-¡Esta noche tampoco entrarán, chaval! El agua de la ría se mueve mucho; la mar debe estar intranquila allá al fondo –dijo el cabo a Campanu.
-Es el viento, mientras no se calme no hay nada que hacer –contestó el chico con la experiencia de haber pasado muchas horas junto a la ría, y continuó vigilando el mar como hacen los que le conocen bien, con la mirada fija en un solo punto del horizonte.
Las condiciones no eran nada prometedoras, Campanu y Gerucho, que esta vez hacía vela con su amigo, lo sabían, pero había que esperar como cada noche, no quedaba más remedio. El agua chocaba rítmicamente contra las piedras de la escollera y regresaba hacia el centro de la bocana, para repetir el movimiento en un baile sensual y adormecedor. El frío viento daba de lleno en los rostros de los muchachos, que de vez en cuando debían agachar la cabeza y frotar sus ojos con el dorso de las manos para evitar la acuosidad que se formaba en ellos. La quietud y la humedad entumecían sus cuerpos. Optaron por buscar abrigo más cerca del agua junto a unas rocas que evitaban que el viento les diera de cara. Desde allí no podían ver directamente la desembocadura, pero el olor y el ruido del oleaje les envolvían como si ellos mismos formaran parte de aquel espacio. La noche fue transcurriendo hasta que el viento dejó de ser viento, y el agua debió de cansarse, como los dos chicos ya adormecidos que no obstante seguían vigilando en sueños, y dejó de jugar con las rocas y su respiración se tranquilizó. El mundo pareció volverse más gris y las pequeñas luces que llegaban desde el pueblo flotando sobre las aguas brillaban, ahora, a través de la humedad envueltas en gasas, como si un fino cendal fuera cayendo y envolviendo a la ría. La lejana luz azulada del faro barría el lugar cada veinte segundos y su estela era menos diáfana a medida que pasaban las horas. La noche se volvió densa y las estrellas, hasta hacía bien poco brillantes en lo alto, parecían haber muerto de repente. La ría se hizo lisa y fosforescente y del fondo surgió una fragancia lechal y pestilente. El agua y el cielo se mezclaron en un matraz de ceniza. El agua, cambiado el color, se fue apagando y se volvió espumosa y sucia, y fue lanzando hacia la escollera desperdicios como si eructara, como si vomitara lo que no le pertenecía: corazas de rémora y de lodo, cardumen de desperdicios humanos, abrojos submarinos y lodazales de arena. La niebla fue cayendo sin hacer ruido y se posó sobre la superficie de aquella ría que había cambiado su rumbo. El silencio, inasible, se apoderó del lugar y la vida pareció haber dejado de existir, sólo el haz de luz del faro volvía con insistencia y lograba atravesar, en cada visita, el puré de aquella niebla opaca. Fue aquel silencio, aquel cambio de la naturaleza lo que hizo despertar de su duermevela a Campanu.
-¡Los peces, Gerucho, los peces, corre al pueblo a tocar las campanas! ¡Corre, corre!
El chico, como alma que lleva el diablo, salió corriendo. Al poco las campanas volteaban en la espadaña de la iglesia y su sonido recorría el valle entero. Campanu, de pie sobre las rocas, buscaba, más allá de donde la espesa niebla lo permitía, la respuesta afirmativa de lo que el corazón le dictaba. Sabía que los peces entraban por la bocana, pero él no los veía, los sentía. La luz del faro le guiaba. El agua, comenzó a asemejarse a una enorme sábana de tul suavemente acariciada por el viento, y se fueron formando, en su superficie, diminutos lomos que a toda velocidad se desplazaban ría adentro; bullía, ahora, de excitación como si una fuerza desconocida la empujase. Campanu sí sabía el motivo, sí conocía esa fuerza: eran los salmones que como cada año acudían a la cita de frezar en la cabecera del Asón. Sus ojos brillaban en la oscuridad y su sonrisa se fue haciendo carcajada cuando pudo ver los primeros saltos de los peces. Echó a correr, aguas arriba, hacia el pueblo; era la hora de ayudar de verdad. Su pecho parecía ir a abrirse mientras jadeando gritaba: ¡los salmones, los salmones!, ¡ya están aquí!
Cuando el chico llegó al embarcadero las primeras barcas ya habían alcanzado el centro de la ría. Los hombres estaban formando la primera barrera con sus redes para tratar de atrapar el mayor número de peces. Una segunda y hasta una tercera formarían el dédalo que los salmones habrían de ir sorteando para alcanzar su destino, la cabecera del río. Las primeras redes de deriva no capturaron sino basura en suspensión empujada por el oleaje que se desplazaba hacia los marineros a la misma velocidad que la pesca que les aguardaba. Era como si una tormenta estuviera escupiendo deshechos de una mala digestión. No se amilanaron por ello; conocían de sobra el movimiento de las aguas; año tras año lo habían vivido. Sabían que tras las hierbas enmarañadas y el hedor de las algas podridas, llegaría su sustento. Y allí estaban, tras los primeros matorrales de sargazos. Brillaban sus lomos de plata sobre las oscuras aguas; se hundían y volvían a surgir con renovadas fuerzas. Los primeros peces chocaron con violencia contra las redes, quedando asidos por las agallas; finalizaba así su viaje hacia las zonas de desove. Los salmones brincaban en la oscuridad salvando la barrera de las primeras corcheras. Mientras una segunda y una tercera se iba formando a lo ancho del río. Los marineros luchaban con denuedo, era el propio sustento y el de sus hijos lo que estaba en juego; debían abarcar de orilla a orilla y extender las redes lo antes posible. El mar, pródigo en riquezas, les llenaba sus despensas. Los peces parecían adivinarlo y también luchaban por la vida de su descendencia; como si algo instintivo les dirigiese buscaban, enloquecidos, los pocos resquicios que iban dejando los pescadores. El movimiento de los salmones, en todas las direcciones, hacía que el agua pareciese una enorme cazuela en ebullición. Las sencillas barcas se balaceaban, mientras los pescadores, de pie sobre ellas, trataban de controlarlas. No eran pocos los salmones que lograban salvar las barreras y seguían su curso río arriba, pero eran más los que eran capturados por las redes. La mayoría morían en el intento de escapar rompiendo sus agallas en las cuerdas anudadas. El agua, hasta ahora negra y apenas visible bajo la niebla, se iba tiñendo de color rojo y el olor a sangre empezó a surgir de la superficie del río mezclándose con el acre sudor de los pescadores, cuyos gritos, advirtiéndose los unos a los otros, de la deriva de la pesca, llenaba aquel espacio de lucha. Las redes iban incrementando su peso y las barcas parecían querer hundirse. Los pescadores achicaban el agua que saltaba al interior de las endebles embarcaciones, mientras no apartaban los ojos del río. A medida que fueron pasando las horas, los salmones, exhaustos, dejaron de pelear y los que aún vivían coleteaban débilmente en el interior de la trampa de las redes. El alba sorprendió a los hombres izando la pesca a sus botes. Los primeros rayos de sol comenzaron a calentar sus espaldas, una vez que se fue disipando la niebla. Alguien, entonces, entonó una canción. La voz pudo ser oída por el resto, y uno a uno se fueron uniendo a la melodía.
Campanu no soñó nada aquella mañana; rendido como estaba después de haber ayudado en la pesca durante toda lo noche, cayó dormido en el mismo instante de sentir la tibieza del cuerpo de Nadie al deslizarse entre las sábanas. La niña, por el contrario, soñó que junto a María hacían una enorme pompa de jabón y volaban entre las nubes tratando de buscar al tío Tomás. Gerucho no pudo coger luciérnagas aquella noche pues cuando terminó la faena con los pescadores ya era de día, y las luciérnagas habían apagado sus luces hasta la noche siguiente. El abuelo Matías, despierto toda lo noche, escuchó desde su habitación las voces que surgían desde el río, y rezó para que la pesca llenara las casas de sus vecinos; sólo, ya de madrugada, se distrajo soñando que la montaña, que al atardecer les privaba del sol, estaba disminuyendo de tamaño.
Hola Rafa , cada cual en sueños deposita sus esperanzas, mientras que el día a día nos hace caer en la realidad de la vida. Sueños y realidad entretejidos en las redes que tan hábilmente has manejado se traducen en años vividos para el abuelo, la ilusión de los jóvenes por vivir y el trabajo y la fatiga para conseguir el sustento.
ResponderEliminarMe ha gustado. Tiene ritmo, cadencia y su dosis de intriga. No soy una experta en crítica literaria a lo que llego te digo que tienes una pluma estupenda para los relatos. Te felicito de corazón
un abrazo y feliz semana
Hola Rafa.
ResponderEliminarme ha gustado mucho. Ahora me explico todo lo del campanu (no había acabado de relacioanrlo). Oye ¿quieres que se lo envie al editor de la revista narrativas? para que de una opinión y si lo ve bien lo publicas alli.
Un abrazo
Hola Katy:
ResponderEliminarMuchas gracias por tu benévolo comentario. Te agradezco de corazón el tiempo que me dedicas. Espero que no te molestara el que te pidiera una opinión objetiva. Muchas gracias y un abrazo.
Hola Fernando:
ResponderEliminarPrimero darte las gracias por seguir ahí y por tu entrega. ¿No será demasiado lo que me propones?, date cuenta que en el fondo eres amigo. Pero, qué carajo, que de cobardes está el mundo lleno. Si no te molesta decírselo, adelante. Ya me contarás. Gracias de nuevo y un abrazo.
Hola Rafa, me obligas a que te responda. Mi comentario no ha sido benévolo en absoluto, soy objetiva hasta dónde puedo. Y molestarme para nada, me ha encantado que me lo pidieras :) dar con tu blog (algo que le debo a Fernando) ha sido una suerte porque es agradable el leerte.
ResponderEliminarA ver si te sale la propuesta de Fernando, sería estupendo y merecido.
Un abrazo