jueves, 1 de octubre de 2009

El día que me echaron de la mili.

Han pasado muchos años, demasiados diría, pero aún lo recuerdo. Sí, a mí me echaron de la mili. Me explico: tenía veinte años en el 67, y por aquellos años se hacían las milicias. Estoy a favor de la desmilitarización, pero en ocasiones pienso que esos meses no estaban del todo equivocados. A los veinte años, quizás ahora debamos rebajar la cifra a los dieciocho años, los jóvenes son, por pura lógica, atolondrados. La vida se ve sólo en una dirección, la que lleva cada uno, y esto hace que no se mire más allá. Hoy en día quizás a ese atolondramiento haya que añadirle unas buenas dosis de pérdida de valores, de acomodamiento... Se dice que a los jóvenes de hoy se les han puesto las cosas demasiado fáciles: desde casa, la propia sociedad, la escuela. No sé si será del todo cierto, pero algo de ello debe de haber cuando se insiste tanto en esa situación.
Con lo que escribo quiero decir que cuando a la juventud que me toco vivir nos llamaban "a filas", algo se rompía. La mili actuaba de acicate para el cambio. Teníamos veinte años y con los meses que pasábamos en el ejército, el cambio se realizaba. Siempre había un sargento, un capitán que te obligaba a hacer aquello que no te gustaba o no te interesaba. ¿Autoridad, disciplina, las dos cosas a la vez? El caso es que cuando te licenciaban algo había surgido que te había hecho recapacitar, y ya no eras el joven atolondrado de meses atrás. La ruptura había sido violenta, pero no siempre negativa. Excuso decir que estoy comentado sobre la mayor parte de los jóvenes. Excepciones siempre hay. Yo también viví situaciones por aquellos días, y vi como compañeros no soportaban aquello y su única vía de escape era la bebida. Daba lástima comprobar como les afectaba. Sucede que hoy en día, yo al menos lo veo así, el joven llega a los dieciocho, a los diecinueve, a los veinte, y no sufre ese corte en su vida, y prorroga su forma de mal entender la vida algunos años más; hay casos que en demasiados años. Y esto creo que no es bueno para la sociedad. ¿Quiero con esto decir qué la mili era la panacea universal en donde todos los problemas de la juventud quedaban solucionados? De ningún modo. Deberían existir otros métodos para disuadir a la juventud de ciertos comportamientos.
Yo no lo pasé mal en el campamento, aunque no me gustó en absoluto. Hice amigos, algunos aún lo son. No aguantaba las comidas. Comía únicamente bocadillos. Me repateaba la instrucción; nunca entenderé el motivo de aquello. ¿Para qué? Me parecía una pérdida de tiempo. ¡Si ahora no van, que me devuelvan aquellos quince meses! Pero a pesar de todo me acostumbré a aquella monotonía.
Llevaría cerca de un mes en el campamento cuando un buen día me echaron de la mili.
¡El recluta Bartolomé Marín, que se presente de inmediato en el puesto de oficiales! Y allí me fui, rumiando qué habría hecho, o si sucedería algo en mi familia. Cuando entré en la oficina el sargento y el capitán de guardia se echaron a reir. Yo no entendía. Debía de ser mi forma de vestir, pero en aquel acuartelamiento había cuatro o cinco mil personas vestidas igual.
¿Así que usted se llama Raquel Bartolomé? Me preguntó el capitán.
Yo, a colores.
En su partida de nacimiento figura usted como mujer. ¿Lo sabía?
Debí de enrojecer... y balbucí: no mi capitán, no lo sabía.
En el ejército no admitimos mujeres (profeta, habrá llegado lejos), así que tiene usted que aclarar su situación.
Y que quiere que haga, me atreví a decir, ¿no pensará mandarme bajar los pantoles?
Le hizo gracia, afortunadamente.
Graciosillo (bueno esto no recuerdo si lo dijo así). No, tiene usted que marcharse a su casa y volver, antes de una semana, con la partida de nacimiento correcta.
Ni que decir tiene que tomé el tren aquella misma mañana y tarde en regresar los siete días justos. En el juzgado fue lo que tardaron en cambiar aquel nombre de Raquel por el de Rafael.

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