Cristina, de nuevo aquella tarde, bajó caminando por La Castellana madrileña. Iba pensando en la anécdota que le había contado doña Soledad. Le alegraba la historia, le parecía tan… humana. Tengo que comentársela a Luis –se dijo mientras sonreía -. Si le gusta quizás pudiéramos comenzarla nosotros en Madrid – especulaba, desconociendo que ésta singular forma de caridad ya salió de Italia hacía años y se fue instalando en numerosos países. En España se lleva a cabo con el nombre de “Café pendiente”-. Cruzó por el paso de cebra cercano a la plaza de Colón. El asfalto, reblandecido por el calor, parecía ir a pegarse a sus sandalias rojas atadas con un lazo, del mismo color, a sus tobillos. Las ligeras plataformas de sus zapatos daban esbeltez a sus piernas embutidas en un corto y juvenil pantalón (sorht lo llaman ahora los que dominan el idioma inglés, claro). Sin percatarse, en un movimiento intuitivo, desvió la mirada a su izquierda, justo hacia la terraza donde trabajaba Rubén. ¿Tal vez pudiera contarle lo del café pagado? –pensó-. El chico no estaba a la vista. Cristina perdió la sonrisa – también de forma intuitiva.
Había quedado con Luis en el mismo lugar que en días anteriores. Empezaban a parecer monótonos aquellos encuentros cotidianos. El muchacho siempre estaba allí: esperando. Luis era discreto, educado, buen estudiante, vestía con pulcritud, era atento con ella, podía contar con él. La besaba. Le gustaban sus besos, pero pensaba que se estaban volviendo rutinarios. Faltaba pasión. Quizás no esté enamorada –pensaba sin dejar de mirar a Luis que la esperaba con una sonrisa en los labios.
-Dónde vamos – dijo él-.
-Donde quieras – respondió ella.
-Mi niña, ¿de qué te hablaba ayer que no consigo acordarme?
-Me contó una historia sobre un bar dónde la gente que podía dejaba un café pagado –contestó Cristina a la pregunta de la anciana.
-¡Ya, ya, pero antes, antes!
- No sé –dudó la chica unos momentos-
-¡Ah, sí, ahora me acuerdo! – exclamó la anciana-, te comenté nuestra llegada a Italia y de las reuniones sociales que teníamos en la embajada española y en las de otros países. También había fiestas en pequeñas villas en las afueras de Roma. ¡Qué delicia, qué tiempos aquellos! Bueno la verdad es que a veces pienso que por aquellos años se fue perdiendo el glamour. ¿Tú, mi niña, sabes lo que es el glamour, verdad? La verdadera elegancia fue dando paso a otras tendencias que nos han llevado a que hoy en día algunas mujeres vistan como las fulanas de antes. ¡No lo digo por ti, Dios me libre!
Aún eres muy joven y vistes como las chicas de tu edad. Pero algunas dejan mucho que desear. Aquella elegancia de finales de los años cincuenta se fue apagando poco a poco. Llegaron modas con menos galanura, pero quizás más divertidas. He de confesar que yo también pequé en aquellos años y caí en el atrevimiento que suponían las nuevas tendencias. Era joven, claro. Se impuso lo que llamaron el prèt-à-porter. Gucci, Yves Saint Laurent, Valentino Garavani, Prada, Armani. ¿Te suenan, verdad?, como que han llegado hasta nuestros días. Creo que todo empenzó con Cocó Channel… me refiero a la revolución de la moda. A mí me atrajo, ya te digo que era muy joven. Y cuando llegaron los minivestidos y ¡la minifalda! de Mary Quant, caí embrujada ante aquellas nuevas modas. No lo pude evitar.
No para de hablar; ¿adónde nos llevará esto? – se preguntaba Cristina.
Pero antes de que esto ocurriera te contaré una anécdota de aquellos primeros años de nuestra estancia en Italia –continuó doña Soledad a quien la perplejidad de Cristina le tenía sin cuidado.
Habíamos viajado a La Toscana. Ya sabes esa maravillosa zona italiana llena de palacetes y jardines lujuriosos. Viajamos en un descapotable rojo, lujurioso también, con el embajador de Alemania y Caterine, su esposa. Yo había amigado con ella nada más llegar a Italia, éramos como almas gemelas. Durante el viaje me contó, prensa rosa lo llaman ahora, los rumores que corrieron durante años por toda La Toscana en relación a nuestros anfitriones, los señores Martinelli, Albert y Christine.
Más o menos la historia o anécdota que me contó es la siguiente:
- Elizabeth nació cuando ya nadie esperaba que el matrimonio de Albert y Christine, ¡qué casualidad se llamaba como tú! –exclamó la anciana elevando la voz-, pudiera tener hijos. La criatura vio la luz del sol -como se suele decir, aunque la recién llegada lo ignorase- en los primeros días del mes de julio. Ni que decir tiene que la niña colmó de alegría la vida de la pareja, especialmente la de Albert, aunque entre sus íntimos comentase, en más de una ocasión, que hubiera preferido un varón que el día de mañana continuase con la saga familiar y con sus florecientes negocios. Albert pertenecía a la aristocracia italiana; su familia estaba emparentada con la antigua nobleza del país latino.
Estamos a mitad del siglo veinte, más o menos, hacia 1960. Albert y Christine residen en una hermosa mansión, en el centro de La Toscana, rodeada por bellos jardines y frondosos bosques. Vamos un sitio de película. Como es de suponer en la casa hay de todo: doncellas, cocineras, camareros, cocheros, empleados de las caballerizas y, claro está, un mayordomo, llamado Harry, que como su título indica es el “mayor –el que manda- en la domo (casa)”
-Te lo hago notar, mi niña, por si el latín no ha sido tu fuerte en la escuela, como suele pasar a la inmensa mayoría de los estudiantes, aunque imagino que tú, chica lista, si que conocerás estos términos. –aclaró Soledad.
Harry lleva dirigiendo la vida de la mansión desde hace unos quince años, pero antes fue hijo y nieto de mayordomos. Como se ve en aquellos tiempos también se heredaban este tipo de títulos, que como bien se sabe tenían gran importancia entre la clase trabajadora; los mayordomos seguían a sus señores hasta el fin del mundo si hubiese hecho falta. Y además lo tenían a gala. Así pues Harry llevaba unos cuarenta y cinco años compartiendo, desde niño, la vida de los Martinelli (he buscado un apellido muy italiano y teatral para dar más empaque a esta narración, no porque se me haya ocurrido de repente). Y de buenas a primeras desapareció. El día de su desaparición, casualidades del relato, la niña Elizabeth cumplía cinco años. Estamos en julio (¿recuerdan?), hace calor y la familia le tiene preparada a la pequeña de la casa una fiesta en los jardines de la mansión. Sin mayordomo las cosas se complican para el resto de los sirvientes que no saben muy bien cómo actuar.
La verdad es que he mentido (juego de palabras que no aclaran en sí demasiado): Harry no ha desaparecido; ¡le han echado! La señora Martinelli lo echó esta misma mañana sin dilación, sin dudarlo, sin demora, sin remisión, sin…¿motivo?
Todo empezó a primeras horas del día. A Christine le encantaba peinar la larga y sedosa melena rubia de su hija. Mimaba el cabello de la niña mientras le tatareaba una canción (iba a decir “canturreaba” pero me pareció poco aristocrático, mejor tatarear). Pasaba y volvía a pasar el cepillo, sujetando la empuñadura de plata con su mano derecha, mientras con la izquierda acariciaba el suave rostro de la infante. En un momento dado unos de sus largos y finos dedos (se me había olvidado escribir que Christine era una mujer elegante y de una belleza italiana cercana a la delicadeza sin caer en la ñoñería) resbaló sobre la naricita de su hija y algo muy…pero que muy serio le sobresaltó: topó con un ligerísimo y no perceptible a la vista (aún) abultamiento del tabique nasal, y claro recordó…, la verdad es que jamás se le había olvidado, lo sucedido casi seis años atrás. ¡Harry, el mayordomo, poseía un caballete en su aparato nasal considerable y desde luego inconfundible e irrefutable! Y pensar que lo que sólo fue un juego amoroso -mientras Albert cazaba en el otoño allí en sus bosques, tan cerca y tan lejos-, un desliz, una pequeña aventura, un momento de tedio, de soledad, de debilidad… bueno todo hay que decirlo: ¡ Un revolcón de padre y muy señor mío! Se podía convertir en una tragedia familiar. Christine no lo dudó y tomó por el camino más derecho: echar a quien un buen día quizás le dio un momento de intensa felicidad o al menos de placer. La nariz del mayordomo permanecería en su memoria como mudo testigo de aquel pecado reflejado en el rosto de Elizabeth que a medida que iba creciendo desarrollaba los rasgos faciales de su padre; claro que para entonces Harry estaba ya muy lejos y Albert había olvidado su rostro (el del mayordomo).
-Así me lo contó mi buena amiga Caterine. ¿Qué habrá sido de ella? Nos carteamos durante años, pero poco a poco la distancia…
Hoy con una operación de nariz del uno u el otro se habría arreglado el problema. (Creo recordar que esto lo has escrito en algún otro lado) Menuda parlanchina nos ha salido la abuela:-)
ResponderEliminarEn cuanto a la parejita me parece que la rutina se ha instalado pronto en la relación.
A ver por donde sales en la próxima. La intr'ga está servida.
Un abrazo y buena semana
Hola Katy. feliz semana también para ti. Sí, ya te dije que iba a ir recogiendo algunos de los cuentos ya escritos y que pueden ir cuadrando con la historia. Gracias por pasar. Un abrazo
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