martes, 15 de mayo de 2012

En el refugio de los sueños: Un día cualquiera


        No sé muy bien el porqué al ir a montarme esta mañana en el coche, que cosa rara estaba aparcado cerca de casa, me dio pereza pensar que a mi regreso del trabajo sería casi imposible volver a encontrar un lugar tan propicio, y tomé la decisión de ir a trabajar en transporte público. Hacía años que no lo utilizaba y desconocía el precio del billete: “noventa y cinco céntimos –me dijo el conductor-“. Me pareció extraño el importe, bueno extraño y caro. La verdad es que podrían cobrar un euro y dejarse de tonterías; pero en fin tan poco me iba a poner a discutir para una vez que utilizo el autobús del ayuntamiento.
        Iba lleno a esa hora de la mañana: las siete. No vi asientos vacios y me sujeté lo mejor que pude, aunque la verdad es que hubiera resultado casi imposible caer: nos enganchábamos los unos a los otros. La mayoría de las personas eran jóvenes que o bien iban a la universidad o al trabajo. Una madre, con cara de haber pasado  mala noche, llevaba a su hijo de poca edad en brazos; supongo que sería el causante de la somnolencia de su madre. El crío reía y lloraba al mismo tiempo, su madre parecía ausente.
       De pequeño me enseñaron a ceder el asiento a las personas mayores. Las busqué con la mirada: las había; la mayoría estaban de pie, mientras algunos jóvenes ocupaban asientos durante todo el trayecto. Tras caer en cuenta que yo pertenecía, ya, al grupo a los que habían de haber cedido  asiento, pensé: “No hay vergüenza –en realidad lo que no había era sitio-“.
       Aún estaba lejos de mi trabajo, pero decidí bajar del autobús e ir paseando hasta la oficina;  iba con tiempo suficiente. Al ir a bajar una chaqueta de piel roja me lo impedía y la rogué que me permitiese el paso. La chaqueta se volvió y la mujer que la llevaba dijo mirándome a los ojos: “Un segundo Luis, que yo también me bajo en ésta”. Sorprendido aún me vi en la acera besando las mejillas atractivas de una persona a la que no creí conocer.
       -Ya veo que no te acuerdas de mí. Te he venido observando todo el trayecto:  oye, ¿hablas solo a menudo?
       - No, verás, era un niño que lloraba y al que…
       - Ya, ya, el niño. ¿No recuerdas quién soy, verdad? Me hace pensar que he cambiado mucho, quizás demasiado… Invítame a un café y te pongo al corriente.
       -  No si estás muy bien…
       - ¿Sigues sin caer, eh? 
        Entramos en la primera cafetería que encontramos. A esa hora estaba llena de gente desayunando. Nos sentamos a una mesa.
       - Soy Ana… Si, hombre, la cantante. Pero, ¡cómo es posible que no te acuerdes!
       - Joder… -perdón- claro, Ana. ¡Por Dios no es que estés cambiada, es que la última vez que te vi llevabas el pelo con cresta morada y crucifijos en las orejas!
       - Sí, pero cantaba una canción que habías compuesto para el grupo… ¿“Amo la vida” se llamaba? O algo parecido.
      - Si, era algo parecido: “Los amores de mi vida”. Fue mi primer y último fracaso.
      - Lo pasábamos bien. ¿A qué te dedicas? Desapareciste del tugurio aquel y no te volvimos a ver.
      - Debí de enamorarme por aquellos años. ¿Cuántos hace…treinta?
      - Más o menos. Yo sigo cantando y me va como entonces, mal. Pero no sé hacer otra cosa, y tampoco lo deseo…que conste.
      - Al menos tú haces lo que quieres. Yo saqué unas oposiciones. No te rías –rió al tiempo Luis viendo la cara de Ana- y vivo de ellas. Sin alharacas, pero bien.
      - ¡Alharacas! Siempre fuiste muy barroco hablando…y componiendo –dijo Ana tras una breve pausa-. Quizás por eso no te fue bien con la música. ¿Te casaste? Yo sigo con Tomás, el batería. De él si te acordarás; erais buenos amigos.
      - ¡Tomás!, sí. Fuimos amigos durante años; antes de conocerte.
      - Oye, podrías venir alguna vez a escucharnos. Los jueves actuamos en “El baúl de la Piquer”, un sitio nuevo. Nuestra música ya no es tan estridente. Es más tipo jazz y sobre todo baladas; gustan mucho a la gente de nuestra misma edad. ¡Cincuenta y dios, ya! Siempre nombro a dios cuando hablo de mi edad.
      - Sí, me gustará recordar aquellos tiempos. Ahora me tengo que ir, el trabajo ya sabes.
      - Claro, te esperamos, ven con tu esposa.
      - No, iré solo… Me separé hace años.
      - Como quieras. Por cierto podrías prestarme doscientos pavos… Ando algo apurada, te los devuelvo cuando te vea.
      - Te vale con cincuenta…
      - Me apaño. Nos vemos. Un beso, Luis.
      Eché a andar hacia la oficina. Llegaba tarde, el sol estaba ya en lo alto, sobresalía por encima de los edificios y la acera se había llenado de luz. Sonreí y debí volver  a hablar solo al recordar la cresta morada de Ana.   

4 comentarios:

  1. MUy bueno Rafa, además me ha encantado el nombre del garito, muy clásico. Una historia tan real como habitual... y es que el paso del tiempo.

    Un abrazo

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  2. El tiempo pasa y los asientos no se ceden, las personas cambiamos y el billete lo pagáis barato. Aquí vale 1.50€ casi el doble:-(
    Y el sablazo fantástico
    Historias de estas nos recuerdan que tenemos fecha de caducidad todos y no tardando
    Un abrazo y buen finde.
    P.D.
    Sigo sin oprdenador

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  3. Hola Fernando: han abierto en Burgos un garito con ese nombre y se me ocurrió. La historia si que retrata algo que puede ser habitual...y el tiempo ya sabes lo que dicen:que no perdona. Gracias por contar contigo. Un abrazo

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  4. Hola Katy: sí, en esas cosas en más barato, y en aparcar el coche también. Cuando voy a Madrid y tengo que dejarlo en la calle algún rato me sorprende el precio (aquí, además, de dos a cuatro de la tarde no hay que pagar, tampoco los sábados por la tarde y empiezan a cobrar a partir de las 10 de la mañana); pero vosotros tenéis otras cosas: más museos, más teatro...el Bernabéu...En fin. En cuanto a la historia puede ser habitual lo que sucede en ella. Gracias por acercarte a pesar de lo del ordenador. Un abrazo

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