martes, 25 de febrero de 2014

En el refugio de los sueños: La mujer del sombrero (1)

    Las tardes en Madrid han comenzado a templarse; el sofocante calor de agosto está dando paso a un tiempo más soportable. Empiezan a quedar atrás aquellos días en los que el paseo bajo el implacable sol era todo un acto de heroicidad. Ahora las hojas de los tilos tamizan el sol, y el aire, dulce aún, se hace más fácil de respirar. Gentes de toda condición caminan por los alrededores del Prado; la mayoría turistas que salen de visitar el museo; algunos con la alegría en los ojos por haber contemplado aquellas pinturas y otros con el cansancio propio de quien ha estado más tiempo del aconsejable. En la Plaza de la Diosa  Cibeles el trasiego de los automóviles parece recordar a las manadas de los bisontes en su deambular anual a través de las llanuras del Serenguetti.
      Cristina espera impaciente el cambio de color del semáforo para, inconscientemente, lanzarse  a cruzar de acera entre aquella maraña de coches. Al cambio de color, como si de una llamada desde lo alto se tratase, la manada de bisontes se detiene y los viandantes  logran cruzar al otro  lado, por donde discurrirán ahora sus vidas. Cristina va con ellos, unida a ellos; aunque en realidad es sólo Luis, su novio o amigo, que en  estas pocas líneas del relato aún no  saben bien su grado de intimidad, quien le acompaña. Van de la mano, sin hablarse. Cristina lleva una carpeta azul en su mano izquierda y su bolso bandolera le cuelga del hombro. Luis solo lleva ocupada su mano izquierda, con la que coge a Cris, como gusta llamarle. Las manos de los novios, o amigos, están sudorosas,  bien sea por la temperatura o por el nerviosismo de estos primeros escarceos del amor. A su alrededor la vida es un continuo ir y venir; ellos viajan zigzagueando entre las personas con las que se cruzan. Cada rostro parece una repetición del anterior, sólo parecen cambiar los tamaños de los grupos de personas, por lo que a veces el zigzag es más brusco y otras  basta con un suave balanceo del cuerpo, eso sí al unísono, para no chocar con la persona que se presenta a cada paso que dan. Es difícil avanzar entre y ante aquella multitud. Los  comerciantes están comenzando a encender las luces de sus escaparates, las cuales obran de reclamo para que algunas personas se acerquen hacia ellos, haciendo, así, más fácil avanzar hacia la Carrera de San Jerónimo. La leve cuesta que va hasta el Parlamento minora el paso de Cristina y Luis; éste vuelve su rostro hacia ella y se queda colgado, una vez más, de los ojos azules de la chica, pero nada dice, sólo camina y fija su, por ahora, inocente mirada en los dos grandes leones que parecen vigilar la calle.
      Es Cristina quien rompe el silencio:
       -Luis, he de ir pronto a casa. Mañana quiero levantarme temprano para acercarme a la Universidad, podrías acompañarme; bueno si quieres –añade mimosa.
       -Claro que quiero. Pero, ¿para qué tienes que ir a la Universidad?
       -Ya  sabes que cuando acabe el próximo curso en el Instituto quiero estudiar periodismo. Me ha dicho un periodista, amigo de mi padre, que sería bueno me acercarse. Por lo visto antes de comenzar cada curso en la Facultad, salen unos trabajos para estudiantes que quieran emplear  unos días haciendo diversas ocupaciones..., de aprendizaje, digamos.
       -Pero, Cris, si aún te falta un año para ir a la Universidad.
       -Ya, pero no me importa, cuanto antes empiece mejor. ¿No crees?
       -Como quieras, mañana te acompaño.
       La tarde se va volviendo más azul. El sol declina entre el horizonte de azoteas y tejados en los alrededores de la Puerta del Sol, donde una marabunta de personas incide por cada una de las calles. El bullir de aquella amalgama de seres  llena de color y vitalidad a la madrileña plaza. Cristina y Luis parecen perderse entre aquel río y navegar en dirección a la Calle Mayor. Allí se despiden con un dulce beso. El muchacho no puede evitar que su mano derecha se deslice fugazmente por la cintura de la chica. Cristina agradece el “pecado”, sonríe, y se aleja.

         Cristina ha conseguido su primer trabajo. No es remunerado pero a ella eso poco le importa. En el cuestionario que hubo de rellenar sólo se indicaba que habría de visitar diariamente a una persona de edad avanzada. No se trataba de cuidarla, sino de establecer una relación directa con ella, a través del diálogo. En su futuro como periodista se vería abocada a establecer numerosos contactos con diferentes personas, en muchos casos serían: autoridades, políticos, deportistas, etc. Por eso era importante que sus primeros pasos les diera en esa dirección: entablar conversación con una persona anciana, por la dificultad que entrañaba sacar información en esas circunstancias.
         A Cristina le pareció bien y aceptó el reto. Luis, su novio o amigo, no lo vio tan claro pero no podía oponerse ya que Cristina estaba contenta con ese cometido.
        - Es sólo un mes, Luis, hasta que empiece el curso. Me servirá de experiencia.
        - Si tú lo dices –contestó el muchacho mientras alzaba los hombros en un gesto de duda- Cuándo empiezas –preguntó.
        - Mañana mismo. Tengo que ir a un piso en La Castellana y preguntar por doña Soledad Mendieta de Queirós.
        - Suena a gente rica e importante - dijo Luis.
        - Sí, pero la soledad también alcanza a la gente rica –concluyó la muchacha mientras adelantando el paso miraba al chico con una sonrisa.
        -Pero, ¿qué tienes que hacer en realidad? –preguntó Luis ralentizando el paso hasta pararse en medio de la calle.
        -Intentar hablar con ella, entretenerla contándole historias, no sé, que sienta que estoy allí para que su vida no esté vacía. Es una prueba a la que me someto para aprender a hablar, a preguntar, a entablar relación con la gente…es periodismo, Luis. Lo que no sé muy bien es lo que voy a contarle. Se me hace difícil. Espero que cuando la vaya conociendo todo sea más sencillo.
        - Ya me dirás –concluyó el chico con un suspiro-.
 (Continuará)