El ruido de la puerta del taller le sorprendió e hizo que volviese el rostro en aquella dirección: era Jenny.
-¡Ah, hola Jenny! -saludó Edouard-, y, ¿Jean? – preguntó-. No puedo creer que te haya dejado sola ni un instante.
-Buenas tardes Edouard. Estoy citada aquí con él, pero creo que me he adelantado. Tenía que ir a resolver un asunto familiar. Bueno así puedo admirar vuestra pintura.
-La de Jean no creo -ironizó Edouard-, los últimos días se le ha visto poco por aquí; no sé dónde habrá estado metido. Sus pinceles y su paleta están allí arrinconados, llorando su ausencia. Supongo que tendrá poderosas razones para haber abandonado su trabajo -añadió mientras que con el rostro hacía una mueca de complicidad hacia la muchacha.
-Le amo es el hombre más maravilloso que he conocido. Siento una enorme felicidad cuando estoy junto a él -dijo sonriendo.
-Sí debes estar enamorada, pocas veces he visto esa dicha en tu cara.
-¿Y, Victorine? -preguntó Jenny mirando alrededor del taller.
-Ha salido. Mejor dicho, ha huido de mí. Debo de ser un sátiro a sus ojos -respondió el pintor mientras limpiaba sus manos sucias de óleo en un trapo que colgaba de un extremo del lienzo en el que la imagen de Victorine parecía llenar toda la estancia-. Pero me ha dejado su recuerdo y su belleza en este lienzo. La he ofendido, Jenny. No creo que vuelva más. Menos mal que tengo bocetos para terminar la obra y su rostro no ha de olvidárseme nunca; lo tengo en la cabeza. No hay problema.
-Perdóname, Edouard, nos conocemos desde hace poco tiempo, pero, ¿de veras es lo único que te importa de Victorine? ¿ No te preocupa el que quizá no vuelvas a verla?
-Yo no estoy enamorado de ella como pareces estarlo tú de Jean. Lo pasamos bien, nos divertimos, trabaja para mí en este taller; pero nada más. Lo siento si ella se ha hecho alguna ilusión conmigo, pero más siento no habérselo podido decir, no me ha dado ocasión, y, tal vez ahora sea demasiado tarde.
Edouard se quedó mirando al techo del taller, como buscando allí solución; pero no la encontró. Sabía, sin duda, que no la hallaría. La culpa era sólo suya. Había menospreciado a aquella mujer que justo antes de que todo terminase le había dado una lección que tardaría en olvidar, pero su orgullo no le permitía en esos momentos reconocerlo abiertamente. Se levantó lentamente del taburete y dejó deslizar la paleta y los pinceles sobre la mesa de trabajo; suspiró y se acercó hacia donde Jenny se encontraba. Miró a la joven, examinándola, a los ojos. Era su forma de ver las cosas, poseyéndolas. Plasmaba lo real en sus cuadros, sin concesiones al academicismo; era así como observaba su mundo, y en él a las personas.
-Edouard -comentó Jenny-, si no fueras el mejor amigo de Jean, juraría que tu mirada se me hace insinuante. Pero él ya me avisó de lo impulsivo que eres a veces. Te conoce bien. Siempre me dice que eres un gran pintor porque no se escapa detalle alguno a tu mirada. Que no te quedas en lo superficial de las cosas ni de las personas, que siempre ves más que el resto. Pero para quien no te conozca a fondo, tu mirada puede hacer daño.
-Ah, Jean, mi buen Jean. Sí me conoce bien. Tanto como yo a él. Hemos pasado muy buenos momentos juntos. Bueno, hasta que te conoció; ahora casi no lo veo -añadió con una ligera sonrisa-. ¡Ah, “les femmes”! -y soltó una carcajada.
-Y dices que has quedado aquí con él.
-Sí, creo haberte dicho que tenía que resolver un problema familiar. Vendrá a buscarme e iremos todos, supongo, al Guerbois -respondió la muchacha-. Sigo trabajando allí.
-Si se trata de algún asunto de la familia creo que Jean se retrasará. No corren buenos tiempos para la aristocracia.
-¿Aristocracia? -dijo sorprendida Jenny.
-¿No me digas que ignorabas que Jean tiene un pasado nobiliario? -Se sorprendió ahora Edouard.
-Había oído comentar que Jean era un aristócrata, pero siempre pensé que lo decíais en plan cariñoso y debido a su impecable manera de vestir y a su forma tan caballerosa de comportarse. Nunca utiliza palabras soeces en sus conversaciones y toda su actitud denota una correcta educación; pero de ahí a pensar que realmente procede de la nobleza. Verdaderamente nunca lo hubiera supuesto. Creí que era una más de tus invenciones.
-Los Guillemet, mi querida señorita, a finales del dieciocho estaban al lado mismo de la realeza. Por eso, seguramente, les tocó una caída tan rápida al llegar la revolución. Alguno de los ascendientes de Jean pagaron con la vida su condición de nobles. La Primera y Segunda República no hicieron más que ahondar su decadencia. Ahora con la llegada del Emperador las cosas parece que van cambiando positivamente para su familia. Napoleón lleva casi una década abandonando, paulatinamente, su gobierno de autoritarismo y ensayando la restauración de un régimen más liberal. La familia Guillemet podría reclamar algunas de sus propiedades incautadas, y quizá les devuelvan algunos de sus privilegios perdidos. Nunca será como antes, pero podrían llegar tiempos mejores para ellos.
-Pero eso -balbuceó ligeramente Jenny-, podría ser maravilloso para Jean.
-Sí, pero también se corre un grave peligro. Las turbas podrían volver a tomar las calles ante los aires de libertad y proclamar la Tercera República. Al menos es lo que se escucha estos días en mentideros como los del Café Bade o el Guerbois sin ir más lejos. Mientras tú tocas el violín, inhibida totalmente de cuanto te rodea, las gentes comentan cuanto te digo y a veces parece observarse hasta ciertos aires de maquinación. La verdad es que estamos ante situaciones difíciles. ¡Pero cuándo no lo han sido! –añadió Edouard tras un largo suspiro-. Dejémoslo. El tiempo, ese soberano señor que quita y pone razones, colocará a cada uno en su lugar.
-Comentaste al entrar que querías ver nuestras obras –dijo Edouard cogiendo a Jenny de la mano y llevándola hacia los lienzos almacenados en el taller-. Te enseñaré algunas de las mías. Me parece más correcto que sea Jean quien te muestre las suyas.
(Continuará 10)
lunes, 29 de abril de 2013
martes, 23 de abril de 2013
jueves, 18 de abril de 2013
sábado, 13 de abril de 2013
miércoles, 10 de abril de 2013
domingo, 7 de abril de 2013
En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (5)
-No soporto más al señor Couture, Victorine. Voy a montar mi propio taller, se lo he comentado a Jean y está de acuerdo en venirse conmigo -dijo Edouard.
¿A Jean? ¿A ese estirado? –replicó Victorine.
-Jean es un aristócrata -contestó Edouard ligeramente contrariado con la actitud de la modelo-. Bueno un aristócrata venido a menos -concedió-, como todo en este país, pero un aristócrata al fin, que, además de ser mi amigo, es de los pocos que defienden mi forma de pintar; no al modo de esos atrasados de La Academia que sólo desean que se lo den todo hecho; sin duda el pensamiento está fuera de sus retrógradas mentes de burócratas.
Victorine tomó entre sus manos las del pintor y las llevó a sus labios. -Cálmate por favor. No seas tan impaciente.
-Victorine, quiero que te incorpores a mi taller, cuento también con otra modelo, la señorita Berthe Morisot, seguro que seréis buenas amigas en cuanto os conozcáis.
El rostro de Victorine cambió el semblante, lo cual fue advertido de inmediato por Edouard.
-¿Qué ocurre ahora?
-Edouard, me tienes acostumbrada a este tipo de sorpresas. Siempre pasé por alto tu relación con Suzanne, y hasta puedo comprender tus sentimientos hacia ella, pero no pretendas que conviva con mis dudas; y ahora, vienes, y me nombras a otra mujer. Bella sin duda.
-Te he explicado más de una vez que entre Suzanne y yo no hay más que una fuerte amistad. No quisiera hablar de caridad y no niego que exista un especial cariño hacia ella, es una mujer que se deja querer. Cuando se presentó en mi casa, pidiendo trabajo, con aquel niño, no pude negarme. Además venía recomendada por mi madre.
-Sí, ese niño que tiene nombre de tigre –ironizó Victorine.
-León, se llama León -protestó Edouard, a quien la conversación empezaba a causarle cierto malestar. No entiendo tu inquietud, Tú eres distinta, Victorine. Tú eres una diosa. Mi diosa.
El pintor volvió a posar la mirada por entre las personas que, ahora, una vez finalizado el concierto conversaban en voz alta. Tras la pausa dirigió su mirada hacia la muchacha y dijo sujetándola del brazo:
-Escúchame, Victorine. Está decidido. Voy a montar mi propio taller, y en él expondré mis obras y las de aquellos que quieran apartarse, de una vez por todas, de la decrepitud de la Academia. Han llegado a mis oídos rumores de que ciertos pintores no están, ya, por la labor de seguir las pautas establecidas hasta ahora, porque al igual que yo, piensan que se avecinan nuevos tiempos, tanto en la vida social y política como en la pintura, y no desean continuar por más tiempo bajo el rigor de normas caducas e inamovibles. El arte, al igual que la vida, ha de mirar de frente, ha de caminar, buscar su destino; en definitiva avanzar. Préstame atención: te imagino desnuda, de costado, con el rostro vuelto hacia mí, mirándome fijamente, como lo haces ahora, sentada sobre la hierba. ¡No¡ Mejor sentada sobre el chal del que te habrás desprendido. Es más sensual. Nada adorna ni tu cara ni el resto del cuerpo. Tú desnuda frente al espectador, es más que suficiente con tu belleza. Pero voy más allá. Estás en un jardín, o mejor en el bosque. En un jardín sería demasiado arriesgado. Estás sobre la hierba, pero no estás sola. Se ha improvisado un almuerzo a las afueras de París. Tú y unos amigos. Dos, tal vez. Ellos están vestidos con sus mejores galas. Tu desnudez no se distancia en absoluto de sus ropas. El conjunto es armonioso. Los dos hombres no parecen sorprendidos de la situación. Charlan. Se dirigen a ti de manera formal, diría que casi distante. La luz de tu piel femenina se enfrenta a las sombras de sus trajes y a la de la bruma del bosque que os envuelve. Deberíamos hacerlo hasta más onírico; al fondo podría percibirse la presencia de una ninfa jugueteando en el agua de un riachuelo envuelta en la luz vibrante de la fronda. Sería una estampa de trasgresión de lo clásico, y, se me ocurre, que en un primer plano estarían tus ropas y la cesta con alimentos que habríais llevado al bosque, para que no quepa duda del propósito de esa trasgresión. Esa es la idea, Victorine. La moral burguesa no aceptará esta ruptura, porque no son las normas de sus costumbres, ni aceptará tampoco esa contraposición en el mismo lienzo de la situación de desnudez de la modelo con sus acompañantes correctamente trajeados. Del mismo modo, y por la posición de tu cuerpo, acomodado plácidamente sobre tu chal, habré roto con el clasicismo que atenaza a la mujer desnuda, porque la habré otorgado vida propia. Victorine tu cuerpo estará vivo, no será una escultura marmórea como hasta ahora. Será un manifiesto de mis intenciones.
-A dónde quieres llegar, Edouard -suspiró Victorine-. Debieras discutir estos temas con tus amigos pintores. Te serían de más ayuda.
-No lo sé –repuso Manet–, pero lo que sí sé es que no quiero permanecer aquí inmóvil sin intentar nada. Y en cuanto a sí tú me ayudas, es tu mirada, es tu cuerpo los que me indican el camino. Y acarició el rostro de su musa.
(Continuará 5)
¿A Jean? ¿A ese estirado? –replicó Victorine.
-Jean es un aristócrata -contestó Edouard ligeramente contrariado con la actitud de la modelo-. Bueno un aristócrata venido a menos -concedió-, como todo en este país, pero un aristócrata al fin, que, además de ser mi amigo, es de los pocos que defienden mi forma de pintar; no al modo de esos atrasados de La Academia que sólo desean que se lo den todo hecho; sin duda el pensamiento está fuera de sus retrógradas mentes de burócratas.
Victorine tomó entre sus manos las del pintor y las llevó a sus labios. -Cálmate por favor. No seas tan impaciente.
-Victorine, quiero que te incorpores a mi taller, cuento también con otra modelo, la señorita Berthe Morisot, seguro que seréis buenas amigas en cuanto os conozcáis.
El rostro de Victorine cambió el semblante, lo cual fue advertido de inmediato por Edouard.
-¿Qué ocurre ahora?
-Edouard, me tienes acostumbrada a este tipo de sorpresas. Siempre pasé por alto tu relación con Suzanne, y hasta puedo comprender tus sentimientos hacia ella, pero no pretendas que conviva con mis dudas; y ahora, vienes, y me nombras a otra mujer. Bella sin duda.
-Te he explicado más de una vez que entre Suzanne y yo no hay más que una fuerte amistad. No quisiera hablar de caridad y no niego que exista un especial cariño hacia ella, es una mujer que se deja querer. Cuando se presentó en mi casa, pidiendo trabajo, con aquel niño, no pude negarme. Además venía recomendada por mi madre.
-Sí, ese niño que tiene nombre de tigre –ironizó Victorine.
-León, se llama León -protestó Edouard, a quien la conversación empezaba a causarle cierto malestar. No entiendo tu inquietud, Tú eres distinta, Victorine. Tú eres una diosa. Mi diosa.
El pintor volvió a posar la mirada por entre las personas que, ahora, una vez finalizado el concierto conversaban en voz alta. Tras la pausa dirigió su mirada hacia la muchacha y dijo sujetándola del brazo:
-Escúchame, Victorine. Está decidido. Voy a montar mi propio taller, y en él expondré mis obras y las de aquellos que quieran apartarse, de una vez por todas, de la decrepitud de la Academia. Han llegado a mis oídos rumores de que ciertos pintores no están, ya, por la labor de seguir las pautas establecidas hasta ahora, porque al igual que yo, piensan que se avecinan nuevos tiempos, tanto en la vida social y política como en la pintura, y no desean continuar por más tiempo bajo el rigor de normas caducas e inamovibles. El arte, al igual que la vida, ha de mirar de frente, ha de caminar, buscar su destino; en definitiva avanzar. Préstame atención: te imagino desnuda, de costado, con el rostro vuelto hacia mí, mirándome fijamente, como lo haces ahora, sentada sobre la hierba. ¡No¡ Mejor sentada sobre el chal del que te habrás desprendido. Es más sensual. Nada adorna ni tu cara ni el resto del cuerpo. Tú desnuda frente al espectador, es más que suficiente con tu belleza. Pero voy más allá. Estás en un jardín, o mejor en el bosque. En un jardín sería demasiado arriesgado. Estás sobre la hierba, pero no estás sola. Se ha improvisado un almuerzo a las afueras de París. Tú y unos amigos. Dos, tal vez. Ellos están vestidos con sus mejores galas. Tu desnudez no se distancia en absoluto de sus ropas. El conjunto es armonioso. Los dos hombres no parecen sorprendidos de la situación. Charlan. Se dirigen a ti de manera formal, diría que casi distante. La luz de tu piel femenina se enfrenta a las sombras de sus trajes y a la de la bruma del bosque que os envuelve. Deberíamos hacerlo hasta más onírico; al fondo podría percibirse la presencia de una ninfa jugueteando en el agua de un riachuelo envuelta en la luz vibrante de la fronda. Sería una estampa de trasgresión de lo clásico, y, se me ocurre, que en un primer plano estarían tus ropas y la cesta con alimentos que habríais llevado al bosque, para que no quepa duda del propósito de esa trasgresión. Esa es la idea, Victorine. La moral burguesa no aceptará esta ruptura, porque no son las normas de sus costumbres, ni aceptará tampoco esa contraposición en el mismo lienzo de la situación de desnudez de la modelo con sus acompañantes correctamente trajeados. Del mismo modo, y por la posición de tu cuerpo, acomodado plácidamente sobre tu chal, habré roto con el clasicismo que atenaza a la mujer desnuda, porque la habré otorgado vida propia. Victorine tu cuerpo estará vivo, no será una escultura marmórea como hasta ahora. Será un manifiesto de mis intenciones.
-A dónde quieres llegar, Edouard -suspiró Victorine-. Debieras discutir estos temas con tus amigos pintores. Te serían de más ayuda.
-No lo sé –repuso Manet–, pero lo que sí sé es que no quiero permanecer aquí inmóvil sin intentar nada. Y en cuanto a sí tú me ayudas, es tu mirada, es tu cuerpo los que me indican el camino. Y acarició el rostro de su musa.
(Continuará 5)
miércoles, 3 de abril de 2013
En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (4)
La música había envuelto con sus notas el paseo. Con sus últimos sones se fue estableciendo, poco a poco, el silencio. Fue tan sólo un breve instante, lo que tardó el numeroso público congregado aquella primaveral mañana en romperlo con sus aplausos. El ambiente en los jardines era de enorme tranquilidad. Las personas charlaban ahora, y se fueron haciendo corros numerosos entre familiares y conocidos. Cada domingo en esta época del año la burguesía parisina se echaba a la calle, y acudía a escuchar el concierto al amparo de la frondosidad de los árboles. Bajo las marquesinas de los puestos de bebidas, sentados en veladores o sencillamente acodados en la pequeña barra, las gentes influyentes de la ciudad gozaban en sus relaciones sociales. Todo tenía su sentido estético; cada movimiento de alguna de las personas hacía que inevitablemente los grupos se tornaran más pequeños o por el contrario vieran enriquecido su número, pero el equilibrio se mantenía. Era una especie de vaivén apenas perceptible, pero real. Mientras los padres comentaban las novedades de la ciudad, los bulliciosos niños, a los que el concierto había maniatado en sus deseos infantiles, aleccionados por sus progenitores, daban ahora rienda suelta a sus ganas de jugar en tanto no se reanudase la música.
-Fíjate, Victorine, en esas dos damiselas envueltas en sus trajes amarillos y en las tocas azuladas que enmarcan sus rostros. ¿No parece adivinarse en ellas, una cierta inquietud ante nuestra mirada? Pensarán que nos estamos inmiscuyendo en su conversación, por otro lado imagino que banal, y que ello les molestará. Han fijado sus inquietantes ojos en nosotros, y ahora soy yo casi el ofendido -musitó Edouard, para continuar diciendo-. La más joven es la madre de las dos niñas ataviadas con esos enormes lazos rojos en los almidonados vestidos; juegan con la tierra ajenas a lo que les rodea. La mayor de las dos mujeres es sin duda la abuela; su mirada es más inquietante. Son burguesas como todo ese tropel de gente que se encuentra a su alrededor. Pero observa, Victorine, están todos al mismo nivel. No te parece curioso. Es un amasijo de personas que charlan de manera distendida en esta mañana de domingo. Nadie parece más que nadie. Conozco a la mayoría y te puedo asegurar que no están aquí sólo por el placer de oír la música. La luz y esta atmósfera les envuelve, y es ésto lo que les iguala. Llenan todo el jardín y forman un espectáculo de conjunto, al igual que una crónica mundana y casual. Seguro que algún articulista lo definiría así. Observa al arrogante caballero que está situado a la izquierda de las damas, también nos mira. Parece que nos estuviera recriminando nuestro amor. ¿Tanto se nota? Quizá sea tu belleza lo que le tiene ensimismado. ¿Y qué me dices de los caballeros con sus sombreros de copa? Son todos iguales, nada parece distinguirles. La mayoría están de pie, no porque les apetezca, sino por guardar la compostura.
Victorine, sonriendo, seguía con la mirada todo cuanto Eduard le señalaba.
-Esa es la atmósfera que quiero captar en mis cuadros. Esa sensación visual. ¿La realidad tiene algo que ver con la naturalidad? No lo sé. Pero lo que estamos viendo es puro, no se establecen jerarquías entre esos personajes; y, observa, mira que plasticidad se intuye entre el amasijo de personas. Si alargas la mirada hacia el fondo del paseo verás que todo se difumina, deforma y desproporciona. Nuestros ojos necesitan esta impresión de no-realidad para lograr esa visión de conjunto. ¿No lo notas?
Victorine no dejaba de admirar a Edouard.
-Se ve que vives intensamente. Que todo tiene sentido para ti –comentó-. Yo no estoy a tu altura, tan solo soy una modelo que trata de ganarse la vida posando para vosotros. No entiendo vuestro mundo, en especial el tuyo, aunque poco a poco haces que me interese. Si he de ser sincera mi mirada se detiene más en los sombreros que portan “les mademoiselles” y que parecen querer esconder sus fantásticos peinados, y en los modelos que visten. La mayoría de los vestidos son impresionantemente bellos. Los adornos de sus cortas chaquetillas...
-La moda española –intervino Edouard-, que nos invade. Además, quién sabe lo que esconden debajo de sus pamelas. Tú insinúas que el peinado; yo creo que cada una de esas mujeres debe tener alguna historia que contar.
-Pues me gusta esa moda. En cuanto a lo que sospechas no sé que decirte. Yo sólo me fijo en ellas y las encuentro elegantes, quizá un poco estiradas, pero elegantes.
Manet no pudo por más que sonreír. Victorine reducía todo aquello que él parecía descubrir en un fugaz instante, a la simple coquetería femenina. Pero le atraía desde el primer día que la conoció en el taller de Thomas Couture. Edouard Manet y su amigo Jean Guillement entraron en el estudio la fría mañana de noviembre en que la nueva modelo iba a posar para ellos. El primer contacto fue, al menos para Edouard, de indefinición. La modelo se hallaba sobre una leve elevación que formaba el entarimado del suelo para poder ser vista, así, por todos los jóvenes pintores que acudían cada mañana al taller. Permanecía de espaldas a los alumnos y una tenue sombra la hacía poco perceptible a los ojos de Edouard, hasta que éstos se fueron habituando a la escasa luminosidad del lugar. Victorine portaba una fina camisa de algodón blanco que desde la posición de Edouard era como un punto de luz en la casi oscuridad. Llevaba el pelo recogido en un pequeño moño por lo que su cuello quedaba al descubierto, así como parte de su espalda y uno de sus hombros. Mientras Edouard se perdía en estos pequeños detalles, Victorine giró sobre sí con la gracia de quien está acostumbrada a posar y dio un pequeño paso hacia los alumnos. La suave luz que entraba por uno de las pequeñas ventanas la alcanzó y enmarcó su rostro ovalado, sus inquietantes ojos color miel y sus carnosos labios. Llevaba prendida a un lado de su pelo una gran flor roja que armonizaba con el color del carmín de su boca. A una indicación del maestro Couture, Victorine se desprendió de su camisa y la luminosidad marmórea de su rotundo cuerpo pareció llenarlo todo. Manet lo recorrió con avidez. Fijó su mirada en la gargantilla que a modo de cordón portaba en su insinuante cuello; bajó por sus brazos percatándose en la pulsera que le transportó hasta el oriente. Sus ojos se fueron de nuevo hacia arriba, sin duda había sufrido algún olvido en el camino, y, efectivamente, el brillo dorado de la joya le había distraído de lo que más le interesaba, los pechos de la modelo: firmes, profusos, sedosos, con los botones de sus pezones insinuantes, en armonía con el resto del cuerpo. Se detuvieron allí quizá más de lo necesario de cara al decoro y al buen gusto, pero sin duda el estímulo era lo suficientemente fuerte como para que nadie respetase las buenas formas en aquella situación. El reconocimiento visual del pintor no se quedó allí, siguió recorriendo el cuerpo hasta llegar a los pies de la modelo que se hallaban calzados por unas zapatillas de color dorado; el alto tacón alargaba su cuerpo otorgándole sensación de una delgadez que en absoluto tenía.
Manet se la imaginó recostada sobre almohadones de terciopelo blanco y un finísimo chal; la mirada de la modelo fija en él y las manos extendidas a lo largo de su hermosa figura. Pero Edouard siempre iba más allá, buscaba la perfección en todo lo que veía y deseaba trasladar a un lienzo. Estudioso de la obra de maestros italianos como Tiziano, buscó y halló en su ensoñación el contraste de las sombras con la luz, y de esta forma imaginó, o mejor contrapuso en su pensamiento el luminoso cuerpo de su diosa con figuras atezadas, que de esta manera añadiesen las sombras que necesitaba.
-¡Señor Manet! –retumbó la voz del Sr. Thomas Couture-, tendría la bondad de abandonar la auscultación de la señorita Victorine y prestarnos un poco de su atención, o ¿es mucho pedir que baje del olimpo en que se halla y ponga los pies en la tierra?
Se escuchó en el taller un murmullo de risas.
Victorine no pudo por más que sonreír pues ella había sido la primera en percatarse de la avidez del alumno.
Edouard sonrió también y posó, de nuevo, los ojos sobre los de su diosa.
(Continuará 4)
-Fíjate, Victorine, en esas dos damiselas envueltas en sus trajes amarillos y en las tocas azuladas que enmarcan sus rostros. ¿No parece adivinarse en ellas, una cierta inquietud ante nuestra mirada? Pensarán que nos estamos inmiscuyendo en su conversación, por otro lado imagino que banal, y que ello les molestará. Han fijado sus inquietantes ojos en nosotros, y ahora soy yo casi el ofendido -musitó Edouard, para continuar diciendo-. La más joven es la madre de las dos niñas ataviadas con esos enormes lazos rojos en los almidonados vestidos; juegan con la tierra ajenas a lo que les rodea. La mayor de las dos mujeres es sin duda la abuela; su mirada es más inquietante. Son burguesas como todo ese tropel de gente que se encuentra a su alrededor. Pero observa, Victorine, están todos al mismo nivel. No te parece curioso. Es un amasijo de personas que charlan de manera distendida en esta mañana de domingo. Nadie parece más que nadie. Conozco a la mayoría y te puedo asegurar que no están aquí sólo por el placer de oír la música. La luz y esta atmósfera les envuelve, y es ésto lo que les iguala. Llenan todo el jardín y forman un espectáculo de conjunto, al igual que una crónica mundana y casual. Seguro que algún articulista lo definiría así. Observa al arrogante caballero que está situado a la izquierda de las damas, también nos mira. Parece que nos estuviera recriminando nuestro amor. ¿Tanto se nota? Quizá sea tu belleza lo que le tiene ensimismado. ¿Y qué me dices de los caballeros con sus sombreros de copa? Son todos iguales, nada parece distinguirles. La mayoría están de pie, no porque les apetezca, sino por guardar la compostura.
Victorine, sonriendo, seguía con la mirada todo cuanto Eduard le señalaba.
-Esa es la atmósfera que quiero captar en mis cuadros. Esa sensación visual. ¿La realidad tiene algo que ver con la naturalidad? No lo sé. Pero lo que estamos viendo es puro, no se establecen jerarquías entre esos personajes; y, observa, mira que plasticidad se intuye entre el amasijo de personas. Si alargas la mirada hacia el fondo del paseo verás que todo se difumina, deforma y desproporciona. Nuestros ojos necesitan esta impresión de no-realidad para lograr esa visión de conjunto. ¿No lo notas?
Victorine no dejaba de admirar a Edouard.
-Se ve que vives intensamente. Que todo tiene sentido para ti –comentó-. Yo no estoy a tu altura, tan solo soy una modelo que trata de ganarse la vida posando para vosotros. No entiendo vuestro mundo, en especial el tuyo, aunque poco a poco haces que me interese. Si he de ser sincera mi mirada se detiene más en los sombreros que portan “les mademoiselles” y que parecen querer esconder sus fantásticos peinados, y en los modelos que visten. La mayoría de los vestidos son impresionantemente bellos. Los adornos de sus cortas chaquetillas...
-La moda española –intervino Edouard-, que nos invade. Además, quién sabe lo que esconden debajo de sus pamelas. Tú insinúas que el peinado; yo creo que cada una de esas mujeres debe tener alguna historia que contar.
-Pues me gusta esa moda. En cuanto a lo que sospechas no sé que decirte. Yo sólo me fijo en ellas y las encuentro elegantes, quizá un poco estiradas, pero elegantes.
Manet no pudo por más que sonreír. Victorine reducía todo aquello que él parecía descubrir en un fugaz instante, a la simple coquetería femenina. Pero le atraía desde el primer día que la conoció en el taller de Thomas Couture. Edouard Manet y su amigo Jean Guillement entraron en el estudio la fría mañana de noviembre en que la nueva modelo iba a posar para ellos. El primer contacto fue, al menos para Edouard, de indefinición. La modelo se hallaba sobre una leve elevación que formaba el entarimado del suelo para poder ser vista, así, por todos los jóvenes pintores que acudían cada mañana al taller. Permanecía de espaldas a los alumnos y una tenue sombra la hacía poco perceptible a los ojos de Edouard, hasta que éstos se fueron habituando a la escasa luminosidad del lugar. Victorine portaba una fina camisa de algodón blanco que desde la posición de Edouard era como un punto de luz en la casi oscuridad. Llevaba el pelo recogido en un pequeño moño por lo que su cuello quedaba al descubierto, así como parte de su espalda y uno de sus hombros. Mientras Edouard se perdía en estos pequeños detalles, Victorine giró sobre sí con la gracia de quien está acostumbrada a posar y dio un pequeño paso hacia los alumnos. La suave luz que entraba por uno de las pequeñas ventanas la alcanzó y enmarcó su rostro ovalado, sus inquietantes ojos color miel y sus carnosos labios. Llevaba prendida a un lado de su pelo una gran flor roja que armonizaba con el color del carmín de su boca. A una indicación del maestro Couture, Victorine se desprendió de su camisa y la luminosidad marmórea de su rotundo cuerpo pareció llenarlo todo. Manet lo recorrió con avidez. Fijó su mirada en la gargantilla que a modo de cordón portaba en su insinuante cuello; bajó por sus brazos percatándose en la pulsera que le transportó hasta el oriente. Sus ojos se fueron de nuevo hacia arriba, sin duda había sufrido algún olvido en el camino, y, efectivamente, el brillo dorado de la joya le había distraído de lo que más le interesaba, los pechos de la modelo: firmes, profusos, sedosos, con los botones de sus pezones insinuantes, en armonía con el resto del cuerpo. Se detuvieron allí quizá más de lo necesario de cara al decoro y al buen gusto, pero sin duda el estímulo era lo suficientemente fuerte como para que nadie respetase las buenas formas en aquella situación. El reconocimiento visual del pintor no se quedó allí, siguió recorriendo el cuerpo hasta llegar a los pies de la modelo que se hallaban calzados por unas zapatillas de color dorado; el alto tacón alargaba su cuerpo otorgándole sensación de una delgadez que en absoluto tenía.
Manet se la imaginó recostada sobre almohadones de terciopelo blanco y un finísimo chal; la mirada de la modelo fija en él y las manos extendidas a lo largo de su hermosa figura. Pero Edouard siempre iba más allá, buscaba la perfección en todo lo que veía y deseaba trasladar a un lienzo. Estudioso de la obra de maestros italianos como Tiziano, buscó y halló en su ensoñación el contraste de las sombras con la luz, y de esta forma imaginó, o mejor contrapuso en su pensamiento el luminoso cuerpo de su diosa con figuras atezadas, que de esta manera añadiesen las sombras que necesitaba.
-¡Señor Manet! –retumbó la voz del Sr. Thomas Couture-, tendría la bondad de abandonar la auscultación de la señorita Victorine y prestarnos un poco de su atención, o ¿es mucho pedir que baje del olimpo en que se halla y ponga los pies en la tierra?
Se escuchó en el taller un murmullo de risas.
Victorine no pudo por más que sonreír pues ella había sido la primera en percatarse de la avidez del alumno.
Edouard sonrió también y posó, de nuevo, los ojos sobre los de su diosa.
(Continuará 4)
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