No había forma de aflojar aquella dichosa tuerca. Siempre sucede lo mismo - pensé-, debe ser el principio de Peter. Cuando de tornillos, tuercas, llaves de calefacción o cualquier otro elemento se trata, siempre hay alguno que se rebela, como si tuviera vida propia. Estaba revisando, uno por uno, los radiadores de todo el complejo. Notaba el sudor de mi cuerpo y aquel maldito dolor que me perseguía desde hacía meses se iba aposentando en mi espalda. La forzada postura en la que me encontraba realizando mi trabajo también contribuía. Me puse en pie y el malestar fue remitiendo a medida que me estiraba y daba a mis riñones un suave masaje con las palmas de las manos. Mientras el dolor se iba aliviando me entretuve en observar a las personas que se encontraban en aquella sala.
Habían llamado de la Diputación de la ciudad solicitando, para examinar la calefacción del centro asistencial de ancianos que al parecer no funcionaba correctamente, un fontanero. El centro situado a las afueras de la ciudad, en un lugar de privilegio dentro de un bosque de abetos, más parecía un lugar de vacaciones que una residencia. Esa era la impresión que producía el exterior del edificio; en su interior, por el contrario, mandaba la cruda realidad. Numerosos ancianos parecían dormitar en aquella estancia. En una hilera de sillas, junto a las paredes, vivían en otro mundo. El silencio era brutal; tan sólo algún carraspeo rompía la monotonía. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido y únicamente se esperara a la muerte desde la abulia, sin desesperación. Algunas monjas transitaban por las salas; iban de una a otra, también en silencio. El ruido que producían las zapatillas se confundía con el eco que devolvía hasta mis oídos aquel caminar lento. De vez en cuando aquellas monjas de cofia, delantal y medias blancas, que más parecían enfermeras, susurraban, en el oído de alguno de los ancianos, palabras que aparentaban dar ánimos y que alegraban, momentáneamente, el semblante de quien las escuchaba o parecía escucharlas. Entonces fue cuando le vi.
Junto a una de las ventanas y en una mesa, estaban cuatro hombres jugando a las cartas. Ninguno de ellos levantaba la mirada fijada sobre los naipes. En un principio dudé que fuera él, pues el contraluz con el exterior no me permitía apreciar con claridad su rostro, que se encontraba frente a mí y de espaldas al amplio ventanal. Aunque sentado, y una vez constado que se trataba de mi padre, comprobé que estaba mucho más delgado. Le temblaban las manos cada vez que depositaba una carta en el tapete verde. Los ojos parecían perdidos y el labio inferior, ligeramente caído, sujetaba el palillo que desde siempre llevó entre los labios. Antes de acercarme, y mientras le seguía observando, intenté recordar cuándo había sido la última vez que había estado con él. ¿Veinte años? Sí, yo tenía entonces treinta y tres, lo recordaba porque fue a la edad que me casé con Julia, y fue aquel mismo año; el año que mi padre me echó de casa gritando por el hueco de la escalera que no quería volverme a ver jamás. Y todo porque yo amaba a aquella mujer y él nunca entendió que pudiera querer a alguien que ya había estado con otra persona y que tenía un hijo, al que no deseaba tener por nieto. Más tarde comprendí que fue una mezcla de orgullo y egoísmo lo que le llevó a tomar aquella actitud; sin duda no deseaba quedarse solo. Mi madre había fallecido el año anterior y su único hijo le abandonaba. Lo entendí tiempo después cuando quizá ya no tenía solución. Veinte años, y ahora lo encontraba en una residencia de ancianos, mucho más mayor a como le recordaba, jugando a la baraja (recordé que siempre había odiado los juegos de azar). Seguro que él pensaba lo mismo de mí; solemos ver el paso del tiempo en el espejo de los demás. Pero no, Ignacio, mi padre, no me reconoció. Levantó la cabeza, al igual que sus compañeros de juego, cuando les saludé. Buenas tardes, respondieron los cuatro al unísono y volvieron a centrarse en el juego. Tras dudar busqué la ayuda de una de las monjas que me informó que don Ignacio padecía de alzheimer. Me quedé mirándole desde lejos. Al poco rato me percaté que yo también tenía la mirada perdida.
Al día siguiente, una vez concluida mi jornada, me acerqué a él:
-Buenas noches, don Ignacio –saludé.
-Buenas días –respondió mirándome pero sin verme-. Aquí siempre es de día, señor, ¿no ve la luz que hay? –añadió desviando la mirada hacia la sala iluminada, con gesto malhumorado.
Estaba sentado en una silla, al igual que el resto de residentes, junto a la pared que comunicaba con el comedor. Era curioso observar como al ir acercándose la hora de la cena, los ancianos, ellos y ellas, se iban colocando en las sillas más próximas a la puerta del mismo. No creo que fuese el hambre los que les hacía obrar de esa manera, sino la costumbre que provoca la monotonía. Permanecían en silencio a la espera. Miré el reloj: eran las ocho y cinco de la tarde; sin duda no cenaban hasta y media. Tenía aún tiempo para intentar hablar con él.
-Don Ignacio, ¿no me conoce? –me atreví a preguntar.
-Sí, le he visto arreglar un radiador –contestó mirándome con fijeza por primera vez.
-Claro, se aproxima el invierno y hay que ponerlos todos a punto, para que no pasen frío usted y todos sus compañeros.
-Invierno ya. Sí, en invierno hace frío. En mi pueblo hacía mucho cuando yo era pequeño.
-¿Lleva aquí mucho tiempo?
-No me acuerdo, desde después del “subastao”, supongo.
-No, me refiero en esta residencia. En esta casa –rectifiqué para ayudarle en la respuesta.
-Desde chico, al venir del pueblo –contestó alzando los hombros en un gesto de resignación.
Desvió de nuevo la mirada, para fijarla en ninguna parte. Comprendí que debía dejarle en su mundo particular. Jugaba con un bastón. Me fijé en sus manos; aquéllas que alguna vez me habían abrazado, y no pude por menos que recordar aquellos momentos felices que había pasado con él. Las tenía largas y delgadas, como si el tiempo se hubiera posado en ellas más que en el resto de su cuerpo. Venas oscuras las surcaban y el vello se confundía con las manchas negras de la vejez.
-Tengo que irme, don Ignacio, si no le importa, mañana, después de arreglar otro radiador –dije para que me recordara mejor- vendré a verle.
-Me miró y no dijo nada.
El televisor daba las noticias. Mis ojos fijos en la pantalla estaban perdidos entre aquella batalla de imágenes: escenas sangrientas de guerra o de algún atentado se mezclaban con países remotos donde la población se moría de hambre y sed, para pasar al segundo siguiente a mostrarnos la impudicia de la publicidad de los cosméticos o el bienestar de nuestro mundo. Julia se acercó por mi espalda y me abrazó tendiendo los brazos sobre mis hombros; me besó en el cuello. Volví la cabeza buscándole los labios. Sus besos seguían siendo apasionados.
-¿Te preocupa algo, Luis? –preguntó-. No has dicho nada desde que entraste en casa.
Le comenté el encuentro con mi padre. Tras su sorpresa inicial preguntó:
-¿Y que piensas hacer?
-No sé.
-Siempre opiné que debías haber intentado reconciliarte con él. Te lo dije desde el primer día.
-No me sermonees, Julia. Era tarde para hacerlo.
-¡Ahora, es demasiado tarde!
-Tienes razón, lo reconozco, pero ya no se puede hacer nada.
-No te apenó verlo así.
-Claro. Hasta recordé los buenos momentos, no creas. El orgullo, el jodido orgullo.
-También tú lo tuviste.
-Sí, pero yo traté de explicarle que te amaba; y él no lo entendió. Creo que nos hemos demostrado a nosotros mismos que teníamos razón, ¿no crees?
-Por supuesto, sólo que eso nosotros ya lo sabíamos entonces, y jugábamos con ventaja.
-¿Qué quieres decir?
-Nada; que éramos jóvenes y no dudábamos de lo nuestro, y él se quedaba sólo. Tú mismo me lo has dicho.
Hablé, en el transcurso de los días siguientes, con el médico que atendía a mi padre y me confirmó que su enfermedad se encontraba en un estado intermedio. Olvida las cosas y no tiene recuerdos cercanos, pero sí es capaz de evocar su niñez o hechos concretos que deambulan por su cabeza y a veces, sin que se sepa el mecanismo, salen a la luz - me explicó-. Por lo demás –añadió- su salud es buena; estable sería la palabra. Puede estar así muchos años o agravarse de forma repentina. Como sabrá no conocemos todas los manifestaciones de esta enfermedad. Cuando llegó aquí vino voluntariamente y se encontraba bien. Nunca nos dijo que tuviera hijos ni ningún familiar. No indagamos pues su pensión cubría los gastos de atención. Lleva aquí varios años; al principio era muy activo. Creo que no necesitaba estar en esta residencia, pero él insistió en quedarse. Sí, parecía temer la soledad.
La tarde que mantuve la conversación con el médico, encontré a mi padre de mejor humor. Estaba de pie junto a una ventana y miraba al exterior. Había hecho un día luminoso y el sol en su declive comenzaba a alargar las sombras de los abetos. Una especie de tenue neblina azulada comenzaba a envolver el parque. Don Ignacio, como todo el mundo le llamaba en la residencia, no pareció oír mis pasos al acercarme. Me situé junto al cristal del ventanal, a su lado. Giré la cabeza y mis ojos se encontraron con los suyos en el reflejo del cristal. No parecían perdidos. Miraba intensamente el paisaje, como si algo le interesara de verdad.
-Hoy no es de día –dijo sin apartar su mirada del exterior.
-Pronto anochecerá –contesté.
-¿Cómo lo sabe?
-Siempre ocurre.
Retiró la mirada del cristal y clavó sus ojos en los míos; por un momento creí que me reconocía. Estuvo así unos instantes. Confieso que me costó mantener su mirada. Volvió a sus ensoñaciones colocando las palmas de las manos sobre el cristal.
-Hace frío- dijo-, y las metió en los bolsillos del pantalón.
-Sí –contesté haciendo el mismo gesto de complicidad.
Permanecimos así unos minutos unidos por el vaho que se iba formando en el ventanal y que nos apartaba del paisaje exterior. Aquella neblina me servía de pantalla donde recrear mi niñez junto a mi padre. Caí en la cuenta de que, cuando rompimos, en realidad hacía ya mucho tiempo que nos habíamos distanciado, quizás no de forma premeditada, pero mi alocada juventud seguro que incidió en que mi padre no viese con buenos ojos mi forma de vivir por aquellos años. Y ahora estaba allí, junto a mí, sin reconocerme. ¿Le habría dado yo el cariño que él debía haber necesitado por aquellos años? La conciencia me dictaba que no. Lo de mi madre fue diferente, estuve más unida a ella. Había más calor en sus brazos, en su mirada, en sus consejos, que aunque nunca seguí, tampoco nunca olvidé. La relación con mi padre sólo existió en mi niñez. Ahora, al verlo ahí ensimismado con el exterior, dudo si él la quiso tener conmigo. Pero algún poso debió quedar de todo aquello, pues ahora quisiera romper aquel cendal que cubrió mi juventud y poder darle lo que necesitó en aquellos primeros años de nuestra separación.
-Don Ignacio, ¿ha tenido usted hijos? – le dije extrañándome de mi propia y repentina pregunta.
-¿Hijos? –preguntó a su vez volviéndose de costado, mientras me miraba de arriba abajo.
-Sí, ya sabe, mujer, familia, hijos…
-Creo que tuve uno…pero se fue. Mujer, seguro que no; estaría aquí conmigo…¿ No cree?
-Seguro que sí. Y su hijo, ¿por qué se fue, se acuerda?
-No sé, debimos discutir. Pero de eso hace mucho tiempo. Yo era muy pequeño no paraba de corretear por el pueblo; era lo que más me gustaba: correr y subirme a los árboles del abuelo Damián, el de los aceiteros. Claro que usted no debía de conocerlos. No recuerdo haberle visto nunca por el pueblo. Además allí no se usaban las calefacciones como aquí; todo lo hacíamos con leña en la chimenea. Por eso no estaba usted allí.
-No me trate de usted don Ignacio, tráteme de tú; ya nos conocemos.
-Sí, te veo arreglar radiadores todos los días. ¿Es que no sabes hacer otra cosa?
-La verdad es que no –contesté asombrándome yo mismo de mis incapacidades.
-Vaya aburrimiento, todo el día dándole a las tuercas. ¿Es que tu padre no te enseñó algo más divertido?
Recordé que esta era su forma de aleccionarme cuando era pequeño: creando una situación de duda o negativa en mi cabeza. Pero quién era yo para echarle en cara nada. A nadie nos preparan para ser padres. Yo creo haber educado a Roberto lo mejor que he podido y pienso que le he querido, desde el principio, como si fuera hijo mío. Pero todo ha sido de una forma intuitiva, sin que nadie me explicara, me enseñara nada. Era más culpa mía que de mi padre el que no nos hubiéramos llevado bien; ahora comenzaba a entenderlo. Cuando nos fuimos separando, ya tenía capacidad suficiente para darme cuenta. ¡Veinte años perdidos, por no ceder, por mantener mi ego por encima del suyo! ¿No hubiera valido más tratar de convencerle de mis razones, que abandonar su casa, mi casa al fin, de un portazo? ¿Era aún tarde para reconciliarme con él, me preguntaba? Quizás no.
-Ignacio.
-¡Don Ignacio! - protestó mirándome con fijeza a los ojos.
-Don Ignacio, ¿y si le dijera que usted y yo nos conocemos desde hace muchos años? Cincuenta y tres, bueno quizás algunos menos.
-¿Había guerra entonces? –preguntó no sé si sorprendido por el número de años o por qué.
-No, había terminado muchos años antes.
-Yo estuve en la guerra; tenía una escopeta.
-Entonces usted era muy pequeño, era un niño.
-Pero estuve en la guerra. En el pueblo hubo una guerra. Venían camiones llenos de soldados con escopetas. Yo tuve una escopeta.
-Estaría usted jugando con sus amigos del pueblo.
-Y, usted de qué pueblo es –me preguntó.
-Del mismo que el suyo. De Marmolar del Monte.
-No, tú eres el que arreglas los radiadores. ¿Te crees que soy tonto? En mi pueblo nadie arreglaba radiadores.
Era difícil hablar con él, pero intuí que no me rechazaba, que le gustaba mi compañía.
-Ignacio, don Ignacio –rectifiqué a tiempo-, yo conocí a Teresa, una mujer muy guapa que vivía en Marmolar del Monte. Le quería mucho a usted. Iba por su casa. Le hacía la comida. Yo le vi, alguna vez, bailar con ella el día de la fiesta de su pueblo.
-Alguna fresca sería, si iba mucho por mi casa. Raro es que padre no la echara –dijo con vehemencia.
-Ya le he dicho que le quería. Le gustaba estar a su lado. Yo a veces también estaba con ella. Pero ¿se acuerda usted de su padre?
-No me voy a acordar: Ramón, el abuelo Ramón le llamaban en el pueblo.
-Tiene usted buena memoria para algunas cosas, don Ignacio.
-Sí, menos para las que no me acuerdo –añadió sin dar importancia a tan certero comentario- ¡Ah!, déjate ya de tanta conversación que me está empezando a doler la cabeza.
-Tiene usted razón, mañana seguiremos hablando.
-Adió, hijo, adiós – se despidió sacando la mano del bolsillo y moviéndola en el aire a modo de saludo.
-Me volví, mientras me alejaba, con los ojos vidriosos: aquel “hijo” me había llegado al alma.
Hola Rafa, la entrada duele. Duele recordar cuantos hijos y padres han vivido y vivirán esta situación generacional. La mayoría jóvenes y viejos no se comprenden porque cada uno quiere llevar el agua a su molino. Ninguno cede. Antes menos. El padre era el Patriaca. Hoy tampoco las relaciónes son mejores. Lo padres deben ceder el testigo, si desean seguir formando parte de la vida del hijo.
ResponderEliminarTu relato es tan real que invita a reflexionar, sobre la realidad de la vida a veces tan injusta. Nos gustaría arreglar las cosas cuando ya no tienen remedio. Muy bien narrada tu historia, no le falta detalle... incluído el arrepentimiento.
Un abrazo
Hola rafa: No sólo has conyado una historia bastante habitual por el famoso orgullo, sino que las has tratado de una forma (utilizando la enfermedad) que refuerza, más si cabe, lo que querías transmitir.
ResponderEliminarEnhorabuena. Un relato fantástico.
Hola Kaky:
ResponderEliminarPor desgracia suelen ser bastante habituales estas situaciones hoy en día, sin duda auspiciadas por como se mueve la sociedad. No nos da tiempo a pensar en que lo primero de todo son las personas que nos rodean. Gracias por pasarte por tu casa. Un abrazo.
Hola Fernando:
ResponderEliminarLe comentaba a Katy que por desgracias vienen siendo habituales estas situaciones. Pero bueno lo mío no es más que una historia un poco triste. Gracias Fernando por continuar con tus visitas. Felices días. Un abrazo