Habían pasado ya cinco años desde aquel 1 de abril del treinta y nueve. Los primeros indicios se dieron tras el caluroso verano. En la taberna no se hablaba de otra cosa: los guerrilleros republicanos habían regresado por el valle de Arán y se estaban posicionando por la serranía oscense. Había cierto temor entre la población del pequeño pueblo de Lascuarre. El recuerdo de la cercana guerra civil anidaba en los corazones de sus habitantes. Poca era la gente que deseaba, de nuevo, la confrontación con las fuerzas del nuevo régimen. La Guardia Civil y el propio ejército franquista controlaban la frontera con Francia para impedir que los republicanos que habían logrado huir, en los últimos días de la guerra, pudieran regresar. Lo que ignoraban era que algunos nunca se habían marchado y permanecían escondidos en sus hogares o en casas de sus amigos o familiares.
Andrés Luque se había casado con su novia de toda la vida. Ella se llamaba Carmen, Carmen Rubí Pla y había nacido en la humilde casa, contigua a la de Andrés, en aquel pueblo de la provincia de Huesca. En la primavera del año treinta y seis, y sin intuir tan siquiera los sucesos de meses después, Andrés y Carmen se desposaron en el salón principal del ayuntamiento. Fue un día festivo en el que los protagonistas se juraron aquel amor eterno que habían conocido desde su adolescencia, y del que participaron la mayoría de los lugareños.
Andrés estaba afiliado a la Casa del Pueblo desde que cumplió los veintiún años de edad. Socialista convencido, no participaba, sin embargo, en actividades del comité por lo que no era considerado un miembro relevante del mismo. Cuando estalló la guerra formó parte de los batallones republicanos que lucharon contra los rebeldes. El curso de la confrontación le deparó, como a tantos otros, el tener que alejarse de su esposa y de los suyos durante tres interminables años. Apenas estuvo con Carmen durante la contienda: sólo durante algún permiso y en momentos en que el frente se desplazaba por otras zonas de la geografía española.
La guerra terminó aquél 1 de abril, y como sucede en todas las guerras vino a finalizar para los vencedores. Los vencidos tuvieron que huir en su inmensa mayoría. Andrés y sus compañeros tenían fácil la escapatoria: los pirineos estaban cerca. Pero Andrés decidió quedarse. No lo dudó. Para él Carmen lo era todo, lo demás poco le importaba. Hubo de esconderse, al principio de casa en casa de amigos y familiares y siempre con el temor a ser delatado. Optó al final por ocultarse en su propio hogar tras hacer correr el rumor de haber huido definitivamente. Tras la chimenea de la cocina habilitaron un pequeño espacio comunicado por el exterior de la vivienda. Allí permaneció oculto durante casi cinco años. Alguna noche salía de su madriguera a respirar el aire que descendía desde las montañas cercanas y a abrazar a su esposa. Únicamente Carmen y Antonio Fraguas Luque, hijo de su tía Ángela, sabían de su existencia. La Guardia Civil, aunque revisó su casa en más de una ocasión, nunca dio con el escondrijo. Para los lugareños Andrés se había echado al monte, o en el peor de los casos lo dieron por muerto. Cuando los maquis aparecieron por el valle de Isábena, nadie dudó que Andrés, se encontraría entre ellos, salvo que hubiera caído en manos de la Guardia Civil, pues raro era el día que no viajaban hasta el pueblo noticias desalentadoras sobre el destino de aquellos últimos guerrilleros que uno a uno fueron siendo abatidos.
El tiempo, ese eterno señor que quita y pone razones, empezó a obrar en contra de Carmen. La mujer quedó preñada. Su embarazo se hacía día a día evidente. Habían tomado durante más de cuatro larguísimos años de cautiverio todo tipo de preocupaciones a su alcance; pero al final la naturaleza se había impuesto. Desde su conocimiento Carmen se pasaba el día penando de habitación en habitación. Apenas sí salía a la calle. Andrés se martirizaba en su agujero sin hallar respuesta a su incertidumbre. Si aparecía era evidente que la Guardia Civil caería sobre él, pero no podía dejar a su esposa en boca de las habladurías de la gente del pueblo. Él no existía.
Andrés y Carmen jamás pudieron pensar que la solución vendría del primo Antonio. Éste les propuso casarse con Carmen y dar sus apellidos a la criatura que habría de venir. ¿Solución? No era fácil tomar una decisión y tampoco el tiempo obraba en su favor.
Quizás sea éste un momento para el amor, para el auténtico amor. Por amor a su mujer y a la vida que habría de tener su hijo, Andrés cedió. Ello suponía alejarse de su casa, abandonar a Carmen y convertir a Antonio en el padre de aquella criatura que había de nacer pronto y que él había engendrado en el vientre de su esposa.
Andrés se echó al monte. El valle de Isábena lo acogió y nunca más se supo de él.
Las autoridades no pusieron ningún tipo de impedimento a que Carmen y Andrés se desposaran por la iglesia, toda vez que no se tenían noticias de Andrés desde hacía más de cuatro años y no daban autenticidad a los matrimonios civiles contraídos en la época republicana. Así pues Carmen y Antonio se casaron. Andrés, Andresito como le empezaron a llamar a medida que fue creciendo y correteaba por las calles del pueblo, se convirtió con el paso de los años en: “el sobrino del maqui”.
Cuantas historias similares no habrá. La guerra, trae estas consecuencias, padres que no aparecen, mujeres que nunca supieron más de sus maridos. Por poco este hubiera sido también mi caso aunque en otra situación, la huida fue la solución . Me ha entristecido la historia
ResponderEliminarUn abrazo
Hola Katy. Siento que te haya hecho recordar. Pero, en fin, creo que lo has superado ampliamente. Un abrazo
ResponderEliminarUna historia triste con un bello trasfondo. hasta en las situaciones más difíciles, triunfa el amor. Un abrazo
ResponderEliminarHola Fernando. La verdad es que aquellos años, a pesar del odio reinante, siempre hubo espacio para el amor. Me alegra contactar contido después de tanto tiempo. Un abrazo
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