( Dedicado a mi hija Susana en el día de su cumpleaños: 20.12.2012)
Cuando al amanecer de cada nuevo día el sol se alza detrás de las montañas nace un cuento. Los niños son capaces de inventar todos los días un cuento nuevo.
Luz y Abel son novios, al menos eso dicen ellos. Abel ha jurado a Luz que nunca besará a ninguna otra niña de la clase y Luz da por hecho que entonces son novios.
Luz acaba de cumplir seis años; Abel aparenta más pues es muy alto, pero tiene los mismos que la niña.
Luz es rubia con el pelo rizado y los ojos verdes, transparentes. Abel es negro, azul diría, con el pelo ensortijado y duro. Sus ojos son como dos pedazos de carbón rodeados de nata azucarada.
-¿Por qué no pintas?
-No tengo pinturas.
-Coge de las mías.
-Entonces tú no podrás pintar.
-¡Pero qué tonto que eres! Yo pinto las nubes y el cielo azul y tú mientras pintas el pino de color verde. Luego cambiamos. ¡Ah! Ponle bolas con la pintura roja y regalos de colores.
-¿Y los reyes, cómo los pinto?
-Pues encima de los camellos. Yo prefiero pintar a Papá Noel bajando por la chimenea.
-A mí me gustan más los Reyes Magos.
-¿Por qué?
-Porque hay un negro, como mi padre.
-¡Ah!...ahora que me doy cuenta…tú también eres negro, ¿verdad?
-Sí, como el rey negro. Luz, tú sabes cómo llegan hasta aquí los Reyes Magos en sus camellos. Si vienen de tan lejos a traernos juguetes deben de tardar mucho, ¿no crees?
-Claro, pero para eso son magos.
-Claro.
-Y, Papá Noel viene volando en su trineo, ¿eh?
-Sí, también debe de ser mago. A veces pienso que como está tan gordo puede caerse del trineo; claro que resbalaría por las nubes hasta llegar a las casas.
-Oye, y tú ¿por qué eres negro?
-Porque nací muy lejos, dice mi padre, en un país que se llama África y que está lejos de aquí. Yo era muy pequeño y vinimos en una “pantera” de plástico.
-¿Qué es una pantera?
-Pues como un barco pequeño pero de plástico.
-¡Y viniste flotando por encima del mar!
-Claro. Siguiendo las estrellas.
-Pues eso es más difícil que lo de los Reyes Magos y Papá Noel.
-Dame la pintura amarilla que voy a dibujar la estrella.
-Toma. ¡Cuidado, cuidado, que viene Samu! ¡Si nos ve los dibujos seguro que nos les quita! ¡Tápalos, tápalos!
-¡Seño, seño!
Llega el hada madrina, o sea la seño, hasta la mesa donde Samu y Abel forcejean por los dibujos.
-¡Samu, a tu sitio a hacer tu dibujo! A ver, a ver, qué tenemos por aquí. Muy bien Luz, continua. Y tú, Abel, cómo vas con tus reyes. ¿Supongo que dibujarás también el belén, eh?
-Sí, y hasta con el burrito y el asno.
- Pues yo voy a dibujar la mesa para cenar junto a la chimenea –dice Luz mientras sigue con la cabeza sobre el papel y la punta de la lengua fuera.
-Pues yo además de los reyes y los camellos voy a dibujar a la seño con su camisa verde y todo. Oye Luz, ¿tú sabes por qué llevan camisetas verdes todos los profes del cole?
-Están de huelga.
-¿Qué es estar de huelga?
-Pues no trabajar, que hay que explicártelo todo.
-¡Pues la señorita Alicia va de verde y sí que trabaja!
-Es que la seño nos quiere mucho.
-A ver niños, los que ya habéis terminado. Coged las tijeras e ir recortando los dibujos para pegarlos en el tablón.
-Seño –dice Luz levantando la mano-. ¡Yo no quiero recortar que mi papá dice que está muy mal hacerlo!
-Ya, bueno, pues pega el dibujo sin recortar, anda.
-Seño –grita ahora Abel-. Le he cortado una rama al pino sin querer. ¿Volverá a crecer?
-Me temo que tardará muchos años en estar como antes, Abel.
Críos, suspira la señorita Alicia.
miércoles, 19 de diciembre de 2012
martes, 18 de diciembre de 2012
En el refugio de los sueños: Banesto 110
Ayer, diecisiete de diciembre del dos mil doce, el Banco Español de Crédito, más conocido por Banesto, después de 110 años de actividad dejó de existir como entidad bancaria (aunque hayan de transcurrir aún unos meses para no ver su marca en las calles de ciudades y pueblos de España).
En abril de 1965 con tan sólo dieciocho años entré a trabajar en Banesto. Estuve, hasta mi jubilación (a los 60), cuarenta y dos años. Mis recuerdos de tantos años no pueden ser más agradables. Creo que es el sentir de muchos de los compañeros de entonces, pues así nos lo hemos trasmitido, que Banesto era para nosotros como nuestra tercera casa: la familiar y el colegio fueron las primeras. No exagero en absoluto. Nadie se planteaba cambiar de empresa. Aquel trabajo era seguro y sobre todo bueno. Lo pasábamos bien trabajando, muy bien diría. Todo, o casi todo, fueron satisfacciones en aquellos años. Quizás pudiera influir la edad; pero la sensación de mis recuerdos es muy positiva. Me gustaría ser capaz de plasmar en estas breves líneas las vivencias de entonces. Los empleados de hoy, cuando se les comenta pues a menudo surge la conversación, no se lo creen.
El año en que entré a trabajar éramos sesenta y dos personas en la oficina. Era la oficina principal de Burgos. Hoy son 9 ó 10 a lo sumo. Sí, ya sé, antes todo se hacía a mano. Vale. No creo, sin embargo, que la atención al cliente pueda ser la misma, y eso que los compañeros que aún están se merecen todos mis respetos.
Por entonces no existía la hora del café. Se almorzaba en la sucursal. Los más nos íbamos junto al archivo y dábamos cuenta de nuestro “bocata”. Puedo jurar que algún compañero, de más edad, se llevaba a la oficina su cazuelita de bacalao, picadillo o callos y se lo adjudicaba al coleto en su propia mesa de trabajo, mientras contabilizaba letras, talones o recibos, en los enormes libros al uso. Era lo normal. Al fondo, y durante 15 minutos, improvisábamos un breve partidillo de fútbol con las chapas de las coca-colas. Y se trabajaba, ya lo creo, pero con una alegría que hoy no llega a comprenderse. A veces, pensándolo, he llegado a la conclusión de que el motivo de aquella alegría era la falta de envidia. Todos sabíamos dónde estábamos y a lo que aspirábamos. Conocíamos, de antemano, que cada seis años ascendíamos, y que cuando hubiéramos llegado a oficial primero (18 años de trabajo), algunos tocados por los dioses llegarían a apoderados, o a interventor, o a sub-director o a director incluso. No era casual que la dirección la tuviese una de las personas más mayores en edad de la plantilla. Yo llegué a apoderado y ahí me quedé. Nadie se ofendió que yo sepa por los ascensos de los compañeros. Entonces llegaron ellos: “los yupis”.
Pero antes que esto sucediera cuántas excursiones propiciadas por el Club Banesto. Media Europa visitaron algunos a precios económicos. Nunca olvidaré las magníficas instalaciones del banco en Madrid, en Cercedilla, en Estepona…a donde acudíamos de vacaciones casi pagadas. Hasta teníamos equipo de fútbol que se medía con otras ciudades españolas. El Club Banesto cada dos años celebraba olimpiadas, al uso de las actuales, pero a nivel de empleados de banca. Tuve el placer de participar en una de ellas. Se reunía en Madrid toda la banca mundial. Numerosos bancos, sobre todo europeos, mandaban sus delegaciones para participar en baloncesto, hokey, fútbol, natación…etc. Una maravilla. Hablo de 1960 a 1975 aproximadamente. Esto resulta impensable hoy en día.
Existía lo que se llamaba : ”Pacto de caballeros”. Los presidentes de los bancos se reunían una vez al mes, en comida de negocios, y planificaban el mes siguiente. Todos los bancos, ¡todos! Se ponían de acuerdo para ofrecer a los clientes los mismos tipos de interés en sus cuentas, así como lo que habían de cobrar por los créditos. El cliente elegía el banco por la atención que le daban los empleados o por cercanía o comodidad. Sabía que en todos los bancos le procurarían las mismas condiciones. Había cuentas corrientes, de ahorro, cuentas a plazo fijo, créditos… y la operativa normal: letras, talones, recibos..etc. ¡Y pare usted de contar!
Y entonces llegaron ellos: “Los yupis”. Con efervescencia en las venas, titulaciones de economista o abogacía, muchas ganas, pocos años, poca cabeza y sobre todo: ¡Ninguna experiencia! E imaginaron un mundo en dónde sólo podía triunfar el más audaz, el que inventara productos de alto rendimiento aunque el riesgo fuera grande. Y así surgieron los planes de pensiones de riesgo, los fondos de inversión, los futuribles, las hipotecas, las preferentes, y sobre todo: ¡La tarjeta de crédito!
¡Este mes tienes que dar 500 tarjetas, es tu objetivo! Quinientas cada empleado. Y se daban, ya lo creo que se daban. Y tienes que dar tantas hipotecas y abrir tantos créditos. Y se daban y de abrían. Los más veteranos ya intuíamos que aquello era una barbaridad, pero de alguna forma nos forzaban a ello con continuas reuniones y prolongaciones de horario laboral (sin remunerar, ninguneando de paso a la Hacienda Pública). Sabíamos, ya entonces –hablo de 1995 más o menos-, que algunos de aquellos créditos no se devolverían y que las tarjetas no se podían distribuir como si fueran cartas de una baraja. Pero así estaban las cosas. Era una huida hacia adelante.
Nos prejubilaron en masa desde finales de los noventa, cuando mejor hubiera sido nuestro rendimiento. Ellos ya olían la crisis. Y hasta aquí hemos llegado. El sr. Botín (bendito apellido para seguir haciendo malos chistes de banqueros), ha terminado por apropiarse de Banesto. Es el fin a 110 años, créanme, de un excelente banco del que nos sentimos orgullosos los que hemos contribuido a su historia.
En abril de 1965 con tan sólo dieciocho años entré a trabajar en Banesto. Estuve, hasta mi jubilación (a los 60), cuarenta y dos años. Mis recuerdos de tantos años no pueden ser más agradables. Creo que es el sentir de muchos de los compañeros de entonces, pues así nos lo hemos trasmitido, que Banesto era para nosotros como nuestra tercera casa: la familiar y el colegio fueron las primeras. No exagero en absoluto. Nadie se planteaba cambiar de empresa. Aquel trabajo era seguro y sobre todo bueno. Lo pasábamos bien trabajando, muy bien diría. Todo, o casi todo, fueron satisfacciones en aquellos años. Quizás pudiera influir la edad; pero la sensación de mis recuerdos es muy positiva. Me gustaría ser capaz de plasmar en estas breves líneas las vivencias de entonces. Los empleados de hoy, cuando se les comenta pues a menudo surge la conversación, no se lo creen.
El año en que entré a trabajar éramos sesenta y dos personas en la oficina. Era la oficina principal de Burgos. Hoy son 9 ó 10 a lo sumo. Sí, ya sé, antes todo se hacía a mano. Vale. No creo, sin embargo, que la atención al cliente pueda ser la misma, y eso que los compañeros que aún están se merecen todos mis respetos.
Por entonces no existía la hora del café. Se almorzaba en la sucursal. Los más nos íbamos junto al archivo y dábamos cuenta de nuestro “bocata”. Puedo jurar que algún compañero, de más edad, se llevaba a la oficina su cazuelita de bacalao, picadillo o callos y se lo adjudicaba al coleto en su propia mesa de trabajo, mientras contabilizaba letras, talones o recibos, en los enormes libros al uso. Era lo normal. Al fondo, y durante 15 minutos, improvisábamos un breve partidillo de fútbol con las chapas de las coca-colas. Y se trabajaba, ya lo creo, pero con una alegría que hoy no llega a comprenderse. A veces, pensándolo, he llegado a la conclusión de que el motivo de aquella alegría era la falta de envidia. Todos sabíamos dónde estábamos y a lo que aspirábamos. Conocíamos, de antemano, que cada seis años ascendíamos, y que cuando hubiéramos llegado a oficial primero (18 años de trabajo), algunos tocados por los dioses llegarían a apoderados, o a interventor, o a sub-director o a director incluso. No era casual que la dirección la tuviese una de las personas más mayores en edad de la plantilla. Yo llegué a apoderado y ahí me quedé. Nadie se ofendió que yo sepa por los ascensos de los compañeros. Entonces llegaron ellos: “los yupis”.
Pero antes que esto sucediera cuántas excursiones propiciadas por el Club Banesto. Media Europa visitaron algunos a precios económicos. Nunca olvidaré las magníficas instalaciones del banco en Madrid, en Cercedilla, en Estepona…a donde acudíamos de vacaciones casi pagadas. Hasta teníamos equipo de fútbol que se medía con otras ciudades españolas. El Club Banesto cada dos años celebraba olimpiadas, al uso de las actuales, pero a nivel de empleados de banca. Tuve el placer de participar en una de ellas. Se reunía en Madrid toda la banca mundial. Numerosos bancos, sobre todo europeos, mandaban sus delegaciones para participar en baloncesto, hokey, fútbol, natación…etc. Una maravilla. Hablo de 1960 a 1975 aproximadamente. Esto resulta impensable hoy en día.
Existía lo que se llamaba : ”Pacto de caballeros”. Los presidentes de los bancos se reunían una vez al mes, en comida de negocios, y planificaban el mes siguiente. Todos los bancos, ¡todos! Se ponían de acuerdo para ofrecer a los clientes los mismos tipos de interés en sus cuentas, así como lo que habían de cobrar por los créditos. El cliente elegía el banco por la atención que le daban los empleados o por cercanía o comodidad. Sabía que en todos los bancos le procurarían las mismas condiciones. Había cuentas corrientes, de ahorro, cuentas a plazo fijo, créditos… y la operativa normal: letras, talones, recibos..etc. ¡Y pare usted de contar!
Y entonces llegaron ellos: “Los yupis”. Con efervescencia en las venas, titulaciones de economista o abogacía, muchas ganas, pocos años, poca cabeza y sobre todo: ¡Ninguna experiencia! E imaginaron un mundo en dónde sólo podía triunfar el más audaz, el que inventara productos de alto rendimiento aunque el riesgo fuera grande. Y así surgieron los planes de pensiones de riesgo, los fondos de inversión, los futuribles, las hipotecas, las preferentes, y sobre todo: ¡La tarjeta de crédito!
¡Este mes tienes que dar 500 tarjetas, es tu objetivo! Quinientas cada empleado. Y se daban, ya lo creo que se daban. Y tienes que dar tantas hipotecas y abrir tantos créditos. Y se daban y de abrían. Los más veteranos ya intuíamos que aquello era una barbaridad, pero de alguna forma nos forzaban a ello con continuas reuniones y prolongaciones de horario laboral (sin remunerar, ninguneando de paso a la Hacienda Pública). Sabíamos, ya entonces –hablo de 1995 más o menos-, que algunos de aquellos créditos no se devolverían y que las tarjetas no se podían distribuir como si fueran cartas de una baraja. Pero así estaban las cosas. Era una huida hacia adelante.
Nos prejubilaron en masa desde finales de los noventa, cuando mejor hubiera sido nuestro rendimiento. Ellos ya olían la crisis. Y hasta aquí hemos llegado. El sr. Botín (bendito apellido para seguir haciendo malos chistes de banqueros), ha terminado por apropiarse de Banesto. Es el fin a 110 años, créanme, de un excelente banco del que nos sentimos orgullosos los que hemos contribuido a su historia.
miércoles, 12 de diciembre de 2012
En el refugio de los sueños: Riaño, el reencuentro
Hoy día doce de diciembre de dos mil doce, más o menos a las doce del mediodía volví a Riaño. Mejor sería decir al Nuevo Riaño, que el antiguo fue demolido hará unos veinticinco años para construir una enorme presa que había de servir, dijeron entonces, para regadío de todas las fincas valle abajo, y que a las únicas que benefició fue a las insaciables constructoras. Las personas que habitaban esta hermosa cuenca fueron desposeídas de sus casas y terrenos (pagada la expropiación muchos años antes de que debieran abandonar sus propiedades finalmente. Esta indemnización quedó por tanto obsoleta). A aquellos habitantes nunca les compensó la pérdida, ya que jamás les podrán satisfacer con dinero: su cultura, su forma de entender la vida, sus paisajes, el discurrir del río que bañaba y daba vida a su territorio. Ellos salían de sus casas y pisaban un terreno que, aunque no les perteneciera de hecho, disponían de él libremente. Sus fincas llegaban hasta donde alcanzaba su vista. El sol no es el mismo en esta zona que en otras partes ni el aire ni la niebla ni la lluvia ni la nieve que hoy volví a pisar. La presa de Riaño sólo enriqueció a las constructoras como escribía con anterioridad; los vecinos fueron ninguneados. Hoy el embalse presentaba un aspecto desolador debido a la escasez de agua. Se podían adivinar, a simple vista, los escombros de las casas demolidas, la situación de la iglesia, las amplias zonas antes verdes y ahora llenas de fango. Es cierto que cuando el embalse esté de nuevo con abundancia de agua, la propia belleza del lugar, con el Gilbo, el Yordas y el Llerenes reflejándose en la superficie, volverá a sobrecoger de hermosura al visitante (quizás sean las lágrimas de sus antiguos pobladores las que acaben por llenarlo).
Hoy volví, lo he hecho con frecuencia en estos últimos años, con mi amigo Gerardo que es natural de Pedrosa del Rey, población situada en el lecho del valle y por lo tanto también anegada por la impudicia de los gobiernos de entonces. Mi amigo medio en broma medio en serio se considera apátrida. Estuvimos un par de horas paseando por el monte, contemplando hayedos, enormes robledales, acebos apretados de bayas rojas (todo aquello que les pertenecía y que les robaron también) y sintiendo bajo nuestros pies el crujir de la nieve helada. Infinitas pisadas de rebecos, corzos, jabalíes… mostraban su presencia sobre la capa blanca; él no puede vivir sin ello y cuando puede se acerca a sus orígenes aunque siempre le duela el recuerdo. Circulando, después del paseo, con su automóvil por la carretera que antiguamente unía los pueblos del valle y que hoy resultaba accesible, aunque muy deteriorada como es lógico, por la bajada de nivel del caudal, sentí, sin osar mirarle, que el resentimiento viajaba con él y se reflejaba en su rostro al pasar por la que fuera casa de sus padres, suya y de sus hermanos.
Nos encontramos con amigos de su niñez y con los que también me une una buena relación. Entre ellos Agustín, su entrañable amigo camionero, ya jubilado y a quien le apasiona la caza por esos montes.
Recorriendo el pueblo del Nuevo Riaño, construido con prisas para acallar las voces de entonces, vimos la casa de Pedro, casi un hermano para Gerardo. Desgraciadamente la parca se lo llevó un mal día. Seguro que donde se encuentre habrá hecho feliz a mucha, mucha gente. De él me llevé un recuerdo hace años, cuando era todo vitalidad. Me regaló un pequeño abedul que planté en el pequeño huerto del pueblo de mi esposa y que se ha ido desarrollando todos estos años, como si Pedro quisiera seguir entre nosotros. Ahora es ya un hermoso árbol que nos protege en verano del sol inclemente y que cuando llega el invierno y podo algunas de sus ramas me estremece pensar si puedo estar haciéndole daño.
Hoy volví, lo he hecho con frecuencia en estos últimos años, con mi amigo Gerardo que es natural de Pedrosa del Rey, población situada en el lecho del valle y por lo tanto también anegada por la impudicia de los gobiernos de entonces. Mi amigo medio en broma medio en serio se considera apátrida. Estuvimos un par de horas paseando por el monte, contemplando hayedos, enormes robledales, acebos apretados de bayas rojas (todo aquello que les pertenecía y que les robaron también) y sintiendo bajo nuestros pies el crujir de la nieve helada. Infinitas pisadas de rebecos, corzos, jabalíes… mostraban su presencia sobre la capa blanca; él no puede vivir sin ello y cuando puede se acerca a sus orígenes aunque siempre le duela el recuerdo. Circulando, después del paseo, con su automóvil por la carretera que antiguamente unía los pueblos del valle y que hoy resultaba accesible, aunque muy deteriorada como es lógico, por la bajada de nivel del caudal, sentí, sin osar mirarle, que el resentimiento viajaba con él y se reflejaba en su rostro al pasar por la que fuera casa de sus padres, suya y de sus hermanos.
Nos encontramos con amigos de su niñez y con los que también me une una buena relación. Entre ellos Agustín, su entrañable amigo camionero, ya jubilado y a quien le apasiona la caza por esos montes.
Recorriendo el pueblo del Nuevo Riaño, construido con prisas para acallar las voces de entonces, vimos la casa de Pedro, casi un hermano para Gerardo. Desgraciadamente la parca se lo llevó un mal día. Seguro que donde se encuentre habrá hecho feliz a mucha, mucha gente. De él me llevé un recuerdo hace años, cuando era todo vitalidad. Me regaló un pequeño abedul que planté en el pequeño huerto del pueblo de mi esposa y que se ha ido desarrollando todos estos años, como si Pedro quisiera seguir entre nosotros. Ahora es ya un hermoso árbol que nos protege en verano del sol inclemente y que cuando llega el invierno y podo algunas de sus ramas me estremece pensar si puedo estar haciéndole daño.
martes, 4 de diciembre de 2012
En el refugio de los sueños: La colombiana
Doña Carmen, siempre con este distintivo le llamaban en la comunidad de vecinos –más por su fuerte carácter que por su calidad humana-, se había hecho mayor. Ya no era aquella persona que por su postura enérgica parecía dominar a cuanta gente le trataba. Parecía siempre huraña. Eternamente enfadada consigo misma y con los demás.
La edad tampoco le perdonó y la sombra del “alzheimer” sobrevoló su mente. La enfermedad obró en ella una transformación hacia el polo opuesto de lo que hasta ahora había sido, se volvió: dócil, simpática, deseosa de una caricia; llevaba una sonrisa siempre en los labios y su mirada era, ahora, dulce y bondadosa. Vamos de cuento de hadas, si no fuera porque que día a día se le acentuaban sus delirios.
Fue entonces cuando apareció Margarita. Esta mujer, con nombre de flor, era toda energía. Parecía haber tomado prestada la que olvidó Carmen en uno de los últimos recodos de su camino. Margarita era de nacionalidad colombiana y fue contratada por los hijos de Carmen para que estuviera al cuidado de ésta.
Margarita era alegre, muy alegre…y cantarina, muy cantarina. El primer vecino que pudo comprobar estas dos virtudes fue don Matías –éste si se había ganado el título por su caballeresco comportamiento con la comunidad-. La voz de la mujer y su atroz y voraz música atronaban todas las mañanas por el patio interior de las viviendas. La música caribeña repleta de cumbias, mapolés, bullerenques, vallenatos; los ritmos de boleros, tangos, baladas, salsas…junto con el bambuco andino se mezclaban, primero confundiendo y luego ofendiendo, con la música que todas las mañanas intentaba, desde la llegada de la asistenta, escuchar don Matías.
Digamos que el vecino del noveno, don Matías, vivía para la ópera y de su pensión. A partir de las once de la mañana, tras el desayuno, se sentaba junto a su antiguo tocadiscos y escuchaba sus vinilos; discos que cuidaba y conservaba con meridiana pulcritud. Vivía solo en un pequeño pero agradable apartamento, agradable hasta la llegada de Marga –como ya se la conocía- en el vecindario.
Confundir a Purcell o Tschaikowsky con Shakira o Juanes no era verosímil, pero que la música clásica se fundiera y se enredara en los oídos de Matías sí constituía una posibilidad. Decidido a establecer el orden nuestro hombre bajó en batín hasta el tercer piso donde convivían Carmen y Margarita. Hay que decir que a Carmen junto con la llegada del alzheimer había venido también a visitarle la sordera, por lo que las audiciones de Carlos Vives o Andrés Cepeda la tenían al “pairo”
-Espere don Matías –cariño (dijo melosa la colombiana) al abrir la puerta- que con la música tan alta no entiendo bien lo que quiere contarme. Usted dirá, mi amor.
A Matías, que lógicamente no estaba acostumbrado a aquellas efusivas manifestaciones, tornó a volvérsele rojiza la tez de su blanquecino rostro.
-Verá…señorita, es la música que no me deja…
-¡Ah! la música! - le interrumpió la muchacha- ¡A qué es hermosa! Hay que ver la voz que tiene esa niña (en referencia a Shakira) y que grititos da entre frase y frase… ¡Es divina! ¿Verdad?
-No, verá, es que no me deja…
-Pero pase, pase, don Matías –cariño-, no se quede ahí en la puerta que va coger un resfriado. Además a doña Carmen no le importa, le gusta tener gente en casa. Así le pongo al Juanes o ¿prefiere escuchar algún grupo de mi tierra?: Sanalejo o Doctor Krápula son fenomenales; tiene un ritmo de batuca increíble. Pase, pase y escuche…lo voy a subir un poco para que lo oiga bien.
-¡Señoria! Yo quiero…
-Llámeme Marga, mi amor, ¡sí somos vecinos!
-¡Quiero escuchar a Mendelssohn!
-¿Men…qué?
-¡Mendelssohn y su “Sueño de una noche de verano”! –gritó don Matías perdiendo la compostura quizás por primera vez en su vida.
-¡Qué bien! ¡Qué título más divino! Baje aquí el cedé y lo escuchamos junto.
-¡Que baje el qué!
-El cedé…el disco…del chico ese…Mende no se qué.
-Anda sube a mi casa que te voy a hacer escuchar, seguidas, todas las sinfonías de Beethoven y seguiremos con Mozart. Estoy seguro que el “Danubio Azul” de Strauss te va a encantar.
-¡Strauss!, este me suena. ¿Sirve para cocinar, verdad?
-Me temo que eso es el extarlux. No importa, poco a poco te irá entrando la buena música.
Cuando salieron por la puerta, Carmen miró a los ojos de Matías y sonriendo le dijo: “Adiós Pigmalión”.
La edad tampoco le perdonó y la sombra del “alzheimer” sobrevoló su mente. La enfermedad obró en ella una transformación hacia el polo opuesto de lo que hasta ahora había sido, se volvió: dócil, simpática, deseosa de una caricia; llevaba una sonrisa siempre en los labios y su mirada era, ahora, dulce y bondadosa. Vamos de cuento de hadas, si no fuera porque que día a día se le acentuaban sus delirios.
Fue entonces cuando apareció Margarita. Esta mujer, con nombre de flor, era toda energía. Parecía haber tomado prestada la que olvidó Carmen en uno de los últimos recodos de su camino. Margarita era de nacionalidad colombiana y fue contratada por los hijos de Carmen para que estuviera al cuidado de ésta.
Margarita era alegre, muy alegre…y cantarina, muy cantarina. El primer vecino que pudo comprobar estas dos virtudes fue don Matías –éste si se había ganado el título por su caballeresco comportamiento con la comunidad-. La voz de la mujer y su atroz y voraz música atronaban todas las mañanas por el patio interior de las viviendas. La música caribeña repleta de cumbias, mapolés, bullerenques, vallenatos; los ritmos de boleros, tangos, baladas, salsas…junto con el bambuco andino se mezclaban, primero confundiendo y luego ofendiendo, con la música que todas las mañanas intentaba, desde la llegada de la asistenta, escuchar don Matías.
Digamos que el vecino del noveno, don Matías, vivía para la ópera y de su pensión. A partir de las once de la mañana, tras el desayuno, se sentaba junto a su antiguo tocadiscos y escuchaba sus vinilos; discos que cuidaba y conservaba con meridiana pulcritud. Vivía solo en un pequeño pero agradable apartamento, agradable hasta la llegada de Marga –como ya se la conocía- en el vecindario.
Confundir a Purcell o Tschaikowsky con Shakira o Juanes no era verosímil, pero que la música clásica se fundiera y se enredara en los oídos de Matías sí constituía una posibilidad. Decidido a establecer el orden nuestro hombre bajó en batín hasta el tercer piso donde convivían Carmen y Margarita. Hay que decir que a Carmen junto con la llegada del alzheimer había venido también a visitarle la sordera, por lo que las audiciones de Carlos Vives o Andrés Cepeda la tenían al “pairo”
-Espere don Matías –cariño (dijo melosa la colombiana) al abrir la puerta- que con la música tan alta no entiendo bien lo que quiere contarme. Usted dirá, mi amor.
A Matías, que lógicamente no estaba acostumbrado a aquellas efusivas manifestaciones, tornó a volvérsele rojiza la tez de su blanquecino rostro.
-Verá…señorita, es la música que no me deja…
-¡Ah! la música! - le interrumpió la muchacha- ¡A qué es hermosa! Hay que ver la voz que tiene esa niña (en referencia a Shakira) y que grititos da entre frase y frase… ¡Es divina! ¿Verdad?
-No, verá, es que no me deja…
-Pero pase, pase, don Matías –cariño-, no se quede ahí en la puerta que va coger un resfriado. Además a doña Carmen no le importa, le gusta tener gente en casa. Así le pongo al Juanes o ¿prefiere escuchar algún grupo de mi tierra?: Sanalejo o Doctor Krápula son fenomenales; tiene un ritmo de batuca increíble. Pase, pase y escuche…lo voy a subir un poco para que lo oiga bien.
-¡Señoria! Yo quiero…
-Llámeme Marga, mi amor, ¡sí somos vecinos!
-¡Quiero escuchar a Mendelssohn!
-¿Men…qué?
-¡Mendelssohn y su “Sueño de una noche de verano”! –gritó don Matías perdiendo la compostura quizás por primera vez en su vida.
-¡Qué bien! ¡Qué título más divino! Baje aquí el cedé y lo escuchamos junto.
-¡Que baje el qué!
-El cedé…el disco…del chico ese…Mende no se qué.
-Anda sube a mi casa que te voy a hacer escuchar, seguidas, todas las sinfonías de Beethoven y seguiremos con Mozart. Estoy seguro que el “Danubio Azul” de Strauss te va a encantar.
-¡Strauss!, este me suena. ¿Sirve para cocinar, verdad?
-Me temo que eso es el extarlux. No importa, poco a poco te irá entrando la buena música.
Cuando salieron por la puerta, Carmen miró a los ojos de Matías y sonriendo le dijo: “Adiós Pigmalión”.
miércoles, 28 de noviembre de 2012
EXPOSICIÓN FOTOGRÁFICA
Desde mediados de noviembre expongo una serie de fotografías, en la Cafetería Alonso -Paseo del Espolón (Burgos)- con el título de "IRONÍAS".
Traslado ahora a este blog dicha exposición con los títulos de las fotografías:
"ADÁN Y EVA"
"SIESTA I"
"SIESTA II"
"ANTES DE LA SIESTA... O DESPUÉS"
MUSEO DE LA EVOLUCIÓN: "¿Y LAS CHICAS"
"SEÑORITA, POR FAVOR, ME ENSEÑA UD.EL TANGA...DIGO EL D.N.I."
"MONJES"
"ÓPTICA HERODES"
"INCONGRUENCIA BANCARIA"
"REFLEJOS GÓTICOS"
"EL PUNTO G...DEL GUISANTE"
"EL GRITO"
"OSTRAS"
"MANICURA"
"CABRA CANARIA"
"INGRAVIDEZ"
Espero os haya gustado
Traslado ahora a este blog dicha exposición con los títulos de las fotografías:
"ADÁN Y EVA"
"SIESTA I"
"SIESTA II"
"ANTES DE LA SIESTA... O DESPUÉS"
MUSEO DE LA EVOLUCIÓN: "¿Y LAS CHICAS"
"SEÑORITA, POR FAVOR, ME ENSEÑA UD.EL TANGA...DIGO EL D.N.I."
"MONJES"
"ÓPTICA HERODES"
"INCONGRUENCIA BANCARIA"
"REFLEJOS GÓTICOS"
"EL PUNTO G...DEL GUISANTE"
"EL GRITO"
"OSTRAS"
"MANICURA"
"CABRA CANARIA"
"INGRAVIDEZ"
Espero os haya gustado
domingo, 25 de noviembre de 2012
GREGUERÍAS (4)
46) El espejo es el único que nos dice la verdad.
47) A las mujeres se les suelen romper los collares por la noche.
48) De cantar sale cantante, de estudiar…estudiante, de dirigir…dirigente, de practicar…practicante, de presidir…presidente – “nunca presidenta”- (lo siento señora Aguirre, no pierda usted la esperanza que a lo peor algún día cambian la gramática).
49) El auténtico peregrino no llega nunca a su destino.
50) Las buenas secretarias no anotan en la agenda los secretos del jefe.
51) Quizá volver al pasado sea progresar.
52) A los viejos la ropa nunca se les pasa de moda.
53) Es mejor ir a un entierro que de invitado a una boda, el entierro nunca será el tuyo y la boda tampoco.
54) Cuando veo a algunos chicos por la calle me acuerdo de las alfombras de mi casa: conviene sacudirlas alguna vez.
55) Hay un pueblo en Méjico en el que todos son: “Muy machos”. Deben de aburrirse mucho.
56) Si quieres besar a una chica guapa y desconocida sitúate junto a ella en un partido de tenis y lleva la contraria a la pelota.
57) Te conozco pero no te reconozco, piénsalo (me dijo esta mañana mi madre en el hospital -16.11.2012)... Aún sigo pensándolo.
58) El que habla mucho, aburre. El que calla da que pensar.
59) La que llega tarde al baile, baila con el cojo.
60) Las rutinas crean obstinados.
47) A las mujeres se les suelen romper los collares por la noche.
48) De cantar sale cantante, de estudiar…estudiante, de dirigir…dirigente, de practicar…practicante, de presidir…presidente – “nunca presidenta”- (lo siento señora Aguirre, no pierda usted la esperanza que a lo peor algún día cambian la gramática).
49) El auténtico peregrino no llega nunca a su destino.
50) Las buenas secretarias no anotan en la agenda los secretos del jefe.
51) Quizá volver al pasado sea progresar.
52) A los viejos la ropa nunca se les pasa de moda.
53) Es mejor ir a un entierro que de invitado a una boda, el entierro nunca será el tuyo y la boda tampoco.
54) Cuando veo a algunos chicos por la calle me acuerdo de las alfombras de mi casa: conviene sacudirlas alguna vez.
55) Hay un pueblo en Méjico en el que todos son: “Muy machos”. Deben de aburrirse mucho.
56) Si quieres besar a una chica guapa y desconocida sitúate junto a ella en un partido de tenis y lleva la contraria a la pelota.
57) Te conozco pero no te reconozco, piénsalo (me dijo esta mañana mi madre en el hospital -16.11.2012)... Aún sigo pensándolo.
58) El que habla mucho, aburre. El que calla da que pensar.
59) La que llega tarde al baile, baila con el cojo.
60) Las rutinas crean obstinados.
martes, 20 de noviembre de 2012
En el refugio de los sueños: El escritor
Cuando escribo en ocasiones me encuentro con la dificultad de no saber muy bien hacia adónde ir, dónde dirigir mis pasos. Por mucho que me exprima parece como si aquel limón que tantas veces me dio su jugo, estuviera ya seco. Entonces se me ocurre recurrir y volver a leer alguno de los cuentos de “Chuck Palahniuk”, escritor americano que tanto me entretuvo en momentos de ociosidad bien entendida.
Decía el señor Palahniuk que para escribir sólo hacían falta cinco factores (entiendo que sólo para escribir –bien o mal-): “El tiempo libre, la tecnología puesta hoy a nuestro alcance, el material, la educación y el hastío”.
Parece simple, sobre todo el primer factor. El tiempo es igual para todos, sólo depende de la necesidad que hagamos de él.
Las técnicas tecnológicas de hoy en día, ayudan. Resulta más sencillo escribir, más rápido, más limpio…Mejor, eso es otra cuestión.
El material al igual que el punto anterior ha cambiado, pero supongo que habrá excelentes escritores que sigan escribiendo con papel y lapicero.
Sobre el hastío no puedo estar más en desacuerdo, aunque quizás se refiera a que cuando uno está: cansado, furioso, deprimido…hastiado del mundo, pueden surgir mejor las historias. Un profesor de escritura creativa en alguna ocasión me sugirió que aprendiese a escribir con mala leche, si no nunca escribirás bien –me dijo-. Quizás Palahniuk era lo que quería insinuar con su hastío.
La educación creo que es fundamental, y no me refiero al hecho de saber poner las comas más o menos en su sitio, si no a aquello que hemos mamado desde niños, a nuestra relación con los demás, con nuestro entorno…en fin. Todo ello nos ha ido configurando, a lo largo de nuestros años, y así hemos llegado a ser lo que somos: no todo el mérito o desmérito es nuestro.
Pero hay más. Pienso que para escribir hay que experimentar. En este sentido aprender a escribir implicar aprender a mirarse a uno mismo y al mundo que te rodea, muy de cerca. En ocasiones la historia a contar se vuelve más importante que el acontecimiento real. Por eso caemos en el peligro de pasar demasiado deprisa por la vida, aguantando acontecimientos con el único propósito de crear una historia.
¿Pero será saludable la experimentación personal? No me veo cometiendo un crimen para escribir sobre lo criminal. Tampoco cometiendo un robo o una violación para poder escribir sobre ello. Claro que también pienso que cómo podemos crear historias excitantes, apasionantes, innovadores si sólo vivimos vidas anodinas. Por eso, quizás, todas las historias basadas en hechos reales tienen mayor nivel de aceptación.
Decía el señor Palahniuk que para escribir sólo hacían falta cinco factores (entiendo que sólo para escribir –bien o mal-): “El tiempo libre, la tecnología puesta hoy a nuestro alcance, el material, la educación y el hastío”.
Parece simple, sobre todo el primer factor. El tiempo es igual para todos, sólo depende de la necesidad que hagamos de él.
Las técnicas tecnológicas de hoy en día, ayudan. Resulta más sencillo escribir, más rápido, más limpio…Mejor, eso es otra cuestión.
El material al igual que el punto anterior ha cambiado, pero supongo que habrá excelentes escritores que sigan escribiendo con papel y lapicero.
Sobre el hastío no puedo estar más en desacuerdo, aunque quizás se refiera a que cuando uno está: cansado, furioso, deprimido…hastiado del mundo, pueden surgir mejor las historias. Un profesor de escritura creativa en alguna ocasión me sugirió que aprendiese a escribir con mala leche, si no nunca escribirás bien –me dijo-. Quizás Palahniuk era lo que quería insinuar con su hastío.
La educación creo que es fundamental, y no me refiero al hecho de saber poner las comas más o menos en su sitio, si no a aquello que hemos mamado desde niños, a nuestra relación con los demás, con nuestro entorno…en fin. Todo ello nos ha ido configurando, a lo largo de nuestros años, y así hemos llegado a ser lo que somos: no todo el mérito o desmérito es nuestro.
Pero hay más. Pienso que para escribir hay que experimentar. En este sentido aprender a escribir implicar aprender a mirarse a uno mismo y al mundo que te rodea, muy de cerca. En ocasiones la historia a contar se vuelve más importante que el acontecimiento real. Por eso caemos en el peligro de pasar demasiado deprisa por la vida, aguantando acontecimientos con el único propósito de crear una historia.
¿Pero será saludable la experimentación personal? No me veo cometiendo un crimen para escribir sobre lo criminal. Tampoco cometiendo un robo o una violación para poder escribir sobre ello. Claro que también pienso que cómo podemos crear historias excitantes, apasionantes, innovadores si sólo vivimos vidas anodinas. Por eso, quizás, todas las historias basadas en hechos reales tienen mayor nivel de aceptación.
viernes, 16 de noviembre de 2012
GREGUERÍAS (3)
31) La frase: ¡Qué difícil es conocernos por dentro!, es cierta puesto que por dentro estamos a oscuras.
32) Entre dos puntos la línea más corta es la recta, pero en ambas direcciones no lo olvides.
33) “Cuando el río suena, agua lleva” Error, ¡qué si no hay agua no hay río!
34) Lo difícil no son las preguntas, sino las respuestas.
35) Las disculpas no se piden, se dan.
36) Alégrate si ves que los hombres miran a tu esposa, salvo que olvidase ponerse la falda al salir de casa.
37) Tengo poca memoria pero poseo un lapicero cojonudo.
38) Las únicas comisiones que funcionan son las de número impar e inferiores a tres.
39) Aquel adolescente creía que “penar” era lo que le sucedía a su pene.
40) Una sonrisa la puede regalar hasta el hombre más pobre de la tierra.
41) Ignorar no es igual que desconocer, como oír no es lo mismo que escuchar.
42) Los cuadros se enmarcan para que los buenos dibujos no se escapen.
43) Llevamos cartera pensando que los billetes siempre están en su casa.
44) Al hielo lo que más le afecta es el calor.
45) Lo único que no gusta de un banquete es la pata de la mesa.
32) Entre dos puntos la línea más corta es la recta, pero en ambas direcciones no lo olvides.
33) “Cuando el río suena, agua lleva” Error, ¡qué si no hay agua no hay río!
34) Lo difícil no son las preguntas, sino las respuestas.
35) Las disculpas no se piden, se dan.
36) Alégrate si ves que los hombres miran a tu esposa, salvo que olvidase ponerse la falda al salir de casa.
37) Tengo poca memoria pero poseo un lapicero cojonudo.
38) Las únicas comisiones que funcionan son las de número impar e inferiores a tres.
39) Aquel adolescente creía que “penar” era lo que le sucedía a su pene.
40) Una sonrisa la puede regalar hasta el hombre más pobre de la tierra.
41) Ignorar no es igual que desconocer, como oír no es lo mismo que escuchar.
42) Los cuadros se enmarcan para que los buenos dibujos no se escapen.
43) Llevamos cartera pensando que los billetes siempre están en su casa.
44) Al hielo lo que más le afecta es el calor.
45) Lo único que no gusta de un banquete es la pata de la mesa.
sábado, 10 de noviembre de 2012
En el refugio de los sueños: Lejos, al sur (3ªparte)
- ¿Prostituirte?
-Sí, no le basta que me vean desnuda cada noche. Quiere hacer conmigo lo que hace con mi madre –contestó Andrea dirigiendo su mirada hacia la barra, hacia Carmen.
Javier comprendió. Miraba los ojos negros de Andrea, maquillados en exceso, sin poder apartar la vista de ellos. La chica volvió su rostro, perdido en la barra de la taberna, para refugiarse en Javier, y se vio reflejada en los ojos grises de aquel hombre que la miraba con fascinación.
Andrea se dejó llevar, necesitaba llenar aquel espacio vacío de su alma. Poder contar, abrirse a alguien; y aquel hombre, aquel forastero que la miraba de frente, con atrevimiento pero sin abandono, empezó a parecerle menos extraño, más cercano que la mayoría de los que conocía en aquel lugar y a los que veía casi a diario. Y desnudó su corazón, sintiendo al hacerlo que quizás fuera la posibilidad que esperaba para cambiar su destino. Pero el destino no es algo con lo que se pueda mercadear, y el sino de Andrea no dependía de Javier, tal vez ni de ella misma.
- Prostituirme, sí. Hace dos años que lo viene intentando; sólo ha conseguido que me desnude, pero es obstinado, tenaz…no duda de que lo conseguirá. Al otro lado está mi madre de la que nunca he recibido ni tan siquiera comprensión. Supongo que piensan que yo soy la llave para sacarles de su estrechez, de la miseria moral en la que viven. Tengo diecisiete años y…
- ¿Diecisiete? –preguntó incrédulo Javier.
- Bueno, los cumpliré dentro de pocos meses, en abril… e intuyen que pronto los abandonaré, que no les queda tiempo para hacer conmigo lo que quieren.
- Abandonar, huir… lo hago cada día –continuó Andrea jugando con la copa que se iba calentando entre sus manos-. Con la llegada de la madrugada me digo a mí misma que esta será la última vez que me desnude. Lo intenté hace unos meses, quizás tú no estuvieses aquí por entonces, seguro que no, y ese mal hombre me abofeteó delante de mi madre, sin importarle que ella estuviera allí. Me dolió más la falta de reacción de ella que la bofetada. Tuve que volver al escenario y hacer lo que no he deseado nunca, por más que pueda parecer lo contrario en mi actuación. Porque ¿sabes?, sólo es eso: una actuación. Te preguntarás el porqué; es muy sencillo, pienso cada hora en mi madre, en Carmen, a pesar de todo, víctima de ese ser inmundo. Sé que de no hacerlo la maltrataría, estoy segura de ello. Los marineros que vienen hasta aquí, sobre todo en los días que no pueden salir a la mar por temporal, que en invierno suelen ser frecuentes, no son mala gente, creo que más bien todo lo contrario: hasta cierto punto siempre me han respetado; cuando alguno se ha intentado pasar de la raya, por exceso de bebida la mayoría de las veces, he sabido quitármelo de encima, pero dudo que esto suceda siempre así. Buscan compañía y es lógico que me prefieran a mi madre: me ven moverme por el local, me dejo invitar a alguna copa, como ahora contigo, es lo que hago para que Abel me deje tranquila; escuchan mis canciones y esperan que les muestre mi cuerpo desnudo. Mi madre se ha prostituido desde niña; el destino le trajo hasta aquí y hace treinta años no creo que pudiese evitarlo. Tal vez tampoco lo intentó. El caso es que Abel se convirtió en su chulo a la vez que en su amante. Luego nací yo, mi madre siempre me ha dicho que él no es mi padre, que ignora quién la preñó. La creo, no me gustaría ser la hija de ese hombre. Esta tarde –continuó hablando Andrea mientras Javier escuchaba sin apartar los ojos de su rostro- estuve en peligro. No sé si el grito que me llegó desde el faro me contuvo. Por mi cabeza rondaba en esos momentos la seria idea de arrojarme al abismo. Subo con frecuencia hasta ese lugar y nunca había sentido esa inquietud, esa angustia. Me acerco hasta allí porque el fuerte viento, que suele correr, me relaja. Pero esta tarde era distinto, sentía una opresión en el pecho y unas ansias de saltar, de sentirme libre…por fin. Y entonces llegó hasta mis oídos aquel…: ¡Eh! No he dejado de escucharlo desde entonces. Salí corriendo porque no sabía con certeza lo que había sucedido, era como un sueño del que dudaba en despertar. Por una parte creía haber saltado al vacío y que el grito había sido mío al estrellarme contra el suelo, y por otro sentí como un impulso de alguien que me llamaba; volví la cabeza y te vi con un brazo levantado llevando un sombrero. Tu figura, perdona, me pareció ridícula con aquella gabardina muy por debajo de tus rodillas y aquel rostro que denotaba cansancio, al menos eso me pareció al cruzarme contigo. Te preguntarás como pude ser tan observadora en aquellos momentos en los que había estado jugando con mi vida. No lo sé, como tampoco sé porque te estoy contando todo esto.
Dejó la copa vacía sobre la mesa de madera y se quedó por un momento callada. De sus hermosos ojos pareció descender un hilo líquido que brilló con el roce de la escasa luz que les envolvía. Javier se percató y sacó del bolsillo de su chaqueta un pañuelo con el que Andrea secó su mejilla para apretarlo luego entre sus manos como en una súplica que Javier no supo, en aquel momento, identificar como tal.
- Yo podría… -intervino Javier dudando lo que iba a decir.
- No, no podrías; nadie puede. Debo ser yo misma, pero no ahora; tengo que esperar. Ahora estoy bien, parece que tu presencia me ha hecho reaccionar, que he comprendido. Lo de esta tarde allí arriba fue una locura, pero fue sólo un momento, por suerte apareciste tú con tu grito salvador. La muerte que se me insinuó sólo es el último eslabón de la vida, de mí vida, y creo que ésta puede aún ser muy larga.
Javier hizo un movimiento afirmativo con la cabeza mientras vaciaba de nuevo su copa de aguardiente. Intuitivamente levantó el brazo. La noche empezaba a pasarle factura por el alcohol ingerido, pero aquella mujer le mantenía despierto, atento, como si avizorara algún peligro.
- Míralos no apartan la vista de nosotros; están al acecho como perros de presa. Ese hombre seboso, ignora lo que estamos hablando, sólo está esperando que le complazca y te lleve a mi cama; piensa que quizás sea esta noche cuando empiece a salirse con la suya, a vivir también a mí costa. Qué lejos está de la realidad. Pero no creo que ningún hombre llegue a comprender nunca la angustia que corre por mis venas a diario; siempre pensando, sintiéndome vigilada, perseguida y denigrada, a solas con su mirada, día y noche. Y mi madre aunque no la compadezca, a veces me da lástima, atada a ese hombre. Lleva años así, supongo que se ha acostumbrado a la ignominia de vender cada noche su cuerpo a cuantos se lo soliciten, que por suerte o desgracia cada vez son menos. Debo quedarme aquí por ella y por mí. No sé hasta dónde podría llegar ese hijo de puta. Dentro de unos mese ya no podrá hacerme daño; la ley me protegerá, y supongo que no tendrá más remedio que conformarse con lo que le queda: Carmen. Ella estoy segura que lo entenderá; quizás tarde en comprenderlo, pero a poco que repase su vida terminará por darse cuenta de que tuve razón en abandonarla, de que yo no nunca he querido ser una continuación de su perdida existencia. Ves por qué te digo que ahora no es momento de huir; me buscarían. Sólo sé cantar y para él sería fácil dar conmigo. Tengo que esperar. Tampoco tú podrías ayudarme ahora, aunque lo intentásemos. Además te acusarían de secuestro, no olvides que soy menor de edad. Me inspiras confianza, ya que al menos no has obrado como la mayoría de los hombres que se acercan a mí; pero no te conozco. Aún eres un extraño.
- ¿Qué te hizo quedarte aquí, en este lugar? –preguntó Andrea cambiando de conversación.
- Lo mío es mucho más simple, más trivial si quieres. Estoy aquí por trabajo. Suministro la mercancía de mi empresa, útiles marineros, ya sabes: redes, aparejos, nasas… Se venden bien, da para vivir, no con excesivas comodidades pero sin demasiados agobios; recorro la costa a lo largo del año y cubro las necesidades de la gente. Pero es curioso, a éste lugar no había arribado nunca – ya ves hasta se me han ido pegando los términos marineros- y quizás sea esta población la que ha logrado atraparme. Supongo que tú algo has tenido que ver, aunque mejor sería decir que ha sido lo único que ha conseguido retenerme. Sería hasta creíble suponer que tu voz me estaba llamando o esperando. La primera vez que la escuché me entusiasmó su calidez, por más que algunas de las canciones fueran procaces y de dudoso gusto. Creo que me fui aficionando a escucharlas y a verte. A las pocas noches, había coincidido una racha de temporal en las que la taberna estaba llena de marineros, tras escuchar tu voz comencé a sentir un tremendo dolor de cabeza y mis sienes parecían ir a estallar, el motivo no fue otro que el verte mover alrededor del micrófono con la impudicia grabada en tu cuerpo. Hasta entonces te había sentido mía y ahora veía que en realidad te había estado compartiendo con aquellas miradas que, al igual que yo, no dejaban de mirar tu cuerpo desnudo. No sé muy bien si ese sentimiento puede llegar a llamarse amor. También sé que mi edad no te corresponde…
Andrea sonrió.
- Pero volviendo a mi trabajo, llevo ya varios años en esta actividad, siempre me he dedicado a la venta, yendo de un lugar a otro. A veces pienso que viajo hacia ninguna parte, pues acabo regresando a los mismos lugares, como si se cerrase un círculo. Como ves nada que ver con lo tuyo, y desde luego bastante más tedioso, aunque nadie, salvo la necesidad diaria de vivir, me obligue a ello.
Andrea contemplaba Javier, regalándole su mirada. Era lo único que podía darle por ahora...
Continuaron hablando hasta el amanecer; contaron también con largos silencios sin separar sus miradas. Las copas iban cayendo una tras otra. Abel y Carmen continuaban intercambiando miradas llenas de abulia y rencor.
Las primeras luces del día empezaban a transitar por la taberna, deshaciendo las sombras que se habían apoderado de las mesas y las banquetas durante la larga y tediosa noche; con aquellas luces entraron los marineros fatigados por una noche de trabajo e insomnio; marineros que deseaban saciar su sed y gozar de compañía. Carmen, la puta del puerto, dejó la barra y empezó a recibir con sus orondos y mórbidos brazos abiertos a cuantos quisieran sentir su calor y su aliento a aguardiente rancio. Abel, desde detrás de la barra, hizo un significativo movimiento de cabeza dirigido a Andrea. La mirada aviesa del hombre enmarcaba un rostro ceniciento y agrio; sentía que aquella noche tampoco había podido forzar la voluntad de aquella mujer. Andrea se dirigió, obediente, al estrado, no sin antes rozar, al levantarse, sin que nadie se percatase de ello, la mano del hombre que había dejado de ser un extraño para ella.
El tres de abril, a las diez en punto de la mañana, un vehículo de color verde oscuro y marca difícil de adivinar paró frente a la puerta de la taberna. Una mujer y una maleta como único equipaje lo esperaban en la acera. Javier abrió la puerta. Andrea entró. Se besaron tímidamente en los labios. No hablaron hasta haber dejado a sus espaldas aquellos montes y valles que los habían separado más de un año. El viento frío y seco de la meseta los recibió, fue entonces cuando la mujer se atrevió a preguntar:
- ¿Adónde vamos?
- Lejos: al sur.
-Sí, no le basta que me vean desnuda cada noche. Quiere hacer conmigo lo que hace con mi madre –contestó Andrea dirigiendo su mirada hacia la barra, hacia Carmen.
Javier comprendió. Miraba los ojos negros de Andrea, maquillados en exceso, sin poder apartar la vista de ellos. La chica volvió su rostro, perdido en la barra de la taberna, para refugiarse en Javier, y se vio reflejada en los ojos grises de aquel hombre que la miraba con fascinación.
Andrea se dejó llevar, necesitaba llenar aquel espacio vacío de su alma. Poder contar, abrirse a alguien; y aquel hombre, aquel forastero que la miraba de frente, con atrevimiento pero sin abandono, empezó a parecerle menos extraño, más cercano que la mayoría de los que conocía en aquel lugar y a los que veía casi a diario. Y desnudó su corazón, sintiendo al hacerlo que quizás fuera la posibilidad que esperaba para cambiar su destino. Pero el destino no es algo con lo que se pueda mercadear, y el sino de Andrea no dependía de Javier, tal vez ni de ella misma.
- Prostituirme, sí. Hace dos años que lo viene intentando; sólo ha conseguido que me desnude, pero es obstinado, tenaz…no duda de que lo conseguirá. Al otro lado está mi madre de la que nunca he recibido ni tan siquiera comprensión. Supongo que piensan que yo soy la llave para sacarles de su estrechez, de la miseria moral en la que viven. Tengo diecisiete años y…
- ¿Diecisiete? –preguntó incrédulo Javier.
- Bueno, los cumpliré dentro de pocos meses, en abril… e intuyen que pronto los abandonaré, que no les queda tiempo para hacer conmigo lo que quieren.
- Abandonar, huir… lo hago cada día –continuó Andrea jugando con la copa que se iba calentando entre sus manos-. Con la llegada de la madrugada me digo a mí misma que esta será la última vez que me desnude. Lo intenté hace unos meses, quizás tú no estuvieses aquí por entonces, seguro que no, y ese mal hombre me abofeteó delante de mi madre, sin importarle que ella estuviera allí. Me dolió más la falta de reacción de ella que la bofetada. Tuve que volver al escenario y hacer lo que no he deseado nunca, por más que pueda parecer lo contrario en mi actuación. Porque ¿sabes?, sólo es eso: una actuación. Te preguntarás el porqué; es muy sencillo, pienso cada hora en mi madre, en Carmen, a pesar de todo, víctima de ese ser inmundo. Sé que de no hacerlo la maltrataría, estoy segura de ello. Los marineros que vienen hasta aquí, sobre todo en los días que no pueden salir a la mar por temporal, que en invierno suelen ser frecuentes, no son mala gente, creo que más bien todo lo contrario: hasta cierto punto siempre me han respetado; cuando alguno se ha intentado pasar de la raya, por exceso de bebida la mayoría de las veces, he sabido quitármelo de encima, pero dudo que esto suceda siempre así. Buscan compañía y es lógico que me prefieran a mi madre: me ven moverme por el local, me dejo invitar a alguna copa, como ahora contigo, es lo que hago para que Abel me deje tranquila; escuchan mis canciones y esperan que les muestre mi cuerpo desnudo. Mi madre se ha prostituido desde niña; el destino le trajo hasta aquí y hace treinta años no creo que pudiese evitarlo. Tal vez tampoco lo intentó. El caso es que Abel se convirtió en su chulo a la vez que en su amante. Luego nací yo, mi madre siempre me ha dicho que él no es mi padre, que ignora quién la preñó. La creo, no me gustaría ser la hija de ese hombre. Esta tarde –continuó hablando Andrea mientras Javier escuchaba sin apartar los ojos de su rostro- estuve en peligro. No sé si el grito que me llegó desde el faro me contuvo. Por mi cabeza rondaba en esos momentos la seria idea de arrojarme al abismo. Subo con frecuencia hasta ese lugar y nunca había sentido esa inquietud, esa angustia. Me acerco hasta allí porque el fuerte viento, que suele correr, me relaja. Pero esta tarde era distinto, sentía una opresión en el pecho y unas ansias de saltar, de sentirme libre…por fin. Y entonces llegó hasta mis oídos aquel…: ¡Eh! No he dejado de escucharlo desde entonces. Salí corriendo porque no sabía con certeza lo que había sucedido, era como un sueño del que dudaba en despertar. Por una parte creía haber saltado al vacío y que el grito había sido mío al estrellarme contra el suelo, y por otro sentí como un impulso de alguien que me llamaba; volví la cabeza y te vi con un brazo levantado llevando un sombrero. Tu figura, perdona, me pareció ridícula con aquella gabardina muy por debajo de tus rodillas y aquel rostro que denotaba cansancio, al menos eso me pareció al cruzarme contigo. Te preguntarás como pude ser tan observadora en aquellos momentos en los que había estado jugando con mi vida. No lo sé, como tampoco sé porque te estoy contando todo esto.
Dejó la copa vacía sobre la mesa de madera y se quedó por un momento callada. De sus hermosos ojos pareció descender un hilo líquido que brilló con el roce de la escasa luz que les envolvía. Javier se percató y sacó del bolsillo de su chaqueta un pañuelo con el que Andrea secó su mejilla para apretarlo luego entre sus manos como en una súplica que Javier no supo, en aquel momento, identificar como tal.
- Yo podría… -intervino Javier dudando lo que iba a decir.
- No, no podrías; nadie puede. Debo ser yo misma, pero no ahora; tengo que esperar. Ahora estoy bien, parece que tu presencia me ha hecho reaccionar, que he comprendido. Lo de esta tarde allí arriba fue una locura, pero fue sólo un momento, por suerte apareciste tú con tu grito salvador. La muerte que se me insinuó sólo es el último eslabón de la vida, de mí vida, y creo que ésta puede aún ser muy larga.
Javier hizo un movimiento afirmativo con la cabeza mientras vaciaba de nuevo su copa de aguardiente. Intuitivamente levantó el brazo. La noche empezaba a pasarle factura por el alcohol ingerido, pero aquella mujer le mantenía despierto, atento, como si avizorara algún peligro.
- Míralos no apartan la vista de nosotros; están al acecho como perros de presa. Ese hombre seboso, ignora lo que estamos hablando, sólo está esperando que le complazca y te lleve a mi cama; piensa que quizás sea esta noche cuando empiece a salirse con la suya, a vivir también a mí costa. Qué lejos está de la realidad. Pero no creo que ningún hombre llegue a comprender nunca la angustia que corre por mis venas a diario; siempre pensando, sintiéndome vigilada, perseguida y denigrada, a solas con su mirada, día y noche. Y mi madre aunque no la compadezca, a veces me da lástima, atada a ese hombre. Lleva años así, supongo que se ha acostumbrado a la ignominia de vender cada noche su cuerpo a cuantos se lo soliciten, que por suerte o desgracia cada vez son menos. Debo quedarme aquí por ella y por mí. No sé hasta dónde podría llegar ese hijo de puta. Dentro de unos mese ya no podrá hacerme daño; la ley me protegerá, y supongo que no tendrá más remedio que conformarse con lo que le queda: Carmen. Ella estoy segura que lo entenderá; quizás tarde en comprenderlo, pero a poco que repase su vida terminará por darse cuenta de que tuve razón en abandonarla, de que yo no nunca he querido ser una continuación de su perdida existencia. Ves por qué te digo que ahora no es momento de huir; me buscarían. Sólo sé cantar y para él sería fácil dar conmigo. Tengo que esperar. Tampoco tú podrías ayudarme ahora, aunque lo intentásemos. Además te acusarían de secuestro, no olvides que soy menor de edad. Me inspiras confianza, ya que al menos no has obrado como la mayoría de los hombres que se acercan a mí; pero no te conozco. Aún eres un extraño.
- ¿Qué te hizo quedarte aquí, en este lugar? –preguntó Andrea cambiando de conversación.
- Lo mío es mucho más simple, más trivial si quieres. Estoy aquí por trabajo. Suministro la mercancía de mi empresa, útiles marineros, ya sabes: redes, aparejos, nasas… Se venden bien, da para vivir, no con excesivas comodidades pero sin demasiados agobios; recorro la costa a lo largo del año y cubro las necesidades de la gente. Pero es curioso, a éste lugar no había arribado nunca – ya ves hasta se me han ido pegando los términos marineros- y quizás sea esta población la que ha logrado atraparme. Supongo que tú algo has tenido que ver, aunque mejor sería decir que ha sido lo único que ha conseguido retenerme. Sería hasta creíble suponer que tu voz me estaba llamando o esperando. La primera vez que la escuché me entusiasmó su calidez, por más que algunas de las canciones fueran procaces y de dudoso gusto. Creo que me fui aficionando a escucharlas y a verte. A las pocas noches, había coincidido una racha de temporal en las que la taberna estaba llena de marineros, tras escuchar tu voz comencé a sentir un tremendo dolor de cabeza y mis sienes parecían ir a estallar, el motivo no fue otro que el verte mover alrededor del micrófono con la impudicia grabada en tu cuerpo. Hasta entonces te había sentido mía y ahora veía que en realidad te había estado compartiendo con aquellas miradas que, al igual que yo, no dejaban de mirar tu cuerpo desnudo. No sé muy bien si ese sentimiento puede llegar a llamarse amor. También sé que mi edad no te corresponde…
Andrea sonrió.
- Pero volviendo a mi trabajo, llevo ya varios años en esta actividad, siempre me he dedicado a la venta, yendo de un lugar a otro. A veces pienso que viajo hacia ninguna parte, pues acabo regresando a los mismos lugares, como si se cerrase un círculo. Como ves nada que ver con lo tuyo, y desde luego bastante más tedioso, aunque nadie, salvo la necesidad diaria de vivir, me obligue a ello.
Andrea contemplaba Javier, regalándole su mirada. Era lo único que podía darle por ahora...
Continuaron hablando hasta el amanecer; contaron también con largos silencios sin separar sus miradas. Las copas iban cayendo una tras otra. Abel y Carmen continuaban intercambiando miradas llenas de abulia y rencor.
Las primeras luces del día empezaban a transitar por la taberna, deshaciendo las sombras que se habían apoderado de las mesas y las banquetas durante la larga y tediosa noche; con aquellas luces entraron los marineros fatigados por una noche de trabajo e insomnio; marineros que deseaban saciar su sed y gozar de compañía. Carmen, la puta del puerto, dejó la barra y empezó a recibir con sus orondos y mórbidos brazos abiertos a cuantos quisieran sentir su calor y su aliento a aguardiente rancio. Abel, desde detrás de la barra, hizo un significativo movimiento de cabeza dirigido a Andrea. La mirada aviesa del hombre enmarcaba un rostro ceniciento y agrio; sentía que aquella noche tampoco había podido forzar la voluntad de aquella mujer. Andrea se dirigió, obediente, al estrado, no sin antes rozar, al levantarse, sin que nadie se percatase de ello, la mano del hombre que había dejado de ser un extraño para ella.
El tres de abril, a las diez en punto de la mañana, un vehículo de color verde oscuro y marca difícil de adivinar paró frente a la puerta de la taberna. Una mujer y una maleta como único equipaje lo esperaban en la acera. Javier abrió la puerta. Andrea entró. Se besaron tímidamente en los labios. No hablaron hasta haber dejado a sus espaldas aquellos montes y valles que los habían separado más de un año. El viento frío y seco de la meseta los recibió, fue entonces cuando la mujer se atrevió a preguntar:
- ¿Adónde vamos?
- Lejos: al sur.
miércoles, 7 de noviembre de 2012
En el refugio der los sueños: Lejos, al sur (2º parte)
El visitante tiene nombre. No hay nadie anónimo; sólo los seres sin pasado. Se llama Javier, Javier Ventox. Lleva pocos días en la zona, pero éstos ya le han llegado al alma. La niebla que invadió la comarca hace semanas aún permanece y le ha herido los huesos, le ha ido encorvando la figura; parece un anciano cuando recorre las húmedas calles del pueblo portando su mercancía, mostrándola de puerta en puerta. Echa en falta el sol, pero su obsesión es la mujer que canta y se desnuda, la mujer a la que va a ver y a escuchar noche tras noche a la taberna del puerto. Esta noche volverá.
El visitante ha comido en la pensión que habita por unos días, antes de trasladarse al siguiente lugar de trabajo, pues Ventox es viajante y recorre la costa de este a oeste a lo largo del año. Este pueblo al pie del cabo es la primera vez que lo visita. Una ligera siesta, tras la comida, le reconforta. Duda entre seguir trabajando aquella tarde o dar un paseo por el lugar; la segunda opción le satisface más y a pesar de que los pies no han descansado del todo del trasiego a los que fueron sometidos por la mañana, Ventox decide acercarse hasta lo alto del acantilado para observar el pueblo desde lo alto, a vista de pájaro. Afortunadamente la niebla de los días anteriores e incluso de esta misma mañana se ha desvanecido internándose en la mar y la tarde aunque ventosa está inundada de sol. Asciende con lentitud por la carretera que lleva al faro y con cada metro de subida el paisaje le sobrecoge más y más. El azul del cielo se confunde y mezcla con el gris oscuro del mar en el horizonte por el que empieza a desvelarse una cierta claridad. De vez en cuando ha de apoyarse con las manos sobre el barandal de piedra sujetando su cuerpo con los brazos extendidos ya que los pulmones parecen quedarse sin aire, – si no fumara, piensa en voz alta-. Mira hacia arriba, hacia el faro, y sigue ascendiendo; es tal su determinación que parece como si algo le estuviera llamando desde lo alto del promontorio. Llega desfallecido y se apoya de nuevo, esta vez de espaldas al mar, y es entonces cuando la ve. Al principio cree que se trata de una ilusión creada en su mente enturbiada por el esfuerzo. Pero no, es ella: la mujer que canta. Su pelo tremola como una bandera negra frente al viento al borde del acantilado y su cuerpo parece oscilar fuera de la protección de piedra. Algo debe intuir Javier pues sin pretenderlo grita:
- ¡Eh!
Javier nunca llegará a saber que aquel grito acaba de salvar la vida de la muchacha. Ella, aterrada, en algún momento le revelará su secreto; claro que, en ese preciso instante, lo ignora todo de aquel desconocido que le saluda desde el faro con la mano extendida, y al que mira incrédula, como si fuera una aparición. Se queda contemplando aquella imagen envuelta en una gabardina demasiado grande y en aquel sombrero que el hombre porta en su mano aún levantada al viento. El extraño se le va acercando sin que ella sea capaz de reaccionar. Ha bajado la mano y camina con seguridad; una sonrisa se ha abierto en su boca, haciendo más creíble su rostro, hasta su figura parece humanizarse. Lo que Andrea no sabe todavía es que los metros que le faltan para llegar hasta ella están sirviendo para que se desvanezca en él, en su mente, el rencor de la última noche, en la que contempló la desnudez de la mujer; desnudez que tuvo que compartir con aquellos ojos lascivos que al igual que él, la deseaban. La mujer, en un movimiento intuitivo de defensa, según cree, echa a correr. Al hacerlo se ha de cruzar, inevitablemente, con el hombre que asciende; éste, sorprendido, se hace a un lado para dejarle pasar por el estrecho camino que la conduce hasta el faro y de allí a la carretera. Ella parece no mirar el rostro de él, pero sí percibe su respiración sofocada y el olor de su gabardina como a humedad contenida. Javier, aún contrariado, se vuelve y la ve alejarse. Ve su silueta delgada y esbelta que se va empequeñeciendo a medida que se aleja, hasta convertirse en una incertidumbre, en un bulto insignificante. Sonríe sin atisbo de rencor, sabe dónde buscarla.
La tarde ventosa da paso a una noche serena, apacible. Las olas, que logran cruzar el espigón, llegan mansas hasta el borde del dique del puerto donde los marineros se afanan en ordenar sus pequeños barcos, que hoy se entregan al suave juego del agua, para echarse a la mar. Tras una noche de arduo trabajo, y ya de madrugada, volverán cansados a sus casas, pero con una sonrisa fatigada en sus labios. Algunos, los menos, aquellos a los que nadie aguarda en sus vidas, aún se demorarán en la taberna a saciar su sed y a tratar de hacer entrar en calor sus humedecidos huesos. Pero eso será más tarde, de madrugada, cuando el alba pinte los primeros colores de un nuevo día. Mientras en aquel local, donde la soledad y el silencio han reinado toda la noche, se encuentra Javier compartiendo mesa con Andrea. Cuando entró en el establecimiento, al filo de la medianoche, sólo Carmen y Abel se hallaban en él, abúlicos y con una mueca rencorosa fijada en sus rostros. El hombre tras el mostrador y la mujer acodada en la barra de madera, toscamente tallada, mirando hacia la puerta por la que nadie, salvo aquel extraño, entraría en toda aquella larga noche. Andrea aparecería algo más tarde y su sola presencia sirvió para iluminar el oscuro local, o al menos eso le pareció a Javier.
Se acercó a ella, tras armarse de valor con la tercera copa de aguardiente. La mujer se había sentado en un rincón, el más oscuro y alejado de la barra, como si no quisiera tener relación alguna con aquellos dos seres con los que parecía negarse a compartir su vida. A Javier, en aquella tarde del faro, no le dio tiempo a fijarse detenidamente en el rostro de Andrea, pero ahora al tenerlo tan de cerca pudo comprobar, no sólo la belleza que ya conocía, sino la juventud que poseía, muy lejos de la voluptuosidad que parecía encarnar cuando cantaba; era como si aquel, triste por otra parte, escenario la envolviese en un halo de madurez física que desde luego no estaba acorde con su edad: era casi una niña.
- Señorita, ¿permite que le acompañe y le invite a una copa?
- Estoy aquí para eso –contestó la chica con acritud.
- Nos hemos visto esta tarde sobre el acantilado del faro. Creo que logré asustarla, aunque no fuera esa mi intención, pues me pareció, seguro que por error, que necesitaba ayuda. ¿Me equivoco? Le ruego me disculpe por ello. De hecho me he acercado esta noche hasta la taberna para dárselas –añadió Javier sabiendo que mentía.
-No necesitaba ayuda –mintió también Andrea-. Y tampoco me asustó. Simplemente tenía prisa.
- Ya –dijo escuetamente Javier -. Mi nombre es Javier, Javier Ventox. Estoy aquí…, en el pueblo quiero decir, por mi trabajo.
Fuera porque Andrea no estaba acostumbrada, en aquel lugar, a una conversación tranquila o tal vez nadie se le había presentado extendiéndole una mano franca o porque la noche se presentaba larga y aburrida, sin pretenderlo le empezaba a resultar amena la compañía de aquel hombre, de aquel extraño, al que el azar había puesto en su camino. En la cercanía ya no lo vio como a la mayoría de los hombres que se arrimaban a ella, confundiendo su vida con la de Carmen, tan sólo por pertenecer al mismo lugar, al mismo falso destino; por ser su hija.
- Te preguntarás qué hago aquí… en este sitio. Me llamo Andrea, ¿o, quizás eso ya lo sabías? -preguntó con seguridad.
-Sí, escuché tu nombre a los marinos la primera noche que recalé aquí, en la taberna – recalcó tuteando a la chica al escuchar que ella lo había hecho con él-. Cantas bien, pero tienes razón: este lugar no te pertenece o al menos no te corresponde –afirmó Javier-. Lo otro…, tú sabrás qué haces con tu vida, yo no soy quién para recriminártelo, pero me parece que debieras estar por encima de esa impostura, de ese engaño.
- ¿Impostura, engaño? –dijo con ironía-. Quizás es que no tengo adónde ir; o tal vez es que me gusta lo que hago –recalcó dejando de mirar al hombre y volcando su mirada en la copa que sostenía entre las manos.
- No lo creo. Siempre se tiene adónde ir, sobre todo si uno no se encuentra a gusto donde está –aseveró Javier dando el último trago de su copa mientras levantaba la mano pidiendo más bebida.
Abel y Carmen, desde la barra, hacía tiempo que no apartaban la mirada del rincón donde se encontraban Andrea y Javier conversando. Abel atendió la petición de aquel extraño volviéndole a llenar la copa, y la que le tendió Andrea, mientras carraspeaba y miraba torvamente a la chica. Mirada que no pasó desapercibida a Javier.
- ¿Por qué te mira ese hombre de tal manera, con esa torpeza e insolencia? –preguntó Javier cuando el hombre se hubo alejado.
- Porque espera que me prostituya esta noche contigo.
(CONTINUARÁ)
El visitante ha comido en la pensión que habita por unos días, antes de trasladarse al siguiente lugar de trabajo, pues Ventox es viajante y recorre la costa de este a oeste a lo largo del año. Este pueblo al pie del cabo es la primera vez que lo visita. Una ligera siesta, tras la comida, le reconforta. Duda entre seguir trabajando aquella tarde o dar un paseo por el lugar; la segunda opción le satisface más y a pesar de que los pies no han descansado del todo del trasiego a los que fueron sometidos por la mañana, Ventox decide acercarse hasta lo alto del acantilado para observar el pueblo desde lo alto, a vista de pájaro. Afortunadamente la niebla de los días anteriores e incluso de esta misma mañana se ha desvanecido internándose en la mar y la tarde aunque ventosa está inundada de sol. Asciende con lentitud por la carretera que lleva al faro y con cada metro de subida el paisaje le sobrecoge más y más. El azul del cielo se confunde y mezcla con el gris oscuro del mar en el horizonte por el que empieza a desvelarse una cierta claridad. De vez en cuando ha de apoyarse con las manos sobre el barandal de piedra sujetando su cuerpo con los brazos extendidos ya que los pulmones parecen quedarse sin aire, – si no fumara, piensa en voz alta-. Mira hacia arriba, hacia el faro, y sigue ascendiendo; es tal su determinación que parece como si algo le estuviera llamando desde lo alto del promontorio. Llega desfallecido y se apoya de nuevo, esta vez de espaldas al mar, y es entonces cuando la ve. Al principio cree que se trata de una ilusión creada en su mente enturbiada por el esfuerzo. Pero no, es ella: la mujer que canta. Su pelo tremola como una bandera negra frente al viento al borde del acantilado y su cuerpo parece oscilar fuera de la protección de piedra. Algo debe intuir Javier pues sin pretenderlo grita:
- ¡Eh!
Javier nunca llegará a saber que aquel grito acaba de salvar la vida de la muchacha. Ella, aterrada, en algún momento le revelará su secreto; claro que, en ese preciso instante, lo ignora todo de aquel desconocido que le saluda desde el faro con la mano extendida, y al que mira incrédula, como si fuera una aparición. Se queda contemplando aquella imagen envuelta en una gabardina demasiado grande y en aquel sombrero que el hombre porta en su mano aún levantada al viento. El extraño se le va acercando sin que ella sea capaz de reaccionar. Ha bajado la mano y camina con seguridad; una sonrisa se ha abierto en su boca, haciendo más creíble su rostro, hasta su figura parece humanizarse. Lo que Andrea no sabe todavía es que los metros que le faltan para llegar hasta ella están sirviendo para que se desvanezca en él, en su mente, el rencor de la última noche, en la que contempló la desnudez de la mujer; desnudez que tuvo que compartir con aquellos ojos lascivos que al igual que él, la deseaban. La mujer, en un movimiento intuitivo de defensa, según cree, echa a correr. Al hacerlo se ha de cruzar, inevitablemente, con el hombre que asciende; éste, sorprendido, se hace a un lado para dejarle pasar por el estrecho camino que la conduce hasta el faro y de allí a la carretera. Ella parece no mirar el rostro de él, pero sí percibe su respiración sofocada y el olor de su gabardina como a humedad contenida. Javier, aún contrariado, se vuelve y la ve alejarse. Ve su silueta delgada y esbelta que se va empequeñeciendo a medida que se aleja, hasta convertirse en una incertidumbre, en un bulto insignificante. Sonríe sin atisbo de rencor, sabe dónde buscarla.
La tarde ventosa da paso a una noche serena, apacible. Las olas, que logran cruzar el espigón, llegan mansas hasta el borde del dique del puerto donde los marineros se afanan en ordenar sus pequeños barcos, que hoy se entregan al suave juego del agua, para echarse a la mar. Tras una noche de arduo trabajo, y ya de madrugada, volverán cansados a sus casas, pero con una sonrisa fatigada en sus labios. Algunos, los menos, aquellos a los que nadie aguarda en sus vidas, aún se demorarán en la taberna a saciar su sed y a tratar de hacer entrar en calor sus humedecidos huesos. Pero eso será más tarde, de madrugada, cuando el alba pinte los primeros colores de un nuevo día. Mientras en aquel local, donde la soledad y el silencio han reinado toda la noche, se encuentra Javier compartiendo mesa con Andrea. Cuando entró en el establecimiento, al filo de la medianoche, sólo Carmen y Abel se hallaban en él, abúlicos y con una mueca rencorosa fijada en sus rostros. El hombre tras el mostrador y la mujer acodada en la barra de madera, toscamente tallada, mirando hacia la puerta por la que nadie, salvo aquel extraño, entraría en toda aquella larga noche. Andrea aparecería algo más tarde y su sola presencia sirvió para iluminar el oscuro local, o al menos eso le pareció a Javier.
Se acercó a ella, tras armarse de valor con la tercera copa de aguardiente. La mujer se había sentado en un rincón, el más oscuro y alejado de la barra, como si no quisiera tener relación alguna con aquellos dos seres con los que parecía negarse a compartir su vida. A Javier, en aquella tarde del faro, no le dio tiempo a fijarse detenidamente en el rostro de Andrea, pero ahora al tenerlo tan de cerca pudo comprobar, no sólo la belleza que ya conocía, sino la juventud que poseía, muy lejos de la voluptuosidad que parecía encarnar cuando cantaba; era como si aquel, triste por otra parte, escenario la envolviese en un halo de madurez física que desde luego no estaba acorde con su edad: era casi una niña.
- Señorita, ¿permite que le acompañe y le invite a una copa?
- Estoy aquí para eso –contestó la chica con acritud.
- Nos hemos visto esta tarde sobre el acantilado del faro. Creo que logré asustarla, aunque no fuera esa mi intención, pues me pareció, seguro que por error, que necesitaba ayuda. ¿Me equivoco? Le ruego me disculpe por ello. De hecho me he acercado esta noche hasta la taberna para dárselas –añadió Javier sabiendo que mentía.
-No necesitaba ayuda –mintió también Andrea-. Y tampoco me asustó. Simplemente tenía prisa.
- Ya –dijo escuetamente Javier -. Mi nombre es Javier, Javier Ventox. Estoy aquí…, en el pueblo quiero decir, por mi trabajo.
Fuera porque Andrea no estaba acostumbrada, en aquel lugar, a una conversación tranquila o tal vez nadie se le había presentado extendiéndole una mano franca o porque la noche se presentaba larga y aburrida, sin pretenderlo le empezaba a resultar amena la compañía de aquel hombre, de aquel extraño, al que el azar había puesto en su camino. En la cercanía ya no lo vio como a la mayoría de los hombres que se arrimaban a ella, confundiendo su vida con la de Carmen, tan sólo por pertenecer al mismo lugar, al mismo falso destino; por ser su hija.
- Te preguntarás qué hago aquí… en este sitio. Me llamo Andrea, ¿o, quizás eso ya lo sabías? -preguntó con seguridad.
-Sí, escuché tu nombre a los marinos la primera noche que recalé aquí, en la taberna – recalcó tuteando a la chica al escuchar que ella lo había hecho con él-. Cantas bien, pero tienes razón: este lugar no te pertenece o al menos no te corresponde –afirmó Javier-. Lo otro…, tú sabrás qué haces con tu vida, yo no soy quién para recriminártelo, pero me parece que debieras estar por encima de esa impostura, de ese engaño.
- ¿Impostura, engaño? –dijo con ironía-. Quizás es que no tengo adónde ir; o tal vez es que me gusta lo que hago –recalcó dejando de mirar al hombre y volcando su mirada en la copa que sostenía entre las manos.
- No lo creo. Siempre se tiene adónde ir, sobre todo si uno no se encuentra a gusto donde está –aseveró Javier dando el último trago de su copa mientras levantaba la mano pidiendo más bebida.
Abel y Carmen, desde la barra, hacía tiempo que no apartaban la mirada del rincón donde se encontraban Andrea y Javier conversando. Abel atendió la petición de aquel extraño volviéndole a llenar la copa, y la que le tendió Andrea, mientras carraspeaba y miraba torvamente a la chica. Mirada que no pasó desapercibida a Javier.
- ¿Por qué te mira ese hombre de tal manera, con esa torpeza e insolencia? –preguntó Javier cuando el hombre se hubo alejado.
- Porque espera que me prostituya esta noche contigo.
(CONTINUARÁ)
sábado, 3 de noviembre de 2012
En el refugio de los sueños: Lejos, al sur (1ªparte)
(P.D. El 21 de junio del 2011 publiqué en este blog una pequeña historia: “Una frase al azar”. La historia surgió al señalar en un libro una frase con los ojos cerrados y de allí comenzar un cuento. La frase señalada decía…”Parecen monjes, monjes que cumplen…” La pequeña historia de entonces al final se convirtió en el cuento que ahora publico”.
- ¿Adónde vamos?
- Lejos: al sur.
Parecen monjes, monjes que cumplen con su deber en un terreno mundano. Las capuchas de sus chubasqueros así parecen indicarlo, si no fuera porque las prendas, con las que se protegen del frío y de la lluvia, son de color amarillo. Esperan pacientemente a que amaine el fuerte viento que barre el pequeño puerto de la costa norte. Han de echarse a la mar, como cada noche, como cada luna, pero hay cierta incertidumbre en sus rostros: conocen esas aguas y saben que, si no se aplaca el viento, mañana no tendrán nada que llevar a sus casas, pero también creen que si no arrecia en las próximas horas su patrón les obligará a iniciar la faena diaria, con lo que esto conlleva. Los barcos atados a los galápagos del muelle con fuertes maromas, se balancean en cada envestida del oleaje que llega al puerto a pesar de la protección del lejano espigón. La fina pero insistente lluvia lava los rostros de los pescadores que continúan mirando el horizonte buscando descubrir una abertura en el plomizo cielo que les permita albergar esperanzas de salir a la mar en busca del jornal. El viento sigue silbando entre las cuerdas firmemente sujetas a las cornamusas y va a chocar contra los mástiles de las embarcaciones, haciendo repicar a las reatas al chocar éstas contra los palos. Una campana deja oír su tañido y el viento lo remite a todos los rincones del muelle. Los marineros escuchan el fantasmal lamento y un escalofrío recorre sus cuerpos de hombres hechos a las desventuras; por sus cabezas rondarán, en los siguientes minutos, mil y una historia de embarcaciones que, en medio de una imprevista tormenta, fueron tragadas por las aguas; barcos de pesca como los suyos y que lo último que se pudo oír en ellos fue el angustioso volteo de la campana del puente.
Pasan las horas y la situación no parece mejorar. La taberna del pueblo se ha ido llenando de marineros que comienzan a desesperar. El acre olor a madera húmeda del entarimado asciende hacia el techo del establecimiento mezclándose en su camino con el humo del tabaco barato que exhalan los pescadores. Acodados en la barra se han ido desprendiendo de su indumentaria y toman el agrio vino tinto que produce su tierra, más apta para el cultivo de huerta que para utopías de viñas. Pero les reconforta el calor que desciende desde sus gargantas hasta el estómago. Se miran los unos a los otros. Agustín, el más veterano, zarandea la cabeza apostando con una mueca de su rostro su oposición a la salida a la mar. Hay silencio en la taberna, silencio marinero, roto en ocasiones por la aguardentosa carcajada de Carmen, la puta del puerto, que conmina al hombre que se encuentra junto a ella, en una de las mesas, a calentar su cama. En noches como ésta, sin fortuna, irán desfilando por su alcoba algunos de los que ahora siguen mirando a la mar a través de los empavonados y sucios cristales de las ventanas, por si un halo de esperanza, en forma de claridad, aún restase en su espera. Carmen al igual que Agustín, el viejo pescador, también sabe que la tempestad no amainará hasta el alba y que las sábanas de su lecho no perderán el calor de los cuerpos que en ellas se cobijen. Abel, detrás de la barra, mira indiferente a los lugareños mientras enjuaga los vasos en un caneco de madera.
Un extraño, al que el lugar no le corresponde, abre la puerta de la taberna. No es la primera ni será la última vez que la visite. Sólo en noches negras, como ésta, se acerca hasta la taberna del puerto. El viento le arrebata con fuerza la puerta de las manos y ésta va a chocar con violencia contra la pared. El hombre emite una inaudible excusa y se acerca hasta la barra. Su larga gabardina y su sombrero de ala ancha rezuman agua de lluvia con olor a salitre y algas podridas. Se acoda en la barra y pide un aguardiente que bebe con premura. Desvía su mirada recorriendo el local como buscando algo o a alguien que piensa le pertenece.
Andrea, hija de Carmen y de algún estibador que un mal día recaló en su cama, suele cantar para entretener la espera de los marineros. El visitante, quizás aún no lo sabe, pero se ha ido enamorando de la mujer que ha ocupado el pequeño estrado al fondo de la taberna. Vuelve la cabeza en esa dirección al escuchar las primeras y casi inaudibles notas musicales del pianista que acompaña a Andrea. El local se convierte, por mor de la tormenta, en un improvisado cabaret. El visitante se sienta en una de las banquetas colocando el sombrero y su nuevo vaso sobre una de las mesas; se ha despojado de su húmeda gabardina y contempla sin parpadear a la mujer.
La mira. Está absorto en su figura mientras la luz blanca y cenital que la sobrevuela va modificando su impudicia a medida que su voz se vuelve más dulce y comprometedora. Pasa de parecer un ángel a convertirse en un engaño o al menos en su evidencia. La luz algo tiene que ver con esa transformación. Su rostro, su cuerpo, envuelto en un ajustado traje negro, parecen entregados a la recreación de una diva de “music hall”. El que esté vestida de forma tan provocadora no es sino una manera más de acercarse al público que observa cada uno de sus movimientos; más atentos a la cadencia de sus caderas, que mueve con frío desdoro al ritmo suave de la música, que a su luminosa voz. La melodía empieza a sonar en la cabeza del visitante como si la fiebre le estuviera alcanzando. Se ha ido enamorando, noche tras noche, de aquella mujer y ahora al verla ahí, sobrepasando su actuación, siente que a medida que canta, el movimiento de su cuerpo va mostrando una procacidad resuelta y premeditada, una desvergonzada insinuación sexual que le envuelve, sin él pretenderlo, en una infamia de deseo y perturbación. La mujer mantiene los ojos ligeramente cerrados como para no ver la pasión que despierta, aunque quizás no ignore que el foco que la cubre no le permite ver los rostros seducidos de sus admiradores, todo lo más distinguirá, en los breves momentos que se digne abrir aquellos ojos que martirizan las sienes del visitante, los puntos rojizos de los cigarrillos. Parece estar mirándole de frente, pero no puede verle, ni tan siquiera sabe que aquel extraño exista. La canción que surge de sus labios roza el micrófono como si fuera una prolongación de su alma. Apoya sus enguantadas manos en las caderas, de las que alardea como si hubiesen sido adquiridas directamente del cielo, y su vientre se adelanta en estudiados espasmos al ritmo de la música. A lo largo de la interpretación, su rostro, cruel en la juventud que posee, parece ajeno a aquel lugar, como si no debiera estar allí.
La mujer deja de cantar, calla el piano en sus últimas notas y se hace de nuevo un silencio que va llenando cada hueco de la oscuridad del local. Es ahora cuando lleva en un movimiento espasmódico la cabeza hacia atrás, sus manos van deslizando los largos guantes liberando los brazos. Aquello hace sentirse al visitante como un niño al que están a punto de apartar de una situación que no debe conocer todavía. El malestar aparece de nuevo en sus sienes o al menos le parece sentir que regresa, aunque quizás nunca se haya ido del todo. Los golpes secos con que late su corazón no son sino punzadas de deseo o de celos. Las ágiles manos de la mujer van deslizando el vestido negro desde los hombros para resbalar por las curvas de su cuerpo hasta caer al suelo, sobre sus pies, formando la base de una escultura griega; de allí surge la blancura marmórea de aquel cuerpo desnudo. Mientras su cabeza se va balanceando hacia delante, a modo de despedida o de rencor o de vergüenza. El pelo cubre su ignominia al mismo tiempo que unos atenuados aplausos se pueden escuchar en el local, en donde se han vuelto a encender las pequeñas bombillas suspendidas del techo.
El silencio, que ha vuelto a ocupar la taberna, queda roto con la llegada de los patrones de los barcos y con la discusión sobre la posibilidad o no de salir a pescar aquella noche, más hecha para partidas de cartas que para intentar arrastrar redes. Pero la noche sigue avanzando con lentitud pero sin demora, y nadie se atreve a dar la orden para que los marineros empiecen su tarea. Sólo la llegada de la madrugada hace que los hombres, cansados por la espera, regresen a sus casas. Cuando salgan de la taberna, todos sin excepción mirarán al oscuro cielo que hoy no les ha atendido.
(CONTINUARÁ)
- ¿Adónde vamos?
- Lejos: al sur.
Parecen monjes, monjes que cumplen con su deber en un terreno mundano. Las capuchas de sus chubasqueros así parecen indicarlo, si no fuera porque las prendas, con las que se protegen del frío y de la lluvia, son de color amarillo. Esperan pacientemente a que amaine el fuerte viento que barre el pequeño puerto de la costa norte. Han de echarse a la mar, como cada noche, como cada luna, pero hay cierta incertidumbre en sus rostros: conocen esas aguas y saben que, si no se aplaca el viento, mañana no tendrán nada que llevar a sus casas, pero también creen que si no arrecia en las próximas horas su patrón les obligará a iniciar la faena diaria, con lo que esto conlleva. Los barcos atados a los galápagos del muelle con fuertes maromas, se balancean en cada envestida del oleaje que llega al puerto a pesar de la protección del lejano espigón. La fina pero insistente lluvia lava los rostros de los pescadores que continúan mirando el horizonte buscando descubrir una abertura en el plomizo cielo que les permita albergar esperanzas de salir a la mar en busca del jornal. El viento sigue silbando entre las cuerdas firmemente sujetas a las cornamusas y va a chocar contra los mástiles de las embarcaciones, haciendo repicar a las reatas al chocar éstas contra los palos. Una campana deja oír su tañido y el viento lo remite a todos los rincones del muelle. Los marineros escuchan el fantasmal lamento y un escalofrío recorre sus cuerpos de hombres hechos a las desventuras; por sus cabezas rondarán, en los siguientes minutos, mil y una historia de embarcaciones que, en medio de una imprevista tormenta, fueron tragadas por las aguas; barcos de pesca como los suyos y que lo último que se pudo oír en ellos fue el angustioso volteo de la campana del puente.
Pasan las horas y la situación no parece mejorar. La taberna del pueblo se ha ido llenando de marineros que comienzan a desesperar. El acre olor a madera húmeda del entarimado asciende hacia el techo del establecimiento mezclándose en su camino con el humo del tabaco barato que exhalan los pescadores. Acodados en la barra se han ido desprendiendo de su indumentaria y toman el agrio vino tinto que produce su tierra, más apta para el cultivo de huerta que para utopías de viñas. Pero les reconforta el calor que desciende desde sus gargantas hasta el estómago. Se miran los unos a los otros. Agustín, el más veterano, zarandea la cabeza apostando con una mueca de su rostro su oposición a la salida a la mar. Hay silencio en la taberna, silencio marinero, roto en ocasiones por la aguardentosa carcajada de Carmen, la puta del puerto, que conmina al hombre que se encuentra junto a ella, en una de las mesas, a calentar su cama. En noches como ésta, sin fortuna, irán desfilando por su alcoba algunos de los que ahora siguen mirando a la mar a través de los empavonados y sucios cristales de las ventanas, por si un halo de esperanza, en forma de claridad, aún restase en su espera. Carmen al igual que Agustín, el viejo pescador, también sabe que la tempestad no amainará hasta el alba y que las sábanas de su lecho no perderán el calor de los cuerpos que en ellas se cobijen. Abel, detrás de la barra, mira indiferente a los lugareños mientras enjuaga los vasos en un caneco de madera.
Un extraño, al que el lugar no le corresponde, abre la puerta de la taberna. No es la primera ni será la última vez que la visite. Sólo en noches negras, como ésta, se acerca hasta la taberna del puerto. El viento le arrebata con fuerza la puerta de las manos y ésta va a chocar con violencia contra la pared. El hombre emite una inaudible excusa y se acerca hasta la barra. Su larga gabardina y su sombrero de ala ancha rezuman agua de lluvia con olor a salitre y algas podridas. Se acoda en la barra y pide un aguardiente que bebe con premura. Desvía su mirada recorriendo el local como buscando algo o a alguien que piensa le pertenece.
Andrea, hija de Carmen y de algún estibador que un mal día recaló en su cama, suele cantar para entretener la espera de los marineros. El visitante, quizás aún no lo sabe, pero se ha ido enamorando de la mujer que ha ocupado el pequeño estrado al fondo de la taberna. Vuelve la cabeza en esa dirección al escuchar las primeras y casi inaudibles notas musicales del pianista que acompaña a Andrea. El local se convierte, por mor de la tormenta, en un improvisado cabaret. El visitante se sienta en una de las banquetas colocando el sombrero y su nuevo vaso sobre una de las mesas; se ha despojado de su húmeda gabardina y contempla sin parpadear a la mujer.
La mira. Está absorto en su figura mientras la luz blanca y cenital que la sobrevuela va modificando su impudicia a medida que su voz se vuelve más dulce y comprometedora. Pasa de parecer un ángel a convertirse en un engaño o al menos en su evidencia. La luz algo tiene que ver con esa transformación. Su rostro, su cuerpo, envuelto en un ajustado traje negro, parecen entregados a la recreación de una diva de “music hall”. El que esté vestida de forma tan provocadora no es sino una manera más de acercarse al público que observa cada uno de sus movimientos; más atentos a la cadencia de sus caderas, que mueve con frío desdoro al ritmo suave de la música, que a su luminosa voz. La melodía empieza a sonar en la cabeza del visitante como si la fiebre le estuviera alcanzando. Se ha ido enamorando, noche tras noche, de aquella mujer y ahora al verla ahí, sobrepasando su actuación, siente que a medida que canta, el movimiento de su cuerpo va mostrando una procacidad resuelta y premeditada, una desvergonzada insinuación sexual que le envuelve, sin él pretenderlo, en una infamia de deseo y perturbación. La mujer mantiene los ojos ligeramente cerrados como para no ver la pasión que despierta, aunque quizás no ignore que el foco que la cubre no le permite ver los rostros seducidos de sus admiradores, todo lo más distinguirá, en los breves momentos que se digne abrir aquellos ojos que martirizan las sienes del visitante, los puntos rojizos de los cigarrillos. Parece estar mirándole de frente, pero no puede verle, ni tan siquiera sabe que aquel extraño exista. La canción que surge de sus labios roza el micrófono como si fuera una prolongación de su alma. Apoya sus enguantadas manos en las caderas, de las que alardea como si hubiesen sido adquiridas directamente del cielo, y su vientre se adelanta en estudiados espasmos al ritmo de la música. A lo largo de la interpretación, su rostro, cruel en la juventud que posee, parece ajeno a aquel lugar, como si no debiera estar allí.
La mujer deja de cantar, calla el piano en sus últimas notas y se hace de nuevo un silencio que va llenando cada hueco de la oscuridad del local. Es ahora cuando lleva en un movimiento espasmódico la cabeza hacia atrás, sus manos van deslizando los largos guantes liberando los brazos. Aquello hace sentirse al visitante como un niño al que están a punto de apartar de una situación que no debe conocer todavía. El malestar aparece de nuevo en sus sienes o al menos le parece sentir que regresa, aunque quizás nunca se haya ido del todo. Los golpes secos con que late su corazón no son sino punzadas de deseo o de celos. Las ágiles manos de la mujer van deslizando el vestido negro desde los hombros para resbalar por las curvas de su cuerpo hasta caer al suelo, sobre sus pies, formando la base de una escultura griega; de allí surge la blancura marmórea de aquel cuerpo desnudo. Mientras su cabeza se va balanceando hacia delante, a modo de despedida o de rencor o de vergüenza. El pelo cubre su ignominia al mismo tiempo que unos atenuados aplausos se pueden escuchar en el local, en donde se han vuelto a encender las pequeñas bombillas suspendidas del techo.
El silencio, que ha vuelto a ocupar la taberna, queda roto con la llegada de los patrones de los barcos y con la discusión sobre la posibilidad o no de salir a pescar aquella noche, más hecha para partidas de cartas que para intentar arrastrar redes. Pero la noche sigue avanzando con lentitud pero sin demora, y nadie se atreve a dar la orden para que los marineros empiecen su tarea. Sólo la llegada de la madrugada hace que los hombres, cansados por la espera, regresen a sus casas. Cuando salgan de la taberna, todos sin excepción mirarán al oscuro cielo que hoy no les ha atendido.
(CONTINUARÁ)
miércoles, 31 de octubre de 2012
Greguerías (2)
16) Los niños de hoy serán hombres mañana. ¡Qué manera más rápida de crecer!
17) La auténtica ignorancia consiste en no querer salir de ella.
18) Profundizar lo más posible, en el menor tiempo posible, esa es la verdadera inteligencia.
19) A un hombre le preguntaron: ¿Cuántos años tiene usted? Sesenta y dos -contestó-. Ignoraba que esos eran los que ya no tenía.
20) Lo bueno de la vejez es que cada vez te queda menos para preocuparte por el futuro.
21) Procúrate de vez en cuando un fracaso, así tus amigos te seguirán queriendo.
22) Se echaron a nadar; luego ninguno sabía quién debía ponerse el primero.
23) Aquel hombre tenía un sexto sentido para distinguir a los enanos.
24) Sólo los sabios pueden olvidarlo todo.
25) ¿Para qué quieres la virginidad si no la usas?
26) Lo malo de ser feo es que se es todos los días.
27) La verdadera elegancia consiste en el equilibrio entre nuestro interior y nuestro exterior.
28) En el amor lo importante siempre es el otro.
29) El verdadero amante no es el que da, sino el que cede.
30) A veces las carreteras no se construyen para que la gente se acerque a los pueblos, sino para que la gente se vaya. (Continuará).
17) La auténtica ignorancia consiste en no querer salir de ella.
18) Profundizar lo más posible, en el menor tiempo posible, esa es la verdadera inteligencia.
19) A un hombre le preguntaron: ¿Cuántos años tiene usted? Sesenta y dos -contestó-. Ignoraba que esos eran los que ya no tenía.
20) Lo bueno de la vejez es que cada vez te queda menos para preocuparte por el futuro.
21) Procúrate de vez en cuando un fracaso, así tus amigos te seguirán queriendo.
22) Se echaron a nadar; luego ninguno sabía quién debía ponerse el primero.
23) Aquel hombre tenía un sexto sentido para distinguir a los enanos.
24) Sólo los sabios pueden olvidarlo todo.
25) ¿Para qué quieres la virginidad si no la usas?
26) Lo malo de ser feo es que se es todos los días.
27) La verdadera elegancia consiste en el equilibrio entre nuestro interior y nuestro exterior.
28) En el amor lo importante siempre es el otro.
29) El verdadero amante no es el que da, sino el que cede.
30) A veces las carreteras no se construyen para que la gente se acerque a los pueblos, sino para que la gente se vaya. (Continuará).
lunes, 29 de octubre de 2012
Historia de una fotografía
Era la primera vez que iban a un cine de verano. Él le había comprado un enorme algodón de azúcar de color rosa que se pegaba en forma de finos hilos alrededor de la comisura de los labios de la chica. Pensó que quizás aquella tarde pudiera darle el primer beso y que su sabor sería lo más dulce que recordaría toda su vida. Así fue, al menos durante aquel verano.
La chica del algodón rosado se llamaba Lucía y Carlos su joven acompañante.
“Aquel verano del ochenta y dos fue el primero y el último que salimos juntos. Lucía por entonces tenía catorce años y era unos meses mayor que yo; suficientes para que al verano siguiente se enamorara de otro chico.
Mis padres tenían una preciosa casa de planta baja junto al mar en aquel pueblo alicantino y durante veranos estuvimos pasando el mes de agosto parte de la familia: mis primos nunca faltaban. La algarabía, a primeras horas de la mañana era notoria y mi madre, cansada de ruidos matinales, nos enviaba al jardín de la vivienda nada más desayunar. Mis dos hermanas menores y mis tres primos corríamos a la playa desde el jardín cruzando el paseo marítimo. Fueron veranos de juegos y diversión, de mi primer beso y también de mi primer desengaño amoroso.
En la universidad me enamoré de Sara, Sara de Antonio y Antonio de mí. Vamos lo que se dice un triángulo amoroso perfecto; y ninguno nos enteramos de nada hasta que apareció Carmen para romper aquella situación a la que nos había llevado una profunda amistad entre los tres.
Sara fue la primera en darse cuenta de la inclinación homosexual de Antonio. Desengañada volcó su corazón hacia mí, pero yo ya había dado un paso hacia Carmen, con la que me casaría años después. El triunvirato se rompió y Sara y yo estuvimos sin hablarnos durante años. El matrimonio de Antonio, con uno de los muchos novios que le conocí, nos volvió a unir y aquella ruptura en los años de estudios sólo pudo producirnos carcajadas una docena de años después.
Pasarían muchos más hasta que tuve que regresar al pueblo alicantino de mis juegos veraniegos. Mis padres habían fallecido y mis dos hermanas y yo decidimos vender aquella preciosa casa mediterránea. Hacía años que nuestras vidas habían cambiado de rumbo y mantener la casa no tenía ningún sentido. Así que la mejor solución era vender y repartir nuestra herencia.
Carmen cuando vio la casa me preguntó: ¿ Seguro que queréis vender esta preciosa casa?
-No hay más remedio cariño, no está sólo en mis manos. Mis hermanas quieren vender; supongo que lo necesitan, y nosotros, desgraciadamente, no estamos en disposición de comprarla.
- Ya, lo entiendo –contestó-
Nos quedamos unos días en el pueblo, mientras cerrábamos la operación ya avanzada desde Madrid meses atrás.
Una tarde calurosa, antes del anochecer, paseábamos de la mano por las calles de aquel pueblo y me topé con el cine de verano, abandonado y medio derruido, y los recuerdos viajaron por mi cabeza a velocidad de rayo. Sin darme cuenta me paré ante las herrumbrosas taquillas y debí sonreír pues Carmen me preguntó.
-¿Por qué sonríes, Carlos?
- Le miré a sus expresivos ojos grises mientras le decía: no, de nada, ¿te apetece un algodón de azúcar?”
La chica del algodón rosado se llamaba Lucía y Carlos su joven acompañante.
“Aquel verano del ochenta y dos fue el primero y el último que salimos juntos. Lucía por entonces tenía catorce años y era unos meses mayor que yo; suficientes para que al verano siguiente se enamorara de otro chico.
Mis padres tenían una preciosa casa de planta baja junto al mar en aquel pueblo alicantino y durante veranos estuvimos pasando el mes de agosto parte de la familia: mis primos nunca faltaban. La algarabía, a primeras horas de la mañana era notoria y mi madre, cansada de ruidos matinales, nos enviaba al jardín de la vivienda nada más desayunar. Mis dos hermanas menores y mis tres primos corríamos a la playa desde el jardín cruzando el paseo marítimo. Fueron veranos de juegos y diversión, de mi primer beso y también de mi primer desengaño amoroso.
En la universidad me enamoré de Sara, Sara de Antonio y Antonio de mí. Vamos lo que se dice un triángulo amoroso perfecto; y ninguno nos enteramos de nada hasta que apareció Carmen para romper aquella situación a la que nos había llevado una profunda amistad entre los tres.
Sara fue la primera en darse cuenta de la inclinación homosexual de Antonio. Desengañada volcó su corazón hacia mí, pero yo ya había dado un paso hacia Carmen, con la que me casaría años después. El triunvirato se rompió y Sara y yo estuvimos sin hablarnos durante años. El matrimonio de Antonio, con uno de los muchos novios que le conocí, nos volvió a unir y aquella ruptura en los años de estudios sólo pudo producirnos carcajadas una docena de años después.
Pasarían muchos más hasta que tuve que regresar al pueblo alicantino de mis juegos veraniegos. Mis padres habían fallecido y mis dos hermanas y yo decidimos vender aquella preciosa casa mediterránea. Hacía años que nuestras vidas habían cambiado de rumbo y mantener la casa no tenía ningún sentido. Así que la mejor solución era vender y repartir nuestra herencia.
Carmen cuando vio la casa me preguntó: ¿ Seguro que queréis vender esta preciosa casa?
-No hay más remedio cariño, no está sólo en mis manos. Mis hermanas quieren vender; supongo que lo necesitan, y nosotros, desgraciadamente, no estamos en disposición de comprarla.
- Ya, lo entiendo –contestó-
Nos quedamos unos días en el pueblo, mientras cerrábamos la operación ya avanzada desde Madrid meses atrás.
Una tarde calurosa, antes del anochecer, paseábamos de la mano por las calles de aquel pueblo y me topé con el cine de verano, abandonado y medio derruido, y los recuerdos viajaron por mi cabeza a velocidad de rayo. Sin darme cuenta me paré ante las herrumbrosas taquillas y debí sonreír pues Carmen me preguntó.
-¿Por qué sonríes, Carlos?
- Le miré a sus expresivos ojos grises mientras le decía: no, de nada, ¿te apetece un algodón de azúcar?”
jueves, 25 de octubre de 2012
GREGUERÍAS (1)
Siempre me han gustado las greguerías, los aforismos, las frases cortas. Me encanta leer algunas de Gómez de La Serna, son geniales (recomiendo su lectura). Soy consciente de que algunas de las que escribo pueden estar impregnadas de aquellas que he escuchado o leído, pero aseguro que no lo he hecho intencionadamente, será el subconsciente que me ha traicionado. Por eso la primera es:
1) Plagiar es: decir, hacer o escribir lo mismo que otra persona, sólo que más tarde.
2) Quien saluda desde un tren parece estar despidiéndose de todo el andén.
3) Sé educado, devuelve el saludo a quien esté limpiando cristales.
4) La vida es como una caja de galletas, nos vamos comiendo las mejores.
5) La vida es una excursión hacia la muerte; pero una excursión al fin.
6) En el amor siempre gana el otro.
7) La nieve es la caspa que cae de las nubes. Y la lluvia la ducha de los pobres.
8) Eres un hombre hecho y deshecho. (Me lo dijo mi tío Manuel).
9) El ombligo es la cazuela de las pelusillas.
10) En el cine conviene colocarse detrás del calvo que acompaña a la mujer del moño.
11) El muro de las lamentaciones no es exclusivo de los judíos. Existe en muchas partes. ¿Quién no se ha lamentado, ante el cajero automático, del saldo de su cuenta corriente?
12) El primero de cada mes el abuelo solía decir: ¡A buen paso va este mes, pasado mañana tres!
13) Aquel hombre era de… (poner la población que se quiera), porque su madre pasaba por allí el día que le tocó nacer.
14) Lo tenemos todo a pares, menos el corazón. ¡Alguien debió de hacerlo mal!
15) Sólo los amigos pueden engañarte. (CONTINUARÁ)
1) Plagiar es: decir, hacer o escribir lo mismo que otra persona, sólo que más tarde.
2) Quien saluda desde un tren parece estar despidiéndose de todo el andén.
3) Sé educado, devuelve el saludo a quien esté limpiando cristales.
4) La vida es como una caja de galletas, nos vamos comiendo las mejores.
5) La vida es una excursión hacia la muerte; pero una excursión al fin.
6) En el amor siempre gana el otro.
7) La nieve es la caspa que cae de las nubes. Y la lluvia la ducha de los pobres.
8) Eres un hombre hecho y deshecho. (Me lo dijo mi tío Manuel).
9) El ombligo es la cazuela de las pelusillas.
10) En el cine conviene colocarse detrás del calvo que acompaña a la mujer del moño.
11) El muro de las lamentaciones no es exclusivo de los judíos. Existe en muchas partes. ¿Quién no se ha lamentado, ante el cajero automático, del saldo de su cuenta corriente?
12) El primero de cada mes el abuelo solía decir: ¡A buen paso va este mes, pasado mañana tres!
13) Aquel hombre era de… (poner la población que se quiera), porque su madre pasaba por allí el día que le tocó nacer.
14) Lo tenemos todo a pares, menos el corazón. ¡Alguien debió de hacerlo mal!
15) Sólo los amigos pueden engañarte. (CONTINUARÁ)
lunes, 22 de octubre de 2012
EXPOSICIÓN FOTOGRÁFICA
Estoy exponiendo fotografías, desde este mes de octubre y hasta navidad, en la Cafetería Alonso en el Paseo del Espolón de Burgos. Espero os guste a los que os apetezca o padáis visitarla. Algunas de las fotos son las que os traslado.
miércoles, 17 de octubre de 2012
La metáfora
Aquella mujer no era sino la metáfora de sí misma. Había aparecido en la pantalla de mi ordenador como por casualidad. Pero casualidad no había; nunca la hay. Me buscaba o quizá sería más preciso decir: me encontró. Niego la casualidad porque me localizó gracias a que yo estaba allí, en ese preciso instante que tampoco era casual puesto que me movía por la red con mucha frecuencia.
Habíamos sido novios de muy jóvenes, a esa temprana edad en que las relaciones se van formando, y la mayoría de las veces no fructifican. Apenas me acordaba de ella y supongo que a ella le pasaría lo mismo. Pero allí estaba, llamando a mi ventana. Me costó reconocerla. Muchos años…casi todos, ya.
Decía que me pareció una metáfora porque a medida que me iba desvelando su identidad noté en su rostro el refreno de una pasión olvidada y renacida. Yo conocía aquellas arrugas de su rostro, aunque nunca antes las hubiera visto. Sus ojos, desde luego no engañaban, nunca engañan. Si hay algo que no cambia son los ojos… o la mirada tal vez.
Me dijo que deseaba verme y quedamos en volver a contactar.
Al día siguiente me quedé contemplando el monitor. Primero apagado, luego encendido. En ambos casos su estructura era la misma: plana. Apagado no parecía tener alma; encendido tampoco si no acudía en tu búsqueda lo que deseabas. En qué momento iba a empezar a emitir lo que me interesaba. No parece sino que este aparato se trate de un concepto puro que te va a otorgar tus deseos; pureza a la que la han aplicado un cuerpo torpe. No hay nada menos ágil que un rectángulo plano e inmóvil. Irreflexivo.
Mientras esperaba pensé en cables. En los cables que unían todo aquello. Que eran capaces de trasladar nuestras palabras, nuestras miradas, a lugares remotos tan sólo con marcar una clave o un número. Y también me dio por pensar en nuestra imperfección. Cables submarinos, satélites, centralitas de telefonía, de televisión, todo dependía de nuestra imperfección como seres humanos, capaces de lo mejor y de lo peor. De qué servía todo aquel conglomerado operativo si se nos olvidaba un número o lo tecleábamos indebidamente o no lo hacíamos por temor o miedo o nostalgia. O quizás si la persona con la que queríamos contactar ya no atendía nuestra petición. Absolutamente de nada.
Otra metáfora.
Habíamos sido novios de muy jóvenes, a esa temprana edad en que las relaciones se van formando, y la mayoría de las veces no fructifican. Apenas me acordaba de ella y supongo que a ella le pasaría lo mismo. Pero allí estaba, llamando a mi ventana. Me costó reconocerla. Muchos años…casi todos, ya.
Decía que me pareció una metáfora porque a medida que me iba desvelando su identidad noté en su rostro el refreno de una pasión olvidada y renacida. Yo conocía aquellas arrugas de su rostro, aunque nunca antes las hubiera visto. Sus ojos, desde luego no engañaban, nunca engañan. Si hay algo que no cambia son los ojos… o la mirada tal vez.
Me dijo que deseaba verme y quedamos en volver a contactar.
Al día siguiente me quedé contemplando el monitor. Primero apagado, luego encendido. En ambos casos su estructura era la misma: plana. Apagado no parecía tener alma; encendido tampoco si no acudía en tu búsqueda lo que deseabas. En qué momento iba a empezar a emitir lo que me interesaba. No parece sino que este aparato se trate de un concepto puro que te va a otorgar tus deseos; pureza a la que la han aplicado un cuerpo torpe. No hay nada menos ágil que un rectángulo plano e inmóvil. Irreflexivo.
Mientras esperaba pensé en cables. En los cables que unían todo aquello. Que eran capaces de trasladar nuestras palabras, nuestras miradas, a lugares remotos tan sólo con marcar una clave o un número. Y también me dio por pensar en nuestra imperfección. Cables submarinos, satélites, centralitas de telefonía, de televisión, todo dependía de nuestra imperfección como seres humanos, capaces de lo mejor y de lo peor. De qué servía todo aquel conglomerado operativo si se nos olvidaba un número o lo tecleábamos indebidamente o no lo hacíamos por temor o miedo o nostalgia. O quizás si la persona con la que queríamos contactar ya no atendía nuestra petición. Absolutamente de nada.
Otra metáfora.
lunes, 15 de octubre de 2012
El regreso
Era una prenda de lana en la que se mezclaba el gris con el negro. El cuello y los puños elásticos eran también de color negro. Una chaqueta clásica, pensé al verla. El pensamiento me llevó a la infancia, quizás fuera más aproximado decir que me trasladó a la adolescencia. Al tenerla entre mis manos recordé de inmediato haber tenido una chaqueta muy parecida hacía cincuenta años. La cremallera cerraba de abajo hacia arriba, hasta el mismo extremo del cuello, pudiendo doblarse éste y abrigar así la garganta, sobre la que tanto cuidado ponían entonces nuestras madres. ¡Qué te vas a enfriar –me decían; nos decían!
Fuera por este regalo o porque hacía mucho tiempo que no iba a la antigua casa de mis padres, aquella tarde decidí hacer un hueco entre mis quehaceres y acercarme por la casi, si no olvidada, sí postergada vivienda familiar. Me costó encontrar las llaves. Al atravesar la puerta la primera impresión que tuve fue el olor; no había desaparecido aquella sensación de ambiente entre vainilla y caramelo. Es difícil de describir, pero al igual que cuando se cata un buen vino y vas sacando sus sabores, sus esencias, los recuerdos se centraron en aquel aroma dulce tan familiar. Los armarios, en los que aún colgaban, mudos testigos de unos años dejados atrás, algunos de los vestidos, de los trajes, que por cariño no me había desprendido de ellos, permanecían casi intactos. Cerrando los ojos aún podía sentir la ligera fragancia de los membrillos que cada otoño se guardaban en aquellos roperos y que, sin duda, habían impregnado las maderas de los muebles.
El inevitable polvo se había aposentado sobre aparadores, alacenas, estanterías… Los viejos ejemplares de la pequeña librería emanaban aquel tufillo a papel húmedo cuando te acercabas a ellos, como diciéndote: “Desde cuándo no ojeas mis páginas”.
Mentiría si dijera que encontré por casualidad la pequeña caja de cartón con mis tesoros. La estuve buscando desde que abrí el armario de la que había sido, y aún era, mi habitación. También olía a húmedo, mezclada, aquí, con el dulce membrillo. Al mirar en su interior me di cuenta de que por aquellos años yo ya no era un niño. Había conservado la caja de mi niñez pero su contenido ya no pertenecía a aquellos primeros años de mi vida. ¿Qué hacía allí el sencillo de Los Beatles: “Love me do”? ¡Tantos años buscándolo! Y allí apareció, relegado, desterrado, confinado. Cincuenta años. Grabado en el sesenta y dos. Esto sí era un tesoro.
Salí de la que fue mi vivienda con la sonrisa en el rostro y mi pequeño tesoro bajo el brazo. Me prometí regresar con más frecuencia.
martes, 2 de octubre de 2012
Dar disculpas
Dar disculpas, sin excusas, es lo que debo hacer, aunque, pienso, debiera de haberlo hecho mucho antes.
Dejé de escribir en el mes de junio sin dar explicaciones. Hoy quiero darlas, aunque me permitiréis me reserve lo más personal.
He estado estos tres meses con la mente en blanco (sigo estando) y el alma rota (afortunadamente curada), fruto de la misma causa.
Cuando sientes que un ser querido, motivado por la edad, se te está yendo poco a poco, no hay amargura mayor. Lo demás poco importa.
Me refiero a ese olvido momentáneo y eterno al mismo tiempo. A ser tú, a los ojos de quien sabes te quiere y a dejar de serlo al instante siguiente. A ese devenir de la injusta memoria cebado con algunas personas.
Cuando ese ser es al que más has amado y en ocasiones logra sacarte de tus casillas porque en ese preciso instante él ha dejado de ser él, se te viene el mundo encima; se me vino el mundo encima. Y lo comprendes, y lo admites, tratas de asimilarlo, pero una y otra vez caes en el mismo error. No nos educaron para esto.
Afortunadamente sus momentos de lucidez regresan con mayor frecuencia; en los últimos días ha mejorado. En una de nuestras conversaciones de los últimos días me dio disculpas por la “guerra que os estoy dando”. No se te olvide, Rafa -me dijo-, que lo difícil no es vivir, sino convivir.
Dejé de escribir en el mes de junio sin dar explicaciones. Hoy quiero darlas, aunque me permitiréis me reserve lo más personal.
He estado estos tres meses con la mente en blanco (sigo estando) y el alma rota (afortunadamente curada), fruto de la misma causa.
Cuando sientes que un ser querido, motivado por la edad, se te está yendo poco a poco, no hay amargura mayor. Lo demás poco importa.
Me refiero a ese olvido momentáneo y eterno al mismo tiempo. A ser tú, a los ojos de quien sabes te quiere y a dejar de serlo al instante siguiente. A ese devenir de la injusta memoria cebado con algunas personas.
Cuando ese ser es al que más has amado y en ocasiones logra sacarte de tus casillas porque en ese preciso instante él ha dejado de ser él, se te viene el mundo encima; se me vino el mundo encima. Y lo comprendes, y lo admites, tratas de asimilarlo, pero una y otra vez caes en el mismo error. No nos educaron para esto.
Afortunadamente sus momentos de lucidez regresan con mayor frecuencia; en los últimos días ha mejorado. En una de nuestras conversaciones de los últimos días me dio disculpas por la “guerra que os estoy dando”. No se te olvide, Rafa -me dijo-, que lo difícil no es vivir, sino convivir.
sábado, 30 de junio de 2012
En el refugio de los sueños: El ático(3ª parte)
(PD: continuación de mi post del 23 de junio)
- ¿Qué? –dijo y
se quedó mudo.
- ¡Sí, un ático!
¡En Gran Vía! –dije sorprendida de su asombro, sin caer que entre gente como
nosotros era un tanto insólito tener una posesión así-. Puedes ir a vivir allí
si quieres. Te lo dejo hasta que encuentres algo.
- Pero, Isabel,
¿estás hablando en serio?
- Pues claro, lo
heredé de mi padre. Murió hace un par de años. ¿No te acuerdas?
- Pero, entonces
–habló más relajado Alejandro-. ¿Por qué
no vives allí?
- Por mi madre.
Ya sabes que nunca me he llevado bien, y ella ocupa el resto del piso. Pero el
ático es enteramente mío. Ese es el problema: tendrás que verla a diario y
compartir la cocina, por lo demás mi pequeño apartamento tiene de todo.
- ¿Y tu madre
estará de acuerdo?
- No le queda más
remedio. Ella sabe que en cualquier momento puedo volver o alquilarlo. Para que
estés más tranquilo y ella no pregunte demasiado, le diremos que te lo he
alquilado, y ya está, asunto solucionado. Bueno solucionado: mi madre, has de
saber que siempre es un problema. Puede acabar contigo en cuanto se lo
proponga; así que estás avisado, ve prevenido. ¿Cuándo te mudas?
- ¡Joder! Hoy
mismo. Tu madre no creo que sea muy diferente a la mía, y además, Isabel, nos
quieren. Deberías saberlo. ¿Por cierto cómo se llama?
- Mi madre sólo
se quiere así misma. Ya lo irás viendo tú solito. Bueno también adora su tienda
de moda femenina. He de reconocer que tiene pero que muy buen gusto, para los
trapos. No me extraña, lo reconozco, que yo la desespere en este aspecto. ¡Ah! Raquel,
se llama Raquel. Toma, aquí tienes la llave del piso, Te presentas y le dices
que eres un amigo y que vas a estar una temporada… o lo que quieras, que
carajo, no te voy a solucionar yo todo.
Esperaba recibir
una llamada de Alejandro a los pocos días, diciéndome que renunciaba a mi
ático, pero nada de esto sucedió. Me extrañó pero continué con mi monótona vida
y más insustancial trabajo.
Madrid está
precioso en primavera, hasta la gente, de por sí abierta, lo es más en esta época
del año. Supongo que es el verdor de los árboles, los colores, la luz… no sé
pero en primavera parece que todo huele mejor, a limpio, a nuevo. Y fue una
mañana clara y fresca en la que acudí a entregar un trabajo de la agencia por
la zona de “Preciados” cuando me fijé en una pareja que al principio llamó mi
atención y cuando les tuve más cerca me dejó muda de sorpresa. Caminaban unos
metros delante de mí, iban de la mano. Primero me fijé en él: era alto,
delgado, moreno de pelo ensortijado. Ella, también morena, de buena silueta
parecía andar sin prisa pero con alegría en su cuerpo. Cada
poco paraban y unían sus bocas, en un movimiento mecánico para continuar
andando distraídamente. Cuando me fui
acercando mi boca debió abrirse como un
buzón de correos. No me lo podía creer. Yo, me había fijado en ellos por su
actitud de enamorados; no me parecieron una pareja más. Eran Alejandro y mi
madre. A él le había dicho un par de meses atrás que tenía que compartir con ella la cocina del piso. Sin duda llevaban tiempo compartiendo muchas más cosas.
Pero esa es
otra historia. Su historia. La mía transita ahora bajando hacia la Puerta del
Sol, en una cálida mañana de primavera.
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