lunes, 1 de junio de 2009

En el refugio de los sueños: Los zapatos.

¿Cuál es el número de tu habitación? -me preguntó.
Había llegado a Madrid aquella misma tarde. Dos o tres veces al año nos impartían cursos de adaptación a las nuevas tecnologías en los respectivos departamentos del banco. Cada curso duraba una o dos semanas; los que yo recibía eran siempre de quince días pues mi negociado, el departamento de extranjero, era, con seguridad, el que más capacitación requería. Nos reuníamos empleados de todas las capitales del país. Nunca éramos menos de treinta personas. Estos cursos y las consultas telefónicas que manteníamos, casi a diario, entre nosotros, hacía que tuviéramos una buena relación de amistad, además de la profesional.
El Hotel Reina Victoria de Madrid, pasaba por ser uno de los más lujosos de la capital. Situado en la Plaza de Santa Ana era considerado el hotel de los toreros. En el amplio vestíbulo había pinturas de tauromaquia y estaba, supongo que aún seguirán allí, expuestos trajes de los diestros( siempre me he preguntado si ninguno será zurdo o si se les llama de esa guisa por ser hábiles en su trabajo, que confieso desconocer y no interesarme en absoluto). Allí estaba, en mi habitación con la maleta encima de la cama aún sin abrir, mirando por el alargado ventanal hacia la plaza que bullía de gente aquel luminoso atardecer de primeros de octubre. Madrid contagia su alegría cuando la visitas. Vivir en ella supongo que será más complicado. Miraba las terrazas de las cervecerías cuando me acordé de llamar a mi esposa.
-Hola, cariño, ya he llegado...Sí, el viaje bien; no es lo mismo que venir en tu coche, pero ahora resulta más cómodo no tener que preocuparme por él... Sí, sí, donde te dije, enel Hotel Reina Victoria. Si alguna vez venimos a Madrid con los niños te voy a traer aquí; es una maravilla... Sí, supongo que muy caro...¿Qué cuál es el número de la habitación? Espera a ver que la tarjeta la he dejado en el conector de la luz y no me acuerdo...¡Ah, que llaman en tu puerta! Bueno ya te lo diré cuando te llame por teléfono para contarte como va esto. Un beso, cariño...y a los niños.

Deshice la maleta. Guardé la ropa. El otro par de zapatos que había llevado lo coloqué en la parte baja del armario y el maletín del aseo en el baño. Me peiné y bajé a la cafetería del hotel por ver si encontraba a algunos de los compañeros que sin duda ya habrían llegado. En efecto varios se encontraban allí. Nos fuimos, cómo no, de cañas por los alrededores. El que no haya tomado alguna vez unas cañas en Madrid, ha perdido una buena parte de su existencia como ser humano.
A las siete sonó el despertador. Tenía la garganta estropajosa. Es lo que tiene la abundancia de cerveza -pensé-. Una buena ducha me despejó. Desayunamos en buen ambiente. En el comedor apareció Rosa, a la que había echado en falta la noche anterior. Nos llevábamos bien. La conocía de varios cursos y, cuando teníamos algún problema con el trabajo, nos llamábamos; no es que no lo hiciera con otros compañeros, pero entre Rosa y yo había una cierta confianza que sin duda, al menos a mí, me gustaba. Vivía en Bilbao y trabajaba en la oficina principal de la capital vasca. Estaba casada, y su marido iba siempre a verla el fin de semana de cada cursillo y lo pasaban en Madrid.
Rosa se sentó en la mesa que compartíamos varios compañeros. La noté mala cara. Acabo de llegar -dijo-. Terminamos de desayunar. Ella no probó bocado. Salimos en varios grupos hacia la sede del banco, en la calle Ceraceros, no muy lejos del hotel.
Al llegar al vestíbulo, Rosa se acercó a recepción y se puso a hablar con la persona que atendía en aquel momento. Por pura intuición me llegué hasta alli. Supuse que las maletas que se encontraban junto a ella le pertenecían.
-¿Ocurre algo? -pregunté.
-Nada, que cuando he llegado me han dicho que han tenido un error con las habitaciones, y que no hay ninguna disponible. Me dicen que tengo que ir a otro hotel de su cadena... el Hotel Madrid. Que está cerca de aquí, en la calle Carretas. Pero ¡coño! -exclamó con lógico enfado-, es un fastidio tener que coger ahora las maletas e irme hasta allí, vengo cansada: levantarme temprano, el avión, el taxi hasta aquí, y ahora el curso.
-¿Y no se puede hacer nada? -consulté con el recepcionista, algo de por sí obvio.
-Según ellos, no -contestó Rosa.
-Se me ocurre una idea. Subimos las maletas a mi habitación y te instalas allí. Cuando terminemos esta tarde en el banco, venimos, hago mi maleta y me voy yo al otro hotel. Supongo que ustedes -pregunté- no tendrán inconveniente en ordenar la habitación y que se quede en ella la señora; somo de la misma empresa como ya habrá comprendido.
-No, por supuesto, no hay problema, y le agradecemos su atención -contestó el recepcionista con cara de satisfacción.
-Pero, Luis -protestó Rosa-, no quiero causarte ningún trastorno.
-No es problema, no te preocupes, para mi es un placer. A la tarde lo resolvemos.
Los días fueron transcurriendo según lo previsto. De ocho de la mañana a dos de la tarde nos impartían el curso, y a partir de las cinco y hasta las ocho solíamos revisar las aplicaciones informáticas de la mañana. La informática estaba en sus comienzos en aquellos años y para todos nosotros constituía un tabú bastante difícil de superar sin ayuda; no tanto el manejo de los ordenadores, como la plasmación del trabajo diario, y casi a mano, que hacíamos en la oficina,a un programa que ahora teníamos que formar bajo unos criterios que no eran fiables para nosotros. El tiempo disiparía aquellas iniciales dudas. El trabajo necesitaba de concentración y rigor, pues de regreso a nuestros puestos de trabajo nos quedaríamos solos ante el peligro. Lo sabíamos y éranos conscientes de nuestra responsabilidad.
El teléfono de la habitación doscientos doce sonó repetidamente. Rosa, recién salida de la ducha, corrió desde el baño a atender la llamada. ¿Dígame?...¿Luis? -preguntó una sorprendida voz al otro lado de la línea-...¡Ah, Luis!. No, no está aquí. Sí, esta es la habitación doscientos doce, pero Luis no está... No, le han informado mal, Luis no está en este hotel... Sí, este es el Reina Victoria, pero Luis no está...¡Ha colgado! -dijo Rosa posando el auricular en el teléfono.
Por activa y por pasiva trate de aclarar el entuerto a mi llegada a casa después de terminado el cursillo. Qué difícil es hacerse entender cuando la parte que debe escuchar, simplemente no atiende más que a su corazón. Caí en el error de tratar de disculpar algo que de por sí no precisaba de ninguna justificación, puesto que con el simple relato de los hechos debía de haber sido atendido y entendido. Pero al amor verdadero, cuando existe, no es fácil darle explicaciones. A día siguiente el tiempo había puesto, mas o menos, las cosas en su lugar. Los asuntos del corazón suelen tener también sus dudas razonables. En esas estábamos cuando al deshacer mi equipaje eché en falta los zapatos que había dejado en la parte inferior del armario de la habitación del Reina Victora. Sin duda con las prisas del cambio de hotel me los había dejado olvidados allí. Llamé al hotel y me contstaron que no habían retirado ningún par de zapatos de la doscientos doce. Tuve, esta vez sí, que dar explicaciones a mi esposa de mi olvido y la reticencia regresó a su ánimo; lo noté en sus ojos, pero nada dijo. Un par de días después recibí en la sucursal del banco un paquete procedente de la sucursal de Bilbao: eran mis zapatos; no pude por más que soreír.
Hoy, unos veinte años después, estoy seguro de que mi esposa todavía recuerda la nota que venía en la caja de zapatos y que yo no había visto:"Querido Luis te envío los zapatos que olvidaste en "nuestra" habitación. Hasta el próximo curso. Besos de Rosa".

3 comentarios:

  1. que bueno Rafa. me da la sesacion de que eso te ha pasado ¿no?

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  2. ¡¡¡¡BUENISIMA!!! Que divertido papi, pero a ti esto no te ha pasado por que me estoy imaginando a mamá, UFFFFFFFFFFFFFFFFF.
    BESO.

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  3. excelente, son esas cosas que me hacen recordar a mi padre, a mi vida,no hay nada mejor que ocurra una cosa así,para ver el verdadero amor.abrazos

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