Esperó hasta verlos salir de aquella casa. Iban los tres juntos unidos por los brazos. El hombre en el centro con el sombrero ligeramente ladeado. Se pararon junto a un “Mercedes bi-plaza”. La mujer del pelo ensortijado subió a él y se alejó con un brusco acelerón. El hombre del sombrero y Leonor la vieron partir. Vio como Leonor se apretaba más al hombre y echaban a andar calle abajo. No pudo impedir seguirlos a corta distancia por la otra acera. Les oía hablar aunque no supiera lo que se decían. También escuchó sus risas. Los celos no podían evitar aquel extraño comportamiento suyo. Una idea le vino a la cabeza; tenía que seguir a Ángela. Afortunadamente ésta había tenido que detener su coche en un semáforo próximo y su coche estaba cerca de allí. Casi la pierde de vista pues el Mercedes iba rápido por aquellas calles desiertas. Se situó a prudente distancia. Ángela salió de la ciudad. Veinte minutos de recorrido le llevaron, tras el coche de Ángela, hasta una pedanía en la que sobresalía un soberbio edificio rodeado por un bello jardín. La iluminación exterior permitía divisarlo desde la distancia. Un muro de un metro de altura rodeaba el complejo en cuya puerta de entrada, ubicada bajo un arco, se podía leer: “Hotel El Molino”. Ángela cruzó la portada y dirigió su coche hasta la puerta principal del establecimiento. Un empleado, tras bajar la mujer, tomó el coche y éste desapareció de la vista de Alberto.
Se quedó pensativo tras parar su vehículo nada más atravesar el arco de piedra. Arrancó; las ruedas emitieron un leve crujido sobre las piedras del camino. Condujo hacia la puerta de entrada del hotel bordeando un pequeño jardín central. Otro empleado salió y le franqueó la puerta. Se dirigió a recepción y pidió una habitación para pasar la noche. Vio como Ángela, que aún no se había desprendido de su cazadora de cuero, besaba a un hombre elegantemente vestido y charlaba con él de forma distendida tras sentarse en dos cómodos sillones dispuestos en el vestíbulo. No podía apartar su mirada de aquella mujer, no porque la considerara excesivamente bella o atractiva, sino porque había algo en ella que le irritaba.
-¿Qué tal el día, cariño? – preguntó Ildefonso a Ángela en cuanto sus labios se separaron de la boca de su esposa.
-Bien, normal vamos. Los chicos del instituto cada día dan más guerra. ¡Menos mal que ya llegan pronto las vacaciones de navidad! –suspiró para añadir-: por cierto, ¿qué callado tenías la oferta de empleo a mi hermano? Estaba radiante de felicidad.
-Lo hará bien, estoy seguro. Además es un buen tipo. ¿Cuándo te lo ha dicho? Estuvo aquí a primera hora de la tarde para aceptarlo; se le veía inquieto con la responsabilidad, pero creo que logré persuadirlo de sus preocupaciones.
-Estuve con él… y Leonor esta tarde, después de las clases, en mi casa; allí me lo contó.
-¿Y el coche nuevo, ya te has hecho a él?
-¡Ya sabía yo que me olvidaba de decirte algo!
-¡Serás…!
-¡Ja, ja, ja…¡ -rió Ángela mientras abrazaba a Ildefonso-. Gracias mi amor es el mejor regalo que me han hecho en mi vida.
-Ten cuidado, corre mucho.
-Descuida, soy muy feliz.
Ángela, por pura intuición, volvió la cabeza hacia el mostrador de la recepción y sus ojos se cruzaron con los de Alberto. Se sintió observada.
Alberto miraba por la ventana de la habitación del hotel. La visibilidad era escasa a primera hora de aquella mañana; una fina lámina de niebla se pegaba en los cristales y hacía dificultoso ver el jardín exterior. El “Mercedes” azul se aproximó, surgiendo tras de aquella neblina, y el conductor lo detuvo en la puerta de entrada. Ángela subió, llevaba la misma cazadora del día anterior y un portafolios en su mano derecha. Emprendió la marcha hacia la ciudad. Para entonces Alberto ya sabía que Ángela y su marido eran los propietarios de aquel hotel. Pero ¿qué tenía que ver aquella mujer con Leonor? –se preguntaba-.
Tenía tiempo aquella mañana en la que había decidido y a ver a su hija Nuria al instituto. Bajó al comedor a desayunar y se dispuso a leer la prensa del día. En un momento de la lectura levantó la vista del periódico y le pareció reconocer al hombre que caminaba junto al dueño y al director del hotel. Le distrajo el sobrio sombrero que llevaba en la mano. ¿Era posible que se tratase del mismo individuo que la noche anterior había visto del brazo de Ángela y Leonor? Demasiada casualidad –pensó-, y volvió sobre el periódico. Leyó un artículo sobre maltrato a las mujeres que le sobrecogió. Pasó a la página de deportes. No había noticias sobre el fútbol argentino, cayó en que allá, como él aún decía, era verano y que por lo tanto el torneo de apertura del campeonato aún no había comenzado. Acá en España el Madrid va el primero en la liga, vamos como casi siempre –pensó sonriendo.
A las doce y media del mediodía, Alberto se encontraba en el exterior del instituto dónde estudiaba Nuria. La vio salir alegre, casi gritando entre una pandilla de chicos y chicas. Se acercó a ella. Nuria lo vio venir y su rostro mudó.
-¿Qué haces aquí? –le espetó mirándole con fijeza a los ojos.
-Venía a hablar contigo –contestó el padre tomando a su hija del brazo.
-Tú y yo no tenemos nada de que hablar –dijo Nuria zafándose de la mano de Alberto.
-Si tan siquiera quisieras escucharme…
Algunos de los chicos y chicas del instituto habían hecho corro alrededor de padre e hija y comenzaron a levantar la voz increpando al hombre. Una voz se alzó por encima de las cabezas de los alumnos:
-¿Qué demonios pasa aquí? –preguntó airada.
Las cabezas se volvieron hacia la mujer que había hablado. Alberto vio entre las cabezas de los chicos el pelo rizado y los ojos, que ya le eran conocidos, de aquella mujer que tanto le irritaba.
-Nada señorita Ángela –dijo Nuria-, es mi padre pero ya se iba.
Alberto se hizo paso entre los chavales. “O sea que además es profesora de mi hija, cada vez lo entiendo menos” –iba diciendo para sí mientras se alejaba. Volvió su cabeza hacia el grupo de estudiantes y su mirada se volvió a encontrar con la de Ángela que la mantuvo fija en sus ojos.
Ángela lo vio alejarse y una gesto de desagrado se marcó en su rostro. Esos ojos pertenecían al hombre que se hospedaba en el hotel de su marido. Sin duda era demasiada casualidad como para no empezar a sospechar algo serio. Los comentarios que Mari Leo le había hecho la tarde anterior acudieron a su memoria y nada bueno le hicieron presagiar. En principio aquel hombre no había cometido ninguna ofensa: pernoctar en un hotel e intentar hablar con su hija no eran motivo de censura, pero la coincidencia de que ese hombre la hubiera estado observando en su propia casa la hizo sospechar. Ángela era inteligente y barruntaba que la actitud de aquel hombre no era del todo razonable. Estaría alerta.