lunes, 24 de marzo de 2014

En el refugio de los sueños: La mujer del sombrero (6)

Pienso que no estoy haciendo las cosas bien –comentó Cristina a Luis-. No estoy llevando a cabo una labor propiamente periodística. Creo que…
 -¿Cristina, aún no has empezado a estudiar en la universidad y ya quieres hacer periodismo de investigación? No me parece que debas ir por ese camino. Sigue hablando con esa señora; haz las cosas poco a poco.
         - ¡Luis, la única que habla es ella! ¡No lo entiendes! Me resulta muy agradable escucharla, pero siento que necesito más. Voy a tratar de enterarme cuál es, fue - rectificó-, su vida. Su mundo actual ya lo conozco, lo que me espera puede ser apasionante. Estoy segura que ella sólo me cuenta anécdotas; soy yo la que debe profundizar. Lo malo es que el verano se acaba y en breve tendré que dejar de ir a su casa –añadió con cierta tristeza.

Aquella tarde cuando María Consolación abrió la puerta a Cristina hizo un significativo gesto de petición de silencio llevándose el dedo índice a los labios. La señora duerme  – informó a Cristina en voz baja – y es posible que hoy se eche una buena siesta; los martinis de esta mañana le han debido de sentar mal –dijo mientras se dirigía hacia la cocina, seguida de cerca por Cristina.
      -¿Tanto bebe? – se atrevió a preguntar Cristina.
      -No, la verdad es que cada vez menos, pero la edad ya sabe señorita. Lo que realmente le gusta es hablar, sobre todo de su marido; cuando está con sus amistades no para de hacerlo. Yo creo que sufre mucho pues no soporta su pérdida. Estoy convencida de que quiere aparentar el desconocimiento de su muerte como si fuera un…un…
       -¿ Un mecanismo de autodefensa?
       - Sí, eso, ya le digo no para de hablar.
       -Ya, eso he podido comprobarlo. Oye, María Consolación – Cristina entendió que era un buen momento para indagar -, ¿cómo se llamaba el marido de doña Soledad?
       -¿El Cónsul?  Alfredo Azpilicueta Otamendi. ¿Por qué?
       - No, Consolación, por nada, no te preocupes, es por si la señora me pregunta – contestó Cristina mientras tomaba nota en su cuaderno, del que no se separaba.
       - ¡Qué andáis cuchicheando! –sonó la voz de doña Soledad a sus espaldas asustando a las dos mujeres.
       - ¿La hemos despertado, doña Soledad? Lo siento.
       - No mi niña, sólo descansaba. Me ha debido sentar mal el calor de este mediodía, y eso que nunca abandono el sombrero. Ven, vamos al salón.
       Apenas se apoyaba en el bastón. Cristina pudo observar, caminando detrás de la anciana, que ésta iba erguida, sin dar muestras de decadencia física. El usar la silla de ruedas sólo era una estratagema  para salir de casa con más celeridad y acomodo; por lo demás no se notaban sus ochenta y seis años de vida.
       Doña Soledad se dejó caer en el sillón de mimbre emitiendo un suspiro, sin duda un ardid más para que la contemplaran.  Iba a comenzar a hablar, siguiendo su costumbre, pero esta vez Cristina se le anticipó para preguntarla:
- ¿El señor Azpilicueta, cuándo fue nombrado Cónsul de España en el extranjero?
       - Fue en Italia, creo recordar que en el año 1955 ó 56. Tendría que mirar documentos, pero sí fue por aquellos años. No, en el cincuenta y cinco llegamos pero Alfredo era sólo agregado a la embajada. Su ascenso llegó un par de años más tarde. Hay fotografías que nos sacarían de dudas. ¡Italia, Roma, qué gran ciudad! ¡Qué fiestas!
Casi todos los días, mi niña. La música era eterna, como la ciudad. ¡Y qué belleza! Aún veo pasar ante mis ojos aquel lujo. ¡Cómo nos admiraban a Alfredo y a mí! Éramos el centro de atención. Aquel español moreno de ojos verdes y tan apuesto era el deseo de muchas italianas. ¿Verdad cariño?´-alzó la voz mientras volvía la vista hacia el pasillo- Y yo, con aquellos vestidos de Balenciaga que había llevado hasta Italia; claro que allí la moda era una forma de vida; el vestirse bien para cada ocasión era una costumbre que el círculo de amistades, donde empezamos a movernos, no abandonaba jamás. Y, claro, también contaban mis veintiocho años. ¡Hay, quién los pillara de nuevo! Pero no creas Roma también era una ciudad de contrastes, como toda Italia. La moda cambió mucho por aquellos años, ya te contaré, ya. Te decía que cuando salíamos a pasear no nos importaba movernos por otros ambientes distintos a los que estábamos acostumbrados. Te contaré una historia con la que nos encontramos al poco de llegar a ese país. Verás:  Existe en Italia, en la bella ciudad de Nápoles, un barrio antiguo, quizás el más antiguo de toda la ciudad, cuya empinada calle de cantos rodados desemboca en el mar. El mediterráneo besa los pies de este barrio humilde como pago de tributo que se merece. El humeante Vesubio se alza frente a las ventanas de las casas. Casas que si bien muestran en sus fachadas el paso de los años, poseen la magia que otorga la visión del mar y del volcán. A través de dichas ventanas se cuela la luz azul y el aire dorado por el mediterráneo. Pues bien en el centro de este barrio hay un local que tiene por nombre: “El bar del café pagado”.
       La historia de este bar se ha ido aposentando gracias a que hace muchos, muchos años, a un cliente asiduo, le dio por dejar pagado un café al primer necesitado que entrase a pedir una limosna o algo de comer para combatir sus necesidades. Desde entonces algunas personas dejan al marcharse:”Un café pagado”. La mayoría de los días  algún vecino de este barrio pregunta desde la puerta: “¿Hay café pagado? Si la respuesta de dueño del local es afirmativa entra en el bar y sin hacer ruido toma ese café que un alma hermosa le ha obsequiado; en caso contrario cierra la puerta y volverá sin duda al día siguiente. Juran quienes conocen la historia que nunca solicitó el café quien pudiera pagarlo. 
       Como es lógico, nosotros también dejamos un par de cafés pagados.

2 comentarios:

  1. Que buena idea, me ha encantado la historia de “El bar del café pagado”. Estaría bien que lo pusieran de moda en todos los bares y que la gente que lo necesitara pudiera acceder a ellos y no solo café sino algún bocadillo. Lo que pasa es que la picaresca....
    Sigo con interés la historia.
    Un abrazo

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  2. Hola Katy: sí, esta historia ya ha trascendido hace años; en España hay algunos bares que cuentan con clientes lo que aquí se llama el "Café Pendiente". Lo del bocadillo supongo que habrá que hacerlo a título individual cuando alguien te pida para comer; si no lo que dices: la picaresca tan española. Me encanta seguir contando contigo. Un abrazo.

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