miércoles, 10 de abril de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (6)

El Café Guerbois  se hallaba en la calle de Batignolles, a los pies de Montmartre. No era un local tan lujoso como el Café Bade, junto al popular barrio de los italianos, pero el Guerbois conservaba el aire romántico de la bohemia parisina. Acudían a él: artistas, escritores,  pintores... El París vivo, el que se nutría de sus hijos para mostrar a la ciudad las virtudes y defectos de la juventud parisina. No era en absoluto luminoso, pero las continuas tertulias que en él se desarrollaban, le daban luz propia. En el aire, enrarecido por el humo de los cigarros y algún que otro opiáceo, se palpaba, más que se respiraba, la vivacidad de la ciudad que se negaba a entregarse al conservadurismo oficial. Las lámparas de gas pendían de los altos techos, derramando su exigua luz sobre las mesas, en las que se congregaban los habituales del local. Entre los murmullos de los contertulios se podía escuchar una suave música de violín, procedente del pequeño estrado situado en un apartado rincón. La melodía era insinuante, como la intérprete de la misma: una delgada muchacha cuyos brazos desnudos se movían al compás de la música con un ligero balanceo de su menudo y armonioso cuerpo. Nadie parecía prestar atención a la violinista, por lo demás acostumbrada a su exilio particular, pero ella no cejaba en su arte. Sus ojos se hallaban cerrados mientras su cabeza, apoyada la barbilla sobre el violín, se mecía al ritmo de éste. Llevaba una enorme flor blanca sobre su cabeza que alargaba su figura y que parecía, en cada movimiento, ir a desprenderse del pelo de la violinista. Le daba un aire de comicidad. Los dedos de sus manos eran finos y largos, y acariciaban las cuerdas del violín con soltura. La pieza que interpretaba apenas era audible en las mesas más alejadas del estrado, debido al murmullo existente en ellas, pero la maestría de la artista era tanta  que hasta la menor de las notas se deslizaba entre la neblina del humo, bordeaba mesas, sillas y columnas, para acabar instalándose calladamente en todos y cada uno de los rincones del establecimiento. Ninguna nota se confundía con la siguiente, era una ligazón perfecta, a cada cadencia le seguía una ligera subida que encadenaba armoniosamente la pieza interpretada.
        Edouard Manet y Jean Guillemet entraron en el local como casi todas las tardes en los últimos meses. En esta ocasión iban acompañados de las dos modelos de su nuevo taller, que ya empezaba a ser conocido entre sus colegas, Victorine y Berthe. Los murmullos en las mesas bajaron de intensidad a medida que pasaban junto a ellas las dos bellas muchachas, lo que ocasionó que el sonido del violín pudiese ser escuchado con más nitidez por ambas y dirigieran sus pasos hacia donde se hallaba la violinista. Buscaron con la mirada una de las pocas mesas que se encontraban libres  junto al estrado. Tras ellas Edouard y Jean, que ya habían iniciado su tertulia particular; sin duda el  ambiente del local les incitaba a ello.
        A medida que se iban acercando al estrado, Jean iba dejando de prestar atención  a su amigo. Su mente se había cerrado a la conversación y ahora únicamente percibía las notas musicales. Ensimismado, se dejó caer sobre una silla, y sus ojos buscaron a la intérprete de la melodía. Edouard, consciente de la situación, acalló su discurso y tomó asiento junto a su amigo y sus acompañantes. Desde su situación los murmullos de las mesas del local apenas llegaban en susurros. En aquel pequeño rincón triunfaban las notas que ascendían y descendían a cada movimiento del arco del violín, manejado por la mujer del vestido blanco. Era puro virtuosismo romántico. El violín parecía querer transmitir a los presentes los pensamientos de la intérprete a la vez que los sentimientos del compositor. Existía algo cercano a la magia, al menos entre los pocos que atendían a la música y a la joven muchacha.  Las últimas notas de la melodía se fueron desvaneciendo con lentitud, como la niebla, y al final reinó el más absoluto de los silencios. Fueron sólo unos instantes, unos segundos quizá, pero perceptibles. Pronto el murmullo del Guerbois fue reinando en el café.
        Jean Guillemet se puso en pie como si un resorte le hubiera izado de la silla, y rompió a aplaudir con una enorme sonrisa en los labios. La violinista, no acostumbrada a esos excesos, giró la cabeza, inclinándola levemente en señal de agradecimiento. Jean mantuvo su mirada fija en los ojos de la intérprete y pudo percibir en ellos todo un mundo, a la vez que  una profunda tristeza. Fue un breve instante, sus miradas se cruzaron y se mantuvieron la una frente a la otra como si nada más sucediese a su alrededor; para ellos nada sucedía, en efecto, el mundo se había parado cuando calló la música.
        -¡Tengo que conocer a esa muchacha! -exclamó Jean sin dejar de mirar hacia el estrado. La violinista estaba guardando el instrumento en su estuche.
        Edouard, Victorine y Berthe miraron a Jean, que permanecía de pie y no pudieron por menos que sonreír y aplaudir su comentario.
         -¡Qué entusiasmo! -exclamó Edouard-. Ve a decírselo. Corre Jean, que la muchacha parece tener prisa por marcharse. No te acobardes ahora -añadió al ver que su amigo dudaba.
         Sin dejar de contemplarla, Jean se acercó al estrado mientras sus compañeros seguían sus pasos con la mirada y la sonrisa en los labios.
         -Mademoiselle me ha encantado su música  –dijo Jean al llegar a la pequeña tribuna-. Y a mis amigos también -añadió ligeramente turbado, y alargó su mano para saludar a la muchacha.
         La violinista, que al estar de espaldas no se había percatado de la llegada de su admirador, volvió la cabeza y reconociéndole sonrió.
        -Gracias, monsieur -y alargó a la vez su mano.
        Jean  la tomó en la suya y acarició con sus labios los dedos.
        Al notar el contacto, la muchacha soltó la mano de Jean en un movimiento nervioso apenas perceptible para el pintor.
        -¿Le apetecería acompañarnos en nuestra mesa? Me interesa mucho su arte  (cuando lo dijo, hasta el mismo, que no había sentido por la música nunca nada especial, pareció ruborizarse). Mis amigos y yo estaríamos encantados con su compañía. Pero, por favor, discúlpeme,  permita que me presente: me llamo Jean, Jean Guillemet, soy también artista, pintor, o eso al menos creo, añadió en voz baja.
         La muchacha que no había perdido en ningún momento la sonrisa, aunque sus ojos continuaban con una insinuante tristeza, captó de inmediato el rubor de Jean al indicar su aprecio por la música, pero pudieron más sus deseos de compañía, giró para coger el estuche con su violín y contestó afirmativamente con un leve movimiento de cabeza.
        -Jenny, me llamo Jenny Claus  -indicó mientras bajaba del estrado.
        Ambos se dirigieron hacia la mesa en donde Edouard, Victorine y Berthe se hallaban, sin que hubieran  perdido detalle de la escena.
        Edouard miró a la violinista y le  preguntó extendiendo la mano:
        -¿Brahms?  ¿El joven Brahms?
        -Si, monsieur, era Brahms.
        (Continuará 6)

4 comentarios:

  1. Perfecto. El ambiente muy bien captado. A mi también me dan ganas de aplaudir. No se si a la violinista o al escritor.
    Me encanta.
    Un abrazo

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  2. Hola Katy: estoy encantado de que te vaya gustando. Ahora lo de aplaudir me parece excesivo. Hasta el próximo envío. Un abrazo

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  3. Pues me sumo al comentario de KAty, podía escuchar la música perfectamente y desde mi posición privilegiada ver el descubrimiento de Brahms.
    Un abrazo

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  4. Hola Fernando: te agradezco tu comentario, me ayuda, al igual que los de Katy. A ver si os sigue interesando la historia. Un abarzo.

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