jueves, 10 de octubre de 2013

En el refugio de los sueños: La niña que me chupaba los pasteles.

        “Fue sin querer/es caprichoso el azar./No te busqué/ni me viniste a buscar”. Escribía Serrat en una de sus canciones del año 2002.
       Antes, mucho antes,   había conocido a María Ángeles, la niña que me chupaba los pasteles. Ayer, doce de junio del 2013, volví a verla, después de casi sesenta años. No recordaba ya aquella cara infantil, borrada por el tiempo en mi mente, y convertida en un rostro  jovial y atractivo en su madurez. Ella, por aquel entonces ignoraba que yo algún día, muchos años después y entre risas, se lo echaría en cara. Yo tampoco sabía que en Burgos existiera una persona  tan golosa.
      Había acudido con mi esposa y unos amigos a la presentación del libro: “La evolución sin sentido”, obra de los paleontólogos Eudald Carbonell y Jordi Agustí, de la Sierra de Atapuerca, en el Museo de la Evolución Humana. Fue Agustí el que introdujo la palabra “azar” para dictaminar el origen del hombre como especie. Independientemente de las creencias de cada uno, supongo que para un científico esta eventualidad, a la hora de razonar, es más evidente que cualquier tipo de creencia o fe. La charla, distendida entre los asistentes y los presentadores, de alguna forma también tomó el camino del azar.
       Y que otra cosa no fue que el azar, la casualidad, el sino… lo que motivó mi rencuentro con María Ángeles. Tras la presentación del libro nos fuimos en grupo a “conversar unas cervezas” (término acuñado por mi buen amigo Fernando López).  Durante la amena tertulia salió a relucir, por azar sin duda, que M. Ángeles había vivido en su niñez en el mismo edificio que unos tíos míos, y que era amiga íntima de los tres  hijos de ellos. A esa casa mis padres nos llevaban, a mis hermanos y a mí,  con relativa frecuencia de visita. Por aquel entonces era muy usual que los mayores recurrieran a familiares y amigos para “pasar la tarde” como solían decir.  Y entonces recordé… Recordé que aunque  aquellos años eran en blanco y negro, algunos días, los menos, se iluminaban de colores de fiesta: las celebraciones de cumpleaños por ejemplo.  Cumpleaños a los que asistía aquella vecina de rizos a la que mis ingenuos tíos enviaban con alguna de mis primas a la pastelería “Luis de Miguel” sita, por aquellos años, en un lateral de la Plaza Mayor (ahora este local está ocupado por un bar: El Soportal), a comprar los pasteles para la colación de la tarde. Aquella niña de calcetines blancos y sandalias del mismo color, con toda su “candidez” iba levantando el envoltorio e introducía uno de sus deditos, el más largo sin duda, para deleitarse con el dulce placer de la crema. He de confesar que desde la distancia no se lo reprocho puesto que yo hacía lo mismo con los de mi casa.
       Aclarado el asunto seguimos conversando cervezas entre risas. Y nos dieron las diez…y las once…las doce.  

2 comentarios:

  1. Que genial estar en charla distendida,conversando sobre lugares comunes y darse de bruces con este reencuentro fortuito, de los que de vez en cuando nos conduce el azar. ¿Que niño o niña no ha metido el dedito en unos cuantos pasteles?
    Bienvenido de nuevo. Echaba de menos tus relatos.
    Un abrazo y buen finde

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  2. Hola Katy: un placer tenerte de nuevo; yo también os echaba de menos, pero es que no sé que tiene el pueblo de mi esposa que nos atrapa tanto; supongo que será que allí tenemos, también, agradable compañía. Este relato lo escribí antes de irme y se había quedado colgado. La verdad es que aquella noche lo pasamos muy bie. Un abrazo

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