miércoles, 3 de abril de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (4)

La música había envuelto con sus notas el paseo. Con sus últimos sones se fue estableciendo, poco a poco, el silencio. Fue tan sólo un breve instante, lo que tardó el numeroso público congregado aquella primaveral mañana en romperlo con sus aplausos. El ambiente en los jardines era de enorme tranquilidad. Las personas charlaban ahora, y se fueron haciendo corros numerosos entre familiares y conocidos. Cada domingo en esta época del año la burguesía parisina se echaba a la calle, y  acudía a escuchar el concierto al amparo de  la  frondosidad de los árboles. Bajo las marquesinas de los puestos de bebidas, sentados en veladores o sencillamente acodados en la pequeña barra, las gentes influyentes de la ciudad gozaban en sus relaciones sociales. Todo tenía su sentido estético; cada movimiento de alguna de las personas hacía que inevitablemente los grupos se tornaran más pequeños o por el contrario vieran enriquecido su número, pero el equilibrio se mantenía. Era una especie de vaivén apenas perceptible, pero real. Mientras los padres comentaban las novedades de la ciudad, los bulliciosos niños, a los que el concierto había maniatado en sus deseos infantiles, aleccionados por sus progenitores, daban ahora rienda suelta a sus ganas de jugar en tanto no se reanudase la música.
        -Fíjate, Victorine,  en esas dos damiselas envueltas en sus trajes amarillos y en las tocas azuladas que enmarcan sus rostros. ¿No parece adivinarse en ellas, una cierta inquietud ante nuestra mirada? Pensarán que nos estamos inmiscuyendo en su conversación, por otro lado imagino que banal, y que ello les molestará. Han fijado sus inquietantes ojos en nosotros, y ahora soy yo casi el ofendido -musitó Edouard, para continuar diciendo-. La más joven es la madre de las dos niñas ataviadas con esos enormes lazos rojos en los almidonados vestidos; juegan con la tierra ajenas a lo que les rodea. La mayor de las dos mujeres es sin duda la abuela; su mirada es más inquietante. Son burguesas como todo ese tropel de gente que se encuentra a su alrededor. Pero observa, Victorine, están todos al mismo nivel. No te parece curioso. Es un amasijo de personas que charlan de manera distendida en esta mañana de domingo. Nadie parece más que nadie. Conozco a la mayoría y te puedo asegurar que no están aquí sólo por el placer de oír la música. La luz y esta  atmósfera les envuelve, y es ésto lo que les iguala. Llenan todo el  jardín y forman un espectáculo de conjunto, al igual que una crónica mundana y casual. Seguro que algún articulista lo definiría así. Observa al arrogante caballero que está situado a la izquierda  de las damas, también nos mira. Parece que nos estuviera recriminando nuestro amor. ¿Tanto se nota? Quizá sea tu belleza lo que le tiene ensimismado. ¿Y qué me dices de los caballeros con sus sombreros de copa? Son todos iguales, nada parece distinguirles. La mayoría están de pie, no porque les apetezca, sino por guardar la compostura.
          Victorine, sonriendo, seguía con la mirada todo cuanto Eduard le señalaba.
         -Esa es la atmósfera que quiero captar en mis cuadros. Esa sensación visual. ¿La realidad tiene algo que ver con la naturalidad? No lo sé. Pero lo que estamos viendo es puro, no se establecen jerarquías entre esos personajes; y, observa, mira que plasticidad se intuye entre el amasijo de personas. Si alargas la mirada hacia el fondo del paseo verás que todo se difumina, deforma y  desproporciona. Nuestros ojos necesitan esta impresión de no-realidad para lograr esa visión de conjunto. ¿No lo notas?
         Victorine no dejaba  de admirar a Edouard.
         -Se ve que vives intensamente. Que  todo tiene sentido para ti –comentó-.  Yo no estoy a tu altura, tan solo soy una modelo que trata de ganarse la vida posando para vosotros. No entiendo vuestro mundo, en especial el tuyo, aunque poco a poco haces que me interese.  Si he de ser sincera mi mirada se detiene más en los sombreros que portan “les mademoiselles” y que parecen querer esconder sus fantásticos peinados, y en los modelos que visten. La mayoría de los vestidos son impresionantemente bellos. Los adornos de sus cortas chaquetillas...
         -La moda española –intervino Edouard-, que nos invade. Además, quién sabe lo que esconden debajo de sus pamelas. Tú insinúas que el peinado; yo creo que cada una de esas mujeres debe tener alguna historia que contar.
       -Pues me gusta esa moda. En cuanto a lo que sospechas no sé que decirte. Yo sólo me fijo en ellas y las encuentro elegantes, quizá un poco estiradas, pero elegantes.
        Manet no pudo por más que sonreír. Victorine reducía todo aquello que él  parecía descubrir en un fugaz instante, a la simple coquetería femenina. Pero le atraía desde el primer día que la conoció en el taller de Thomas Couture. Edouard Manet y su amigo Jean Guillement entraron en el estudio la fría mañana de noviembre en que la nueva modelo iba a posar para ellos. El primer contacto fue, al menos para Edouard, de indefinición. La modelo se hallaba  sobre una leve elevación que formaba el entarimado del suelo para poder ser vista, así, por todos los jóvenes pintores que acudían cada mañana al taller. Permanecía de espaldas a los alumnos y una tenue sombra la hacía poco perceptible a los ojos de Edouard, hasta que éstos se fueron habituando a la escasa luminosidad del lugar. Victorine portaba una fina camisa de algodón blanco que desde la posición de Edouard era como un punto de luz en la casi oscuridad. Llevaba el pelo recogido en un pequeño moño por lo que su cuello quedaba al descubierto, así como parte de su espalda y uno de sus hombros. Mientras Edouard se perdía en estos pequeños detalles, Victorine giró sobre sí con la gracia de quien está acostumbrada a posar y dio un pequeño paso hacia los alumnos. La suave luz que entraba por uno de las pequeñas ventanas la alcanzó y enmarcó su rostro ovalado, sus inquietantes ojos color miel y sus carnosos labios. Llevaba prendida  a un lado de su pelo una gran flor roja que armonizaba con el color del carmín de su boca. A una indicación del maestro Couture, Victorine se desprendió de su camisa y la luminosidad marmórea de su rotundo cuerpo pareció llenarlo todo. Manet lo recorrió con avidez. Fijó su mirada en la gargantilla que a modo de cordón portaba en su insinuante cuello; bajó por sus brazos percatándose en la pulsera que le transportó hasta el oriente. Sus ojos se fueron de nuevo hacia arriba, sin duda había sufrido algún olvido en el camino, y, efectivamente, el brillo dorado de la joya le había distraído de lo que más le interesaba, los pechos de la modelo: firmes,  profusos, sedosos, con los botones de sus pezones insinuantes, en armonía con el resto del cuerpo. Se detuvieron allí quizá más de lo necesario de cara al decoro y al buen gusto, pero sin duda el estímulo era lo suficientemente fuerte como para que nadie respetase las buenas formas en aquella situación. El reconocimiento visual del pintor no se quedó allí, siguió recorriendo el cuerpo hasta llegar a los pies de la modelo que se hallaban calzados por unas zapatillas de color dorado; el alto tacón  alargaba su cuerpo otorgándole sensación de una delgadez que en absoluto tenía.
       Manet se la imaginó recostada sobre almohadones de terciopelo blanco y un finísimo chal; la mirada de la modelo fija en él y las manos extendidas a lo largo de su hermosa figura. Pero Edouard siempre iba más allá, buscaba la perfección en todo lo que veía y deseaba trasladar a un lienzo. Estudioso de la obra de maestros italianos como Tiziano, buscó y halló en su ensoñación el contraste de las sombras con la luz, y de esta forma imaginó, o mejor contrapuso en su pensamiento el luminoso cuerpo de su diosa con figuras atezadas, que de esta manera añadiesen las sombras que necesitaba.
       -¡Señor Manet! –retumbó la voz del Sr. Thomas Couture-, tendría la bondad de abandonar la auscultación de la señorita Victorine y prestarnos un poco de su atención, o ¿es mucho pedir que baje del olimpo en que se halla y ponga los pies en la tierra?
        Se escuchó en el taller un murmullo de risas.
        Victorine no pudo por más que sonreír pues ella había sido la primera en percatarse de la avidez del alumno.
        Edouard sonrió también  y posó, de nuevo, los ojos sobre los de su diosa.
(Continuará 4)

4 comentarios:

  1. Siempre me he preguntado la relación que podía haber entre los pintores y sus modelos. Y posiblemente entre ellos nunca se contemple la palabra fidelidad. Sigue siendo muy bella la descripción que haces de la época y se nota que tienes conocimiento de pintura y pintores. Me encanta.
    Un abrazo.

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  2. Hola Katy: Supongo que en el mejor de los casos sería méramente profesional, pero sí es cierto que en aquella época francesa había muchos aires de libertad, de experimentar cosas nuevas y es de presumir que las relaciones amorosas estuvieran al orden del día. Me agrada te guste. Un abrazo

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  3. Me gusta como creas el ambiente para después llegar a alma de las personas. Me está encantando este paseo por la historia y las emocions.
    Un abrazo

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  4. Hola Fernando. De eso se trata de pasear por estas vidas tan apasionadas que nos hicieron la vida más bella; al menos a mí me lo parece. Me alegra te guste. Un abrazo.

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