No sé muy bien
el porqué al ir a montarme esta mañana en el coche, que cosa rara estaba
aparcado cerca de casa, me dio pereza pensar que a mi regreso del trabajo sería
casi imposible volver a encontrar un lugar tan propicio, y tomé la decisión de
ir a trabajar en transporte público. Hacía años que no lo utilizaba y
desconocía el precio del billete: “noventa y cinco céntimos –me dijo el
conductor-“. Me pareció extraño el importe, bueno extraño y caro. La verdad es
que podrían cobrar un euro y dejarse de tonterías; pero en fin tan poco me iba
a poner a discutir para una vez que utilizo el autobús del ayuntamiento.
Iba lleno a esa
hora de la mañana: las siete. No vi asientos vacios y me sujeté lo mejor que
pude, aunque la verdad es que hubiera resultado casi imposible caer: nos enganchábamos
los unos a los otros. La mayoría de las personas eran jóvenes que o bien iban a
la universidad o al trabajo. Una madre, con cara de haber pasado mala noche, llevaba a su hijo de poca edad en
brazos; supongo que sería el causante de la somnolencia de su madre. El crío
reía y lloraba al mismo tiempo, su madre parecía ausente.
De pequeño me
enseñaron a ceder el asiento a las personas mayores. Las busqué con la mirada:
las había; la mayoría estaban de pie, mientras algunos jóvenes ocupaban
asientos durante todo el trayecto. Tras caer en cuenta que yo pertenecía, ya,
al grupo a los que habían de haber cedido
asiento, pensé: “No hay vergüenza –en realidad lo que no había era
sitio-“.
Aún estaba lejos
de mi trabajo, pero decidí bajar del autobús e ir paseando hasta la oficina; iba con tiempo suficiente. Al ir a bajar una
chaqueta de piel roja me lo impedía y la rogué que me permitiese el paso. La
chaqueta se volvió y la mujer que la llevaba dijo mirándome a los ojos: “Un
segundo Luis, que yo también me bajo en ésta”. Sorprendido aún me vi en la
acera besando las mejillas atractivas de una persona a la que no creí conocer.
-Ya veo que no
te acuerdas de mí. Te he venido observando todo el trayecto: oye, ¿hablas solo a menudo?
- No, verás, era
un niño que lloraba y al que…
- Ya, ya, el
niño. ¿No recuerdas quién soy, verdad? Me hace pensar que he cambiado mucho,
quizás demasiado… Invítame a un café y te pongo al corriente.
- No si estás muy bien…
- ¿Sigues sin
caer, eh?
Entramos en la
primera cafetería que encontramos. A esa hora estaba llena de gente
desayunando. Nos sentamos a una mesa.
- Soy Ana… Si, hombre,
la cantante. Pero, ¡cómo es posible que no te acuerdes!
- Joder… -perdón-
claro, Ana. ¡Por Dios no es que estés cambiada, es que la última vez que te vi llevabas
el pelo con cresta morada y crucifijos en las orejas!
- Sí, pero cantaba
una canción que habías compuesto para el grupo… ¿“Amo la vida” se llamaba? O algo
parecido.
- Si, era algo
parecido: “Los amores de mi vida”. Fue mi primer y último fracaso.
- Lo pasábamos
bien. ¿A qué te dedicas? Desapareciste del tugurio aquel y no te volvimos a
ver.
- Debí de
enamorarme por aquellos años. ¿Cuántos hace…treinta?
- Más o menos. Yo
sigo cantando y me va como entonces, mal. Pero no sé hacer otra cosa, y tampoco
lo deseo…que conste.
- Al menos tú
haces lo que quieres. Yo saqué unas oposiciones. No te rías –rió al tiempo Luis
viendo la cara de Ana- y vivo de ellas. Sin alharacas, pero bien.
- ¡Alharacas!
Siempre fuiste muy barroco hablando…y componiendo –dijo Ana tras una breve
pausa-. Quizás por eso no te fue bien con la música. ¿Te casaste? Yo sigo con
Tomás, el batería. De él si te acordarás; erais buenos amigos.
- ¡Tomás!, sí.
Fuimos amigos durante años; antes de conocerte.
- Oye, podrías
venir alguna vez a escucharnos. Los jueves actuamos en “El baúl de la Piquer”,
un sitio nuevo. Nuestra música ya no es tan estridente. Es más tipo jazz y
sobre todo baladas; gustan mucho a la gente de nuestra misma edad. ¡Cincuenta y
dios, ya! Siempre nombro a dios cuando hablo de mi edad.
- Sí, me gustará
recordar aquellos tiempos. Ahora me tengo que ir, el trabajo ya sabes.
- Claro, te
esperamos, ven con tu esposa.
- No, iré solo…
Me separé hace años.
- Como quieras.
Por cierto podrías prestarme doscientos pavos… Ando algo apurada, te los
devuelvo cuando te vea.
- Te vale con cincuenta…
- Me apaño. Nos
vemos. Un beso, Luis.
Eché a andar
hacia la oficina. Llegaba tarde, el sol estaba ya en lo alto, sobresalía por
encima de los edificios y la acera se había llenado de luz. Sonreí y debí
volver a hablar solo al recordar la
cresta morada de Ana.
MUy bueno Rafa, además me ha encantado el nombre del garito, muy clásico. Una historia tan real como habitual... y es que el paso del tiempo.
ResponderEliminarUn abrazo
El tiempo pasa y los asientos no se ceden, las personas cambiamos y el billete lo pagáis barato. Aquí vale 1.50€ casi el doble:-(
ResponderEliminarY el sablazo fantástico
Historias de estas nos recuerdan que tenemos fecha de caducidad todos y no tardando
Un abrazo y buen finde.
P.D.
Sigo sin oprdenador
Hola Fernando: han abierto en Burgos un garito con ese nombre y se me ocurrió. La historia si que retrata algo que puede ser habitual...y el tiempo ya sabes lo que dicen:que no perdona. Gracias por contar contigo. Un abrazo
ResponderEliminarHola Katy: sí, en esas cosas en más barato, y en aparcar el coche también. Cuando voy a Madrid y tengo que dejarlo en la calle algún rato me sorprende el precio (aquí, además, de dos a cuatro de la tarde no hay que pagar, tampoco los sábados por la tarde y empiezan a cobrar a partir de las 10 de la mañana); pero vosotros tenéis otras cosas: más museos, más teatro...el Bernabéu...En fin. En cuanto a la historia puede ser habitual lo que sucede en ella. Gracias por acercarte a pesar de lo del ordenador. Un abrazo
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