lunes, 8 de junio de 2009

En el refugio de los sueños: Viajar sin billete.

Siempre me dio por viajar. La mayoría de las veces sin pretenderlo. Ya desde niño viajé mucho. No recuerdo con exactitud cuándo fue la primera vez, porque debía de ser muy pequeño. Los recuerdos son frágiles y siempre olvidamos aquellos que no nos fueron favorables. Son como los perfúmenes; a la mayoría se los acaba llevando el viento. Quisiera adentrarme más allá del recuerdo más lejano que poseo, pero me estanco en el rostro de dos personas mayores, quizás porque fueron las primeras que conocí en aquellos viajes iniciales: él tenía barba y el rostro afilado y albino, y ella con la cara redonda y siempre sonrojada que me sonreía cada vez que nos veíamos. Eran amables, pero hablaban raro; las palabras que pronunciaban yo no las había escuchado jamás, claro que por aquel entonces apenas si sabía hablar, pero me sonaban extrañas, distintas a las que escuchaba y ya casi entendía, en la casa de mis padres. En aquel primer viaje, de mis recuerdos, vivíamos en una casa de campo muy clara en la que entraba el sol de mañana, también se oía un ruido acompasado surante todo el día, a veces aumentaba de intensidad; más tarde me enteré que lo llamaban "el mar" o algo parecido, "la mer" podría ser. Las paredes de mi habitación estaban empapeladas de color verde con jarrones dorados por filas y de arriba a abajo, yo las veía de abajo a arriba, ya he dicho que por aquel entonces era muy pequeño. No me gustaron desde un principio. En aquella casa se oía música durante todo el día. Yo, claro, no la entendía, pero dejó en mí un poso que con los años me creó hábito, y que hoy agradezo el viaje aunque sólo sea por aquel sonido.
En este primer viaje y el que soy capaz de recordar tengo la sospecha de que hubo algunos más, pero pertenecen al reino del olvido.
En el segundo viaje las cosas cambiaron mucho; me refiero a lo que estaba acostumbrado a ver y lo que iba descubriendo por aquellas tierras. Las primeras personas con las que conviví siempre eran mayores, claro que a mí casi todas las personas me parecían mayores por aquellos años; debía de tener alrededor de diez, y, Mario y Julieta, me llamaban "bambino". No lo entendía muy bien, creía que era una especie de mote. En Burgos me llamaban "chiri" los amigos del barrio, con los que compartía los días. Los meses que duró aquel viaje, salía con frecuencia de casa. Íbamos en un coche "Fiat"que recordaba a los "seat seiscientos españoles"; siempre me llevaban en brazos: los brazos de Mario, conducía su mujer, fueron mi primera y última silla de coche para niños. Julieta me enseñaba a todas sus amistades. Hablaban mucho. Yo apenas entendía lo que decían. Ella y Mario les contaban dónde me habían conocido y los lugares que habían visitado conmigo. A mí sólo me sonaban los cercanos a mi domicilio: el Espolón, la Catedral, el río Arlanzón; de lo demás no me enteraba y apenas si prestaba atención. En aquella casa, oscura por cierto, solía ir un niño, más joven que yo, que en cuanto Julieta me presentaba, no hacía más que arañarme. Marcelo, que así se llamaba ese salvaje, era su nieto. Por la educación que había recibido en casa de mis padres, no me atrevía a responderle con sus mismas armas. Venía a casa de "la mamma" con su madre, Graciela, la mujer más hermosa sobre la que he posado mis ojos. Los suyos eran transparentes y la mirada se perdía en su interior. Fue mi primer gran amor. Soñaba todas las noches con que llegara el día de volver a verla. Venía poco por casa de sus padres por lo que, para mi tristeza, la veía muy de tarde en tarde. Mi enamoramiento se fue debilitando; el amor, como la amistad, precisa de contacto. También estaba la diferencia de edad, pero eso entonces no contaba para mí
Cada vez viajaba más lejos. Un día me vi rodeado de montañas. Desde las ventanas de la casa se podía ver el mar, no, era un lago, un lago grande; no había olas, pero sí pequeñas embarcaciones con mástiles que parecían rozar el cielo. Las casas, de madera, eran como yo las imaginaba en los cuentos que me contaba mi mamá antes de dormir. Tenían las ventanas llenas de flores y desde allí yo veía el jardín de vez en cuando. En algunas ocasiones, Edgber, una mujer gruesa que olía a pan recién hecho, se sentaba en su hamaca y tomaba el sol en el balcón que daba al jardín, un prado verde lleno de margaritas y protegido por una valla pintada de color blanco. La veía sonreír recordando, seguro, momentos dichosos.
Otros muchos viajes me acompañaron, día a día, desde aquél ya lejano primer recuerdo. Sería largo y tedioso recordarlos todos. Me he hecho mayor y me sigue gustando viajar; en mis fotografías invito a mi casa a personas de lejanos lugares que ahora se convierten en improvisados viajeros y se quedan sorprendidos de mi tierra.

2 comentarios:

  1. Hace años cuando trabajaba en turismo idee un slogan que decía "a lo largo del tiempo sólo los viajes permanecen" y resumía un poco todo lo que has contado en el post. me ha gustado mucho. un abrazo

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  2. Es curioso como me recuerda tu relato a el libro de Dario Fo "El país de los cuentacuentos" sobre todo en su comienzo. Creo que no o has leido, recuerdame que te lo preste con V.
    Enhorabuena me gusta mucho como describes y evocas recuerdos, sensaciones y olores.
    Beso.

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