-¡Tampoco será esta noche, chaval! –comentó con voz queda el cabo Montero.
-¡No, no será! –añadió, mientras tiraba a la ría la minúscula colilla del “celtas”, el soldado Alonso.
-¡Quién sabe, mire el año pasado! –exclamó el chiquillo sin desviar la mirada de la desembocadura del río-. Me descuidé y me dormí. Casi no los oigo pasar. No avisan. Los de Treto y los de Seña me habrían tirado de cabeza al agua. No se andan con bromas; además confían en mí. Dicen que tengo un don heredado de mi bisabuelo. Yo no sé lo que es un don. Al maestro y al médico les llaman don Firmo y don Agustín –añadió sin que sus ojos se entretuvieran en mirar a los guardias-. A mi nadie me llama don Campanu. Campanu a secas.
Montero y Alonso rieron sin dejar de observar al muchacho.
La noche, cargada de la humedad que ascendía desde la ría, se les antojaba fría a los dos guardias civiles que, con su mosquetón al hombro, patrullaban los caminos. El cielo permanecía despejado desde hacía días y a estas horas las estrellas parecían millones de seres que posaban su mirada sobre la tierra. La luna brillaba en lo alto y su enorme y blanquecino halo se extendía desde su circunferencia. El mundo parecía haberse quedado en silencio, sólo el rumor del agua del río, que en aquella zona de bocana chocaba con la crecida del mar, aquietaba a la ya avanzada noche.
-¡Vete a casa chaval, que esta noche no será! El cielo está demasiado despejado y empieza a correr el viento que señala la amanecida –dijo Montero mientras sacaba del bolsillo, por debajo del chambergo, la petaca con la picadura del tabaco-. Ilumíname con el candil, Alonso –añadió.
-¿No tienes sueño? – le preguntó el número.
-Si, pero los del pueblo dependen de mí. Siempre soy el primero en dar el aviso.
-Ahora entiendo por qué te llaman Campanu.
-Bueno de mí y de Gerucho. El toca las campanas cuando yo le aviso. Así despierta a los del pueblo. Las campanas, por la noche, se pueden escuchar por todo el valle.
-Pues si es el tonto del Gerucho quien toca las campanas, debería ser él, Campanu –bromeó el cabo.
-¡Gerucho no es tonto, y además es el que mejor caza luciérnagas de todo el valle! ¡Dice que cuando tenga muchas va a iluminar todo nuestro pueblo, para que don Agustín no necesite sacar el candil cuando va a casa de alguna parturienta por la noche!
-No te enfades, chaval, que era una broma. Y vigila, vigila el agua.
Sonriendo se alejaron hacia Treto. Sus sombras pronto se perdieron en la noche. El chico seguía mirando el agua.
-¡Ve a la cama, Campanu! –ordenó Benito a su hijo.
-Tampoco entraron hoy, padre. Quizás la próxima noche. Ya están tardando este año.
-Sí tardan, sí. Anda ve a dormir un poco. Dile a tu prima que se levante que ya es hora de echar de comer a los porcos, y aprovecha el calor de las sábanas que vienes tiritando.
El muchacho entró en la pequeña alcoba. El suelo de madera de castaño emitió un leve quejido bajo el peso del chico. Fátima dormía. Su respiración rítmica producía un ligero ronroneo, apenas audible, que se confundía con el del gato acurrucado a sus pies. En la oscuridad tocó, con torpeza, el brazo desnudo de la niña, y ésta cambió de postura emitiendo un leve suspiro. Campanu entreabrió el cuartillo de la pequeña ventana y se quedó contemplando la dulzura de la cara dormida de su prima. El pelo rubio, enmarañado, cubría parte de su rostro y bajaba por la espalda, sobre el camisón.
-“Nadie”, despierta. Ya es hora. Padre dice que bajes a desayunar –susurró el muchacho mientras, sentado al borde de la cama, comenzaba a quitarse la ropa.
Fátima, silenciosa, se frotó los ojos y con ellos cerrados comenzó a vestirse. El chico se introdujo en la cama y sintió, como cada mañana, el tibio calor que el cuerpo de la niña había dejado entre las sábanas. Antes de que Fátima hubiera cerrado la puerta de la pequeña habitación, él ya se había quedado dormido.
Benito lavaba los pequeños vasos del aguardiente en un caneco de madera. Los frotaba con mimo; los primeros vecinos llegarían enseguida. El calor del orujo de Liébana bajaba a través de las gargantas hacia el estómago y convertía en soportable el frescor de la madrugada. En un cuarto anexo a la taberna, Raimunda se movía entre las cacerolas como pez en el agua. La habitación, oscurecida por el humo de la chimenea donde cocinaba y por los vahos de las perolas, apenas estaba iluminada por un pequeño ventanuco por el que comenzaban a entrar los primeros alientos de vida.
La vivienda de Benito y Raimunda se abría por completo a la luz y al calor del sol por la fachada al mediodía. Dos enormes muros laterales avanzaban para proteger a la solana y al zaguán de la entrada del viento y de la lluvia. Un gran portalón daba paso al estragal donde los aperos de labranza y pesca se amontonaban en desorden. La cara norte, siempre en sombra, producía, por el contrario, cierta tristeza con los muros repletos de musgo nacido por la humedad.
-¡Malditos peces! –voceó Damián al entrar en la taberna-. ¿No se le habrán escapado a tu chaval?
-Sabes que no. El chico no separa los ojos del agua en toda la noche. Y lleva cerca de un mes –contestó Benito sin dejar de secar los vasos-. ¡Ya entrarán, ya!
-¡Pues tardan, “cagüén Dios”! -blasfemó Damián.
-¡No escupas de esa manera, que el de arriba no tiene la culpa, y además te va a dar igual!
El lugar se iba llenando de parroquianos. Todos ellos transmitían las mismas inquietudes. De la pesca dependía la suerte de los pueblos del valle. El humo de la picadura de los cigarrillos ascendía hasta el techo de madera de la pequeña taberna y se quedaba allí colgado, en suspensión, ennegreciendo la techumbre. El ambiente empezaba a hacerse irrespirable; era parte de la forma de ser de aquellas personas empobrecidas por la dureza de aquellos años.
-¡Malditos peces y maldita guerra! –gritó una voz mientras el puño del hombre golpeaba con brusquedad el mostrador de madera.
-Los peces siempre vienen y en cuanto a la guerra ha dos años que acabó –suspiró Benito.
-Pues para nosotros como si no hubiese terminado –terció otra voz-. Poco han cambiado las cosas desde que se consiguió la paz.
-Es que con el fin de la guerra, no llegó la paz, sino la victoria –el que así hablaba era Firmo, el maestro.
-¡Baje la voz, señor maestro, no le vaya a oír la ronda! ¡Ya sabe usted que a estas horas se dejan caer por aquí; y además no quiero problemas en mi casa, joder!
Hola Rafa, muy bien ambientada aunque yo no soy esos lares, pero mi imaginación ha funcionado de maravilla.
ResponderEliminar"El humo de la picadura de los cigarrillos ascendía hasta el techo de madera de la pequeña taberna y se quedaba allí colgado, en suspensión, ennegreciendo la techumbre".
Me gusta lo que he leído hasta ahora, pero no aventuro opinión hasta que la pesca no esté completa. :)
Un abrazo y feliz semana
Hola Katy:
ResponderEliminarEste pequeña historia está ambientada en una zona que conozco bien, pues vamos con frecuencia a Cantabria. A ver si te gusta cuando la leas completa. Gracias por seguir ahí. Un abrazo
Mis consuegros tiene una casa en Cantabría , igual hablamos del mismo sitio. Tendría gracia.
ResponderEliminarUn abrazo
Hola Katy:
ResponderEliminarComo se suele decir: "El mundo es un pañuelo"
La zona es el valle del Ansón (Limpias,Colindres...). Cosas más raras se han visto. Un abrazo
Hola Rafa:
ResponderEliminarNo me explico que ha pasado con el comentario que publiqué. pero ahora lo cambio y la zona de limpias y colindres la conozco bastante bien y es como dices.
Un abrazo
Hola Fernando:
ResponderEliminarEn todas las partes hay "meigas" y en internet deben de tener campo abonado para colarse. A ver si te gusta el cuento. Un abrazo