martes, 12 de enero de 2010

En el refugio de los sueños: Corazón loco.

La mujer se quedó quieta tras el espasmo que recorrió todo su cuerpo. Sus ojos quedaron abiertos mirando, sin ver ya, el techo del coche. El cuello, hacia atrás, sobre el reposa-cabezas. Los brazos agarrados, en un último refugio, al cuello de él. El hombre separó su cuerpo y vio a la muerte en la cara de Pilar.

“”No te puedo comprender, corazón loco// y ellas tampoco”” susurraba “el Cigala” en el aparato de música del automóvil que conducido por Roberto iba a toda velocidad por la carretera.

El teléfono había sonado por la mañana. El sabía casi con seguridad, eran las once en punto, que se trataba de ella. Sus citas a escondidas comenzaban siempre de la misma manera; una llamada de teléfono, y, si les iba bien aquel día, quedaban en el aparcamiento de un hotel a las afueras de la ciudad. Cada vez sus citas se dilataban más en el tiempo; las ocupaciones de ambos apenas si les permitían verse. Se querían desde hacía varios años, pero nunca habían optado por cambiar sus vidas, al menos él.

-Eres un cobarde –le decía Pilar-, pero te quiero.

-Ya lo sé –respondía Roberto-. Yo también te quiero.

Aquella tarde de principios de otoño el sol empezaba a declinar cuando Roberto llegó con su coche. Como siempre buscó un lugar solitario en el amplio aparcamiento. Aún era pronto. Pilar siempre se entretenía en la oficina. Las hojas de los árboles, aunque apenas hacía viento, se posaban mansamente sobre el asfalto y el cristal delantero del vehículo; una improvisada lluvia amarilla caía desde lo alto e iba vistiendo al suelo. El “Opel” de Pilar aparcó a la derecha del “Audi” de Roberto. La mujer bajó de su coche y entró en el del hombre.

-Hola, amor, tenía tantas ganas de verte –le dijo mientras besaba su boca.

-Yo también, se me hacen cada vez más largos los días entre nuestros encuentros.

-Es que cada vez pasa más tiempo, cariño.

-Ya lo sé, pero a estas alturas… ¿Adónde quieres ir? –preguntó Roberto.

-Me apetece pasear. Hace una tarde tan hermosa.

-Oscurecerá pronto –comentó Roberto mientras arrancaba el automóvil.

-Bueno, mientras haya luz.

Caminaron hacia la puesta de sol. Los rayos alargaban las sombras, ahora azuladas, de los abetos y el ambiente se iba enfriando con rapidez. Pilar había ganado peso en los últimos años y la fatiga le llegaba enseguida, por lo que decidieron regresar hacia el coche que habían dejado bajo los árboles, en uno de los costados de la amplia pradera que se extendía hacia la ladera de una colina cercana por donde se estaba ocultando el sol. Roberto le recriminaba, con frecuencia, esa falta de interés por su cuerpo. Él, por el contrario, se mantenía ágil; cuidaba su dieta y hacía ejercicio a diario. Pilar, a sus cuarenta y dos años, no se inquietaba por parecer una mujer hermosa, había otros motivos más importantes en la vida por los que preocuparse, solía decir.

Entraron en la parte posterior del vehículo y empezaron a besarse. Esta situación les hizo reír: parecemos dos críos, se decían con los ojos. Los labios dieron paso a las manos, que buscaron esos lugares donde el deseo habita. Él comenzó el juego desabrochando la blusa blanca de ella. Pilar se estremeció cuando Roberto empezó a acariciar sus pechos. La mano derecha del hombre rozó la desnuda nuca de la mujer y bajó por su espalda hasta abrir el sujetador, liberando los senos. Mantenían unidos los labios en un beso a la vez tierno y carnal cuando llegó ella, sin avisar. La mujer sufrió una atroz convulsión y su cuerpo se quedó rígido sobre el asiento. Roberto tardó unos instantes en reaccionar; no comprendía. Separó su rostro del de Pilar y vio la muerte reflejada en sus ojos. -Está muerta…muerta, gritó-. En aquella soledad nadie podía oírle. Se quedó inmóvil, con los brazos rodeando todavía el cuerpo inerte de ella. Trató de reanimarla, de devolverle el hálito de vida que acababa de perder. No pudo. No podía. -¿Qué hago? ¿Llamo a la policía?, se preguntó-. Sabía que era un cobarde, pero no un criminal. El no había matado a nadie. Sólo era una desgracia. Ir al hospital más próximo parecía la opción más razonable. Pero, -¿para qué?, volvió a preguntarse-. No podía dejarla allí. Tenía que decidirse. Sus manos temblaban mientras ponía en marcha el motor del coche. Se quedó pensativo. Paró el motor. ¡La oscuridad había sido su compañera tantas veces! Siempre les había ocultado de otras miradas. Acababa de tomar una determinación. Pasar a la mujer al asiento delantero constituyó para Roberto un esfuerzo al que no estaba acostumbrado. Más tarde, cuando todo aquello terminó, cayó en la cuenta de que no hubiera sido necesario. Abotonó la blusa de la mujer; se distrajo buscando en el interior del bolso el móvil de Pilar. Por un momento pensó que debía hacerlo desaparecer, pero recapacitando, si es que los nervios le prestaban un momento de cordura, llegó a la conclusión de que hubiera sido mucha casualidad que lo hubiera perdido el mismo día de su fallecimiento. Puso de nuevo el motor en marcha. La cabeza parecía irle a estallar; un agudo pinchazo atravesaba sus sienes. Aferró el volante intentando mitigar el dolor con el esfuerzo. Llegó al aparcamiento del hotel. Por fortuna el coche de Pilar continuaba solitario en un extremo. Detuvo su coche. Al ir a bajar se dio cuenta que debía situar su vehículo hacia atrás. La cabeza le seguía martilleando y no podía pensar con claridad. El movimiento de los coches podía alertar a las escasas personas que parecía haber en el hotel, tan sólo tres o cuatro plazas de aparcamiento estaban ocupadas. Trasladó el cuerpo sin vida de la mujer hasta el asiento del Opel y se deslizó hacia el volante. La noche seguía siendo amiga. Unas nubes negras tapaban la luz de la luna.

“”Yo no me puedo explicar// como las puedes amar tan tranquilamente”” seguía sonando el CD. Roberto volaba materialmente sobre el asfalto. El tiempo obraba en su contra; a esas horas ya debería estar en su casa. Pilar, su amante; la persona a la que el más había amado en su vida, parecía querer decírselo a su lado. Tenía que encontrar un lugar al borde de la carretera, en donde pudiera aparcar el coche y realizar lo que se proponía. Comenzó a llover. Se equivocó y pulso el intermitente en lugar del limpiaparabrisas. “”Yo no puedo comprender// como se pueden querer// dos mujeres a la vez// y no estar loco””. Ajeno a la música, Roberto buscaba un lugar. La velocidad del coche le impedía encontrarlo; lo comprendió y redujo la marcha. Por fin lo halló. Ahí mismo, debajo del puente de la autovía hay sitio suficiente para detenerme –pensó- Paró el automóvil y apagó las luces. Ahora debía pensar con claridad. Se dio un respiro. Lo primero trasladar a Pilar hasta el asiento del volante –comentó para sí-. Sabía de la dificultad, pero también sabía que debía hacerlo a la máxima celeridad posible, y, a poder ser, sin sacar el cuerpo del coche; así había menos posibilidades de que le vieran. Seguía teniendo suerte, la circulación era escasa. Aprovechó un momento en que no aparecían luces de tráfico reflejadas en los espejos para abrir la puerta, bordear el coche y abrir la de la mujer. El Cigala seguía cantando:””Una es el amor sagrado// compañera de mi vida// esposa y madre a la vez// y la otra…”” Trató de alzar a Pilar por encima de la palanca de cambios. Su espalda parecía ir a romperse. -Le dije que se pusiera a dieta, masculló- Imposible, era demasiado peso para moverlo desde esa posición. Pensó: primero una pierna, luego la otra, y después el cuerpo. Así, y no sin dificultad lo consiguió. Jadeaba. “”…es lo prohibido// complemento de mi alma// y al que no renunciaré””. ¡Maldita sea! –gritó-, ¡el zapato, falta un zapato! Buscó debajo del asiento, en todo el interior del coche, nada, un zapato había desaparecido. Miró en el exterior, sobre la grava, sabiendo de antemano que allí era imposible que estuviera. Vio que un coche se acercaba por la carretera. Intuitivamente se agachó tras de la carrocería. Pasó de largo. Debe haberse quedado en mi coche.-¡Joder, joder!- Nadie pudo oírlo. Debo seguir con mi plan. Colocó a Pilar lo mejor que pudo, comprobó que su ropa no había sufrido ningún desgarro con los traslados, dejó el motor en marcha, apagó el aparato de música, justo en el momento en que se escuchaba: “”corazón loco..”” puso los intermitentes traseros, cerró la puerta y se marchó en busca de su coche. Ahora podría demostrarse a sí mismo si el ejercicio diario le había servido para algo. Correr en aquella noche oscura, que ahora no le ayudaba en absoluto, resultaba complicado: apenas se veía, y la lluvia, aunque no abundante, le azotaba la cara. Conocía aquella carretera y sabía que el aparcamiento del hotel estaba a unos cuatro kilómetros del lugar donde había dejado a Pilar. Debía ir por los campos de labor, hubiera resultado extraño que alguien, desde un vehículo, hubiese visto correr por el arcén de la carretera a un hombre cerca del lugar donde encontrarían, no tardando mucho, el cadáver de una mujer. Siguió corriendo, tropezando con frecuencia. Temía romperse un tobillo, pero no había otra solución, era muy tarde, casi las once –pensó-. De pronto detuvo su carrera, cerró los puños, miró al cielo, la lluvia le lavó la cara, y gritó: -¡Mierda, joder, la madre que me parió… el sujetador!- Se sorprendió al ver que todavía podía razonar. Tenía que volver. Cuando llegó sudaba y estaba empapado de agua. Nadie había reparado, aún, en el coche con los intermitentes traseros encendidos, o nadie se había tomado la molestia de parar, en aquella noche lluviosa, por ver si el conductor, necesitaba ayuda. La encontró con la cabeza apoyada en el cristal de la puerta. Con manos trémulas desabrochó la blusa de la mujer, no era la primera vez que lo hacía esa noche pero que diferentes eran las circunstancias. Logró llegar con sus manos a la espalda de la mujer y cerrar los corchetes del sujetador. Las prisas le hacían equivocarse con los ojales de la blusa y sus correspondientes botones. Además había empapado de agua la prenda. Sabía que todo indicio de sospecha podía abrir una investigación. Pensó en huellas digitales, en pistas. Todo lo descartó; le parecía demasiado peliculero. La misma humedad de la blusa podía desaparecer. La muerte de Pilar había sido natural. Si natural era morir en un coche y en brazos de un amante. Pero, recordó, ¡faltaba el dichoso zapato! Tenía que buscarlo y calzar a Pilar, antes de que su cuerpo fuese descubierto. Algunos coches pasaban sin detenerse, lo que le dio confianza en lograrlo. Echó de nuevo a correr, ahora con más bríos. Cuatro o cinco kilómetros le quedaban para llegar a su coche. Corrió y corrió. Su cuerpo sudaba como nunca lo había sentido. La ropa y el calzado no eran lo más adecuado para esa situación.. Había dejado de llover, pero eso apenas si le satisfacía, quizás las gotas le hubiesen refrescado en esos momentos. La carrera le alivió el dolor de cabeza. El esfuerzo, aunque no dejaba de pensar en Pilar, le beneficiaba. Cerca de media hora tardó en llegar al desierto aparcamiento. Se acercó a su coche sin dejar de mirar hacia el hotel por miedo a que le viesen. El establecimiento sólo tenía iluminación en la fachada y en lo que debía de ser la recepción. No observó ningún movimiento por los alrededores. Jadeando, por el esfuerzo, abrió la puerta del vehículo. La luz automática del interior se encendió y Roberto buscó el zapato de Pilar sin obtener resultado. Miró en la zona delantera y trasera, debajo de los asientos. Todo fue en vano, el zapato no estaba allí. Al borde del pánico, supuso que podía haberse caído en el lugar donde había muerto Pilar, al cambiarla del asiento trasero al delantero. Sí, allí debía de estar sin duda. Sabía que le resultaría difícil dar con el lugar exacto en que habían estado, pero no imposible; era cuestión de tiempo, y ya, a esas horas, era lo que menos le importaba. Puso en marcha el motor y sin encender las luces, hasta que entró en la carretera, salió del aparcamiento del hotel.

La noche desdibuja los contornos de las cosas, las muda de lugar; lo que antes estaba aquí ha desaparecido y en su lugar han crecido arbustos que horas antes no existían. Roberto no sabía qué más hacer, vagó sin rumbo por la pradera con las luces de largo alcance; le pareció ver el dichoso zapato a cada instante, pero eran sombras de pequeños matojos proyectadas en la tierra. Al cabo de una media hora desistió. Estaba convencido de que el zapato estaba allí, pero también que le iba a resultar imposible localizarlo a esas horas. No era capaz de encontrar el lugar exacto en donde había estado acariciando a Pilar y el coche tampoco podía circular por toda aquella extensión. Se detuvo, puso las manos sobre su rostro y estuvo a punto de sollozar. Su mirada vidriosa quedó suspendida en la noche oscura, a la que, en aquel momento, no agradeció la amistad de otras veces.

Ya todo le daba igual, cruzó por delante del hotel sin mirarlo. Cinco kilómetros después vio, a lo lejos, brillando en la oscuridad, los intermitentes traseros de un coche. Redujo la marcha, nadie había descubierto, aún, la tragedia. Advirtió una sombra pegada al cristal de la ventanilla y le pareció que Pilar le miraba y se despedía de él. Se había librado de su cobardía. Guardó el coche en el garaje de la comunidad y subió a su casa. En el espejo del ascensor reparó en su ajado y húmedo traje. Trató, en vano, de adecentarse. Ni tan siquiera se le había ocurrido una excusa que dar a su esposa. Tan sólo pensaba en Pilar y en el dichoso zapato. Cuando abrió la puerta y entró en el salón Julia le sonrió.

-Julia, déjame que te explique…

-Espera cariño, que está terminando la película y está interesantísima. Luego me lo cuentas.

Una patrulla de la policía llegaba, en aquellos momentos, a socorrer al conductor de un Opel azul marino con los intermitentes traseros parpadeando.

En el aparcamiento del hotel un solitario y empapado zapato permanecía inmóvil a la espera de que alguien fuera a recogerlo, sin duda había quedado oculto debajo del coche de Roberto. Y había comenzado, de nuevo, a llover.



4 comentarios:

  1. Hola Rafa, vaya novela políaca que te has marcado. Genial. Me ha encantado, había suspense todo el tiempo y el final impredecible. Debía publicarla de verdad. Y sobre todo la fluidez nada rebuscada del lenguaje.
    Un abrazo.

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  2. Hola Katy:
    Me alegra que te gusten mis cosas. Estas navidades apenas si pude acercarme al ordenador, por los ocupas que había en casa,y eso que ellos viajan con portátiles, pera ya sabes. Perfilé este relato en tiempos libres. Un abrazo y gracias de nuevo.

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  3. Coincido con Katy, vaya derroche. El mago del suspense. Va ganando en intensidad a medida que lees. Lo deberías llevar a corto. Muy, pero que muy bien Rafa.
    Un abrazo

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  4. Hola Fernando, buenos días: te digo lo mismo que a Katy, gracias por seguir leyendo mis cosas, a pesar de tus ocupaciones diarias. Un abrazo muy fuerte

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