Edouard Manet fijó su mirada en los oscuros ojos de Victorine. La joven se encontraba recostada sobre la cama, completamente desnuda; únicamente una gargantilla adornaba su hermoso cuello. Su brazo derecho se apoyaba sobre un mullido cojín de terciopelo blanco, mientras que el izquierdo, a lo largo de su cuerpo, llevaba su mano insinuante hasta cerca del pubis. Pero su mirada parecía ajena a su desnudez, y se fijaba allí donde el pintor le había ordenado: sus ojos. Era la intensidad de esa mirada la que había estado buscando Manet; la modelo miraba fijamente al hombre. Las miradas se cruzaban, lasciva la de él, fría y distante la de ella. El cuerpo hermoso de la muchacha parecía haber sido esculpido por algún artista del renacimiento italiano. Sus formas rotundas, turgentes, sus firmes pechos, sus largas piernas. Toda ella invitaba a ser admirada. Y esto era justamente lo que Edouard hacía. No obstante, a Manet le faltaba algo en su obra, quizá una especie de homenaje hacia su diosa, y encontró en la naturaleza, como tantas veces, lo que buscaba: el homenaje a través de un lujuriante ramillete de flores que le traería una sirvienta de tez negra.
-Edouard -protestó Victorine-, creo que este cuadro no lo vas a terminar nunca. No cesas de mirarme, pero no veo que te dediques a pintar de una manera continuada. Me canso en esta postura y más si no te veo trabajar.
-¡Ay criatura¡ -suspiró Edouard-, a veces viendo tu hermosura me olvido de ser pintor. Me gustaría abalanzarme sobre ti ahora mismo. Pero dejémoslo para más tarde y demos cumplimiento a aquello para lo que el destino nos ha creado: pintemos -añadió con teatralidad mientras levantaba el pincel hacia el techo del taller.
Victorine sonrió, pero una mueca de cierto desagrado se fijo en su rostro.
-Edouard a veces pienso que te burlas de mí, que no me quieres; que sólo te interesa mi cuerpo. Al menos nunca me dices que me amas y me gustaría oírlo. Las mujeres necesitamos de estos pequeños detalles. Tú eres un artista y esa sensibilidad deberías mostrarla hacia mí de vez en cuando, ¿no crees?.
-Carpem Diem muchacha. Aprovecha el momento.
-¡No me hables en inglés!, Edouard. Sabes que no conozco ese idioma.
-Ya, ya veo que no lo conoces. Pero qué quieres de mí. No estás bien a mi lado. Nos divertimos, hacemos el amor, somos admirados por los demás. ¿No te fijas cómo te miran mis amigos? Estoy celoso de tu cuerpo. ¿Qué más puedo darte? Tienes mi compañía. Soy tu refugio. ¿Qué más quieres?
-Justo lo que no me das. Yo también estoy celosa. Celosa de todas las mujeres que te rodean: de Berthe, de Suzanne, de Eva, de Henriette. Sí ya sé que también son modelos; pero a mí, Edouard, siento que a mí me tratas como a una cortesana cuando me presentas a tus amistades. Nunca encuentro ternura en tu voz, ni apasionamiento por verme feliz. Desearía que me dijeras, con palabras o con hechos, que me quieres, que deseas que sea tuya para toda la vida.
-¿Para toda la vida? -protestó Edouard-. ¿Pero de verdad crees que hay alguien en este mundo que ame toda la vida? Jamás he tratado de que te sintieras una cortesana. Eso lo dejo para los demás cuando te ven en mis lienzos. Estoy seguro que así lo interpretan, los muy necios. Pero es porque no van más allá de lo previsto, de lo predeterminado. Estoy hablándote de pintura, no de mi interés por ti -vociferó Edouard al observar el rostro de la muchacha-. En cuanto a Suzanne, te lo he explicado más de una vez. Al menos ella no me increpa con insinuaciones infundadas. Tal vez me case con ella algún día si eso sirve para que tengas razón -añadió irónicamente-. Y, ¿qué pasa con Berthe? Pero vamos a ver: ¿Tú no has observado el número de veces que acude al estudio mi hermano Eugène? ¡Está enamorado de Berthe! ¿Dónde estabas el día que tocó repartir feminidad entre las mujeres?, o, ¿el sentido común? -añadió tras una leve pausa al ver el semblante de la joven.
-Sí, ya sé que no estoy a tu altura, ni a la de tus amigos. Ése es tu mundo, no el mío. Vosotros lo tenéis todo: sois cultos, no os falta el dinero, os relacionáis con el mundo de las clases altas. Yo, por el contrario, vengo de abajo. Valgo poco, es cierto, pero nadie me ha regalado nada. Tengo belleza, eso es todo. Pero un hombre como tú debe saber que las personas como yo también cuentan, que todos conformamos este mundo y que tenemos derecho a ser parte de él y de vivir en él, sin que seamos menospreciadas por los de tu clase. Me pregunto el porqué de las cosas. Por qué ha de tener más valor el talento que la belleza, o la inteligencia que la fuerza. Dios o quien haya sido nos ha puesto en esta tierra con nuestras virtudes y defectos pero en ningún lugar ha quedado escrito que ciertas cosas valgan más que otras; y el que piense lo contrario es un mezquino. Son los débiles los que han creado las normas, para que los fuertes no abusen de ellos.
Edouard estaba entusiasmado, jamás pensó que Victorine fuera capaz de soltar aquella avalancha de palabras seguidas. Y sin embargo allí estaba aquella mujer, desnuda e indefensa, ahora sentada en el borde la cama, con la mirada fija en él y con una expresión de ira en sus ojos.
-¡Bravo! -espetó dando sonoras palmadas-. Todo un carácter, Victorine. Es ese fuego el que busco en ti. Esa mirada. Esa sensación de tirantez en todo tu cuerpo.
-¡Bravo! - gritó de nuevo mientas sonreía y se acercaba hacia ella.
Ella le dio la espalda, se echó un chal sobre los hombros y salió corriendo de la habitación.
La contempló en su huida, sabía que le había ofendido, pero no hizo nada por retenerla, se quedó de pie unos segundos, solo con su mundo, y regresó a la banqueta tras el lienzo.
La atmósfera del taller era un matraz en donde se mezclaban los olores del óleo de la paleta del pintor, el tabaco de su inseparable pipa, el perfume que el cuerpo de Victorine había regalado en su desnudez y la combustión del gas de las lámparas dispuestas sobre las telas. Los lienzos, algunos de grandes dimensiones, se amontonaban en el taller. La mayoría de ellos relataban la vida y costumbres de la sociedad parisina y se hallaban contra la pared como si Manet hubiera deseado castigar a esta sociedad que tanto le negaba. Cerró los ojos y experimentó el placer de la soledad que en ocasiones tanto echaba de menos. Su vida siempre transcurría entre prisas. Ahora sin embargo se encontraba en una extraña paz, que le resultó cuando menos incómoda, puesto que en su cabeza bullía la agria discusión mantenida con Victorine. Pero pudo más el sosiego que sentía, quizá por eso no hizo nada por detener a la modelo, que ya vestida, abandonó el taller lentamente como esperando que él la retuviera.
El silencio se instaló en el taller. Edouard miró el lienzo y recordó las palabras de la modelo cuando le acusó de tratarla como a una cortesana, y no pudo por más que sonreír. Efectivamente su pincel la había representado como una joven cortesana que, desnuda en su cama, recibe el obsequio del lujuriante ramo de flores que le ofrece su sirvienta. Todo el cuadro estaba tratado con firmeza y con una amable luminosidad de tonos sonrosados, en contraste con el color de la sirvienta y la oscuridad del fondo del cuadro. Manet, a solas con sus pensamientos, recordó las Venus de Tiziano y de Velázquez, y comprobó con agrado que él había conseguido, al menos así lo creyó, reducir el empaque de la representación de las diosas de sus maestros, al simple talante de las mujeres mortales en el cuerpo de Victorine.
(Continuará 9)
Muy buena descripción de cómo se pinto el cuadro ¿fue así realmente?. Estupenda la forma de enfrentar las emociones humana y cómo se van encendiendo.
ResponderEliminarDe momento es quizás el relato que más me esté gustando de los que he leido . Un abrazo
Me encanta la ambientación, la descripción y todo las posibles conclusiones que sacas de los cuadros. En este caso de los ojos y la expresión de la modelo y las posibles palabras del pintor.
ResponderEliminarQue diferentes posturas pensamientos y actitudes hay entre estos dos amigos Edouard y Jean y el trato que reciben de ellos Victorine y Jenny.
Tienes una gran sensibilidad.
Un abrazo y feliz finde
Hola Fernando: al menos es así como yo lo imagino. Trato de meterme en la piel del pintor y de como las cosas surgen solas a través de su personalidad. No sé si acierto pero lo veo de este modo. Gracias por tu entusiasmo. Un abrazo
ResponderEliminarHola Katy: claro, así me resulta más fácil al estar los cuadros pintados y tratar de describirlos como si no lo estuvieran o en el proceso de la pintura. Las relaciones humanas suelen ser así; el amor siempre está alrededor de ellas. Gracias por tus comentarios me hacen sentir bien. Un abrazo.
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