El disparo sonó seco, solitario, en aquella luminosa mañana.
Se habían citado en un descampado cerca de Montmartre. Duranty, Manet, cuatro testigos y un juez; nadie más. Los duelos no estaban prohibidos pero la justicia trataba de perseguirlos, por lo que el sigilo era obligatorio en aquellos lances. Amén de correr el riesgo de perder la vida se podía terminar en la prefectura de la gendarmería si contendientes y testigos no se andaban con cuidado.
Manet sintió un sudor frío en su nuca cuando el Juez ordenó que los contrincantes se diesen la espalda para contar los veinte pasos que podían separarlos de la muerte. La sensación sudorosa procedía de su oponente, ligeramente más bajo que él. Era el frío de la cabeza de Duranty lo que sintió en aquel breve instante en que sus espaldas estuvieron juntas. Uno, dos, tres... se oía la voz del Juez; los dos hombres, ahora, se separaban el uno del otro, lentamente. Fuese cual fuese el resultado, sus vidas ya nunca más se juntarían.
-¡Veinte!
El sonido de la pistola de Duranty rompió el aire. Su ojo derecho, abierto tras el disparo, tan sólo percibía el humo del fogonazo. Abrió el izquierdo para intentar descubrir el cuerpo yaciente de su enemigo. El sol, aún inclinado, incidió en sus órbitas y un nuevo sudor asomó a su rostro cuando el humo, al disiparse, le hizo comprobar la realidad: Manet, erguido, le apuntaba con su pistola. Había fallado.
Aún no había terminado de dar el giro sobre sus pies, tras escuchar... ¡veinte!, cuando el ruido del disparo de Duranty le sobrecogió. Pero su adversario se había precipitado; su ansia por ser el primero en disparar le había hecho errar. Manet levantó su brazo derecho con lentitud y tras el visor de la pistola pudo ver el tembloroso cuerpo de Duranty. La cara normalmente sanguinolenta aparecía, ahora, albina, en fuerte contraste con sus espesas cejas negras y sus largas patillas que junto a su calva cenicienta enmarcaban aquel rostro que tantas veces había mirado con repulsa. La siempre fría expresión de sus ojos no hacía más que presagiar un fatal desenlace para él. Su boca y labios se habían quebrado en una mueca de espantosa desesperación dejando entrever sus dientes, a falta de algunos los más y los menos mal dispuestos. Pero lo que más llamó la atención de Manet, en aquellos momentos, fue el empequeñecimiento de su contrincante. Duranty parecía haber disminuido. Sus piernas se habían arqueado de tal forma, que su rechoncho cuerpo simulaba no despegar del suelo. Pasados los primeros instantes, Edouard apenas podía disimular su desenfado; un rictus se posó en su boca al contemplar aquella imagen esperpéntica de quien el día anterior había criticado tan fehacientemente su pintura y ahora se encontraba en tan lamentable situación. Aquel espacio de tiempo, eterno para Duranty, y que sin duda restituía el honor de Manet fue suficiente para éste. Edouard, con parsimonia, alardeando su victoria, fue bajando la pistola; el visor le dibujó, una vez más, el rostro, el pecho, la panza y las piernas del crítico. Sobrepasados los botines, disparó. El sonido pareció unirse en la lejanía con el primer disparo. El aire disipó el humo del fogonazo y se lo llevó junto a la vergüenza y el honor del crítico Duranty.
(Continuará 21)
Buena postura la de Manet. de haberlo matado hubiese sido un asesinato "permitido" pero la graneza de los hombres se mide en la victoria. Un abrazo
ResponderEliminarHola Fernando: sí, esa es la idea, aunque yo no lo hubiera explicado con tanta certeza. Un abrazo.
ResponderEliminarHe vuelto de Londres esta mañana dónde pasé 5 días. Veo que entiendes de todo., hasta de duelos. Me parece muy noble perdonar y más cuando la caus y la motivación eran pura tontería. Todavía por un amor reñido...
ResponderEliminarMe ha gustado la descripción.
Un abrazo
Hola Katy: ¿O debería decir hello Katy? ja-ja. El perdón siempre es bueno, en este caso para el perdedor. Fíjate que yo sí lo di importancia; amor había aunque fuese por la pintura. Me alegra tu regreso y contar contigo. Un abrazo
ResponderEliminar