viernes, 4 de abril de 2014

En el refugio de los sueños:LA MUJER DEL SOMBRERO (8)

Agosto finalizaba sin que el intenso calor se hubiera tomado unos días de descanso en la capital. Había un bochorno difícil de soportar a aquella hora en la que Cristina acudía, como cada tarde, a hablar con la señora Mendieta de Queirós como gustaba que la llamasen. Es curioso, a mí –pensó la chica mientras transitaba próxima a la vivienda de la anciana- casi me permite tutearla. Cruzó el portal y la mirada con Anselmo, el empleado de la finca. Un golpe de frescor agradable le golpeó el rostro nada más traspasar el umbral de las puertas abatibles cuyos frontales metálicos estaban primorosamente dorados con aquel producto mágico llamado “Sidol”. La botonadura antigua y conservada del ascensor presentaba el mismo aspecto de limpieza. En aquel lugar parecía que el tiempo se hubiera detenido y que a los modernos elevadores digitales se los hubiera prohibido la entrada. Suspiró mientras subía al ático.
        -Te noto triste esta tarde, mi niña. ¿Qué te ocurre?
        -Nada, doña Soledad, no se preocupe. Luis…mi novio, bueno no sé muy bien si lo es. Creo que no le quiero como debiera o él a mí…no sé, estoy hecha un lío.
       -Es que eres muy joven, mi niña. Tienes que vivir. No te ates a un muchacho todavía, será difícil que te salga bien, por no decir imposible. Vive, sal con chicos y chicas de tu edad… experimenta… pero eso sí, con cuidado. Yo estaba ya casada, llevaba siete u ocho años, y lo hice… experimenté –dijo quedamente intentando que Alfredo no la oyese, como si éste pudiera hacerlo desde el otro mundo-. (Cristina abrió la boca y los ojos al mismo tiempo). Y no era fácil en aquellos tiempos: la  buena moralidad, a veces falsa, y la decencia, entre comillas, estaban muy extendidas. También te diré que hubiera sido incapaz de hacer sufrir a mi esposo, al que quiero con locura, pero… no sé, aquel italiano me embaucó con su palabrería; bueno en realidad era cubano pero vivió casi toda su vida en Italia, su familia procedía de esa península. Era escritor. Fue muy famoso por aquellos años en que nos conocimos y posteriormente aún más. Hace años que murió…unos veinticinco o quizá más. Se casó con una belleza: Esther, argentina. Atractiva, morena, sensual; lo tenía todo. Hicimos también buena amistad, la llamábamos familiarmente “Chichita”; no se perdía ninguna fiesta: Su esposo solía ser el invitado de honor a toda reunión que se preciase. Había que aparentar aunque interesase poco. Era la cultura. Ya sabes la hipocresía también reinaba por entonces. Pues sí, mi niña, tuve un “affaire” con aquel hombre. Yo tenía unos treinta años y él era algo mayor, unos treinta y cinco. Que yo sepa aún no conocía a Esther. Era un hombre libre, pero yo no, y aún así caí rendida a su forma de hablar, a aquellos ojos negros como tizones, a su piel cobriza, caribeña, y a la elegancia que emanaba .Vestía sin estridencias pero muy “gentleman”; lo recuerdo siempre de blanco. Duró poco, dos o tres meses…suficiente…
        Cristina escuchaba con los ojos abiertos, sin pestañear. Hacía tiempo que no tomaba apuntes en su cuaderno. Le interesaba más la historia que cualquier cosa que pudiera anotar, no quería perderse ni una palabra.
       …En un momento de cordura supe que debía abandonarlo. Sabía que era lo mejor. Sé que él trató de  acercarse a mí pero no lo permití. Me escribió numerosas cartas que no contesté. Las troceaba después de leerlas. Tan sólo guardé una, la última que escribió. Lo hizo empleando el pasado, sabedor de que lo nuestro era innegociable. Ésta –dijo sacando un papel doblado y amarillento de entre las hojas del libro que parecía vivir con ella-:
           "Se fue sin un  adiós. Me abandonó como se abandonan los zapatos viejos. Sin hacer ruido. Debió de hacerlo descalza. Siempre le gustó andar así por la casa, por nuestra casa. Nunca olvidaré aquellos pies desnudos, inocentes, blancos, frágiles… y largos, muy largos, al menos a mí siempre me lo parecieron. Ella siempre fue así: imprevisible. Era lo que más me gustaba de nuestra relación. Nunca te daba motivos para aburrirte; el tedio no le pertenecía. Si tuviera que describirla sería una mariposa llena de colorido, de vistosidad, de ligereza. Así eran sus manos, se movían a velocidad inasible. No paraban un segundo, ni cuando estaba tranquila sentada en aquella butaca de orejeras, tapizada a cuadros, leyendo. Cuando leía, fumaba, y el humo del cigarro dibujaba  “huellas en el aire”(* frase de Mateo Iglesias Sampedro (8 años)). Sus manos siempre me intrigaron; a menudo me preguntaba cómo era posible que sirvieran  para acariciar mi piel con aquella suavidad que me llevaba al arrobamiento y al mismo tiempo anduviesen entre cazuelas preparando aquellos guisos de su tierra. Mi abuela, respondía cuando le preguntaba. Hasta entonces sólo me había abandonado para urdir  entre fogones la olla podrida con la que agasajarme, poderosa le llamaba ella –nombre que siempre intrigó a mi ignorancia culinaria-, o lentejas medievales, o aquella  sopa que llenaba de olores de carne, huevos, patatas y cebolla la pequeña cocina de nuestro apartamento. 
        Su cuerpo era de apariencia endeble al mismo tiempo que fibroso cuando estallaba en movimientos rápidos y armónicos; exhalaba una fuerza interior difícil de adivinar para quien no la conociera. Así era ella, y mucho más.
       Ahora se había marchado. No me sorprendió su partida, su huida. Hubiera preferido vivir con ella toda una eternidad, pero desde que la conocí presumía su abandono. Sí diré que  me extrañó mi desconsuelo,  precisamente porque sabía de él desde un principio y no debiera haberme dolido, aunque mi mirada estuviera fija en la calle, en el vacío, en la nada, desde aquel ventanal de nuestra habitación, durante muchos minutos, sin pestañear: recordando. Me dejó solo, muy solo…abatido,  desamparado, preguntándome cada minuto que siguió a su huida si alguna vez había existido aquella mujer de  mirada verde y penetradora.
     Recorrí toda la casa huérfana de ella, de su cuerpo, de sus manos, de su olor; aquellas paredes dejaron de pertenecerme cuando ella partió. Algo se había roto definitivamente. Estuve despidiéndome del que fue nuestro refugio  tan sólo unos meses. Cada habitación seguía oliendo a ella, a ese perfume que siempre llevaba. ¿Lavanda, tal vez? El olor de la última cena que preparó, quizás para que no le olvidara,  aún viajaba por el techo del salón. Un recuerdo más, sin duda, que no acertaba a salir por las ventanas.  Había alguna foto, claro. Pero su presencia era más profunda; parecía flotar en el aire. No estaba, por mucho que la anhelase se había ido. Nada me dejó escrito, tampoco lo hubiese esperado. Ella era así: como la brisa. No obstante algo olvidó: su último beso depositado en aquel pañuelo de papel, abandonado en el borde del lavabo, con el que se acarició la hermosura de sus labios poco antes de partir, de marcharse para siempre".
    Pues esa fue una ...experiencia... de la que tampoco me arrepiento, mi niña, y es que la vida a veces te pone en situaciones que no puedes evitar... o no quieres, claro. Pero tú ten cuidado, no sigas los consejos de esta mujer pasada de moda. Pero eso sí: ¡Vive!, que nadie lo haga por ti. Así no te arrepentirás nunca de nada.


2 comentarios:

  1. Vaya destape de sentimientos. Parece que hay una gran complicidad entre estas dos mujeres a pesar de la edad. ¿Hará caso Cristina de los consejos de doña Soledad? Hay diferencia porque ella fue una transgresora y la actualidad de Cristiana es bien diferente. Permisiva en cuestión de moral. Me ha encantado el capítulo.
    Un abrazo y buen finde

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  2. Hola Katy: a ver por dónde salen los tiros; yo tampoco lo tengo muy claro. Bueno tengo esta semana para ir madurándolo. Nos vamos a Alicante a tomar el sol, algo que a mí me gusta poco y a mi esposa le encanta. Hasta dentro de unos días. Un abrazo, Katy.

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