Existe en Italia, en la bella ciudad de Nápoles, un barrio antiguo, quizás el más antiguo de la ciudad, cuya empinada calle de cantos rodados desemboca en el mar. El Mediterráneo besa los pies de este barrio humilde como pago del tributo que se merece. El humeante Vesubio se alza frente a las ventanas de las ventanas de las casas. Casas que si bien muestran en sus fachadas el paso de los años poseen la magia de la visión del mar y del volcán. A través de dichas ventanas se cuela la luz azul y el aire dorado por el sol mediterráneo. Pues bien en el centro, más o menos de este barrio hay un local que tiene por nombre: "El bar del café pagado".
La historia de este bar se ha ido aposentando gracias a que hace muchos, muchos años, a un cliente asíduo, le dio por dejar pagado un café al primer necesitado que entrase a pedir una limosna o algo de comer para combatir sus necesidades. Desde entonces algunas personas dejan al marcharse: "un café pagado". Raro es el día en que algún vecino de este barrio pregunta desde la puerta: ¿hay café pagado? Si la respuesta del dueño del local es positiva entra en el bar y sin hacer ruido toma ese café que una alma hermosa le ha obsequiado; en caso contrario cierra la puerta y volverá al día siguiente. Juran quienes conocen la historia que nunca solicitó el café quien pudiera pagarlo.
A Fidias, el gran escultor heleno, de cuyo arte sobresale la magnífica representación de la vestimenta en sus estatuas; estando esculpiendo las figuras del Partenón, le preguntaron el motivo por el cual tallaba con igual dedicación y pericia el frente y la espalda de las mismas, ya que ésta no la iba a ver nunca nadie.
La verán los dioses, contestaba Fídias.
De igual manera cuando estés pintando las paredes de tu vivienda, ordena correr los armarios para que los paramentos sean pintados en su totalidad, porque los verán los dioses.
Patio del Liceo Castilla, 10,45 horas de la mañana y 16,45 de la tarde, y hasta en punto. Un enjambre de chicos (entonces no existían los colegios mixtos, así nos ha ido. Hablo de 1957 más o menos) corre tras una pelota de goma. Varias pelotas, una por clase; calculo que cuatrocientos chicos, zapato más o menos gambeteábamos por allí esos "miserables 15 minutos". Habíamos bajado las escaleras lo más rápido posible, pero sin correr(allí debió inventarse la carrera de marcha); si nos veían corriendo, pitido y de vuelta a clase. No había que perder ni un segundo de partido. Estábamos divididos en dos grupos desde el primer día de curso por lo que no había que hacer equipos con el consabido: un pie otro pie, monta y cabe(si alguien no sabe de que va que me pregunte y trataré de explicárselo). Jugábamos veinte contra veinte, entonces las clases eran de cuarenta alumnos o más(vamos como ahora,¡y no pueden con ellos!). A mí me gustaban los días de lluvia, ya que sólo nos atrevíamos a jugar entre diez o doce chavales por clase y había más sitio para correr pegado a la cal y escupir el centro. El resto se quedaba mirándonos bajo los soportales del salón de actos y seguro que se reían de nosotros. ¡Tontos!, si supieran que con aquella lluvia que nos calaba los jerseys de lana nos fuimos vacunando contra la gripe y cualquier tipo de catarro posterior.
Pero eso sí tanto con lluvia como sin ella, a los quince minutos justos el maldito pito del hermano Castresana, un Marista que a mí me parecía muy mayor pues tenía el pelo blanco encima de una cabeza pequeña y que destacaba sobremanera de su sotana negra, atronaba el patio y hasta la pelota se quedaba triste; no digo que abandonada porque yo, no se muy bien el porqué, siempre era el encargado de subirla a clase. Desde mis recuerdos de niño juro que yo llegué a odiar a aquel fraile, que por otro lado nunca me hizo nada. Supongo que no le parecería poco lo del silbato dos veces por día y así durante una decada.
Esto es lo que yo llamo un tres en uno, magníficas historias que explican la grandeza del ser humano. Aunque bastante más joven, yo también tuve la suerte de jugar esos 15 minutos de fútbol descontrol. Y cuando mas me gustaba, como dices, es cuando sólo los que amaban el fútbol, salían a esas canchas embarradas, llenas de hielo y frías.
ResponderEliminarUn bonito recuerdo.
Abrazos
Gracias Fernando por acercarte hasta aquí. Creo que a mí me gusta tanto el fútbol porque me hace acordarme a diario de mi niñez. Un abrazo
ResponderEliminarFantasticas tres historia, papi. Gracias por escribirlas.
ResponderEliminarYo no he jugado al fútbol, pero si se lo que es pasar frio en el patio del cole.
Beso.