En la taberna de Benito, acodados en la barra, algunos hombres bebían en silencio. Sus miradas parecían querer perderse por la ventana. La tarde comenzaba a declinar y pronto la noche caería una vez más. En una mesa se jugaba a las cartas -“matando el tiempo solían decir”-. Firmo, el maestro, que había estado observando distraídamente a los que jugaban, se acercó a Benito que pretendía, sin conseguirlo, sintonizar alguna emisora por la radio.
-No lo intentes, Benito, aquí en el valle no llegan las ondas; sólo las de Radio Nacional, y para lo que dicen. Por no llegar, no llega ni vuestro sustento: los peces se habrán vuelto del régimen.
-¡No empezamos, señor maestro, no empezamos! Por menos de lo que está diciendo, dieron el “paseillo” a más de uno. Así que ándese con cuidado.
-¡Cómo a Tomás y a Eugenio, por ejemplo! ¿No? ¡Ya me gustaría a mí saber quién fue el hijo de puta que los denunció!
-No fueron de este pueblo, debería saberlo.
-¡Ya sé, ya sé! Aquí sois buena gente, Benito –continuó -. Demasiado buenos y demasiado dóciles. Nunca he entendido por qué lo uno ha de conllevar lo otro.
-No le entiendo don Firmo –arguyó Benito.
-No te preocupes, así no te irá mal en estos tiempos.
Firmo salió al aire; el ambiente, cargado ya a estas horas, de la taberna le había producido un leve dolor de cabeza. Miró hacia la oscuridad intentando buscar alivio a su mal. Su mirada ascendió hacia el cielo. Allí, en lo alto, brillaban las estrellas; la noche estaba serena; el verano se iba aposentando y aunque en el valle el frescor de la incipiente noche aún persistía, comenzaba a notarse que la temperatura era más tibia. Paseó hacia el río. Las escasas luces del pueblo fueron quedando a su espalda. Las últimas palabras con Benito, le habían revuelto el estómago. Le habían hecho recordar a su amigo Tomás. En la oscuridad vio el brillo amarillento de un cigarro. Se dirigió hacia el punto de luz. Era Agustín, el médico, que había salido también a dar un paseo por las cercanías del río. La luz blanca de la luna le ayudó a reconocerlo.
-Hola doctor.
-Hola profesor –le respondió también con chanza el médico-. ¿A mí me lo parece o traes mala cara?
-Motivos traigo, Agustín. Benito me ha hecho recordar al amigo Tomás. Sé que no ha sido su intención, pero me ha revuelto el estómago.
-Tomás “el Tricolor”, le llamaban.
-Sí. Sólo por eso se lo llevaron a fusilar detrás de aquellas peñas. Benito dice que no fueron de aquí los que le delataron.
-Puede ser; envidias hay en todas partes.
-Envidia y mala baba. Recuerdas cuando nos llenaba la pila de la cocina con el pescado que tanto le costaba conseguir en la mar. Casi no tenía para dar de comer a su familia y a nosotros nos lo regalaba. Vivían en la otra orilla del río, como dicen por aquí para despreciar a los pobres. A veces pienso que la gente cuanto más tiene, más necesita. Tomás era distinto, nunca advertí en él una mala cara, siempre sonreía; trabajaba como el que más para sobrevivir, pero nunca le oí quejarse de su suerte. Y encima nos obsequiaba con pescado.
-Era su forma de agradecernos de alguna manera el que cuidásemos de sus hijos. Pobre hombre.
-Me pone de una mala hostia recordar que alguien se vengara en él, sólo por ser republicano. No lo puedo soportar, ni olvidar.
-Firmo, ¡qué palabras son esas en boca de un maestro, hombre! –terció Agustín.
-Peores las diría si sirvieran para saber quién lo hizo. ¡Hijo de mala madre! Un hombre sólo es un hombre si tiene libertad para expresarse y actuar. En este pueblo parecen haberlo olvidado.
-En éste y en todos. Cálmate, anda. Toma un cigarrillo. Aunque no debiera, te lo receto. A veces sirve para tranquilizarse.
Firmo echó la primera bocanada de humo. Le sentó bien. A veces los médicos aciertan –pensó.
-De qué sonríes. Veo que te cae bien fumar. Al menos ya no tienes esa cara tan pálida.
-Me río –mintió-, de aquella vez que Tomás se presentó en la escuela con su mujer y su hija María, que debía tener unos cinco años. Era la primera vez que la niña iba por allí. Quería que aprendiese lo más posible. Mi sorpresa fue cuando me dijo que también quería que se quedara la madre, pues no sabía leer ni escribir. Su esposa tenía… tiene –rectificó- la belleza que dan las montañas de esta tierra; al menos en eso sí le favoreció la suerte al bueno de Tomás. Dijo que era una vergüenza que aún hubiera en España personas analfabetas. Que la República no podía permitir aquello. Me largó un mitin sobre que el progreso de los pueblos dependía de la cultura de sus hombres y de sus mujeres. Me habló también de la socialización de los recursos. Se le notaba eufórico relatándomelo. Era un hombre avanzado, no cabe duda. Por tener esas ideas se lo llevaron, los muy…
-Quizás sólo por tener ideas, Firmo.
-Sí. Recuerdo que aquel día, al acabar las clases, se presentó en la escuela, para sonsacarme qué tal le había ido a su mujer. Estuvimos hablando largo rato, e incluso fuimos a la taberna mientras María y su madre iban hacia su casa. En la taberna, no sé si por mor del vino o por ser Tomás sencillamente así, me expuso una teoría que me hizo sonreír primero, pero que después me hizo pensar en las posibilidades que hubiera tenido ese hombre de haber dispuesto de otra forma de vida, con estudios, algo de cultura, en fin… ya sabes.
-¿Qué teoría es esa?
-En realidad él desconocía que aquello que me contaba fuese una teoría. Él creía a pies juntillas lo que me dijo. El mundo al revés podría titularse. “Imagínese (no había forma de que me tuteara –la costumbre, decía-) que nada es lo que parece. Que el cielo no es el cielo, que el mar no es el mar… al menos como nosotros los vemos”. Tomás pensaba que nosotros mirábamos la bóveda celeste, como pomposamente la llamaba, allí arriba; que vivíamos en una enorme bola en donde el mar y la tierra se repartían toda la superficie. Me decía que mientras nosotros estábamos aquí, mirando al cielo, él había leído que Australia estaba justo en la otra parte de la bola y que sí las cosas se sujetaban era debido a que en el centro de la tierra había un núcleo que nos atraía. Las cosas no eran así, para él esto era inconcebible. La tierra y el agua formaban una esfera, sí, pero hacia adentro. Los ríos, las montañas, los valles, las playas… todo estaba como lo veíamos, pero en el interior de una gran bola o esfera (ya te he dicho que, hablando, era algo barroco). El cielo, con las nubes, y el sol y las estrellas estaban en el centro mismo, y las fuerzas que impedían que nos cayésemos hacia las nubes, estaban fuera de la tierra, y que esta fuerza que nos atraía era debida a que la tierra giraba y viajaba a gran velocidad por lo que el llamaba: “La nada”. Me puso el ejemplo de la bicicleta: No te caes mientras pedaleas; en cuanto se pierde velocidad te vas al suelo. Es así de simple, decía.
- Sí, era simple. Sencillo sería la palabra –apostilló Agustín mientras daba una última calada al cigarrillo.
Hola Rafa, me he perdido, parecen dos historias. Tu sabrás cómo las juntas. Seguro que tendrá algún final sorprendente que no me atrevo a vislubrar.
ResponderEliminarMe sigue enganchando la forma que tienes de narrar las cosas cotidianas haciendo que cobren relevancia.
Seguiremos esperando...
Feliz finde y un abrazo
Hola Katy:
ResponderEliminarEn realidad son varias historias: los peces, las nubes, los chavales, el pueblo... Creo que al final sí logré juntarlas. Me gustaría que me lo dijeras de una forma crítica, que no te "duela" en darme tu opinión sincera. Es importante para mí. Un abrazo
Hola Rafa:
ResponderEliminaryo no se si es una o varias historias, pero me está gustando mucho mucho. Voy con retraso rafa, asi que hoy leo los dos de golpe.
Un abrazo
Hola Fernando:
ResponderEliminarGracias por tu presencia. Y no te preocupes que lo primero es lo primero. Un abrazo