¡Va! ¡Ya va! Por qué demonios no se irán a dormir cuando dios manda en lugar de dar tanto la tabarra, y con el frío que hace.
El “chuzo” golpeaba rítmicamente el empedrado de la calle. Su sonido a aquellas horas se podía escuchar desde la distancia. El balanceo del cuerpo de Agustín, maltratado por los años, hacía tintinear el manojo de llaves colgadas en su ancho cinturón de cuero atado a su guardapolvo grisáceo. Una gorra de plato con visera negra de caucho engrandecía su menuda cabeza.
¡Ya va! ¡Ya va!, repetía mientras se iba acercando a la sombra que esperaba impaciente a la entrada del portal número ocho. Agustín vio en la oscuridad la camota del cigarrillo encendido. Es Hilario -se dijo-, ya sólo quedan dos: don Celso y Mercedes, la puta.
-Buenas noches, Hilario. Qué, de echar la partidita de los jueves. No perdona usted ni una, haga frío o calor.
-Sí, Agustín de echar la partidita, pero se equivoca en una cosa: en esta ciudad todos los días del año hace frío, sea a una hora u otra. Fíjese usted, ya estamos en mayo y mire el relente que hace.
-Tiene razón. Es que esta ciudad la pusieron mal, yo siempre lo he dicho; ¡aquí en pleno páramo! Si la hubiera fundado, el Porcelos ese, que vaya usted a saber si fue él, un poco más abajo, junto a Duero, la temperatura sería mejor que aquí.
-¡Si no es la temperatura!, es el viento señor Agustín, que no hay quien lo dome. Bueno basta de cháchara, me voy a dormir.
-Buenas noches señor Hilario que descanse, ¡ah!, y de recuerdos a su santa.
-De su parte, pero será mañana que a estas horas estará en los brazos de Morfeo.
-Pero que guasón es usted. ¡Pues no dice que Benita está en brazos de Marcelo!
-Hasta mañana Agustín –dijo Hilario sonriendo.
Meneando la cabeza Agustín se dirigió de nuevo hasta la panadería de Basilio. Allí se estaba bien. El horno desprendía calor y el olor a harina y pan recién hecho resultaba agradable. Además siempre había lugar para la charla acompañada de una copita de buen orujo.
-¿Era don Celso? –preguntó Basilio.
-No, era Hilario. Hoy es jueves –contestó Agustín.
-Ah, tienes razón, otra vez jueves. Te has dado cuenta, Agustín, lo rápida que pasa la vida, con lo que cuesta pasar el día a día.
-Sí, es una incondruentia.
-Incongruencia, Agustín, se dice incongruencia.
-Bueno eso…como se diga. Don Celso estará al caer, sino se ha caído ya…ja,ja -río con ganas nuestro hombre.
-Sí el día menos pensado le va a matar uno de esos colocones que coge a diario.
-Sólo le vi sereno…, mira como yo –volvió a reír Agustín con más ganas-, el día que se casó su hija. ¡Qué guapa iba de blanco! ¿Cuántos años tendrá?
-Ahora unos cuarenta –respondió Basilio.
-¡Coño, digo don Celso!
-No baja de los setenta.
-Por ahí andará… Escucha… ya llama, puntual como un clavo a pesar de los riojas.
¡Va! ¡Ya va! y volvió a sonar el chuzo sobre el empedrado.
Agustín caminaba cabizbajo. Levantó la cabeza al escuchar unos tacones de mujer que se aproximaban, era Mercedes que acompañaba o más bien sujetaba a un caballero elegantemente vestido con un traje de cuadros que se veía por debajo de una gabardina clara sin abotonar.
-Don Celso, ¡qué bien acompañado viene usted hoy! –exclamó sonriendo Agustín mientras ayudaba a Mercedes a sujetar al hombre.
-Sí, ayúdeme por favor –dijo la chica- me lo he encontrado trastabillando por el puente de Santa María, y no he podido por más que acompañarlo hasta su casa. Ya sabe aquí en el barrio nos conocemos todos.
-Ya, hija, ya… ¿y por si cae algo, claro?
-Que mal pensado es usted. Me ha dicho al venir que quiere que le acompañe a la panadería de Basilio a tomar la última copita, el muy borrachín; y además una tiene su horario.
-A esta niña yo la llamo La Cenicienta –intervino don Celso mientras se dejaba llevar.
-¿La Cenicienta? – preguntó Agustín-. ¿Por qué? –volvió a preguntar.
-Pues porque todas las noches llega tarde a casa –dijo don Celso después de hipar y soltar una carcajada.
-Además para que usted lo sepa me voy a casar con ella.
-Ande, ande –dijo Mercedes-, que no está usted en sus cabales.
-El vino ni cumple palabra, ni guarda secreto –apostilló Agustín-, que se lo dijo don Quijote a Sancho.
-¡No le sabía yo tan instruido! –apostilló Mercedes.
-Uno, que estudió enfrente de un colegio de pago –contestó el sereno sin complejos.
-¡Basilio, Basilio! –entró gritando don Celso en la panadería-. Una copita de orujo de ese que tienes guardado bajo el mostrador, perillán
-¡Joder, ya estamos todos! ¡El sereno, la puta y el rufián!
-¡Un respeto –protestó Mercedes-, que ya no estoy de servicio!
-¡Ah, usted perdone doña Mercedes! –dijo Basilio mientras inclinaba el cuerpo por la cintura haciendo una reverencia a la chica.
-Mercedes, ¿te quieres casar conmigo? –soltó don Celso mientras se dejaba caer sobre un taburete.
-¿Aún sigue usted con eso?
-Yo creo que habla en serio –comentó Agustín-. Mercedes piénsatelo que es un buen partido.
-¡Pero si podría ser mi padre!
-¡Tampoco te pases! –dijo Basilio.
-¡Bueno te casas conmigo, o no! ¡Qué no tengo toda la noche!
-¿Aquí? –pregunto Mercedes siguiendo el juego a don Celso.
-Por qué no –intervino Basilio-. Tenemos el novio, la novia, la autoridad aquí presente –añadió señalando a Agustín-. Disponemos del pan para la celebración y el vino –bueno orujo que es igual-. Y yo puedo hacer de oficiante. No nos falta de nada.
-Pues venga no perdamos más tiempo –señaló don Celso mientras intentaba ponerse en pie-. Lo único malo es que no sé si esta noche voy a poder consumar el acto pues estoy ligeramente mareado.
-No te preocupes cariño, yo te ayudaré…¡ah! por sólo cuarenta duros.
Basilio, Mercedes y Agustín se echaron a reír mientras don Celso echaba una cabezadilla sobre la mesa rebozándose de harina.