrido los jardines de La Granja en Segovia. Aquella fastuosidad, que hoy afortunadamente se puede contemplar, no le entraba en la cabeza. Felipe V compró esos terrenos a los Monjes Jerónimos del Parral de Segovia con la finalidad de construir una residencia alejada del boato de la corte.  Sin duda lo que trataban de conseguir tanto este rey como sus sucesores era el sueño de  recrear un lugar perfecto para practicar la gran aventura de vivir. Nunca llegó a entender por qué existen los reyes, los reinados, la corte …,  en fin todo ese poder. Pero esa es otra historia.
        En uno de los pasillos que une el palacio con la capilla de la Colegiata se situaban adosadas a la pared, en una especie de grandes hornacinas o edículos, numerosas esculturas, copias la mayoría del mundo heleno y romano. Algunas de estas copias resplandecían de blanco ya que  estaban realizadas en simple escayola. Sin duda se encontraban allí de relleno para que no diera la impresión de vacío  el gran corredor. Entonces fue cuando la vio. En una de aquellas hornacinas estaba ella, tallada en piedra (quizás fuera mármol no lo recordaba bien), una de las esculturas más hermosas que había contemplado nunca; sus ojos se fueron directamente a su cara: no tenía formas; estaba velada. 
       Indagó: la obra fue esculpida por Luis Salvador Carmona, sobre 1750. Quiso conocer más, como era lógico. Escultor barroco. Su obra escultórica era en su totalidad de índole religioso. ¿Por qué entonces aquella escultura? Era totalmente diferente al resto de su grandiosa obra, Le intrigó, pero era difícil seguir con la indagación; la exhaustiva información no llegaba a tanto.

       “A don Luis Salvador Carmona, don Antonio Ahumada, secretario de los asuntos internos del rey,  le encargó esculpir a su bella mujer: Lucrecia. Don Antonio conocía la impresionante obra escultórica de Luis Salvador y la delicadeza de sus tallas. Queriendo congraciarse con su esposa, a la que tantas veces había sido infiel en aquella corte, se le ocurrió que el encargar una escultura de Lucrecia había de redimirle de sus aventuras extramatrimoniales.
       Cada mañana el secretario al terminar la misa en la Colegiata enviaba a  Lucrecia a el taller del  escultor para que éste fuese esculpiendo la hermosa figura de la mujer.
       A don Luis le extrañaba que la dama apareciese siempre hermosamente vestida y con el velo, con el que acudía sin duda al oficio religioso, sobre su rostro. Durante los primeros días de trabajo nada comentó a doña Lucrecia, pues su trabajo inicial consistió, como es lógico, en ir desbastando la piedra hasta ir formando lo que el artista buscaba: la silueta y formas de aquella hierática mujer. Pero aquel cuerpo y el bello rostro que se adivinaba bajo el tul que le cubría le hacían ir más allá; constituían una provocación al artista acostumbrado como estaba a la imaginería religiosa. Cada vez que posaba para él, se convencía más de lo que quería mostrar: aquel cuerpo que se ocultaba bajo los ropajes de Lucrecia merecía salir al descubierto, así como su, sin duda,  hermosa faz.
        -Doña Lucrecia, he de ir modelando su rostro, hora es de que lo conozca, ¿podéis descubriros, por favor?
        La mujer se sobresaltó y en voz baja, semejante a un susurro, respondió:
        -Mi esposo, el secretario del rey, no permite que usted vea mi rostro, es muy celoso, creí que ya se lo había comentado. Ni pensar quiero en ver cómo se irritaría si me sorprendiese con mi cara desnuda. Pensaría que entre usted y yo…  
       -Es imposible que yo esculpa su rostro sin conocer cada rasgo de él, su esposo debería comprenderlo –aclaró don Luis-. Hablaré con él.
       -No, no lo haga, se lo ruego. Es un hombre agresivo, además de terriblemente celoso.
       -Pero, esto no tiene ningún sentido. ¡No puedo inventar un rostro en lo que se supone ha de ser una escultura fiel reflejo de la modelo; de usted doña Lucrecia!
       -Inténtelo se lo ruego. Seguro que a través del velo usted puede ver mis rasgos.
       -Lo intentaré, pero lo que la estupidez de su marido no sabe es que de esta manera tendré que fijarme en su rostro con mayor atención.
       Lucrecia sonrió tras el velo.
       -Otra cosa –añadió el escultor- Su esposo para nada habló del ropaje que debía de llevar la escultura; supongo que dejó a mi elección tal asunto. Le rogaría doña Lucrecia que se despojara de algunas de sus ropas. Me gustaría esculpir las formas de su cuerpo apenas abrazado por la suavidad de un velo, como si éste se pegara a sus piernas, a su vientre y a su pecho impulsado por el viento… Y por qué no… el rostro, el rostro también estará velado.”   

       Supongo que fue una forma de pequeña venganza la que tomó Jacqueline. Muy sutil, siempre que sea cierto que Jhon le encargase una escultura o quizá un retrato pintado sobre lienzo. No sé,  nunca me lo explicó y yo no me atreví a preguntar.
       Doña Soledad había callado tomándose un respiro que siempre abocaba a un sueño profundo. Cristina salió del salón sin hacer ruido.
       En la calle Luis y Rubén habían seguido discutiendo cada vez con menos vehemencia, sabedores de que en el amor siempre gana el otro y que al final sería Cristina quien decidiese su futuro.