miércoles, 7 de noviembre de 2012

En el refugio der los sueños: Lejos, al sur (2º parte)

       El visitante tiene nombre. No hay nadie anónimo; sólo los seres sin pasado. Se llama Javier, Javier Ventox.  Lleva pocos días en la zona, pero éstos ya le han llegado al alma. La niebla que invadió la comarca hace semanas aún permanece y le ha herido los huesos, le ha ido encorvando la figura; parece un anciano cuando recorre las húmedas calles del pueblo portando su mercancía, mostrándola de puerta en puerta. Echa en falta el sol,  pero su obsesión  es la mujer que canta y se desnuda, la mujer a la que va a ver y  a escuchar noche tras noche a la taberna del puerto. Esta noche volverá.
       El visitante ha comido en la pensión que habita por unos días, antes de trasladarse al siguiente lugar de trabajo, pues Ventox es viajante y recorre la costa de este a oeste a lo largo del año.  Este pueblo al pie del cabo  es la primera vez que lo visita. Una ligera siesta, tras la comida, le reconforta. Duda entre seguir trabajando aquella tarde o dar un paseo por el lugar; la segunda opción le satisface más y a pesar de que los pies no han descansado del todo del trasiego a los que fueron sometidos por la mañana, Ventox decide acercarse hasta lo alto del acantilado para observar el pueblo desde lo alto, a vista de pájaro. Afortunadamente la niebla de los días anteriores e incluso de esta misma mañana  se ha desvanecido internándose en la mar y la tarde aunque ventosa está inundada de sol. Asciende con lentitud por la carretera que  lleva al faro y con cada metro de subida el paisaje le sobrecoge más y más. El azul del cielo se confunde y mezcla con el gris oscuro del mar en el horizonte por el que empieza a desvelarse una cierta claridad. De vez en cuando ha de apoyarse con las manos sobre el barandal de piedra sujetando su cuerpo con los brazos extendidos ya que  los pulmones parecen quedarse sin aire, – si no fumara, piensa en voz alta-. Mira hacia arriba, hacia el faro,  y sigue ascendiendo; es tal su determinación que  parece  como si algo le estuviera llamando desde lo alto del promontorio. Llega desfallecido y se apoya de nuevo, esta vez de espaldas al mar, y es entonces cuando la ve. Al principio cree que se trata de una ilusión creada en su mente enturbiada por el esfuerzo. Pero no, es ella: la mujer que canta. Su pelo tremola como una bandera negra frente al viento al borde del acantilado y su cuerpo parece oscilar fuera de la protección de piedra. Algo debe intuir Javier pues sin pretenderlo grita:
       - ¡Eh!
      Javier nunca llegará a saber que aquel grito acaba de salvar la vida de la muchacha. Ella, aterrada,  en algún momento le revelará su secreto; claro que, en ese preciso instante, lo  ignora todo de aquel desconocido que le saluda desde el faro con la mano extendida, y al que  mira incrédula, como si fuera una aparición. Se queda contemplando aquella imagen envuelta en una gabardina demasiado grande y en aquel sombrero que el hombre porta en su mano aún levantada al viento. El extraño se le va acercando sin que ella sea capaz de reaccionar. Ha bajado la mano y camina con seguridad;  una sonrisa se ha  abierto en su boca, haciendo más creíble su rostro, hasta su figura parece humanizarse. Lo que Andrea no sabe todavía es  que los metros que le faltan para llegar hasta ella están sirviendo para que se desvanezca en él, en su mente,  el rencor de la última noche, en la que contempló la desnudez de la mujer; desnudez  que tuvo que compartir con aquellos ojos lascivos que al igual que él, la deseaban.  La mujer, en un movimiento intuitivo de defensa, según cree, echa a correr. Al hacerlo se ha de cruzar, inevitablemente, con el hombre que asciende; éste, sorprendido, se hace a un lado para dejarle pasar por el estrecho camino que la conduce hasta el faro y de allí a la carretera. Ella parece  no mirar el rostro de él,  pero sí percibe su respiración sofocada y el olor de su gabardina como a humedad contenida. Javier, aún contrariado, se vuelve y la ve alejarse. Ve su silueta delgada y esbelta que se va empequeñeciendo a medida que se aleja, hasta convertirse en una incertidumbre, en un bulto insignificante. Sonríe sin atisbo de rencor, sabe dónde buscarla. 
 
        La tarde ventosa da paso a una noche serena,  apacible. Las olas, que logran cruzar el espigón,  llegan mansas hasta el borde del dique del puerto donde los marineros se afanan en ordenar sus pequeños barcos, que hoy se entregan al suave juego del agua, para echarse a la mar. Tras una noche de arduo trabajo, y ya de madrugada, volverán cansados a sus casas, pero con una sonrisa fatigada en sus labios. Algunos, los menos, aquellos a los que nadie aguarda en sus vidas, aún se demorarán en la taberna a saciar su sed y a tratar de hacer entrar en calor sus humedecidos huesos. Pero eso será más tarde, de madrugada, cuando el alba pinte los primeros colores de un nuevo día. Mientras  en aquel local, donde la soledad y el silencio han reinado toda la noche, se encuentra Javier compartiendo mesa con Andrea. Cuando entró en el establecimiento, al filo de la medianoche, sólo Carmen y Abel se hallaban en él, abúlicos  y con una mueca rencorosa fijada en sus rostros. El hombre tras el mostrador y la mujer acodada en la barra de madera, toscamente tallada, mirando hacia la puerta por la que nadie, salvo aquel extraño, entraría en toda aquella larga noche. Andrea aparecería algo más tarde y su sola presencia sirvió para iluminar el oscuro local, o al menos eso le pareció a Javier.
        Se acercó a ella, tras armarse de valor con la tercera copa de aguardiente. La mujer se había sentado en un rincón, el más oscuro y alejado de la barra, como si no quisiera tener relación alguna con aquellos dos seres con los que parecía negarse a compartir su vida. A Javier, en aquella tarde del faro, no le dio tiempo a fijarse detenidamente en el rostro de Andrea, pero ahora al tenerlo tan de cerca pudo comprobar, no sólo la belleza que ya conocía, sino la juventud  que poseía, muy lejos de la voluptuosidad que parecía encarnar cuando cantaba; era como si aquel, triste por otra parte, escenario la envolviese en un halo de madurez física que desde luego no estaba acorde con su edad: era casi una niña.
        - Señorita,  ¿permite que le acompañe y le invite a una copa?
       - Estoy aquí para eso –contestó la chica con acritud. 
       - Nos hemos visto esta tarde sobre el acantilado del faro. Creo que logré asustarla, aunque no fuera esa mi intención, pues me pareció, seguro que por error, que necesitaba ayuda. ¿Me equivoco? Le ruego me disculpe por ello. De hecho me he acercado esta noche hasta la taberna para dárselas –añadió Javier sabiendo que mentía.
      -No necesitaba ayuda –mintió también Andrea-. Y tampoco me asustó. Simplemente tenía prisa.
       - Ya –dijo escuetamente Javier -. Mi nombre es Javier, Javier Ventox.  Estoy aquí…, en el pueblo quiero decir, por mi trabajo.
      Fuera porque Andrea no estaba acostumbrada, en aquel lugar, a una conversación tranquila o tal vez nadie se le había presentado extendiéndole una mano franca o porque la noche se presentaba larga y aburrida,  sin pretenderlo le empezaba a resultar amena la compañía de aquel hombre, de aquel extraño, al que el azar había puesto en su camino. En la cercanía ya no lo vio como a la mayoría de los hombres que se arrimaban a ella, confundiendo su vida con la de Carmen,  tan sólo por pertenecer al mismo lugar, al mismo falso destino;  por ser su hija.
        - Te preguntarás qué hago aquí… en este sitio.  Me llamo Andrea, ¿o, quizás eso ya lo sabías?  -preguntó con seguridad.
        -Sí, escuché tu nombre  a los marinos la primera noche que recalé aquí, en la taberna – recalcó tuteando a la chica al escuchar que ella lo había hecho con él-. Cantas bien, pero tienes razón: este lugar no te pertenece o al menos no te corresponde –afirmó Javier-. Lo otro…, tú sabrás qué haces con tu vida, yo no soy quién para recriminártelo, pero me parece que debieras estar por encima de esa impostura, de ese engaño.
       - ¿Impostura, engaño? –dijo con ironía-. Quizás es que no tengo adónde ir; o tal vez es que me gusta lo que hago –recalcó dejando de mirar al hombre y volcando su mirada en la copa que sostenía entre las manos.
       - No lo creo. Siempre se tiene adónde ir, sobre todo si uno no se encuentra a gusto donde está –aseveró Javier dando el último trago de su copa mientras levantaba la mano pidiendo más bebida.
       Abel y Carmen, desde la barra, hacía tiempo que no apartaban la mirada del rincón donde se encontraban Andrea y Javier conversando. Abel atendió la petición de aquel extraño volviéndole a llenar la copa, y la que le tendió Andrea, mientras carraspeaba y miraba torvamente a la chica. Mirada que no pasó desapercibida a Javier.
      - ¿Por qué te mira ese hombre de tal manera, con esa torpeza e insolencia? –preguntó Javier cuando el hombre se hubo alejado.
      - Porque espera que me prostituya esta noche contigo.
(CONTINUARÁ)

4 comentarios:

  1. La trama es interesante. Me gusta la inocencia y bondad de Javier Ventox.
    Espero que no quede demasiado defraudad por Andrea, que no es nada feliz con lo que hace.
    ¿Una historia de amor o un desengaño. Tú tienes la llave.
    Un abrazo y buen finde. Aquí es fiesta:-)

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  2. Hola Katy: el amor y el desengaño suelen ir de la mano con demasiada frecuencia. Se verá, se verá. Al ser fiesta en Madrid nos viene toda la familia a ver a su abuela. Un abrazo

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  3. Hola rafa:

    Espero que la abuela vaya amor. Yo creo que a Andrea no es que no le guste lo que hace sino simplemente que no sabe lo que quiere y como apuntas no solo el amor, sino la vida está llena de pasiones y desengaños.
    Un abrazo

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  4. Hola Fernando. mi madre sufre altibajos cada vez con más frecuencia. Gracias por acordarte. A Andrea la dejaremos decidirse en la tercera entrega, ja,ja. Un abrazo

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