-¡Ana, Ana! –gritó Elvira, su profesora- ¡Ven, cariño, que aún no ha llegado tu papá!
La mujer cogió a la niña de la mano, mientras miraba hacia la puerta por donde Jesús entraba todas las tardes, puntual, a recoger a su hija. Es raro, nunca se retrasa; algún contratiempo en el trabajo –pensó-. Sin dejar de mirar hacia la puerta del patio fue llevando a Ana hacia el interior del colegio. Hacía frío en la calle , pues aunque aquel día hubiera sido soleado, el mes de diciembre estaba allí, y se acercaba la navidad.
El patio había quedado solitario. Los últimos familiares de los niños en llegar habían marchado ya para sus casas. Ningún escolar quedaba ya en el centro. Sólo Ana, que miraba con los ojos acuosos a su seño.
-No llores, Ana, papá vendrá enseguida. ¡No se va a olvidar de ti precisamente hoy el último día del cole! ¡Ya verás como viene corriendo y le vemos entrar por la puerta! Mira, mientras tanto toma este cuaderno de pinturas y acaba de colorear el portal de Belén.
Elvira miraba la puerta exterior del recinto desde el aula. El olor a tiza y a los batines de los niños, colgados en sus perchas, invadía la habitación. Era ese olor a colegio el que arrastraba la cabeza de la profesora hasta que, ya en su casa, trataba de olvidarse de los quehaceres diarios. Pero sus pequeños siempre estaban ahí, revoloteando dentro de su interior.
Sonreía con estos pensamientos que le llenaban de felicidad, aunque siempre hubiera echado en falta alguna compañía más íntima. Jesús volvió a su mente. Ya se iba haciendo tarde y era raro en aquel hombre el retraso. Desconocía su número de teléfono y la secretaría del centro ya estaba cerrada. De hecho, al ser la última tarde de aquel primer trimestre, nadie quedaba en el colegio salvo ella y la pequeña Ana. Claudio, el bedel, estaría haciendo su habitual ronda para cerrar todas las puertas. Decidió esperar; tampoco le quedaban más opciones.
Continuó mirando hacia la calle. El sol, en su declive, comenzaba a alargar las sombras de los árboles, volviendo azulados el contorno de sus formas. Este hombre dónde estará –se preguntó-. Pensó en él, en la tristeza que envolvía su rostro desde que falleció Carmen, su esposa. Fue en la última primavera, en mayo. Hacía siete meses. Desde entonces la vida de Jesús era sólo su hija. El amor hacia la niña se le notaba en sus ojos. Aquella niña le hacía vivir.
Y hoy, ¿por qué no viene? Ni siquiera ha llamado para avisar del retraso. ¿Le habrá ocurrido algún percance? Las preguntas se iban acabando para Elvira mientras el sol se ocultaba ya tras los bloques de casas. En unos minutos se hará de noche –dijo Elvira en voz alta haciendo que Ana le mirase con aquellos ojos azules, que le regaló su madre, y que ahora recordaban a la tristeza que Elvira veía en los de Jesús, sin duda la niña añoraba a su padre-.
Elvira cogió el móvil y marcó el 112. La policía tomó los datos que la mujer conocía de Jesús y Ana. Quedaron en llamarle, aunque le insistieron que en las primeras veinticuatro horas no se podía dar por desaparecida a ninguna persona. Le comunicaron que debía ponerse en contacto con servicios sociales para que se hicieran cargo de la pequeña. Elvira se asustó. No le parecía la opción más acertada para Ana, y en un impulso, quizás maternal, decidió llevársela a su propia casa. Una vez allí recapacitó y marcó el número de los servicios a menores. Tardaron en atender su llamada. Repitió los datos que había facilitado a la policía.
Fue la policía la primera en llamar. Le comunicaban que sobre las cinco de la tarde había habido un accidente de tráfico, próximo a su centro escolar, y que una de las personas implicadas era Jesús Álvarez Pretomén. Elvira conocía aquellos apellidos. Le indicaron que Jesús Álvarez había sido ingresado en el Hospital Divino Vallés, pero que nada sabían de su estado. La mujer no dudó, puso el abrigo a Ana, le enfundó el gorro y las manoplas y salió en busca de un taxi. ¡Vamos a ver a tu papá! –dijo a la niña que mostraba síntomas de sueño en su rostro.
Aún en el taxi le llamaron de los servicios sociales. Le indicaron que sólo una persona en toda la ciudad tenía aquellos apellidos, por lo que creían que ningún familiar cercano podría hacerse cargo de Ana, que deberían ser ellos, ante ese vacío legal –pareció escuchar Elvira- quienes tendrían que atenderla. Elvira dudó… al otro lado del teléfono le indicaron que era difícil a aquellas horas dar con la persona que pudiera solucionar el problema. Próximas las navidades los servicios estaban bajo mínimos. Parecieron sugerir que fuese ella quién continuase con la niña hasta que se restableciera correctamente la atención social. Los recortes –pensó Elvira-. Maravilloso -casi gritó-. Yo me hago cargo. Pasadas las fiestas le llamaremos para ver cómo va todo –y colgaron-. Maravilloso –volvió a repetir Elvira, pero esta vez con ironía-. Antes de llegar al Divino Vallés había comprendido que Jesús, Ana y ella estaban solos en aquella ciudad. Ana dormía plácidamente a su lado.
Jesús estaba en coma. El fuerte golpe sufrido en la cabeza le había producido un derrame interno del que acababa de ser operado. Se hallaba en la UCI. El médico que habló con Elvira le comunicó que las primeras cuarenta y ocho horas eran vitales. Elvira regresó a su casa. La niña, dormida ahora en sus brazos, pesaba, pero su relajada expresión le hizo sonreír.
Los días siguientes Elvira y Ana no se separaron de la cama de Jesús esperando el milagro de verle abrir los ojos. Los médicos se mostraban pesimistas ante la posible recuperación; sus caras así parecían indicarlo.
Ana, apoyada en la cama, le hablaba a su padre de los juguetes que iba a pedir a los reyes magos. Elvira, sin perder la esperanza, miraba a Jesús. Pasaban las horas y nada parecía ir a cambiar. La mujer sólo abandonaba la habitación al anochecer. Ana comenzó a acostumbrarse a su nueva vida; no parecía sufrir. El cariño con que Elvira le trataba y las continuas visitas al hospital a ver a su padre obraban en ella el pequeño milagro de la felicidad infantil. La sonrisa siempre estaba en su cara.
-¡Papá, papá, despierta! –entró gritando la pequeña en la habitación-. Era el quinto día después del accidente. Ana se había arrojado sobre su padre mientras gritaba con alegría reclamando su atención. Elvira parecía llorar desde la puerta mientras se acercaba a la cama. Jesús abrió los ojos y miró los de su hija, sonrió como si nada hubiera pasado aquellos días; luego vio los de Elvira y no dejó de sonreír. Apretó a la niña contra su pecho y tendió la mano a la mujer…quizás comprendiendo. Era el día de navidad.
Casualmente entré en el blog buscando un dato y me encontré con tu maravillosa publicación. Un bello cuento de Navidad en donde el amor y el cariño hacen maravillas.Feliz Navidad para ti y los tuyos
ResponderEliminarUn abrazo
Hola Katy: me alegra te haya gustado; será que en estas fechas todos estamos más abiertos al amor como bien dices. Feliz Navidad también para ti y tus seres queridos. Un abrazo.
ResponderEliminarFeliz Año. Que el 2014 nos ofrezca hermosos día para recordar y en estos doce nuevos meses tener la oportunidad de poder continuar leyéndonos y de crecer compartiendo.
ResponderEliminarUn cálido abrazo para ti y los tuyos
Hola Katy: lo mismo te deseo desde esta ciudad en la que el frío ya no nos abandona hasta la primavera; por eso necesitamos gente cálida alrededor. Un abrazo y feliz año.
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