Jean y Jenny mientras ascendían hacia Montmartre en silencio, pensaban el uno en el otro. Habían pasado una deliciosa velada en el Guerbois, donde la violinista continuaba trabajando cada noche. A veces el silencio se confundía con los rumores de la ciudad que aún, a esas horas, continuaba con su pálpito vital, y que ascendía hacia el lugar por donde transitaban. Era apenas un murmullo lo que llegaba a sus oídos. Jenny apretaba el estuche con el violín contra su pecho, pretendiendo que la librara del frescor que a esas horas se estaba aposentando, ya, sobre la ciudad. La noche era tibia pero el contraste con la temperatura del local se hacía sentir. Jean pensó entonces en la fragilidad que se percibía en la muchacha. Jenny era hermosa, con unos marcados ojos orientales que le recordaban en el color, a la menta. Era, tal vez, lo que más le había atraído de ella desde un principio. Su rostro ovalado y juvenil le acercaba, sin que supiera muy bien el porqué, al mundo clásico. La hermosura de su cuerpo estaba en la armonía de sus pequeñas formas. Sin ser una mujer atractiva llamaba poderosamente la atención a cuantos la contemplaban. La tristeza de su rostro era borrada por los delicados rasgos del mismo. Su pequeña boca, su diminuta nariz, poseían una belleza que no podía pasar desapercibida para nadie. Pero lo más interesante de su persona eran, sin duda alguna, sus manos de mariposa que volaban ágiles acompañando al arco del violín sin ningún esfuerzo. La música eran sus manos. Toda su fragilidad se volvía fuerza cuando interpretaba. Parecía volar; ausentarse del mundo. Cerraba los ojos y se dejaba transportar viajando con cada nota del violín. Sólo recobraba la consciencia cuando el último hilo de la última nota parecía haberse deslizado suavemente desde el instrumento hasta el aire y se había perdido allí entre la gente.
-Jean, ¿en qué piensas? - preguntó Jenny.
-En ti, Jenny, en qué podría pensar. Desde que te conocí no paro de hacerlo. Me has embrujado. Primero fue tu música, tus manos, tus ojos. Y ahora, a medida que te voy conociendo, mis pensamientos siempre giran en torno a ti, aunque creo que no permites que me acerque demasiado. Me gustaría que estuvieras más próxima; siento, a veces, que tratas de alejarte de mí; no en persona, pero sí en tus sentimientos. Me gustaría compartir contigo mis inquietudes y deseos, y, por supuesto, que tú me confiaras tus preocupaciones.
Jenny permanecía callada mientras caminaba. El suelo, fuera ya del centro de la ciudad, había perdido su típico adoquinado, y Jean y Jenny paseaban sobre la propia tierra, por lo que sus pisadas apenas eran audibles. El silencio les acompañaba y también los unía. Los ojos de la muchacha estaban acuosos, manteniendo el difícil equilibrio que haría brotar las primeras lágrimas. Jean advirtió la tristeza de su acompañante, y la tomó del brazo en un movimiento más de amistad que de deseo, aunque no estuviera exento de él.
-Debes perdonarme, Jean -susurró Jenny. Eres muy amable, sin duda el hombre más amable que he conocido.
-No, perdóname tú a mí. No soy quién para pedirte explicaciones. Mi intención no es molestarte. Pero me duele ver tu rostro triste, día tras día, y no poder hacer nada por evitarlo. Tan sólo si supiera...
Jean dejó de hablar, acababa de decir a la muchacha que no era quién para pedir explicaciones, y sin pretenderlo volvía a reclamárselas, y es que era tanto el deseo de comprender a Jenny que no podía evitarlo. Su boca volaba más deprisa que su mente. Además no podía quitarse de la cabeza a aquella mujer que le tenía totalmente absorto. Pasaba los días sin poder pintar en el taller, ante la incomprensible mirada de su amigo Edouard, que nada preguntaba por no perturbar a su amigo. Pero Jean si era consciente de sus sentimientos.
-Jenny, te amo -dijo sin soltar el brazo de la muchacha.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Jenny; sus manos apretaron con fuerza el estuche del violín contra su pecho, deseando que el instrumento formará parte de ella misma de una manera física, puesto que en espíritu ya lo poseía desde hacía mucho tiempo. Sus ojos dejaron escapar aquéllas lágrimas que venía conteniendo desde hace mucho tiempo. Su mente voló, como lo hacía su música en el Guerbois, retrocedió en el tiempo a unos meses antes cuando se sintió la mujer más sola del mundo.
La voz de Jean interrumpió sus pensamientos.
-Jenny, ¿qué te ocurre?, ¿por qué lloras? -Y mientras lo decía con voz quebrada, le entregó un pañuelo para que enjuagase sus lágrimas.
Jenny le tomó en sus manos y se lo llevó al rostro. El delicado algodón le separó del mundo por unos instantes, suficientes para que volviera el rostro hacia Jean y le mirase a los ojos. La escasa iluminación del lugar se interpuso entre sus miradas y los ojos de Jenny brillaron en aquella oscuridad.
-Jean, yo también te amo -contestó mientras sus labios se abrían en una deliciosa sonrisa.
Subieron la escalera entarimada que crujió ligeramente bajo sus pisadas. Jenny se apoyaba en el pasamano mientras Jean no dejaba de mirarla temeroso de que aquello que les estaba sucediendo no fuera sino un buen sueño, pero un sueño al fin. Pero no, era real. Estaban allí juntos, próximos sería la palabra adecuada. Era la primera vez que Jean sentía la cercanía de Jenny, hasta ahora tan distante. La joven se había abierto a él, con aquél: “Yo también te amo”. Aquellas cuatro palabras tan sencillas pero tan llenas de compromiso. Algo nuevo había nacido, y Jean lo presentía. Se sintió dichoso, quizá como nunca lo había estado en su vida.
El reloj de la pared dio dos campanadas en el momento que entraban en la pequeña habitación donde Jenny vivía. Sin hablarse se sentaron el uno junto al otro; sus ojos sí hablaban. Jenny había encendido la pequeña lámpara de gas que se hallaba sobre una mesa redonda, donde había únicamente un búcaro azul con un ramillete de flores silvestres; a la muchacha le encantaba recogerlas cada mañana por los alrededores del humilde boulevard en que se ubicaba su vivienda. Las flores daban una nota de color a la de por sí triste habitación. Un sutil aroma de albahaca se dejaba sentir en el aire, que de inmediato recordó a Jean el olor que siempre había notado en Jenny sin haberle reconocido hasta ese momento. Permanecieron en silencio, sin tocarse, pero tan cerca el uno del otro que la sola respiración parecía contener sus propios pensamientos.
-Debieras irte Jean -dijo Jenny en un susurro, pero sin querer tan siquiera considerar la posibilidad.
-Debiera -contestó Jean, quizá fuese lo más prudente-. Pero algo superior le retiene. Mira los profundos ojos verdes de su amada y ya no desea otra cosa que estar a su lado. Ya no piensa, su cuerpo es un fulgor que desobedece cualquier estímulo que el razonamiento pueda aún darle. La atrae hacia sí y nuevamente se hunde en sus ojos. Unen las yemas de sus dedos y ese roce gozoso donde se halla el tacto enardece aún más sus sentidos. Con las manos ya entrelazadas, Jean acaricia con su boca la de Jenny, en un beso leve, casi casto. Es un beso que al fin será el que recuerden el resto de sus vidas; porque quizá un simple beso sea el acto más puro del amor. El beso turba a Jenny que echa su cabeza sobre el respaldo del sofá en donde se hallan. Las manos unidas con fuerza producen un leve dolor a la muchacha; dolor que no rechaza pues es mayor el placer de la intimidad creada. Sus bocas cercanas, la piel estimulada, sus ojos que no paran de hablarse en silencio, todos sus sentidos en un mismo y puro sentimiento. Sus cuerpos parecen arder. Los pulmones respiran agitadamente; sus corazones viajan por abruptos acantilados; sus estómagos soportan punzadas de ansiedad. Y el aire, que les cuesta alcanzar, les produce una respiración convulsa, ardiente, casi agónica. En aquel instante conocen que están hechos el uno para el otro, que nada ni nadie podrá arrebatarles aquel momento en que se borró el mundo y sólo existieron ellos dos. Y nada se dicen en este milagro por el que se lo están diciendo todo. Sólo el sonido del reloj se escucha cuando Jean y Jenny comprenden que han quedado ligados para toda la vida por el mejor de los destinos, quizá por el más inasible pero que a ellos les ha alcanzado de lleno. Es entonces cuando Jean siente la cercanía de un sufrimiento que poco antes sólo atañía a la muchacha. La aproximación del amor ha sido tan profunda que la congoja de Jenny le sorprende. Nota la distancia que todavía les separa. El cuerpo de Jenny, adormecido tras la fatiga, parece haberse vaciado en Jean, y ahora flota en una nube de la que acaba de despertarse; el llanto aflora de nuevo en los ojos de la muchacha, como si el amor sólo hubiera sido ese espacio que todo lo aplaza pero que no olvida.
Jean se separa de la muchacha para ver su rostro. Ella baja la cabeza como si no se atreviese a mirar a su amado. Jean no comprende y la balancea suavemente los hombros pidiendo una explicación.
-¿Qué pasa, Jenny?¿Por qué lloras?
Jenny nada responde. Quisiera no haber llegado hasta allí; temía ese momento, lo venía presintiendo desde hacía días, pero también era consciente que tarde o temprano había de enfrentarse con sus recuerdos y se desespera, tan sólo quisiera encontrarse lejos de allí en estos instantes, pero el amor de Jean le ha sorprendido de tal forma que algo muy fuerte alcanza su corazón y le hace estremecer. Se siente querida por primera vez en su vida, y su cuerpo se abandona. Su congoja no pueden aplacarla ni los fuertes brazos de su amante. Jean consciente, aunque sin comprender la angustia de la muchacha, deja obrar a la naturaleza; sabe que el llanto hará bien a Jenny, que sólo es cuestión de tiempo que ceda y se recupere. Pasan los minutos, Jenny se serena y se adormece sobre su hombro. Él le acaricia suavemente las sonrojadas mejillas y sus manos buscan las de la violinista. También él parece vencido por el sueño y deja reposar su cabeza sobre el sofá. La noche va pasando y el alba comienza a rescatar la luz de la oscuridad.
(continuará 7)
Me gusta como se han ido acercando, de forma sutil, casi casta como dices. Me está gustando mucho. Un abrazo
ResponderEliminarHola Fernando: Castos y puros ya casi no quedamos, ja,ja. Me alegra te vaya gustando. Un abrazo.
ResponderEliminarJean y Jenny que romántico, que tierno y sensible. Que bien lo recogido en ese búcaro de flores silvestres. Me encanta que te voy a decir. La historia atrapa
ResponderEliminarUn abrazo
Hola Katy. Me alegra que te vaya atrapando; supoongo que se escribe en parte para eso. Gracias por seguir ahí. Un abrazo.
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