martes, 25 de junio de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (22)

 La tarde era fría, heladora. Los primeros días de enero enseñaron la crudeza del invierno. París se encontraba desierto: las Tullerias, la calle de Rivoli, arterias de la ciudad, mostraban en aquellas horas, que daban paso a la noche, un aspecto desolador. Parecía como si el tiempo se hubiese aliado con los acontecimientos. Las gentes, otras veces alegres, daban rienda, ahora, al mayor de los desánimos y masticaban su depresión con un tenaz alejamiento del ajetreo ciudadano. Permanecían en sus casas la mayor parte de las horas del día; tan sólo salían para acudir a sus trabajos o a sus labores cotidianas. París había perdido su vitalidad. Esta atmósfera de pesimismo también se había trasladado al Café Guerbois. Los contertulios hablaban, en contra de su costumbre, en voz baja, temían que cualquier comentario pudiera llegar a oídos no deseados. Jean, muy preocupado con una situación, que podía acarrearle nuevos disgustos, escuchaba con atención cuanto se decía en la mesa donde se encontraba en compañía de su inseparable Edouard. Por el contrario Jenny, ajena a cuanto ocurriese a su alrededor cuando interpretaba con su violín, tenía cerrados los ojos y su cuerpo se balanceaba suavemente al compás de su música. Se dejaba llevar por los sentidos, nada podía apartarla en aquellos momentos de su relación íntima con la música. Eran como dos amantes que se acercasen y se separasen lentamente para contemplarse, para beberse el uno al otro en cada aproximación. Cuando estaba con Jean a solas sentía la misma sensación que con su música. La boca de su amante la transportaba hacia arriba al igual que la última nota de cada movimiento musical; aquel sonido sensual y armonioso que parecía irse a quedar a habitar con ella en cada rincón del café.



        -Siempre criticamos de Napoleón que hubiera permitido el éxito de Prusia y de su Canciller Bismark,  y le criticamos aún más cuando pretendió anexionarse Bélgica -comentaban los contertulios de Jean y Edouard-. Pero el colmo de los males llegó con la declaración de guerra a Prusia el año pasado.
        -¿Y qué podía hacer Napoleón, si Bismark le había engañado vilmente? - interrumpió Jean.
       -No sé. No sé lo que se debiera haber hecho, pero en todo caso la guerra fue un disparate más de nuestros políticos que se lo aconsejaron -respondió uno de los contertulios-. No teníamos  preparación militar y menos aún diplomática. ¿Cómo alguien en su sano juicio pudo creer por un momento que alguna  nación se iba unir a la nuestra? Ahí tenéis el ejemplo de Inglaterra: neutral, por no decir nuestro peor enemigo. ¿Y qué nos queda ahora?: vencidos y humillados. Napoleón prisionero de Bismark y París cercado. El gobierno provisional ha ordenado la defensa nacional. Sólo se puede confiar en los recursos diplomáticos. Cualquiera de nosotros pudo oír ayer el intenso cañoneo que se escuchaba en las afueras de París. Esta mañana continuaba. Creo que únicamente nos resta esperar un armisticio.
       Los contertulios permanecían en silencio. Sus miradas y gestos con las manos y cabezas asentían cuanto en aquella mesa se decía.
       -¿Y qué creéis que podemos esperar ahora? -preguntó un angustiado Jean.
        -Nos tocará pagar una fuerte indemnización, como en todas las guerras; eso en el mejor de los casos. Lo seguro es que Napoleón no volverá al poder. Amigos creo que a la recién llegada Tercera República la esperan malos días.
       -Las dos anteriores -intervino Jean- no han sido precisamente un modelo de convivencia para los franceses. Creo que nuestros políticos podían pensar en los ciudadanos, aunque fuera por una sola vez.
        -No pretenderás que vuelva la monarquía, mi querido Jean -ironizó uno de los presentes.
        -Sólo sé que a este país le hace falta algo más de cordura, de sensatez, de no creernos el ombligo del mundo, porque nunca lo hemos sido. Personalmente creo que una democracia parlamentaria sería lo mas seguro para este país.
        -La democracia la puede otorgar la república.
        -Pues nunca lo ha hecho -añadió un Jean acalorado-, a quien trataba de apaciguar, sin éxito, Edouard. La democracia -continuó Jean- debe unir, perdonar, restituir. Las anteriores repúblicas dieron, en un principio, la sensación de querer dar al pueblo lo que siempre ha sido del pueblo, pero la realidad nos ha hecho ver que todas aquellas ideas fueron flor de un día. Tan pronto como los políticos republicanos se hicieron con el poder abandonaron sus ideales y la existencia de los franceses ha continuado, hasta hoy en día, como una huida hacia  adelante.
       -Habla así –se alzó una voz entre los contertulios– por su pasado familiar. Todos sabemos lo que le sucedió a su familia. Es el precio que hay que pagar por haber estado tan próximos a la realeza. Seguro que ninguno de sus familiares se acordaba del pueblo en “vuestros días felices” -añadió con ironía y desprecio hacia Jean.
       -Os dais cuenta de la actitud de este cretino –contestó Jean mientras se ponía en pie haciendo caer la silla al levantarse-. Qué le ha enseñado “su república”. Me habla de acontecimientos de hace casi cien años. Jean Guillemet no se cree, ni se ha creído nunca, miembro de la realeza, mi querido amigo, aunque no puedo negar que sí me siento monárquico, como muchas de las personas que se encuentran en esta mesa y que usted insulta con su grosería dialéctica. Ha de saber que una auténtica democracia debe contar con la totalidad de sus ciudadanos y que muchos creemos en la monarquía.
       -La monarquía nunca contó con la opinión de los demás, -terció otra voz.
       -Pero sí debe hacerlo una auténtica democracia, -espetó Jean.
       Manet que creía conocer a Jean y nunca hubiera pensado que su amigo llegara a una discusión tan agria como la creada en esos momentos en el Guerbois, se levantó de la silla y tomó del brazo a su amigo para evitar males mayores, mientras comentaba:
       -Señores,  la razón nunca la tiene una persona en particular pero sí que todos somos responsables de nuestros actos. El devenir de Francia dependerá de todos nosotros y en este momento está en grave peligro. Mi amigo Jean, monárquico reconocido, y un servidor, republicano por convicción, nos llevamos bien a pesar de nuestra disparidad ideológica y artística: él vive con los pies en el suelo y yo no, él es realista, sólo en su pensamiento, -añadió con una mueca- y yo no; él pinta mal y yo no. Y sin embargo nos llevamos bien.  Así son las cosas. La tensión se había apaciguado en el café.
       Mientras se alejaban de la mesa en dirección al estrado donde Jenny seguía interpretando, Jean comentó en  voz baja a su amigo:
       -Edouard, la vida se está poniendo muy mal en la ciudad, deberíamos marcharnos ahora que estamos aún a tiempo.
       -De eso quería hablarte pero sentémonos allí.  Mi amigo Monet -continuó hablando mientras tomaban asiento junto al estrado-,  “el impresionista”, como llaman algunos a su grupo, me ha invitado a  Gennevilliers; dice que allí se siente feliz pues puede pintar todo el día al aire libre captando las siluetas de las figuras y sus reflejos en el agua, así como las vibraciones de la luz. Me ha entusiasmado la idea, yo que soy hombre de taller. A buenas horas dirás, pero quiero probarlo, tal vez resulte. Al menos será un cambio y de paso con Suzzane y León me alejo de esta barbaridad que nos aguarda en la ciudad. Y vosotros: ¿qué pensáis hacer? Me preocupa vuestra seguridad, sobre  todo la tuya, Jean. Supongo que te marcharás con Jenny.
       -Por supuesto que iremos juntos aunque no quisiera ponerla en ningún peligro por mi causa, además ella no tendría adónde ir. Hemos hablado, aunque no le he indicado a las claras la situación. Nos vamos a refugiar en el norte del país; mi familia sigue manteniendo allí algunas posesiones.
       -Jenny es una mujer inteligente y  seguro que  se ha dado cuenta de la situación real por la que atraviesa el país, pero  quizás intenta disimular para que tú no te inquietes más de lo que ya estás. Por otro lado ignoraba que fuera de París tuvieses algunas posesiones.
       -No son nada de particular. Supongo que por este motivo y porque allí apenas se notó la revolución, hemos podido conservarlas.
       Los dos amigos guardaron silencio por un momento, la música de Jenny les estaba inundando y conseguía acallar sus pensamientos. El café, otras veces tan ruidoso, tan ajetreado, permanecía casi en silencio; los murmullos llegaban hasta su mesa pero no les distraían de las sensuales notas que salían del violín de la artista. La violinista, pensó Jean, se mostraba tal y como Manet la había pintado en el estudio, frágil pero al mismo tiempo con una enorme vitalidad. No lograba entender de dónde sacaba esa fuerza interior cuando acariciaba el violín. La belleza de su amada brotaba de su cuerpo y se reflejaba en su rostro, en sus manos. Edouard tenía razón, también cuando tocaba parecía triste, pero era una tristeza que hacía que él se acercara cada día más a ella. Recordó sus primeros días con Jenny que ahora le parecían tan lejanos. Sus pensamientos volaron por aquellos paseos en los que tantas cosas se dijeron. También la forma en que Jenny había ido superando sus miedos, cómo la risa se había instalado en su rostro. Tan sólo cuando tocaba parecía volver a aquellos días de infortunio; sin duda la música la unía  aún con su pasado. Evocó, mientas sonreía, sus primeros balbuceos cuando hablaban de amor; lo que le costó  declarárselo. Fue en aquella noche que la acompañó hasta su casa y que, ya, se quedó a vivir con ella para siempre. Vino a su memoria la desnudez de Jenny entre las sábanas; el modo en que las manos de la muchacha acariciaban con ternura su cuerpo, dejándose llevar por los sentidos; cómo apoyaba él su cabeza en el vientre de ella y descubría la habitabilidad de aquel lugar; cómo hacían el amor, con pausas estudiadas pero sin dilación; cómo la extenuación llegaba en el último momento cuando ya parecía que nada más pudieran darse y que sin embargo al momento volvía a surgir el deseo,   y el amor continuaba girando en un interminable baile que hacía que sus cuerpos con precisa armonía se acoplasen el uno en el otro, como si la música inundase sus vidas. Y fue precisamente el cese de la música lo que hizo que Jean volviese a la realidad.
       -Despierta, Jean, -dijo sonriendo Edouard.
       -Perdona estaba mirando a través de mi balcón, como tu dices.
       -Jenny, claro.
       -Sí, siempre Jenny.
       -Nos esperan días duros, Jean. Espero que ese amor que os une fortalezca aún más vuestra relación.
      -Sí, sin duda. En nuestro exilio pensaremos aún más en nosotros, pero os echaremos de menos, mi buen Edouard; a ti y a Suzzane por supuesto. Quizás podamos reunirnos, te daré mi dirección.
       -No creo, son malos tiempos para viajar de un lado a otro del país. Mejor será que permanezcamos cada uno en su lugar y ya regresaremos a París cuando todo esto haya terminado.
       -Sea pues como dices, pero tanto Jenny como yo os extrañaremos.
       Jenny con el violín entre sus brazos se acercaba hacia ellos sonriendo.
      -Ya he terminado por esta noche  -dijo mientras se sentaba.
      -Creo que por un tiempo -comentó Jean mirándola directamente a los ojos-, no tocarás en el Guerbois. Hemos de irnos de París; todo el mundo lo aconseja. Edouard y Suzzane también se van. La mayoría de la gente que tiene esa posibilidad ya lo ha hecho. Mira lo vacío que está estos días el café.
      -No me asustes, Jean.  ¿Tan grave es la situación?
      -Creemos que sí. Los alemanes han cercado París pero aún se puede salir de la ciudad; hay zonas que no controlan -indicó Edouard-. Mañana mismo debéis iros, coged lo imprescindible. Nosotros así lo haremos.
      Mientras caminaban hacia sus casas se podían escuchar en la distancia, sin que la noche pudiera apaciguarlo, el sonido de algunas explosiones lejanas. Los alemanes continuaban con su asedio a la ciudad mostrando su superioridad militar para cuando llegase el momento de la diplomacia.
(Continuará 22)

2 comentarios:

  1. Cada vez me gusta más como se desarrollan los acontecimientos. Esta parte me recuerda a la crudeza de la guerra, la huida, los refugiados, los campos de emigrantes...
    Muy bien contado.
    Espero que algún día puedas publicar ...
    Un abrazo y gracias por tus buenos deseos. Voy mejor.

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  2. Hola Katy: sí, eran tiempos convulsos a pesar de que se tenga la idea que París siempre fue la fiesa de Hemingway. Espero te siga gustando hasta el final; lo de publicar ya es otro cantar. Un abrazo.

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